Klaus Muller dio unas fuertes pisadas con sus botas de suave piel sobre el suelo del chalet de alquiler, tratando de hacer entrar en calor los ateridos pies. Las nieves del Jungfrau jamás se derretían y, aunque fueran las primeras horas de una noche de verano, una ola de aire frío se había precipitado por el paso apenas se hubo puesto el sol. No es que a Kraus le importara demasiado. Le parecía haber sido transportado a un siglo y medio atrás, o mejor aún, a un tiempo en que las noches como aquélla eran totalmente normales, tan hermosas como frecuentes.
Más abajo, en el valle, las abigarradas luces del pueblo, divididas por el oscuro trazo de un arroyo de montaña, lucían cálidamente destacando contra los oscuros y fragantes prados. El persistente aroma de la hierba estival se mezclaba al perfume acre de los pinos y a las sutiles emanaciones minerales del agua helada al derramarse sobre el granito. El cielo nocturno estaba claro como el cristal; un hemisferio profundamente azul en el que titilaban infinitas estrellas de plata, como adornos refulgentes en un antiguo árbol navideño visto de cerca.
La voz colérica de un niño interrumpió los ensueños de Klaus.
—¡Siempre tienes que ser tú! ¡Déjame un poco a mí también!
—¡No! —fue la agresiva respuesta de otro niño—. Me has hecho perder la imagen.
En un ángulo de la terraza los dos hijos de Klaus, con las mejillas arreboladas y las naricitas húmedas, se zarandeaban el uno al otro disputándose el manejo de la unidad de control remoto de un telescopio portátil. El menor, Hans, tropezó con él, y el instrumento resbaló de costado sobre el ligero trípode.
Papá Klaus confiaba en no tener que intervenir. Y así fue porque Hans y Richard se echaron a reír de pronto. En realidad no se peleaban sino que sólo aparentaban hacerlo al tratar de manejar los mandos del telescopio, ansiosos por enfocarlo sobre el objeto que desde hacía tres noches captaba la atención general y figuraba en lugar preeminente en las noticias de la radio y del vídeo en todo el sistema solar.
El objeto en cuestión era una enorme nave espacial que estaba emergiendo de la órbita de Júpiter envuelta en una columna llameante y que se dirigía a la Tierra. La nave tenía treinta kilómetros de longitud y era la mayor construcción artificial que hubiera visto jamás el hombre; mucho mayor que las enormes estaciones espaciales que orbitaban la Tierra, Venus y Marte; mayor aún que muchos asteroides o que las lunas de Marte. Pero, aún así, era imposible detectarlas simple vista incluso en una noche tan clara como aquélla. Su trayectoria, rápidamente extrapolada, había sido difundida ampliamente y podía ser registrada por un instrumento tan afinado como el rastreador de la familia Muller.
—¡Ahí está! ¡Ya lo tengo! —exclamó el más pequeño de los niños, logrando finalmente interpretar con éxito las sencillas instrucciones del programa a pesar de la impaciente interferencia de su hermano. Entre un rumor de pequeños motores, el telescopio se había asentado finalmente sobre sus finas patas y fijado su lente en el lugar preciso, hasta enfocar al objeto. Y en el monitor…
—¡Oh! —exclamaron al unísono los niños, exultantes de asombro.
Luego guardaron silencio, Klaus se acercó, atraído por la clara imagen que aparecía en la pantalla. Aspiró el aire y lo exhaló entre una nubecilla de vaho. Aquella noche había visto imágenes más nítidas del objeto transmitidas por el noticiario televisivo; pero era muy distinto haberlas localizado personalmente por medio de un instrumento propio; porque aquello convertía lo fantástico en real.
—Han dicho que proyectaba unos salientes —indicó Hans.
—Los ha escondido otra vez —informó Richard.
—¿Por qué?
El joven Richard guardó silencio unos instantes antes de responder:
—Son alienígenas.
La explicación era perfectamente válida y además idéntica, aunque expresada de un modo más sencillo, a la ofrecida por expertos de gran talla.
Desde luego, aquella nave carecía de cualquier elemento que pudiera considerarse de procedencia humana. No tenía bulbosos tanques de combustible; ni toberas que indicaran la existencia de motores; ni antenas parabólicas o esbeltos mástiles de comunicaciones; ni elementos de carga anexos; ni protuberancias que ocultaran máquinas. No figuraba tampoco en ella ningún símbolo, ni bandera o número. El objeto que aparecía en la pantalla era un ovoide plateado, perfecto, sin ningún signo distintivo; tan fino y liso como una gota de agua al caer. Sólo aquel movimiento engañosamente lento pero constante, contra un fondo de estrellas inmóviles, indicaba su sobrecogedora velocidad.
Tan sólo un día antes, la nave hubiera podido ser confundida todavía con un resto de la retráctil luna de Júpiter. Un año atrás aquella luna alargada y serena había expelido un chorro de géiseres humeantes, al tiempo que su masa se desintegraba. Cuando todo el hielo hubo desaparecido el objeto brillante fue visible.
Poco después de haberse iniciado aquel extraordinario proceso, una expedición partió para investigarlo. Su dirigente, el profesor J. Q. R. Forster, ex miembro del personal docente del King’s College de la Universidad de Londres, era famoso por haber descifrado el antiguo lenguaje de la Cultura X, la civilización extraterrestre que había dejado fósiles y objetos que contenían fragmentos de escritura en Venus y en Marte. Lo acompañaban otros seis hombres y mujeres, entre ellos la inspectora Ellen Troy de la Junta de Control Espacial.
Poco después de llegar a su destino la expedición, se unió a ella, en circunstancias especiales cuyos detalles no habían sido revelados todavía, la personalidad más conocida en los canales de vídeo de todo el sistema solar: el distinguido historiador Sir Randolph Mays, al que acompañaba su joven ayudante femenina.
Aunque Amaltea se hubiera convertido en el foco de toda clase de acaloradas especulaciones, el profesor Forster había tratado afanosamente de que sus descubrimientos se mantuvieran en un terreno confidencial. Sólo la Junta de Control Espacial sabía con certeza lo que él y su equipo habían investigado en el curso de los meses que precedieron a la fusión completa de la envoltura de hielo de la luna de Júpiter, dejando al descubierto su duro núcleo interior.
Según la Junta de Control, fue en aquel momento cuando se perdió todo contacto con Forster y los suyos: justo unos minutos antes de que el artefacto extraterrestre hiciera su brutal aparición. Y nadie sabía lo que había podido ser de ellos.
En ese momento, media población del sistema solar observaba al veloz navío espacial con una mezcla de temor y de emoción. Porque muy pronto… en cuestión tan sólo de unos días a su velocidad actual, cruzaría la órbita terrestre acercándose más de lo que lo hubiese hecho cualquier otro objeto de su tamaño en toda la historia de la humanidad.
Mientras Klaus reflexionaba sobre aquellos espectaculares acontecimientos, el único teléfono del chalet empezó a zumbar tenuemente.
Klaus se preguntó irritado a quién se le ocurriría llamar a aquellas horas. El tiempo que dedicaba a su familia era ya tan escaso que había dejado en su oficina instrucciones estrictas de que nadie lo molestase con llamadas a su domicilio. Instantes después, Gertrud, sin elevar el tono pero con cierta tensión en la voz, le dijo desde la puerta:
—Es Goncharov. Dice que ha de hablar contigo urgentemente.
Y le alargó el auricular.
Un escalofrío más intenso aún que el frescor de la noche erizó el vello de la nuca de Klaus. No es que Goncharov le diera miedo o lo irritara, en realidad lo conocía lo suficiente como para considerarlo un amigo, pero le alarmaba que fuese él quien llamara porque nunca lo hubiese hecho a menos que se tratara de un asunto en extremo grave. Para no asustar a su esposa, procuró disimular sus emociones mientras establecía la conexión.
—¡Hola, Klaus! Aquí Mikhail. Ha surgido un problema urgente pero no le puedo hablar de ello por teléfono.
—Comprendo que debe tratarse de algo importante, Mikhail; pero ¿no podemos aplazarlo por un día? El lunes estaré de nuevo en mi oficina.
—Venga a la Embajada mañana, por favor… Mandaré un helicóptero a recogerlo.
—Si tan importante es, iré yo mismo en mi vehículo.
Las oficinas consulares de la Alianza del Tratado Continental del Norte en la Región Libre de Suiza se encontraban en Berna, a menos de cien kilómetros por carretera del chalet de alquiler donde vivían los Mullen.
—Bien… —respondió Goncharov vacilando—. Pero luego tendremos que devolver el coche para que pueda utilizarlo su esposa.
Al oír aquello, Klaus cayó en la cuenta de cuál debía ser la verdadera naturaleza del problema. Y comprendió que no podría seguir allí de vacaciones con su familia durante lo que aún quedaba de semana.
—Es muy urgente, Klaus. Y sólo usted puede solucionarlo. —Insistió Goncharov.
Klaus exhaló un suspiro.
—Pase a recogerme a las diez. Tendré preparado mi equipaje.
—Quizá debería también…
—Haré cuantas llamadas sean necesarias, Mikhail. Nos veremos mañana por la mañana.
—Adiós, amigo. Y siento haberle molestado.
Klaus cortó la comunicación, miró a Gertrud, y vio que las bonitas facciones de su esposa estaban contraídas por el disgusto y por una reprimida cólera. Pero no se le ocurrió nada que decirle.
Sin embargo, algo en la expresión de Klaus suavizó la actitud de ella.
—La próxima vez, liébchen, me harás el favor de no dar nuestro número a nadie.
—De acuerdo, cariño —asintió Klaus.
Miró la pantalla del telescopio mientras sus dos hijos se enzarzaban en una acalorada discusión sobre las fantásticas cualidades de aquella nave espacial que el pequeño objetivo estaba siguiendo muy de cerca. Se volvió hacia su esposa y añadió:
—La próxima vez.
Pero no habría una próxima vez para Klaus. Y no por culpa de la nave espacial, porque cuando ésta finalmente pasó a poca distancia de la Tierra, Klaus se hallaba navegando bajo el mar en uno de los sumergibles para grandes profundidades construido por su empresa, siguiendo el barranco subterráneo que partía de la bocana del puerto de Trincomalee al este de Sri Lanka. Su tarea consistía en diagnosticar los desperfectos sufridos por un proyecto submarino al que su empresa había dedicado muchos años y muchos cientos de miles de nuevos dólares y que la víspera de su inauguración oficial había empezado a funcionar de un modo sorprendentemente defectuoso.
La nave espacial se había aproximado hasta unas pocas decenas de miles de kilómetros de la Tierra, sin aminorar su marcha mientras se desplazaba por los cielos. En vista de esto, los «expertos» en asuntos del espacio pronosticaron que el navío, una vez rebasada la Tierra, se dirigía hacia la constelación de Cruz del Sur. Porque desde hacía mucho tiempo se daba por supuesto —e incluso personalidades tales como Sir Randolph Mays lo habían difundido ampliamente— que la sede de la Cultura X se hallaba en Cruz.
La presencia de la nave causaba general confusión. Si se la miraba desde la Tierra, su imagen desaparecía al quedar iluminada por la claridad diurna. Se había proyectado directamente contra el Sol, y al cabo de un día y medio, era lamida por las prominencias solares. Pero unos minutos después, salía indemne otra vez tras atravesar las abrasadoras capas exteriores del astro. Utilizando el poderoso campo de gravitación solar para ajustar su rumbo, aceleró de nuevo, envuelta en un fulgurante estallido ígneo que se desparramó por el espacio como un chorro de vidrio fundido. Y en seguida emergió como un rayo hacia el exterior del sistema solar, en dirección a los cielos del Norte en una trayectoria hiperbólica que se encaminaba hacia…
… hacia ningún lugar concreto.
O al menos hacia ningún objetivo que fuera conocido por los astrónomos terrestres. Durante nueve días, las enormes antenas de la base Farside, situada en la Luna, siguieron la trayectoria de la nave mientras ésta continuaba acelerando a diez veces la fuerza gravitatoria de la Tierra hasta alcanzar más del noventa y cinco por ciento de la velocidad de la luz.
¿Qué brutal fuerza propulsaba el enorme navío a velocidades hasta entonces sólo observadas en aceleradores de partículas subatómicas? ¿De dónde obtenía el combustible y la masa de reacción necesarios para aquellos increíbles resultados?
Los teóricos eran incapaces de dar una respuesta a cuestiones tan sencillas. Lo único que les era dable observar, estaba de acuerdo con las expectativas de la teoría de la relatividad: la longitud de onda de la luz reflejada por la nave se desplazaba notoriamente hacia el extremo rojo del espectro y la imagen retráctil se volvía cada vez más encarnada y más tenue. Pero era fácil de seguir con los inmensos telescopios de Farside. Y así lo venían haciendo desde hacía casi cuatro años.
Hasta que, de pronto, la nave pareció inmovilizarse en el espacio y se fue volviendo cada vez más purpúrea y oscura al tiempo que continuaba estática.
Años e incluso décadas transcurrieron en la Tierra mientras el apenas visible ingenio espacial permanecía inmóvil en el cielo. Los parientes y colegas del profesor Forster y sus compañeros se fueron haciendo viejos y fallecieron. El espacio que rodea la Tierra se contaminó todavía más; los suelos se erosionaron y se hicieron cada vez más estériles; los mares se polucionaron aún más a causa del petróleo, hasta que el planeta entero se estremeció y estuvo a punto de sucumbir. Sólo las precarias estaciones y colonizaciones espaciales de la Luna, de Marte y del Cinturón Principal —con un total de algunos centenares de miles de almas— esperaban sobrevivir a la auto-estrangulación del lugar donde tuvo origen su especie.
Mucho antes de que este desgraciado final se produjese, antes de que la aparición extraterrestre hubiera abandonado los espacios iluminados por la claridad solar, Klaus Muller había desaparecido en las profundidades del océano Índico mientras intentaba poner en marcha lo que hubiera sido la primera planta hidrotérmica de la Tierra, construida a gran escala. Porque el ingeniero suizo nunca regresó de aquella heroica misión en favor de una mejoría del medio ambiente…
—O así pudo haber ocurrido —explicó el profesor J. Q. R. Forster con una expresión sagaz en sus brillantes pupilas.
Observó cómo las llamas del fuego se reflejaban en su vaso y lo agitó para remover el oscuro whisky que contenía. Después de tomar un sorbo continuó:
—Hubiese sido lo más probable.
—¿Cómo sabemos que no puede ocurrir todavía? —murmuró un hombre muy alto que estaba junto al fuego y cuya voz recordaba el rumor de la marea en una playa cubierta de guijarros—. Quizá no en todos los detalles que nos ha expuesto usted, pero sí en líneas generales…
—Kip tiene razón —afirmó la única mujer que figuraba en la reunión haciendo un brusco movimiento de cabeza—. No puedo hacerme a la idea de que sea imposible impedir que semejante catástrofe dé lugar al peor de los mundos.
—Pero, Ari, podríamos afirmar también que no podemos impedir que origine el mejor de los mundos.
Jozsef Nagy era optimista en la misma proporción en que su esposa lo veía todo negro.
—Haremos lo que hemos hecho siempre, es decir, lo que esté a nuestro alcance —afirmó Forster. Y arqueó una ceja con expresión burlona mientras observaba a los demás con cierto aire compasivo—. De una cosa estamos seguros. Y es de que existen tantas posibles soluciones como estrellas nuevas se observan en el cielo desde esas ventanas.