—Esos «otros» seres…
Una expresión de horror contrae la cara de Ari e incluso Jozsef parece como si paladeara algo amargo.
—No tengo nada más que añadir sobre ellos —concluye Forster con firmeza—. Aparte de una cosa: Troy me dijo que, cuando rehusó matar a Nemo, Thowintha pronunció estas palabras: «La negación de la identidad es un pesado fardo».
—¿Qué significan?
—Que cada uno lo interprete a su manera, pero tengan en cuenta que Thowintha formaba una unidad con su nave-universo. Tal vez debamos aprender a asumir la identidad con nuestro mundo, es decir, con nuestra nave. Quizá Troy, Redfield y hasta Nemo… —al llegar aquí, Forster dirige al comandante una extraña mirada que pasa inadvertida para los demás— lo hayan comprendido.
Un atisbo de gris claridad matutina penetra por las altas ventanas de la biblioteca. El comandante atiza los últimos leños, pero están ya consumidos tras la larga noche.
—Entonces ¿nunca llegaremos a saber los detalles? ¿Se han perdido en el holocausto después de alcanzar el límite?
Las brasas caen y se desmenuzan en el suelo de piedra de la chimenea y los rítmicos fulgores de las transparentes llamas se ondulan sobre los carbones al rojo.
Forster ha vertido en su vaso los últimos restos del añejo y oscuro whisky. Y, tras removerlo unos momentos con aire pensativo, se lo toma.
—Si es que he comprendido bien tales formalismos, Penrose y los demás…
—¿Penrose?
—Sí. Un matemático y cosmólogo del siglo XX según el cual la información se pierde en singularidades… o sea en agujeros negros. Siempre que dicha información se cree a nivel de quantum, porque a tal nivel, una sola introducción de datos tiene muchas salidas potenciales.
Jozsef nunca se muestra más activo que cuando trata de comprender lo abstracto.
—¿Se está refiriendo al colapso de la función ondulatoria? A un mismo macronivel.
—Sí.
—De modo que todas esas cuestiones quedarán determinadas cuando los objetos que siguen existiendo en nuestros cielos hayan alcanzado un grado extremo de enrojecimiento.
—Perdóneme, Jozsef —le interrumpe Forster—. Pero ese tema quedará resuelto con mayor rapidez.
—¿Qué les sucedió a ustedes? —insiste Jozsef—. ¿A aquéllos que se encontraban en la nave convertida en Amaltea? ¿Y a aquellos… otros?
Forster se encoge de hombros.
—Vivimos nuestras vidas, supongo, en algún lugar de esta Tierra tan rica. O en una Tierra igual a ella. —Vuelve a aparecer su sonrisa; una sonrisa triste y tranquila—. Hay que retroceder al pasado, cuando la primera nave-universo aterrizó… en los tiempos del oligoceno. Debió ser el auténtico paraíso.
—¿Los primeros Designados fueron Linda y Blake cuando visitaron a Thowintha, la Thowintha amalteana, hace ya tanto tiempo?
—Así lo creo.
—Pero Thowintha debió saber que tenía que esperarlos —comenta Ari—. Con branquias y todo.
—La idea de que su hija hubiera podido sufrir semejante transformación marina le seguía repugnando.
—Entonces ¿diferentes realidades pueden comunicarse entre sí? —pregunta Jozsef sorprendido—. ¿Sin aniquilarse unas a otras?
—Al parecer ocurre de manera rutinaria a nivel de quantum. Puedo aportar referencias retrocediendo hasta Sidney Coleman, si así lo desea.
—Usted habló de una conspiración entre Nemo y Troy.
La figura del comandante destaca recortada contra la claridad de la ventana. Pero sus rasgos se pierden en la profunda penumbra.
—A riesgo de repetirme, diré que Nemo había fracasado en su intento para impedir la evolución de la raza humana. Y comprendió que su única salida residía en enfrentarse a nosotros en el lugar y el tiempo en que sabía que íbamos a aparecer. Nosotros también lo sabíamos, y por ello llegamos los primeros y nos ocultamos… entre los asteroides y en el agua.
—¿Cómo es posible que ganaran ustedes, es decir los buenos?
Forster sonríe pero evita la mirada del comandante.
—Soy nuevo en el estudio de la mecánica del quantum.
—Olvídese de eso. Inclúyalo en las notas —gruñe el comandante con voz hosca.
—Puedo imaginarle viviendo miles de años sumergido en el mar, difundiendo toda clase de mitos. Pero sólo hay una realidad en el enlace crucial, y Nemo lo comprendió finalmente.
—¿Por qué está tan seguro? —pregunta Jozsef.
—Hablando de un modo pragmático, la nave de Nemo pudo haber emergido del agujero negro en un tiempo muy próximo al que lo hicimos nosotros. Y haber seguido a nuestra nave cuando se dirigía a Júpiter y destruirla como a una mariposa en su capullo. Tengan en cuenta que Nemo y los tradicionalistas encontraron a la nave-universo, Amaltea, cuando orbitaba Júpiter y la destruyeron varias veces.
—¿Y luego…?
—Haga caso omiso de la desigualdad de Bell. Admita que el ataque de Nemo obtuvo éxito al menos en un cincuenta por ciento de las veces… como debió ocurrir. Pero, siguiendo el mismo razonamiento, fracasó en otro cincuenta por ciento. Por ello cuatro de nosotros podemos estar ahora reunidos ante este fuego.
—¿Asegura que la mitad de los ataques de Nemo fallaron?
—Sí, en el sentido de que la mitad de las versiones potenciales de sí mismo, la mitad de las naves-universo que tripulaba, cesaron inmediatamente de existir, dejaron de alcanzar la realidad. Pero sólo la mitad, insisto.
—En consecuencia, usted y el resto de nosotros debíamos existir forzosamente —afirma Jozsef.
—Desde luego, existimos —replica Forster sin poder reprimir una sonrisa de satisfacción—. Nemo acabó por comprender que la única intervención definitiva se produciría con la abertura de la espiral del tiempo. Lo que significa que dicha intervención tendría lugar únicamente cuando todas las naves-universo en pugna…, todas las versiones posibles de la realidad, entraran simultáneamente en el Sol en su camino hacia Némesis.
—Entonces ¿ha perdido Nemo la partida? —pregunta Jozsef.
Forster se encoge de hombros.
—Lo sabremos cuando salga el Sol. Porque entonces todas las naves-universo en pugna se estrellarán unas contra otras.
El comandante lo apremia con un tono seco y frío.
—¿Cómo consiguieron nuestros héroes semejante extraordinario resultado?
—Todavía no lo sabemos seguro —replica Forster—. Sólo hicimos lo mismo que Nemo, es decir, procurar que la historia se desenvolviera exactamente del modo en que la conocíamos. Lo que significa con Espíritu Libre, Salamandra y todo lo demás. En cuanto al resto será lo que ocurra finalmente.
El fuego se está apagando. La luz ha ido disminuyendo en la biblioteca. La gran ventana situada en su extremo traza el marco de un cuadro del firmamento en el que docenas de naves-universo brillantes como espejos prosiguen su marcha entre columnas de fuego.
Pasan unos minutos y Ari continúa de pie ante la ventana contemplando el cielo matutino constelado de resplandecientes naves-universo semejantes a extraños ángeles.
Una de esas naves, una cuanto menos, aunque probablemente haya más, se lleva a su hija y a su compañero hacia las estrellas. Muchas otras hijas suyas habitan bajo el mar. Pero, al igual que esas naves desaparecen, lo mismo ocurrirá con los humanos a los que han engendrado.
—Ahí van —murmura en voz tan baja que sólo ella misma puede oírlas, y se pone a llorar.
Siguen su camino, viajando a la velocidad de la luz.
Quizá si logran sobrevivir al desarrollo de esta situación singular emerjan al Jardín del Edén. Y tal vez si consiguen asimilar los recursos de los alienígenas —los amalteanos, los custodios, los cuidadores del Jardín—, deshagan lo que Ari ha hecho… lo que ha hecho con su propia hija. Y ella estará entonces en condiciones de concebir y lo hará y dará a luz a un niño, o a varios, y serán realmente hijos de una nueva era.
Todo esto se encuentra a un día de distancia. A un día en el futuro. Entonces todas las naves-universo se reunirán dentro del círculo abrasador del Sol. Y sólo una emergerá del fuego purificador. Éste será el momento del origen. El momento en que el fotón se encuentre con el espejo.
Todo figura aún en el futuro. A un día de distancia. En un futuro en potencia. Ari, su esposo Jozsef y sus amigos, entre ellos Forster y el comandante, continúan viviendo en la Tierra. Una Tierra distinta a lo que hubiera debido ser, distinta a lo que hubiera dictado una estricta probabilidad.
Esta misma Tierra es testigo del extraordinario vuelo de una medusa gigante para unirse a su nave madrina a la que busca entre una flota de naves-espejo que están cruzando la órbita de la Tierra.
Una Tierra en la que Bill y Marianne lo vuelven a intentar y tienen hijos. Engendran más de uno y los crían de un modo más o menos pacífico en Oxford, donde Bill ha encontrado la clase de trabajo para la que siempre se ha sentido más dotado en un universo plagado de disputas, jactancias, y experto manejo del catálogo de la biblioteca. Un mundo en que Marianne se siente muy a gusto, erudita y sagaz cuando lo desea o modesta e inactiva si lo prefiere así.
Esta Tierra tiene muchas opciones que ofrecer. Es, por ejemplo, un mundo en el que Angus y Jo se sienten importantes, recibiendo premios, suscribiendo contratos de edición, efectuando trabajos de consulta y gozando de otras compensaciones que parcialmente les resarcen del hecho evidente de que ya no son tan jóvenes como para lanzarse al espacio.
Es también una tierra en la que Klaus Muller vuelve junto a su familia en Suiza tras haber reparado el Proyecto de Energía de Trincomalee. Los años van transcurriendo y su trabajo lo aleja de ellos periódicamente. Sus hijos no crecen sin dificultades. A su edad ya madura, él y su esposa Gertrud padecen multitud de problemas humanos. Los dos se van haciendo viejos y sus hijos se convierten en adultos, en un mundo cuyo cielo no se contamina como antes e incluso empieza a aclararse lentamente, cuyas tierras son mejor cuidadas por quienes las habitan y cuyos mares están cada día más limpios.
La humanidad quizá se ha dado finalmente cuenta de lo cerca que estuvo de la catástrofe.
Ari puede dar las gracias a su hija por todo esto. Su hija —y todas las variantes de la misma; aquélla a la que conoció como Sparta y otras versiones lanzándose valientemente al holocausto final— ha demostrado, de un modo no previsible ni imaginable, que está en disposición de convertirse en la Emperatriz de los Últimos Días.