El relato de Klaus Muller continúa así:
Aquella mañana no tuve tiempo para ver las noticias en el vídeo, aunque, a juzgar por lo que comentaba la tripulación, rebosaban de datos sobre la aproximación de la nave alienígena que mis hijos habían tratado tan ávidamente de observar por el telescopio. Al parecer cumplía con su programa estrictamente: iba a atravesar la órbita terrestre a una distancia que se describía con cierta alarma como «demasiado próxima» al equinoccio de primavera.
Pero yo tenía preocupaciones más importantes que las que giraban en torno al fin del mundo.
Transcurridas menos de veinticuatro horas desde que Joe Watkins expuso sus teorías sobre los pulpos, me instalé en la Langosta de la empresa y me sumergí lentamente en unas aguas frías y oscuras para acercarme a la parrilla averiada. No nos fue posible mantener en secreto aquella operación. Mientras nos hundíamos, Joe lo presenciaba todo, muy interesado, desde una embarcación cercana. Por su parte, Sergei observaba a Joe intentando frenéticamente distraerle mediante un cómico y estrafalario monólogo, aunque sin conseguir su propósito. Al parecer, mi débil tentativa, la noche anterior, para inducir a Joe a que explorara los placeres nocturnos del lugar —de cuya existencia sólo tenía una noción fugaz— había resultado infructuosa.
Pero el problema era de los rusos; no mío. Había intentado persuadir a Shapiro para que hiciera objeto de su confianza a Joe, pero Karpukhin vetó el proyecto. Era casi evidente que se preguntaba por qué un sabueso norteamericano de la Prensa había tenido que aparecer por allí precisamente entonces. Pero ignoraba la evidente respuesta de que, de todos modos, Trincomalee acabaría por ser noticia.
No hay nada de llamativo o de espectacular en las operaciones en aguas profundas, siempre que se las lleve a cabo serenamente. Porque las emociones entrañan falta de precisión, lo que a su vez resulta en incompetencia. Como ya comentó uno de los primeros exploradores antárticos, que sobrevivió donde tantos encontraron la muerte: «La tragedia no figuraba en nuestras previsiones». En el trabajo, que yo efectúo, los incompetentes no duran mucho. Ni tampoco los amigos de las emociones. Realizaba mi tarea con las emociones reducidas al mínimo, como un fontanero cuando arregla un grifo que gotea.
Las parrillas habían sido diseñadas de modo que su mantenimiento fuera fácil, y sabíamos que, más tarde o más temprano, habría que remplazarías. Por fortuna, ninguno de los cables de aquella sección estaba averiado, y los pernos de seguridad pudieron retirarse fácilmente valiéndose de la llave especial. Activé los ganchos para grandes pesos y levanté la parrilla dañada sin dificultad alguna.
No es bueno apresurarse en una operación subacuática, porque si se quieren hacer demasiadas cosas al mismo tiempo, se corre el riesgo de equivocarse. Por otra parte, si todo se desarrolla a la perfección y el trabajo para el que se había calculado una semana se termina en un día, el cliente cree que su dinero ha sido malgastado. Por ello, aunque estaba seguro de poder reparar la parrilla aquella misma tarde, seguí a la unidad de reparaciones cuando subía a la superficie y di por concluida mi jornada de trabajo.
El termoelemento fue preparado rápidamente para ser sometido a una revisión a fondo y pasé el resto de la velada procurando escapar de Joe Watkins, cuya curiosidad era insaciable. Trinco es una ciudad pequeña, pero conseguí zafarme de su vigilancia metiéndome en el cine local, donde permanecí varias horas viendo una interminable epopeya tamil en la que tres generaciones sucesivas padecían idénticos problemas domésticos basados en errores de identidad, alcoholismo, abandono, muerte y locura, todo en Sensovisión, con un color rutilante, olores en exceso reales y un sonido envolvente que a veces retumbaba con la intensidad de un terremoto.
Logré así no sólo evitar a Joe sino aislarme de lo que estaba sucediendo en el cielo por encima de nuestras cabezas.
A la mañana siguiente, a pesar de un ligero dolor de cabeza, me encontraba en mi puesto poco después del amanecer. Lo mismo hicieron Joe y Sergei, los dos aparentando disponerse para una tranquila jornada de pesca. Los saludé alegremente mientras subía a la Langosta. Y una complaciente grúa me depositó en el lugar preciso.
Al otro lado, donde Joe no pudiera verla, se encontraba la parrilla de repuesto. Luego de haberme sumergido unas brazas, la levanté de su soporte y la llevé a las profundidades de la Fosa de Trinco donde a media tarde la había colocado en su lugar sin dificultad alguna. Antes de salir de nuevo a la superficie, los pernos quedaban asegurados y la soldadura efectuada mientras los ingenieros instalados en la playa habían dado fin a sus pruebas de continuidad.
Fue todo un éxito, conseguido con rapidez y limpieza. Para cuando me hallaba de nuevo en el puente, el sistema soportaba otra vez la potencia, todo funcionaba normalmente e incluso Karpukhin sonreía… hasta que empezó a formularse preguntas que nadie hasta entonces había podido contestar.
A falta de otra teoría mejor, yo seguía defendiendo el supuesto de un desprendimiento de rocas. Y esperaba que los rusos lo aceptasen y terminara así aquel tonto juego de tira y afloja que estábamos practicando Joe y yo.
Pero cuando vi a Shapiro y a Karpukhin acercarse a mí con aire contrito comprendí que no había habido suerte.
—Klaus —me dijo Lev—. Queremos que bajes de nuevo.
—Bueno. Ustedes son los que pagan —repuse—. ¿Qué tengo que hacer?
—Hemos examinado la parrilla dañada. Y falta una sección del termoelemento. Dimitri cree que… alguien… lo rompió deliberadamente y se lo llevó.
—Pues lo han hecho de un modo chapucero —repuse—. Y, desde luego, les aseguro que no ha sido ninguna persona de mi equipo.
Karpukhin no se reía nunca. Así que no me sorprendió que tampoco lo hiciese esta vez. Pero Lev continuaba asimismo muy serio. Y en cuanto a mí, distaba mucho de sentirme jovial e incluso empezaba a pensar que quizás el suspicaz Mr. Karpukhin no anduviera muy descaminado.
El sol se estaba poniendo en un esplendoroso crepúsculo tropical cuando inicié mi última inmersión de aquel día en la Fosa de Trinco. Pero la noción de «final de jornada» no tenía ningún significado allí porque por debajo de los quinientos metros siempre está oscuro. Me sumergí hasta rebasar los setecientos metros sin utilizar las luces porque me gusta observar a los seres fosforecentes marinos cuando revolotean y van de un lado para otro en las tinieblas, explotando a veces como cohetes delante mismo de la ventanilla de observación. En aquellas despejadas aguas no existe peligro de colisiones y, de todos modos, disponía del sonar panorámico que me advertía de cualquier peligro mucho mejor que mis propios ojos.
Cuando estaba a punto de alcanzar los ochocientos metros, noté que algo no marchaba bien. El fondo empezaba a aparecer en la sonda vertical, pero con demasiada lentitud, lo que significaba un descenso en extremo pausado. Podía incrementar mi velocidad inundando otro de los tanques de flotación, pero me resistía a hacerlo. Porque en mi trabajo, todo aquello que se sale de lo normal necesita ser explicado. Y en tres ocasiones había salvado la vida al esperar que dicha explicación se produjese.
Fue el termómetro el que me dio la respuesta. La temperatura exterior era cinco grados más alta de lo habitual, mas para disgusto mío, había tardado algunos segundos en comprobarlo. Mi única excusa era la de no haber tenido la oportunidad de inspeccionar la parrilla desde que la pusimos en funcionamiento.
Un par de cientos de metros por debajo de mí, la parrilla, después de haber sido reparada, estaba funcionando a pleno rendimiento, produciendo megavatios de calor mientras trataba de equilibrar la diferencia de temperatura entre la Fosa de Trinco y la Presa Solar que funcionaba en tierra. Desde luego, no lo iba a conseguir; pero mientras lo intentaba estaba generando electricidad y yo era impulsado hacia arriba en el geiser de agua caliente que se producía de manera incidental.
Cuando logré finalmente alcanzar la parrilla, me fue sumamente difícil que la Langosta resistiera a la presión ascendente, y empecé a sudar a raudales mientras el calor iba inundando la cabina. Experimentar semejante calor en las profundidades submarinas era una experiencia completamente nueva para mí. Y lo mismo se podía decir del efecto de espejismo que ocasionaba el agua al ascender, lo que hacía que la luz de mis focos se dispersara y temblara sobre la cara rocosa que estaba explorando.
Podéis imaginaros mi situación, con las luces encendidas, a mil metros de tenebrosa profundidad y desplazándome lentamente a lo largo de la pared del cañón que en aquellos parajes era tan inclinada como el tejado de una casa. El elemento perdido no podía haber ido muy lejos antes de descansar de nuevo en el suelo marino… si es que en realidad se encontraba todavía por allí. Si no lo encontraba en un plazo de diez minutos, podía darlo por perdido definitivamente.
Transcurrida una hora de búsqueda, lo único que logré encontrar fueron varias bombillas rotas —es asombroso el número de éstas que son arrojadas por los barcos, los fondos marinos de todo el mundo están llenos de ellas—, una botella de cerveza vacía, lo que implica el mismo comentario de antes, y una bota completamente nueva. Aquello fue lo último que descubrí…
… hasta darme cuenta de que no estaba solo.
No había desconectado en ningún momento el sonar de exploración porque incluso cuando no me muevo o estoy ocupado en cualquier otra cosa, siempre echo una ojeada a la pantalla por lo menos una vez cada minuto para ver qué ocurre por los alrededores. Lo que sucedía en aquel momento era que un objeto de grandes dimensiones, por lo menos del tamaño de la Langosta, se aproximaba desde el Norte, Cuando lo detecté se hallaba a unos doscientos metros y continuaba acercándose. Apagué mis luces, desconecté los propulsores que habían estado funcionando a poca velocidad para mantener la estabilidad en aquellas aguas turbulentas y dejé que la Langosta se desplazara a la deriva, llevada por la corriente.
Aunque estuve tentado de llamar a Lev Shapiro para informarle de que tenía compañía decidí esperar hasta que dispusiera de una información más concreta. Sólo tres regiones administrativas en todo el planeta poseían sumergibles capaces de operar a aquellas profundidades, y yo mantenía excelentes relaciones con todos ellos y estaba en estrecho contacto con la mayor parte de sus tripulaciones. No era, pues, prudente actuar con precipitación exponiéndome a provocar algún innecesario conflicto político.
No quise que se advirtiera mi presencia. Y como cualquiera que actuase a aquella profundidad necesitaba utilizar luces, me propuse detectar su proximidad antes de que ellos me vieran a mí. Aunque me sentía ciego sin la ayuda del sonar, lo apagué a regañadientes y me dispuse a valerme tan sólo de mis ojos. Quizá fueran imaginaciones mías, pero me pareció como si una música sutil resonara extrañamente contra la quilla de mi nave. Volví a comprobar el sonar y a ponerlo en actitud pasiva.
Aquel sonido musical se hizo cada vez más intenso. Aguardé en mi pequeña y silenciosa cabina, forzando la vista para penetrar la oscuridad externa, manteniéndome tenso y alerta aunque no preocupado en exceso.
Lo primero que vi fue un velado resplandor procedente de una distancia indefinida que fue aumentando aunque sin revelar ninguna forma concreta que yo pudiera reconocer. La claridad se disolvía en una multitud de puntos diversos hasta darme la impresión de que una constelación entera navegaba hacia mí. Tal era el aspecto que debían tener los cúmulos de estrellas de la galaxia vistos desde algún mundo cercano a la Vía Láctea.
Aquella imagen mental me trajo a la memoria enseguida una correlación; la forma de la enorme nave espacial alienígena con su brillo diamantino cuando se aproximaba a nuestro mundo, aunque en realidad no había nada en que apoyar semejante asociación de ideas.
No es cierto que la gente se asuste de lo desconocido. Lo que verdaderamente nos espanta es lo que vemos o lo que experimentamos. Mientras por una parte era incapaz de imaginar la naturaleza de aquel objeto, por otra estaba seguro de que, fuese lo que fuese, ningún ser procedente del mar podría causarme daño mientras me mantuviera protegido por diez centímetros de excelente blindaje suizo.
La «cosa» estaba ya prácticamente sobre mí, brillando con luz propia, cuando de pronto se dividió en dos núcleos separados que lentamente se fueron situando al alcance de mi visión… aunque no de la de mis ojos porque siempre la había distinguido con claridad, sino de mi visión mental. Y en seguida comprendí que una combinación de belleza y de espanto se estaba materializando frente a mí, surgiendo de las profundidades del abismo marino.
Sentí una oleada de terror cuando me di cuenta de que los seres que se acercaban eran calamares, y los relatos de Joe acudieron a mi mente. Pero luego, con una intensa sensación de decepción, observé que sólo tenían unos siete metros de longitud, es decir, apenas un poco más que mi Langosta y tan sólo una fracción de la masa de ésta. Por lo tanto no me podían causar daño alguno.
Aparte de ello, su indescriptible belleza los despojaba de toda sensación de amenaza.
Puede parecer una tontería, pero es verdad. En el curso de mis viajes, he podido observar a la mayoría de los animales del mundo submarino, pero ninguno de ellos podía compararse a las luminosas apariciones que flotaban ante mí. Las luces de diversos colores que latían y se desplazaban a lo largo de sus cuerpos parecían envolverlos en un manto de joyas cuyo cambiante aspecto no se prolongaba más allá de dos segundos. Algunos grupos adoptaban un color azul esplendoroso como arcos de mercurio, para cambiar casi instantáneamente a un encendido rojo neón. Llevaban los tentáculos tendidos hacia delante, como ristras de fulgurantes cuentas o como las hileras de luces en una pista de aterrizaje cuando se la ve desde el aire por la noche. Apenas discernióles tras aquel fulgor de fondo, destacaban sus enormes ojos amarillos, extrañamente humanos e inteligentes a pesar de las gatunas pupilas hendidas, rodeadas por una diadema de perlas.
Lamento no ser capaz de describir mejor a aquellos seres. Sólo un videograma de alta resolución hubiera hecho justicia a tales caleidoscopios vivientes. No sé cuánto tiempo los estuve observando, tan embebido en su increíble belleza que estuve incluso a punto de olvidar la misión que me había llevado allí. Pero no debo olvidarme de la música que emitían. Las complejas armonías que repercutían en la Langosta no tenían nada que ver con los murmullos de los peces ni con los bramidos o los silbidos de las grandes ballenas.
Pronto tuve el convencimiento de que aquellos delicados y susurrantes tentáculos no habían podido en modo alguno deteriorar la parrilla. Para mí estaba bien claro. Sin embargo, la presencia de semejantes criaturas en aquel paraje no dejaba de resultar por lo menos extraordinariamente curiosa. Karpukhin la hubiera considerado altamente zuzpizhus, o como se diga en ruso.
Estaba a punto de comunicar con la superficie cuando caí en la cuenta de algo que me había pasado inadvertido hasta entonces, aunque lo había tenido ante mis ojos… Los calamares hablaban entre sí.
Aquellas formas evanescentes no se movían al azar. Sus desplazamientos tenían un significado tan concreto como los anuncios luminosos de New Broadway o de Old Piccadilly. Cada pocos segundos se formaba una imagen, pero cuando la misma estaba a punto de tener sentido para mí, desapareció antes de que hubiera podido captar su significado.
Naturalmente sabía que incluso el pulpo común demuestra cambios emocionales mediante repentinas variaciones de color. Pero lo de ahora era muchísimo más inteligente, una comunicación real; dos impulsos eléctricos vivientes se transmitían mensajes.
Mis dudas se desvanecieron. No soy un científico, pero en aquellos momentos compartí las sensaciones que un Leibniz, un Einstein o un Aggasiz debieron sentir en el momento de revelárseles una noción trascendental. Percibí la imagen de la Langosta como envuelta en un halo evanescente y a la vez concreto. Aquello me iba a hacer famoso.
Las imágenes que estaba creyendo ver, o mejor dicho, que estaba viendo con toda nitidez sobre la piel estremecida de los calamares cambiaron de un modo ahora muy curioso. La Langosta reapareció, aunque algo más pequeña. Y, junto a ella, de un tamaño aún menor podíanse ver dos extraños objetos, dos puntos brillantes rodeados de diez líneas formando radios.
Como dije antes, nosotros los suizos estamos dotados para los idiomas. Pero necesité algo más que eso para deducir que aquello era una forma empleada por los calamares para retratarse a sí mismos… y que lo que acababa de ver, antes de que se desvaneciera para siempre, era un sencillo diagrama de la situación en que nos encontrábamos.
Pero en seguida me formulé la inquietante pregunta de por qué empleaban los calamares una imagen tan absurdamente pequeña para representarse a sí mismos. ¿Eran en realidad calamares? Su exhibición lumínica me había distraído de otras consideraciones anatómicas que los presentaban como no demasiado parecidos a otros ejemplos familiares para nosotros de su familia biológica.
Pero no tuve tiempo para reflexionar sobre aquella cuestión. Un nuevo símbolo acababa de aparecer en las pantallas vivientes. Esta vez era enorme, anulando casi por completo a los demás. El mensaje resplandeció en aquella noche eterna durante unos segundos antes de que uno de los dos seres que lo desplegaban se alejara a velocidad tan increíble que mi sonar registró las corrientes provocadas por su reactor acuático. Su compañero se quedó solo.
El significado de aquella acción me pareció evidente.
«¡Dios mío! —exclamé para mis adentros—. Creen que no pueden conmigo. Y a ése lo han enviado en busca del hermano mayor». Yo tenía una noción mucho más clara del «hermano mayor» que la de Joe con sus anécdotas, no obstante sus investigaciones y sus recortes de diarios. Así que no les sorprenderá cuando les diga que, al llegar a semejante situación, decidí no permanecer más en aquellos parajes. Sin embargo, antes de alejarme de allí, intenté comunicarme de algún modo con aquel ser.
Después de haber permanecido en la oscuridad durante tanto tiempo había llegado a olvidarme de la potencia de mis focos. Su luz me irritaba los ojos y debió ser un verdadero tormento para el desgraciado calamar que se encontraba frente a mí. Traspasado por aquel intolerable fulgor, con su propia iluminación gravemente disminuida, perdió de pronto toda su belleza para convertirse en sólo una pálida bolsa de gelatina gris en la que sobresalían los dos grandes botones negros de sus ojos. Por un instante se quedó paralizado por la sorpresa y en seguida se lanzó en pos de su compañero.
Me elevé a la superficie hendiendo las aguas oscuras como un globo liberado de la mano de un niño, dirigiéndome a un mundo que nunca volvería a ser el mismo de antes.