Quinta parte
LOS SERES RADIANTES

25

—Y así nos aproximamos al presente. Cien naves-universo flotan en el espacio. O tal vez mil. O una infinidad de ellas.

En el exterior de la biblioteca vacía, el cielo, poco antes de amanecer, confirma de un modo deslumbrante la descripción de Forster.

—A lo largo de todas mis investigaciones, el caso personal del ingeniero submarinista Herr Klaus Muller es el que más íntimamente me conmueve: «No me llame submarinista, por favor —me rogó—: Aborrezco ese nombre».

Soy ingeniero especialista en las profundidades submarinas y utilizo el equipo de inmersión casi con la misma frecuencia con que un piloto aéreo se sirve de su paracaídas. La mayor parte de mi trabajo es realizado por robots controlados por vídeo y accionados por control remoto. Cuando tengo que sumergirme yo mismo navego en un minisubmarino con manipuladores externos. Lo llamamos Langosta por las pinzas de que está dotado. El modelo corriente puede trabajar hasta una profundidad de mil setecientos metros, pero existen versiones especiales capaces de alcanzar el fondo de la Trinchera de las Marianas. Quizá no sea éste el lugar más profundo del sistema solar, si se tienen en cuenta las lunas acuosas, pero desde luego es donde se registra la mayor presión del agua. Nunca he estado allí, pero me complacerá exponerle mis condiciones si es que le interesa. Haciendo un cálculo aproximado le costaría tres dólares nuevos por metro, más un millar por hora de trabajo. Nadie le ofrecerá mejores condiciones. Ninguna otra empresa en el mundo ostenta un lema como el nuestro: cualquier clase de tarea a CUALQUIER PROFUNDIDAD.

El caso es que cuando Goncharov interrumpió mis vacaciones comprendí que habían surgido problemas en el sector subacuático del Proyecto Trincomalee, incluso antes de que me dijera que los ingenieros habían informado de un descalabro total.

Nuestra empresa quedaba a cubierto técnicamente porque el cliente había firmado un certificado de aceptación que equivalía a admitir que el trabajo se estaba realizando según lo previsto. Sin embargo, la cosa no era tan sencilla porque si se podía demostrar alguna negligencia por nuestra parte, aunque quedásemos al margen de toda acción legal, el resultado sería nefasto para el negocio. Y aún peor, para mí personalmente porque actuaba como supervisor del proyecto de la «Trinco».

La mañana siguiente a la de mi tensa conversación con Goncharov, en la que no faltaron las repetidas menciones a plazos por cumplir y en la que no omitió tampoco algunas palabras soeces, yo volaba en un helicóptero por encima de los Alpes. Sólo realizamos una breve parada en Berna en nuestra ruta hacia La Spezia donde la empresa guardaba el material más importante.

Después de haber solucionado los problemas de La Spezia, me instalé en la suite que allí tenía la dirección de la firma. Mantuve una conversación por fonoenlace con Gertrud y los niños, a quienes no había agradado mi repentina partida y eso me hizo pensar en por qué no se me habría ocurrido ser banquero, hotelero o relojero, como cualquier suizo decente. Me dije disgustado que todo era culpa de Hannes Keller y de los Piccard. ¿Por qué tuvieron que iniciar aquella tradición submarina precisamente en Suiza? Desconecté los comenlaces y me dispuse a dormir cuatro horas, porque en los días siguientes tendría pocas posibilidades de descanso.

Tomé el avión cohete de la empresa y, poco después de amanecer, nos acercábamos a Trincomalee. Mirando hacia abajo pude ver fugazmente el enorme complejo que formaban los muelles, cuya visión desde la superficie nunca me había dado ocasión de abarcar por completo su magnitud. Era un entramado de cabos, islas, canales de comunicación y muelles lo suficientemente amplio como para albergar a todas las flotas del mundo. Pude ver también el enorme edificio blanco de control, edificado en un estilo bastante pretencioso sobre un saliente desde el que se ojeaba el océano Índico. Aquel emplazamiento había sido escogido con fines propagandísticos, y si yo hubiera formado parte del equipo continental del norte lo habría denominado sin duda «centro de relaciones públicas».

No es que les reprochara nada a mis clientes ya que tenían excelentes motivos para sentirse orgullosos de aquel intento grandioso de utilizar la energía térmica de los mares.

La tentativa no era nueva. Con anterioridad se habían realizado algunas otras, aunque sin éxito. La primera la llevó a cabo el francés Georges Claude y se efectuó en Cuba en la década de 1930. Luego se sucedieron algunos intentos en África, Hawai y en otros emplazamientos. Todos aquellos proyectos estaban basados en el mismo principio; el de que incluso en los trópicos, el mar alcanza casi el punto de congelación a dos kilómetros de profundidad. Y si esto se aplica a millones de toneladas de agua la diferencia de temperatura representa una colosal fuente de energía… y un reto notable para los ingenieros de países necesitados con urgencia de ella.

Claude y sus sucesores habían intentado aprovechar dicha energía valiéndose de máquinas de vapor a baja presión. Los nórdicos y en especial los rusos, que eran los más adelantados en esta cuestión, utilizaban un método muy simple y directo. Desde hacía dos siglos se sabía que se producen corrientes eléctricas en muchas materias si un extremo se calienta y el otro se enfría, y ya desde la década de 1940 los científicos rusos habían estudiado el modo de utilizar dicho efecto termoeléctrico con fines prácticos. Sus primeros artilugios no resultaron demasiado eficaces, aunque sí lo suficientemente útiles como para hacer funcionar millares de aparatos de radio con sólo el calor de unas lámparas de queroseno. Pero no fue hasta finales de aquel siglo cuando consiguieron los resultados más espectaculares.

Los detalles técnicos quedaban fuera del alcance de mis conocimientos, y aunque instalé los elementos adecuados en el extremo frío del sistema, nunca llegué a verlos por hallarse cubiertos por capas de pintura protectora y anticorrosiva. Todo cuanto pude averiguar fue que formaban una enorme red parecida a un conjunto de antiguos radiadores de vapor unidos entre sí.

Al bajar del avión reconocí a buena parte de las personas que nos esperaban, formando un pequeño grupo, en la pista de aterrizaje de Trinco. Amigos y enemigos parecían aliviados por igual de tenerme allí, en especial el ingeniero jefe Lev Shapiro quien me recibió no obstante con expresión muy hosca.

—Bueno, Lev —le dije cuando la furgoneta robot nos alejaba del aeropuerto—. ¿Cuál es el problema?

—No lo sabemos —me respondió con sorprendente franqueza.

Hablaba como un oxoniano, aunque se trataba de uno de esos judíos rusos cuyos antepasados habían decidido superar la adversidad y enfrentarse a lo que llegara cuando el imperio soviético empezó a venirse abajo a finales del siglo XX. Siempre me había parecido que aquél era uno de los motivos por los que se mostraba más nacionalista de lo habitual aquellos días, y más chauvinista incluso que la mayoría de otros rusos a los que yo conocía.

—Es usted quien ha de averiguarlo —añadió con un gruñido—. Y quien debe encontrar la solución.

—Pero ¿qué ha sucedido exactamente?

—Todo funcionaba perfectamente hasta llegar a las pruebas de fuerza total —me contestó—. El rendimiento se mantenía en un cinco por ciento dentro de lo previsto hasta la una treinta y cuatro de la mañana del martes. —Esbozó una mueca. Evidentemente aquel dato horario le había quedado profundamente grabado en la mente—. El voltaje empezó entonces a fluctuar con violencia, por lo que cortamos el suministro y vigilamos los contadores. Me pareció que algún patrón idiota debía haberse enredado en los cables… Y ya sabe lo mucho que nos hemos esforzado para que eso no ocurriera. Encendimos los reflectores y ojeamos el mar. No había ningún barco a la vista. De todos modos ¿quién hubiera cometido la tontería de andar en el interior del muelle en una noche tan clara y tan tranquila como aquélla?

Como no podía darle una respuesta adecuada, guardé silencio y esperé a que prosiguiera.

Exhaló un suspiro de frustración.

—No podíamos hacer nada aparte de observar los indicadores y continuar probando. Cuando lleguemos a la oficina le mostraré los gráficos. A los pocos minutos, fue evidente lo que había sucedido. Desde luego, podemos localizar exactamente dónde está la ruptura: en la parte más profunda y en la rejilla misma. Tiene que estar ahí y no en esta sección del sistema —añadió sombríamente mientras señalaba por la ventana al exterior.

Pasábamos en ese momento ante la piscina solar, el equivalente a la caldera en un aparato térmico convencional. Se trataba de una idea copiada por los rusos de los israelíes, sin duda israelíes nacidos en Rusia, si es que Lev era capaz de apreciar tal ironía. Se trataba sencillamente de un lago poco profundo, con el fondo negro, que contenía una solución concentrada de salmuera, y que actuaba como un muy eficaz conservador del calor porque los rayos solares caldeaban aquel líquido hasta casi el punto de ebullición. Las rejillas de calor del sistema termoeléctrico estaban sumergidas en él ocupando todo el espacio a dos brazadas de profundidad.

Unos gruesos cables lo conectaban con mi departamento, cien grados más frío y mil metros más profundo, situado en el desfiladero submarino que inicia su descenso a la entrada del muelle de Trinco.

—Supongo que comprobarían si hubo algún terremoto —indiqué aunque sin mucho convencimiento.

—¡Por supuesto! —El tono de Lev indicaba que creía que lo estaba tomando por un idiota—. Y no se apreciaba señal alguna en los sismogramas.

—¿Y las ballenas?

Hacía más de un año, cuando los transmisores principales eran arrastrados mar adentro, mencioné a los ingenieros el caso de una ballena que se había enredado en un cable del telégrafo a un kilómetro de la costa de América del Sur.

—A veces pueden originar problemas graves —añadí.

Se conocían una docena de casos más; pero al parecer ésa tampoco había sido la causa.

—Eso fue lo segundo que se nos ocurrió —gruñó Lev—. Nos pusimos al habla con el departamento de pesca, así como con la marina y la aviación; pero nadie había detectado señales de ballenas a lo largo de la costa.

Al llegar a este punto, dejé de teorizar. Acaba de oír algo en la parte trasera de la furgoneta que me había intranquilizado bastante. Como les ocurre a todos los suizos, tengo facilidad para los idiomas, y en el transcurso de mi trabajo había aprendido algo de ruso, aunque no hay que ser un gran lingüista para reconocer la palabra sabotash.

El sucio vocablo había sido pronunciado por Dimitri Karpukhin. Éste ostentaba un cargo no muy claro en el diagrama de la organización; pero en realidad se trataba de un agitador político y de un espía: un supremacista ruso al viejo estilo, ansioso de que de una de las S que figuraban en las siglas URSS indicara de nuevo «socialista». Estaba convencido además de que los soviets merecían representar un papel más importante en el Tratado de Alianza del Tratado Continental del Norte. Nadie simpatizaba con Karpukhin, ni siquiera Lev Shapiro, pero como trabajaba para uno de los mayores consorcios rusos no tenían más solución que tolerarlo.

No es que la posibilidad de un sabotaje quedara descartada por completo. Porque eran muchas las personas a las que el fracaso del Proyecto Trinco de Energía hubiera convenido en extremo. El prestigio de los nórdicos estaba comprometido en ello y, hasta cierto punto también el de la República Rusa. Pero lo más importante era la cantidad de miles de millones que giraba en torno de la empresa. Porque si las instalaciones hidrotermales resultaban un éxito competirían con el petróleo árabe, el persa y el norteafricano, sin mencionar el gran alivio de la presión sobre las reservas rusas. Y lo mismo sucedía con el carbón de Norteamérica y con el uranio africano.

Pero a mí me costaba trabajo admitir que se tratara de un sabotaje. Espionaje quizá sí, porque era posible que alguien hubiera pretendido con torpeza hacerse con una muestra de la parrilla. Sin embargo, incluso esa posibilidad parecía poco probable. Podía contar con los dedos a las personas capaces de emprender semejante tarea… y la mitad de ellas figuraban en mi nómina.

La videoconexión submarina se consiguió aquella misma tarde. Después de haber trabajado toda la noche, embarcamos en una lancha cámaras, monitores y casi dos kilómetros de cable. Cuando salíamos del puerto me pareció ver una figura familiar en el muelle. Pero estaba demasiado lejos para que pudiera tener la certeza absoluta de quién era, y además tenía otras en qué pensar. Debo aclarar que no soy buen marinero y que sólo me siento satisfecho cuando estoy debajo del agua.

Tomamos con cuidado la posición del faro de Round Island y nos situamos encima mismo de la parrilla. La cámara autopropulsada semejante a un batiscafo enano fue lanzada por la borda. La acompañamos mentalmente mientras observábamos los monitores.

El agua era de una claridad extraordinaria y estaba totalmente despoblada, pero a medida que nos íbamos aproximando al fondo, aparecieron algunas señales de vida. Un pequeño tiburón se acercó y se quedó mirándonos. Luego una palpitante masa de gelatina derivó a poca distancia seguida por algo que semejaba una araña gigante provista de cientos de patas peludas que colgaban y se retorcían. Sé que esos seres tienen nombre y en repetidas ocasiones me habían sido descritos; pero no retenía sus datos en la memoria porque al parecer sólo caben en ella los términos técnicos. Finalmente la pared inclinada del cañón apareció ante nuestra vista. Nos hallábamos exactamente sobre el objetivo. En las profundidades podían verse los gruesos cables al igual que los había visto seis meses antes cuando realicé la comprobación final de la instalación.

Puse en marcha los retropropulsores de baja potencia y dejé que la cámara discurriera por sobre los cables. Parecían hallarse en perfectas condiciones, aún firmemente anclados por los pitones que habíamos clavado en las rocas. No fue hasta situarnos encima mismo de la parrilla cuando observamos señales de desperfectos.

¿Han visto ustedes alguna vez el filtro del radiador de un robocoche cuya dirección se ha averiado, precipitándolo contra un farol? Pues bien; una parte de la parrilla tenía ese mismo aspecto, como si algo hubiera chocado contra ella o como si un loco se hubiese entretenido en golpearla con un martillo.

Quienes observaban aquello en la pantalla del vídeo mirando por encima de mi hombro, profirieron exclamaciones de asombro y de cólera. Oí cómo se pronunciaba de nuevo la palabra sabotash y por vez primera me tomé en serio semejante posibilidad.

La otra explicación razonable hubiera sido la del desprendimiento de una roca. Pero las paredes del cañón habían sido cartografiadas cuidadosamente y consolidadas de modo que se descartara semejante riesgo.

Fuese cual fuese la causa del desperfecto, era preciso remplazar una parte de la parrilla, lo que no se podría llevar a cabo hasta que mi Langosta, con sus veinte toneladas de peso, llegara desde el astillero de La Spezia donde la manteníamos cuando no se la utilizaba.

—Bien ¿qué hacemos? —preguntó Lev Shapiro cuando hube terminado mi inspección visual y grabado en un chip el lamentable espectáculo que nos había mostrado la videocámara—. ¿Cuánto tiempo va a llevar la reparación?

Evité comprometerme a fijar un plazo. Lo primero que había aprendido en el negocio de las actividades subacuáticas era que ningún proyecto se realiza del modo previsto. Los cálculos de costes y de tiempo nunca son exactos porque no es hasta que uno se halla a mitad de camino en la realización de un contrato cuando se sabe lo que va a suceder.

Mi cálculo particular era de tres días. Pero dije:

—Si todo sale bien, no creo que nos lleve más de una semana.

—¿No podría ser menos? —rezongó Lev.

—No quiero tentar al destino haciendo promesas que luego no pueda cumplir. De todos modos, si lo consigo en una semana, aún le quedará a usted un margen de otras dos antes de entrar en acción.

Tuvo que contentarse con aquello, aunque no cesó de importunarme mientras regresábamos al muelle. Al desembarcar, Lev descubrió que debería enfrentarse a otro problema.

—Buenos días, Joe —dije al hombre que aún esperaba pacientemente en el mismo lugar—. Me ha parecido reconocerlo cuando salíamos. ¿Qué le trae por aquí?

—Iba a hacerle la misma pregunta, Klaus.

—Pues será mejor que me la formule a través de mi patrón. Le presento al ingeniero jefe Lev Shapiro. Éste es Joe Watkins, corresponsal de la sección científica del US Newstime.

La reacción de Lev distó mucho de ser cordial. Por lo común, nada le agradaba tanto como conversar con los sabuesos de la Prensa que lo abordaban a razón de uno por semana; pero ahora, conforme la fecha de iniciación del programa de producción de energía se aproximaba, acudirían de todas partes… incluso de Moscú. Y la agencia Tass sería tan mal recibida como el Newstime.

Pero Karpukhin estaba también allí, y fue divertido observar cómo salía airoso de la situación, abrumando a Joe con toda clase de aseveraciones acerca de que nos limitábamos a hacer patente la soberbia preparación de los elementos diseñados por los rusos, etcétera. A partir de aquel momento, Joe descubrió que Karpukhin le había asignado de modo permanente, en calidad de guía, filósofo y compañero de copas, a un joven relaciones públicas llamado Sergei Markov. No obstante los esfuerzos de Joe, ahora iban siempre juntos o, para ser más exactos descubrió que no le era posible deshacerse de Sergei.

Aquella noche, fatigados tras una larga conferencia en el despacho de Shapiro, me los encontré a los dos. Cenamos juntos en el albergue del gobierno del distrito, donde me alojaba mientras estuviese en tierra, y que era en realidad un hotel de lujo y un club.

—¿Cómo van las cosas, Klaus? —me preguntó Joe procurando dotar de cierto tono patético a su pregunta—. Me huelo que está ocurriendo algo interesante; pero nadie se atreve a admitirlo.

Me entretuve en escarbar en mi curry para separar los pedazos de carne comestibles de aquellos otros que podían haberme hecho estallar la cabeza.

—Comprenderá que no voy a divulgar los negocios de un cliente —repuse mirando a Sergei teatralmente, y éste me miró a su vez sonriendo como un tonto, aunque no lo fuese ni mucho menos.

—En cambio fue muy locuaz cuando realizaba la inspección para el tendido del puente de Gibraltar —me recordó.

—Bueno…, entonces era distinto. Y aprecio mucho lo que escribió sobre nosotros. Pero esta vez hay ciertos acuerdos secretos. Estoy realizando algunos ajustes de última hora destinados a mejorar la eficacia del sistema.

Así era en efecto, porque me estaba esforzando realmente para incrementar dicha eficacia cuyo valor en aquellos momentos era ni más ni menos que de cero.

—Muchísimas gracias —respondió Joe con sarcasmo.

—Bueno; dejemos ya esa cuestión —lo atajé—. Conoce el proyecto tan bien como yo. —Y añadí tratando de irritarle—: ¿Cuál es su última y descabellada teoría? ¿Siguen los alienígenas practicando la cirugía en el ganado del oeste americano? ¿Han trazado los platillos volantes algún nuevo círculo en los campos de heno de Inglaterra?

Para tratarse de un redactor de temas científicos altamente dotado, Joe muestra una extraña propensión hacia lo extravagante y lo improbable. Quizá sea una forma de escapismo. Me enteré también de que escribe ciencia ficción, aunque esto se mantiene estrictamente en secreto por parte de sus sobrios jefes. Pero aunque muestre una marcada inclinación hacia los poltergeists y las percepciones extrasensoriales, su verdadera especialidad es la de los continentes desaparecidos.

—Estoy trabajando en dos ideas nuevas —admitió—. En realidad proceden de cuando realizaba investigaciones sobre dicho tema.

—Continúe —lo animé sin atreverme a desistir del examen minucioso de mi curry.

—El otro día descubrí un mapa muy antiguo…, de Ptolomeo si le interesa el dato, que representa a Sri Lanka. Me recordó otro viejo mapa de mi colección y lo examiné con atención. Vi que figuraban en él la misma montaña central y la misma disposición de los ríos que fluían hacia el mar. Pero se trataba de un mapa de la Atlántida.

—¡Oh, no! —exclamé profiriendo un bufido y atreviéndome a mirarlo—. La última vez que hablamos de eso, intentó convencerme de que la Atlántida había estado en el Mediterráneo, en Rodas, Creta o en otro emplazamiento parecido.

Joe me dirigió la más afable de sus sonrisas.

—Pude equivocarme ¿por qué no? Pero ahora tengo pruebas concluyentes. Piense en el nombre de esa isla.

—Sí. Sri Lanka.

—Sri Lanka —repitió con un enérgico movimiento de cabeza—. Se trata de un nombre que se utilizó durante un largo espacio de tiempo mucho antes de que los cingaleses lo adoptaran en lugar del de Ceilán.

—¡Cielo santo, Joe! No puede estar hablando en serio —exclamé al darme cuenta del curso de sus ideas—. ¿Asocia Lanka con Atlantis?

Hube de admitir, sin embargo, que ambos nombres tenían una resonancia muy parecida.

—Precisamente —afirmó Joe—. Pero tan sólo dos claves, por sorprendentes y persuasivas que sean, no pueden configurar una teoría.

—¡Hum! Sí. En efecto.

—Bien… —prosiguió como si se sintiera un tanto incómodo—. Esas dos claves es todo lo que poseo. Al menos por ahora.

—Es una lástima —reconocí desilusionado—. Pero antes ha dicho que trabaja en dos nuevas ideas. ¿Cuál es la segunda?

—Le va a hacer pegar un salto; se lo aseguro —respondió Joe con aire satisfecho. Alargó la mano hacia la deslustrada cartera que siempre llevaba consigo y sacó de ella una pantalla portátil que conectó—. Ocurrió a sólo un par de cientos de kilómetros de aquí, hace ahora dos siglos. Observe que la fuente de mi información es de lo más fiable.

Hizo aparecer un documento en la pantalla y me la alargó. Era una página del London Times del 4 de julio de 1874. La empecé a leer sin demasiado entusiasmo porque Joe estaba siempre enfrascado en el estudio de periódicos antiguos.

Pero mi apatía no se prolongó demasiado.

Podría explicarlo todo de manera extensa, pero si desean más detalles pueden utilizar su propia pantalla. El recorte de Joe escribía cómo la goleta Pearl, de ciento cincuenta toneladas, había zarpado de Ceilán a principios de mayo de 1874 pero quedó inmovilizada por una calma chicha en la bahía de Bengala. El 10 de mayo, poco antes de anochecer, un enorme calamar emergió de las olas a media milla de la goleta y el capitán, haciendo gala de imprudencia, abrió fuego sobre él con su fusil.

El calamar se lanzó como una flecha sobre el Pearl, agarró los mástiles con sus tentáculos y volcó el barco, que se fue a pique en pocos minutos, arrastrando consigo a dos tripulantes. Los demás pudieron salvarse gracias a la afortunada coincidencia de que el vapor de la P. O. Strathowen navegaba por aquellas aguas y había presenciado el incidente.

—¡Bien! —exclamó Joe entusiasmado cuando hube leído la noticia por segunda vez—. ¿Qué opina usted?

Me parece que mi acento suizo-alemán se hizo aún más cerrado cuando le contesté:

—No creo en los monstruos marinos.

Y le devolví la pantalla.

—El London Times no era un periódico amigo de sensacionalismo, incluso en esa época —repuso Joe con aire de suficiencia—. Y en cuanto a los calamares gigantes, existen desde luego, aunque los mayores que nosotros hemos conocido sean animales de poca consistencia que nunca pesaron más de una tonelada. —Y añadió con cierta indecisión—: Aun cuando tuvieran brazos de quince metros de longitud.

—¿De veras? Pero, aun así, un animal de ese tamaño, por impresionante que sea, no podría volcar una goleta de ciento cincuenta toneladas.

—Existen numerosas pruebas de que el llamado calamar gigante es sencillamente un… digamos animal de buen tamaño. Pero quizá vivan en el mar decápodos realmente gigantescos.

Sólo un año después de la catástrofe del Pearl, se vio frente a las costas del Brasil cómo un cachalote se debatía entre unos tentáculos enormes que finalmente lo arrastraron al fondo del mar.

—¿Pudo tratarse quizá de la misma ballena que después fue encontrada muerta enredada en el cable del telégrafo? —pregunté en voz muy baja.

—¿Cómo? —inquirió a su vez Joe, desviado de su razonamiento.

—¿Cuáles son sus referencias? —indagué vivamente.

—¡Hum!… Las encontrará… veamos… el incidente fue publicado por el Illustrated London News del 20 de noviembre de 1875.

—Otra fuente incuestionable —comenté en un tono de voz quizá demasiado seco.

—Existe, además, ese capítulo de Moby Dick…

—¿Qué capítulo?

—El que tan adecuadamente se titula «Pulpo». Sabemos que Melville era un autor escrupulosamente científico, pero ahí se supera a sí mismo. Describe una jornada tranquila en la que, de pronto «una gran mole blanca» emergió del mar «como una avalancha de nieve que bajara de las montañas». Y eso sucedió aquí, en el océano Índico, a unos mil quinientos kilómetros al sur de donde se hundió el Pearl. Hágame el favor de observar que las condiciones meteorológicas eran idénticas.

—Tomo nota de ello —indiqué.

Al llegar a este punto, miré furtivamente a Sergei para ver cómo se tomaba aquello el colaborador de Karpukhin. Pero el pobre chico le había estado dando al vodka con tanto entusiasmo que parecía haberse quedado dormido en su asiento. Pero ¿quién hubiera podido competir con un periodista de la vieja escuela como él?

—Lo que los marineros del Pequod vieron flotar en el agua —prosiguió Joe tan seguro de ello como si lo hubiera presenciado personalmente con una cámara de vídeo en la mano—, fue una «enorme masa pulposa de muchos estadios de longitud y de anchura, de un brillante color crema y provista de innumerables y largos brazos que irradiaban de su centro, curvándose y retorciéndose como un nido de anacondas…».

—¡Un momento! —lo interrumpió Sergei despertando de improviso con la expresión de un sonámbulo, mientras Joe y yo lo mirábamos alarmados—. ¿Qué es un «estadio»? —quiso saber, pronunciando las sílabas muy claramente.

Joe y yo nos miramos.

—Equivale a un octavo de milla inglesa —explicó Joe con precisión.

—¡Oh! —exclamó Sergei—. En ese caso…

Pero, tras una pausa efectista, cerró los ojos e inclinó la cabeza.

Joe me miró preocupado.

—Estoy seguro de que Melville no se expresaba de un modo literal —explicó—. ¿Un ser de más de doscientos metros de longitud y anchura? Recuerde que se trataba de un hombre muy familiarizado con las ballenas, a las que se enfrentaba a diario, y que se servía de una medida de longitud con la que describir algo todavía mucho mayor. Así que confundió «brazas» con «estadios». Ésa es mi teoría.

Aparté de mí los restos del curry que consideraba incomestibles y miré a Joe inmerso en un cúmulo de curiosas sensaciones.

—Soy un hombre muy ocupado. Y creo que debo dejar ahí a esa «bella durmiente» —dije señalando a Sergei, cuyos sonoros ronquidos iban aumentando gradualmente de intensidad—. Si usted, viejo amigo, quiere conocer la vida nocturna de este lugar puede hacerlo. Esta puede ser su última oportunidad para disfrutar de una escapada.

Me levanté excusándome. Pero Joe permaneció sentado y me observó fijamente.

—Si cree haberme asustado hasta el punto de que deje mi trabajo, se equivoca de medio a medio —le advertí—. Pero le prometo una cosa: si alguna vez me encuentro con un calamar gigante, le cortaré un tentáculo y me lo traeré como recuerdo.