21

La noche y el fuego.

Al tembloroso resplandor de unas toscas lámparas de arcilla, las rugosas paredes eran aún más difíciles de distinguir entre las escarpadas rocas del picacho sobre el que estaba encaramado el pueblo. Las estrellas y una luna curvada en el aterciopelado cielo que se extendía sobre nosotros eran tan brillantes como las de nuestro hogar perdido en Marte. En algún lugar, por encima de los tejados e invisible para nosotros, permanecía a la espera la medusa, nuestro vehículo del espacio.

La Diktynna había desaparecido apenas tocamos la roca, pero los habitantes del lugar se habían hecho cargo de nosotros inmediatamente. Mientras el sol brillaba aún por encima del monte Dikte, hacia el Oeste, trajeron ganado de los pastos y sacrificaron algunos corderos en un lugar destinado para ello al borde del acantilado. La carne se asaba ahora en unos pinchos mientras las tripas, limpias y rellenas de verduras silvestres, hervían alegremente en vasijas de barro colocadas sobre carbones encendidos. Estábamos sentados al aire libre —puesto que ninguna estancia interior hubiera podido albergar a cuantos insistían en vernos— ocupando bancos cubiertos de mantas de espesa lana teñidas de rojo y de azul y bordadas con figuras de flores y de pájaros. Muy pronto, y como el sabroso aroma nos venía advirtiendo, hogazas de pan caliente fueron sacadas, todavía humeando, de hornos en forma de colmena, mientras que de enormes jarras eran servidas unas aceitunas negras, brillantes y aceitosas y pedazos de queso blanco muy gustoso que chorreaba suero. Abundaban también las jarras de un vino fuerte y aún joven que sabía a hierbas.

Niños de mirada expectante nos sirvieron todo aquello en cuencos de arcilla y se situaron frente a nosotros contemplándonos con una mezcla de curiosidad y de temor mientras comíamos. Casi podía leer sus pensamientos. «¿Así pues, los dioses también comen? ¿Tienen dedos, labios, dientes y lenguas igual que nuestros padres?».

Los viejos nos ofrecían los bocados más exquisitos, que comíamos relamiéndonos los labios y haciendo gestos de placer. Por su parte, las mujeres nos obsequiaban con pedazos de chorreantes panales, mientras nos miraban tan ávidamente como sus hijos.

Al principio no entendí nada de lo que nos estaban diciendo, excepto cuando algún anciano, refiriéndose a lo que era evidente, ensayaba la palabra griega para «pan» o «carne» o «vino». Pero lográbamos comunicarnos, aun sin la ayuda de mi traductora. Nos hicieron comprender que constituíamos la mayor distracción de que habían disfrutado en mucho tiempo, lo que aportaba un pretexto importante para aquella fiesta. Introduje en el aparato cuantas palabras nuevas me fue posible, mientras no cesaba de preguntar su equivalencia a nuestros anfitriones. Y casi empecé a formar un primitivo vocabulario de una lengua de la que hasta entonces sólo había podido leer unos breves fragmentos y un pequeñísimo texto hacía ya mucho tiempo.

Finalmente, y ante la decepción de nuestros anfitriones, no nos fue posible tragar ni un bocado más. Poco después aparecieron unos instrumentos musicales. Un anciano se puso a tocar una lira hecha con la concha de una tortuga y cuerdas de tripa; otro de los reunidos agitó un sonajero muy semejante a un sistro egipcio, mientras dos jóvenes batían enérgicamente unos tambores de cedro pulimentado y moteadas pieles. Cuando la sección de ritmo hubo tomado cuerpo oímos el sonido de una flauta que difundía perezosamente sus agudas notas por sobre el zumbar y el batir del sonajero y los tambores.

Un rayo de amarillenta luz cayó sobre la pequeña plateia, uno de cuyos límites bordeaba el acantilado. En una casa cercana habían descorrido una cortina y en el rectángulo iluminado de la puerta apareció un adolescente que se llevó a los labios una flauta doble y empezó a mover ágilmente los dedos sobre ella.

Era la primera vez que veíamos a aquel muchacho. Tendría unos quince años y era esbelto, de cabello negro y pupilas vivaces, un ser muy bello vestido tan sólo con un pequeño taparrabo sobre el que lucía una daga de oro sujeta a un cinto. Los habitantes del lugar parecían fascinados con su presencia y lo miraban con respeto. Permaneció un momento encuadrado por la claridad de la puerta, disfrutando con la atención que provocaba, hasta que, sin dejar de tocar, se unió a los otros músicos. Un repentino recuerdo acudió a mi mente al evocar la figura de Redfield cuando surgió de la oscuridad en Marte con su flauta roja para celebrar la boda de Bill y de Marianne. Redfield y aquel muchacho guardaban mucha semejanza. Los dos eran igualmente peligrosos y selváticos.

De aquella misma casa, que adiviné debía ser el santuario de la diosa, salieron ahora cuatro mujeres jóvenes. A diferencia de las demás del pueblo, que vestían de manera distinta, llevaban faldas plisadas y los senos desnudos igual que Diktynna, como ecos de una antigua civilización. Enlazándose por los brazos, empezaron a danzar mientras la música aumentaba su intensidad.

Aquella tonada penetrante y rápida, de una agudeza extrema, se difundía en sinuosas ondulaciones. Nunca hasta entonces había escuchado nada igual. Me hacía pensar de un modo sumamente atractivo en la música de los países del Oriente Medio tal como se escucha en nuestra era, inquieta, infatigable, hipnótica, provocativa y barroca.

La música se fue apagando, aminoró el ritmo, y a las muchachas se unieron de improviso cuatro jóvenes vestidos con el mínimo ropaje que al parecer exigía el ritual: unas tiras de piel repujada y nada más. Muchachos y muchachas se cogieron de las manos, formaron un círculo y durante un rato ejecutaron un baile intrincado y majestuoso. Los ojos maquillados resplandecían, los rojos labios estaban entreabiertos por las sonrisas y los oscuros rizos flotaban al viento.

Los recuerdos volvieron a mi memoria. Evoqué un pasaje de la Iliada… pero no pude decidir cuál era en realidad porque al fin y al cabo no se trataba de ninguna ceremonia especial de la época de los grandes palacios sino sólo una sencilla danza popular.

El ritmo se hizo otra vez más vivo y, al poco rato, las mujeres se retiraron. Alguien arrojó una pelota de cuero al círculo que formaban los hombres y éstos la acogieron con gritos y risas, y empezaron a lanzársela unos a otros. Sus saltos y sus cabriolas, su equilibrio y los movimientos de sus manos creaban un efecto más admirable quizá de lo que era en realidad al verse incrementado por las gradaciones de la luz, aunque para ellos debía constituir una práctica corriente.

Los recuerdos me volvieron a asaltar esta vez con más fuerza. Aquello no guardaba relación con ningún pasaje de la Iliada, sino que procedía directamente de la Odisea. En el curso de la visita de Odiseo a los faecios éste había sido entretenido por los juegos de pelota de unos jóvenes que «se movían como en un baile sobre el suelo, mientras otros permanecían al borde del campo, batiendo palmas hasta que el aire se colmó de sonido». Sí; aquélla era la escena.

El baile prosiguió entre cambios de ritmo y melodía y alguna variación también entre sus protagonistas, hasta que finalmente los bailarines originales desaparecieron para ser remplazados por otros menos hábiles aunque no menos entusiastas de entre los habitantes del poblado: hombres, mujeres y hasta niños pequeños. Pero los más activos eran los ancianos, que rememoraban sin duda un pasado extraordinariamente vivaz.

Nosotros, los que veníamos «del cielo y del mar» nos sentíamos un tanto adormecidos por la comida y por el vino, pero cuando la música terminó de repente, el silencio nos despertó otra vez.

La cortina del sencillo santuario se descorrió y, por vez primera desde que había empezado la fiesta, Diktynna apareció ante nosotros. Llevaba un vestido distinto al anterior aunque de parecida forma. Se había quitado la corona de oro y su cabello estaba recogido en la nuca mediante los complicados nudos de un pañuelo. El joven que había tocado la flauta se mantenía a su lado.

Una pequeña procesión avanzó hasta el centro de la plazuela iluminada por las lámparas. Estaba formada por el muchacho y por los bailarines principales, hombres y mujeres que llevaban pequeños arcones de arcilla pintada. Diktynna levantó los brazos en un ademán ritual de adoración y, mirando a su alrededor y luego a nosotros, pronunció en un griego que ahora sonaba perfectamente claro para mí:

—Amigos míos, nos hemos visto honrados con la presencia de estos visitantes que proceden del cielo. Hagámosles ofrendas amistosas, como es lo adecuado.

Al mirarme, vi que su expresión tenía mucho de maliciosa.

—Primero a Hermes, el embajador de los dioses, cuyos pies, tan seguros y rápidos cuando transitan por las nubes, como tantas veces he oído asegurar a los acadios, se han visto lastimados al pisar nuestros rocosos caminos.

Una de las mujeres se adelantó y colocó sobre el suelo frente al banco que yo ocupaba una arqueta de arcilla y, tras levantar la tapa, se apartó hacia atrás. Titubeé un momento, pero luego alargué la mano y extraje unas sandalias repujadas y de largas correas, confeccionadas con una suave y dorada piel de vaca. Las sostuve en alto para que los asistentes las vieran, y aquel gesto fue acogido con un murmullo de aprobación. Oí un nombre que se repitió varias veces y algunos de los espectadores miraron a un hombre sarmentoso que, por lo que deduje, era el fabricante de aquel calzado.

Tras unos segundos de urgente consulta con mi traductora, pronuncié un discurso que, a mi juicio, resultaba muy adecuado para la ocasión.

—Estimados anfitriones: os doy las gracias por estas hermosas sandalias, y os prometo que nunca prescindiré de ellas cuando me sean necesarias. Han sido hechas con tanta destreza y solidez —añadí haciendo un gesto de amistad al artesano—, que les confiero aquí y ahora el don de una prolongada vida, de modo que permanezcan en perfectas condiciones mientras las use, lo que a juzgar por mis pasadas experiencias puede prolongarse durante cientos o millares o incontables años.

Diktynna escuchó aquello con las cejas arqueadas en un gesto de evidente escepticismo y asimismo capté miradas de reojo por parte de Troy y de Redfield. Pero los aldeanos respondieron con murmullos de admiración y, por lo que me pareció, también de aprecio.

—Has hablado con mucha elocuencia… matador de gigantes —me alabó Diktynna aplicándome otro de los títulos de Hermes, aunque sin duda el menos adecuado.

Luego volvió su mirada hacia Redfield.

—Un Poseidón temible, el que mueve la Tierra, señor de los vientos y de las olas —pronunció; pero a mí aquellas frías palabras me sonaron impregnadas de una ironía aún más acentuada—. En esta visita, y aunque no siempre hicieras igual en tiempos pasados, has desplegado una benigna mesura en el ejercicio de tu indudable poder. Por lo que, naturalmente, te estamos agradecidos. En los días de nuestra gloria hubiéramos realizado hecatombes de bueyes en tu honor, y te hubiéramos regalado navíos enteros cargados de tesoros. Mas por desgracia —se permitió una tosecilla seca y circunspecta—, los tiempos cambian y las circunstancias también. Lo que podemos ofrecerte quizá no lo necesites… pero ¿quién mejor que tú apreciará su utilidad?

Un joven se adelantó y colocó una arquilla frente a Redfield. Éste extrajo de la misma una red de pescador de las que se usan para arrojar describiendo un arco. Incluso a primera vista se apreciaba que era fruto de una labor extraordinaria. Estaba confeccionada con una fibra tan fuerte y brillante como la seda, y la malla era tan fina que no se hubiera podido introducir ni un meñique por sus aberturas. Los lastres espaciados en sus bordes estaban hechos de piedras blancas labradas que identifiqué como sellos micénicos de un tiempo anterior, adaptados para aquella finalidad.

Redfield sostuvo en alto su regalo, igual que había hecho yo. El silencio con que se acogió su gesto se hizo un tanto azaroso al principio, porque indudablemente aquélla era una pieza que se tenía en gran estima y era de gran valor por las horas de trabajo que representaba y por los tesoros con que la habían decorado. No me cabía duda de que se trataba de una ofrenda hecha al santuario de la localidad.

De nuevo los murmullos y las miradas de los presentes se concentraron en el arrugado viejo que había fabricado la red. Digo que era viejo, pero en realidad ¿cómo una persona de nuestra era, pródiga en medicinas regeneradoras, hubiera podido decidir si aquellos ancianos decrépitos tenían noventa años o cincuenta? Lo estuve observando mientras daba unos titubeantes pases rituales de danza, después de que se hubieron retirado las mujeres; pero sin entregarse por completo al jolgorio general.

Diktynna se percató de que reconocíamos al autor del regalo, que era sin duda lo que había pretendido. Pude ver en ello una respuesta a las fáciles artimañas con las que Redfield había desafiado anteriormente su autoridad. «¿Es posible que la magia barata pueda crear un dios? Aquí todos somos humanos —parecía decir—. Si no sois capaces de honrar debidamente a la humanidad ¿qué derecho tenéis a nuestro respeto?».

Redfield guardó silencio unos momentos, mientras examinaba la red. No le envidiaba por el dilema en que se debatía. Porque mientras por una parte, ninguna palabra suya podía justificar su aceptación de aquel regalo, que suponía privar al pueblo de él, tampoco le era posible rechazarlo.

De repente, Redfield se puso en pie de un salto, lo que me sorprendió porque, tras haber permanecido sentados tanto tiempo, me sentía envarado y paralizado, y él había mantenido las piernas cruzadas bajo el cuerpo. Los asistentes se quedaron boquiabiertos por la sorpresa. Redfield quedó inmóvil un momento mientras todo el mundo fijaba su mirada en la plateia, y de pronto empezó a bailar.

Durante un minuto reinó un silencio total. Redfield bailaba lentamente siguiendo algún perfecto ritmo interno e imitando algunos de los movimientos que había visto efectuar, ante nosotros, a los bailarines, pero en general ejecutó una especie de baile ecléctico de ritmo griego moderno: unos pasos hacia un lado, una elevación de la pierna y un fantasioso paso atrás, para continuar avanzando en círculo hasta que gradualmente describió una órbita alrededor de Diktynna y los suyos. Durante todo aquel tiempo mantuvo los brazos en alto pero en vez de sostener la mano de algún compañero o de ondear un pañuelo, mantuvo en las suyas la hermosa red, envolviéndose en ella los hombros o dejando que se deslizara por sus brazos.

Primero los tambores y luego los otros músicos a excepción del muchacho empezaron a tocar, al principio suavemente; pero los vivos ademanes de Redfield los animaron mientras que la energía que desplegaron lo incitaba a él a su vez, y muy pronto empezó a dar saltos y a girar bajo la temblorosa luz, en una exhibición que nos encantó tanto a mí como al resto de la concurrencia. La música nos envolvía y animaba a Redfield a ejecutar movimientos cada vez más frenéticos. Vi cómo el muchacho de Diktynna se agitaba inquieto como deseoso de tomar su flauta y de participar también en el baile. Pero Diktynna lo disuadió con brusquedad, dándole un pellizco en la muñeca.

Mientras Redfield seguía danzando, dejó que la red le resbalase desde los hombros a las manos, donde ahora brillaba rodeándolo como una flor, como un coral, dorada a la luz de las lámparas, tan suave y ligera como una visión de los fondos marinos. El cabello negro y brillante de Redfield despedía destellos cobrizos y ondeaba revuelto alrededor de su cabeza. Tenía los ojos de rasgos asiáticos semicerrados cual si estuviera en éxtasis. La holgada túnica se le había abierto y gradualmente su agitada respiración le expandió los pulmones e hizo que se abrieran las branquias que tenía bajo las costillas.

Todo el mundo lo vio y el rostro de Diktynna expresó cierta incertidumbre como si de improvisto dudara de la clase de persona que tenía ante sí. Pero se recuperó rápidamente. Su mundo estaba poblado de ninfas y espíritus ante los que debía efectuar diariamente rutinarios ritos de propiciación y de control. Seguía pensando que ninguno de nosotros era un dios aunque, a mi modo de ver, en su fuero interno aquello le importaba bien poco.

Redfield terminó su danza casi con la misma brusquedad con que la había empezado. Se quedó quieto un instante y concluyó graciosamente haciendo una profunda reverencia al anciano que había confeccionado la red. Transpirando a raudales y con el pecho vivamente agitado, volvió a su lugar entre Troy y yo y, con una actitud de sencilla dignidad, se sentó otra vez sin pronunciar palabra. Los reunidos murmuraban en una actitud mezcla de temor y aprobación.

Diktynna lo miró a los ojos durante unos momentos. Su aprobación de aquel acto era tan muda como lo había sido su tributo.

Se volvió hacia Troy observándola con mayor precaución que Redfield o a mí y le dijo:

—Afrodita, nacida de la espuma del mar, Gran Señora, todos aquí nos preguntamos el motivo por el que tú y tus divinos amigos habéis decidido honrarnos con vuestra presencia. —Esta vez sus palabras tenían un acento sincero—. No nos es posible penetrar vuestro misterio. Consideramos natural que una diosa reprima sus actos hasta que el capricho o un propósito nuevo la hagan variar de conducta.

El chico de Diktynna avanzó unos pasos y depositó ante Troy la última de las arquillas. Tenía fijos en ella sus ojos ribeteados de negro con una expresión tan atrevida como la de un hombre. El que fuera tan sólo un jovencito hacía que paradójicamente pareciera más peligroso.

Extraje de mi memoria la información, o más bien sólo la hipótesis, de que el niño-dios frecuentemente representado junto con la diosa cretense era identificado como Zeus, o a veces también como Dionisos.

El reto que se pintaba en sus ojos exageradamente maquillados era peligroso, y explícito. Si Troy desviaba la vista antes que él sería la perdedora en aquel juego de miradas. Quizás esto no tuviera la misma significación que en nuestra era, pero por lo que habíamos visto hasta entonces, todo hacía pensar que sí. Por otra parte, si ella sostenía la mirada demasiado tiempo, ¿quién podía prever las implicaciones que resultarían?

Troy resolvió el dilema con sencillez. Mientras miraba al muchacho, el pecho se le hinchó. Y aquél desvió los ojos y finalmente bajó la mirada.

Las branquias de Redfield habían quedado al descubierto cuando bailaba, pero como no respiraba con ellas, sus aberturas permanecieron cerradas. Troy abrió durante un segundo las que hendían su torso paralelas a sus clavículas y tensó su carne.

El muchacho miró fijamente aquellas extrañas aberturas ricas en circulación sanguínea y se echó hacia atrás, pálido y solemne, moviendo un poco la cabeza antes de volver a colocarse junto a su sacerdotisa. Nadie, aparte de él, se había dado cuenta de lo que lo hizo estremecerse.

Troy extrajo de la arquilla un espejo con el mango de marfil adornado con flores talladas y una superficie reflectante de bronce pulido. Contempló un momento su imagen, que a la luz vacilante de las velas y en aquel bronce curvo y ligeramente desenfocado debía resultar sumamente atractiva, y sonrió.

Entretanto, yo examinaba el dorso de aquel disco que había quedado ante mis ojos. Estaba adornado con incisiones de figuras de dioses y diosas desnudos; figuras vivaces, descaradamente sensuales y angulares, con un estilo que a mí me pareció decididamente picassiano. Troy lo mantuvo en alto para que todo el mundo lo viese. Los movimientos de las cabezas y los corteses murmullos evidenciaban que aquel objeto era también muy valioso para ellos. Pero, a diferencia de los otros obsequios, no había sido fabricado por ningún artesano del pueblo. El espejo era un elemento sofisticado que requería para su confección no sólo conocimientos técnicos sino también un ambiente de refinamiento como sólo existe en un palacio, o en una ciudad. Y tenía varios siglos de existencia.

—En estas bellas profundidades veo a los seres que nos precedieron —explicó Troy. Y tras sostener el espejo ante mi rostro, lo colocó ante el de Diktynna y le dijo—: Diosa, eres una más entre nosotros. Tú, tu compañero y tu gente sois de nuestra misma clase.

Se levantó con presteza y, antes de que Diktynna pudiera reaccionar, la tomó de la mano y con la otra hizo una seña a los músicos. Luego nos indicó a Redfield y a mí que la siguiéramos y a los pocos minutos todo el mundo bailaba, incluso en los minúsculos poblados prendidos a la masa rocosa cuya cúspide apuntaba a las estrellas.

En realidad, yo había oído rumores de que Troy fue bailarina en sus tiempos, pero nunca les di crédito. ¿Una inspectora de la Junta de Control Espacial actuando de bailarina? Pero estaba equivocado. No tengo palabras para describir lo que vi aquella noche, pero lo que sí sé es que Troy consiguió arrebatarnos a todos a aquella vorágine de movimiento en la que las diferencias entre dioses y humanos desaparecían casi por completo. Luego nos hizo presenciar una demostración de gracia atlética que no tenía nada en común con las contorsiones de Redfield, y pertenecía a una clase de arte totalmente distinta.

Su belleza era increíble.