Cuando me desperté esta vez, la medusa sobrevolaba a pocos metros la superficie del planeta. ¿Me habían vuelto a sumergir? Tenía la piel blanca y arrugada pero me sentía temperado y seco y respiraba un aire extraordinariamente dulce. Incluso podía identificar el aroma del tomillo y del orégano. Una reconfortante claridad solar se filtraba por el transparente techo de la medusa. Retorcí los dedos de manos y pies y estiré mis miembros. ¡Una auténtica delicia!
La gravedad parecía la normal en la Tierra, o muy próxima a ella. Yo me sentía un tanto nervioso, pero no agotado ni débil, como en aquella otra ocasión en que estuve sumergido. O había permanecido en el agua sólo un breve espacio de tiempo o habían utilizado algún sistema para revitalizarme y ponerme de nuevo en una excelente condición física. No sentía urgencia alguna por levantarme. Observé lo que pude de cuanto se reflejaba en la cúpula redondeada que se extendía sobre mi cabeza.
La nave rozaba unas olas azules cubiertas de espuma a una velocidad moderada para una medusa deslizándose hacia las espesas nubes y los picachos grises iluminados por el sol de una península o isla ceñida por el mar. Vi formas vivientes en los reflejos del agua y reconocí con placer lo que eran. Estábamos tan cerca de la superficie que los ágiles delfines nos seguían, saltando y encorvándose por encima de las transparentes olas, con su piel mojada reluciendo bajo el sol.
En el estado de confusión en que me hallaba, tardé bastante tiempo en darme cuenta de que un hombre y una mujer se encontraban junto a mí. Finalmente me incorporé. Observé en primer término su aspecto físico y especialmente el espléndido cabello de ambos, el de ella de un dorado mate; el de él de un tono cobrizo ennegrecido. Los dos lo llevaban intrincadamente trenzado y anudado sobre la cabeza. Lucían ropas de un tejido blanco como la nieve, amplias y plegadas con descuidada elegancia sobre sus miembros desnudos.
Tensos y vigilantes mientras la medusa se acercaba a la playa, Troy y Redfield semejaban dos estatuas antiguas de las que en otros tiempos representaban a Perséfone y Apolo. Eran unos perfectos koré y kurós.
Me di cuenta entonces de que también yo iba vestido con idéntica indumentaria, pero, al llevarme la mano a la cabeza, noté que me habían puesto un sombrero de fieltro, blando, de amplias alas. Bajo él, mi cabello, usualmente de un color apagado y sin brillo —algunos lo llamaban «color de jengibre»— había crecido de forma espectacular tras mi última permanencia en la cámara acuática, y alguien se había tomado la molestia de trenzarlo a la moda de la Edad del Bronce.
—¡Hola, Forster! —me saludó Troy al darse cuenta de que había despertado.
—¿Dónde están los demás? —le pregunté repitiendo lo que se había convertido para mí en un hábito.
—Siguen durmiendo. Pero ahora necesitamos de sus conocimientos lingüísticos.
—¿Dónde estamos?
—Frente a nosotros se extienden las montañas del este de Creta. Si hemos calculado correctamente el tiempo, la época corresponde a tres siglos después del declive de los micénicos.
Hice un breve cálculo.
—Entonces estamos en la Edad Oscura. Los dorios deben haber invadido esas tierras. ¿Es mi…?
Me dispuse a coger mi traductora, pero inmediatamente descubrí que no llevaba bolsillos. Pero sí había a mi lado una bolsa, al parecer hecha de cuero, dentro de la cual estaba mi inestimable traductora y sintetizadora vocal. Desde luego, el aparato no podía entender una lengua desconocida; pero, debidamente programada, constituía una inapreciable ayuda en cuanto se relacionase con la comunicación.
—¿Por qué diantre hemos de hablar con los dorios? —inquirí haciendo gala de un cierto esnobismo que me avergüenza reconocer.
—No nos sentimos interesados de manera especial por los griegos, de cualquier clase que sean. Pero necesitábamos observar un período en el que nos cupiera la posibilidad de entender algún nuevo lenguaje… O al menos de que lo entendiera usted —me explicó—. En este viaje andamos a la busca de los eteocretenses…
—¡Los nativos de Creta!
—Todavía habitan algunas fortalezas en estas montañas. Y es muy probable que sigan hablando su lenguaje perdido.
Entonces fui yo quien arqueó una ceja con aire de sorpresa.
—¿Y estamos aquí para…?
—Para registrarlo y descifrarlo —repuso sonriendo—. Ahora tiene usted la oportunidad de conseguir lo que su héroe, Michael Ventris, nunca pudo lograr. Si él descifró la Lineal B usted puede hacer lo mismo con la Lineal A.
Permanecí un momento reflexionando sobre aquella apabullante posibilidad… sobre aquella perspectiva capaz de desalentar a cualquiera. Pero mis primeras palabras sobre el tema distaron mucho de ser humildes.
—Desde luego, estoy mejor calificado para ello que el otro candidato —afirmé poniéndome lentamente de pie y mirando con aire dudoso la túnica que sólo me llegaba a la mitad de los muslos—. No creo que Bill Hawkins llegara muy lejos en sus estudios sobre Micenas.
—No sea modesto, Forster —intervino Redfield—. Usted es nuestro experto en la Edad del Bronce.
Dejé de preocuparme por mis huesudas rodillas y miré de hito en hito al hombre y a la mujer que tenía frente a mí; dos seres dorados aunque un poco desvaídos.
—Estoy encantado de encontrarme aquí, pero desearía preguntar por qué consideran tan necesario este viaje. ¿Qué urgente conexión guardan estos estudios filológicos con nuestro programa?
Troy sonrió con aire abstraído.
—Podrá apreciar esa conexión muy pronto —repuso. La medusa había entrado en un amplio golfo de aguas azules, enmarcado por una curvada playa de arenas rojizas en la que en algunos lugares incidían erosionados cabos. Volábamos hacia el Sur, a suficiente altura como para ver más allá del estrecho istmo que teníamos delante, una lengua de tierra que concertaba las dos partes de la gran isla que se extendía a derecha e izquierda de nosotros. Hacia el Oeste, una masa montañosa se elevaba por encima de pequeñas colinas en las que se habían excavado terrazas para el cultivo. Otro bloque formaba acantilados hacia el Este.
La medusa ganó unos metros de altura y derivó hacia la izquierda, es decir, hacia el Este, entrando en una pequeña bahía adyacente donde las aguas de un arroyo dividían en dos mitades la amplia playa. Pasamos volando muy bajo por sobre los mástiles de media docena de barcas de pesca y de una elegante nave de cincuenta remos que se estaba acercando a la playa. Los que iban a bordo nos miraron presa de una incontenible alarma.
Cruzamos la playa y seguimos hacia el interior, sobrevolando terrenos cubiertos de maleza y de plantaciones aisladas de plateados olivos. Rebaños de cabras emprendían la huida cuando nuestra sombra pasaba por encima de ellos. Al llegar a las laderas de las montañas redujimos la velocidad e iniciamos el ascenso.
Ante nosotros se erigían elevaciones de arenisca gris, cruzadas por abismos sobrecogedores, y sus zonas más bajas estaban cubiertas de terrazas con viñedos y trigales. Más allá se levantaba una mole rocosa de unos setecientos metros de altura, sobre la que se podían discernir trazos de humo, y los tejados planos de casas edificadas sobre ella, semejantes a los poblados hopi que se encuentran en las mesetas del Suroeste de América. Debajo mismo de nosotros pudimos distinguir, sobre una colina, un pueblo en ruinas.
—Conozco ese lugar —anuncié—. Se trata de Vronda.
Es decir, la montaña del Trueno, según el nombre en griego actual de aquel pueblo abandonado en mitad de la ladera.
En nuestra era, la elevación rocosa que se erige sobre ella se llama Rastro, El Castillo.
—¿Por qué no aterrizamos ahí, donde hay gente? —inquirí.
—No queremos incitarles a que nos ataquen —respondió ella tocándome el brazo—. Le hemos traído a usted aquí sin consultarle. Esta primera incursión puede reservarnos sorpresas, pero no tiene por qué acompañarnos en seguida.
Observé la expresión ardiente de aquellos ojos que destacaban en un rostro arrugado y bronceado por el sol. ¿Qué podía contestarle? Yo era un xenoarqueólogo, pero ante todo, arqueólogo y filólogo. Y aquélla era la clase de experiencia que siempre había relegado al reino de las fantasías irrealizables; el ideal para el que había vivido aunque sólo fuera en mi imaginación. Bauticé con el nombre de Michael Ventris a nuestro vehículo explorador en honor del hombre que había descifrado la escritura minoica lineal B, y demostrado que era griega. Toda mi obra, hasta el momento en que un accidente de la historia me había separado de mi espacio y mi tiempo, estuvo inspirada en Ventris. ¿Qué no hubiera dado él por vivir aquellos momentos?
—Vayamos a su encuentro juntos —propuse.
La medusa nos depositó en un suelo rojizo, cubierto de rocas y pedruscos de arenisca cuarteada. Las cubiertas cónicas de unas tumbas redondas y bajas se aglomeraban en los límites del pueblo vacío, donde los montones de piedras grises marcaban el emplazamiento de las casas hundidas. Tallos de asfódelos púrpura estaban caídos en los campos después de su primera floración. Comprendí entonces que nos hallábamos a finales de la primavera.
Caminamos pendiente arriba siguiendo un sendero que pasaba junto al pueblo. La resplandeciente medusa nos seguía a cierta distancia flotando de forma un tanto absurda a un metro aproximadamente de los tallos resecos y de las flores silvestres. A los pocos pasos, tropecé tontamente y, tras reprimir una maldición, continué afectado por una leve cojera que traté de ocultar a los otros.
Habríamos recorrido quizá medio kilómetro cuando vimos a un grupo de gente que bajaba la montaña a toda prisa para salir a nuestro encuentro. Vendrían a ser una docena de ágiles jóvenes con el cabello negro y aceitoso, altos, de amplios hombros y estrechas cinturas, renegridos como pasas y desnudos a excepción de unos taparrabos. Llevaban largos escudos de cuero y esgrimían lanzas con la punta de hierro. Detrás de los hombres venían mujeres y niños que parecían intimidados por nuestra presencia y a los que no podía ver claramente.
Me impresionó la disciplina de aquellos jóvenes que se mostraban intrépidos ante lo que yo, un inglés del siglo XXI, me hubiera sentido aterrorizado. Porque, por inofensivos que pudiéramos parecer Troy, Redfield y yo, detrás de nosotros venía la medusa, mayor que un birreme, brillando en el aire. Deduje entonces que, para aquella gente, lo milagroso era, si no una rutina, por lo menos un hecho real.
Nos gritaban en una lengua incomprensible, y yo les contesté en griego, el idioma de sus enemigos.
¿Qué otra cosa podía hacer? El griego era el único lenguaje que nos era posible compartir, aunque el griego clásico —¿y quién está seguro de su pronunciación?— no fuese más parecido al dorio de su tiempo de lo que el demótico lo es respecto al idioma del Nuevo Testamento. A decir verdad, a pesar de mi supuesto dominio del tema, habían pasado décadas desde que estudié una lengua sin el auxilio de la electrónica.
Yo había dicho: «Eimaste fili sas», que esperaba que pudiera expresar: «Somos amigos vuestros». Y, entretanto, busqué afanosamente mi traductora.
Aquellas palabras no ejercieron efecto alguno sobre los jóvenes armados, cuyas lanzas estaban ahora inclinadas en un ángulo uniforme en dirección a nosotros. Quedaba claro que no me habían entendido y que se estaban poniendo cada vez más violentos. Se produjo un movimiento tras ellos y uno miró hacia atrás y dijo algo, lo que produjo cierta repentina confusión. Los soldados se pasaron la lanza a la mano izquierda y se golpearon la frente con el puño derecho arqueando la espalda en una exagerada actitud de reverencia.
Se abrió un claro en sus filas y una mujer irrumpió por él en dirección a nosotros. Aparentaba unos treinta años y era una auténtica belleza, aunque iba exageradamente maquillada, con los ojos verdes muy sombreados y perfilados, los gruesos labios cubiertos de carmín y los salientes pómulos realzados con colorete. Llevaba un vestido de lana fina teñido de rojo y de amarillo con las mangas cortas y una falda plisada. Aquel atavío me resultaba familiar por haberlo visto en tantas estatuillas, impresiones de sellos y pinturas al fresco de edades anteriores y sorprendente por el modo en que dejaba los pechos al descubierto. Su cabello negro y sedoso estaba peinado formando rizos, y sobre la cabeza llevaba una tiara de oro sin relieves que me pareció muy antigua.
—¿Poia eiste? ¿Apo pou? —preguntó en un tono de gran autoridad.
Tenía un acento extraño y sibilante, pletórico de vocales duras. Pero aquellas palabras pertenecían al griego clásico y eran muy sencillas de entender. Equivalían a: «¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde proceden?».
Sin embargo, no se había dirigido a mí concretamente sino que su atención se centraba en Troy.
—Apo’ouranos kai’thalassa —respondió Troy en un tono notablemente parecido al de la otra. «Venimos del cielo y del mar».
En aquel momento debí quedarme boquiabierto, y no a causa de la deficiente gramática de Troy, sino porque ésta me susurró ásperamente:
—Ahora le toca a usted. Y no flaquee cuando Blake intervenga.
—¿Eiste i Aphrodite? ¿Eiste o Posidon? —inquirió la mujer en un tono de escepticismo que rozaba el desprecio.
—Naia, eimaste —afirmó Troy con energía.
Al propio tiempo, Redfield alargó sus manos y lanzó al aire un objeto pequeño y plateado que pasó por sobre las cabezas del pequeño grupo al que nos enfrentábamos como si se tratara de un puñado de monedas que les hubiera arrojado.
Primero a la izquierda y luego a la derecha, el cielo matutino se rasgó de improviso por el fulgor de los rayos, al que siguieron inmediatamente estallidos ensordecedores y penetrantes aullidos pirotécnicos. No obstante la advertencia de Troy, reconozco que flaqueé. Y de no ser porque ella me había agarrado firmemente por un brazo, me habría arrojado al suelo, lo que no era una actitud digna de un dios… que era el papel que habíamos decidido asumir.
Pero no importaba porque ninguno de los eteocretenses se había dado cuenta de mi comportamiento. Todos en excepción de la sacerdotisa —porque era evidente que tal era su condición— se habían vuelto para enfrentarse a la nueva amenaza que provenía de su retaguardia y de su flanco. No obstante el terror que experimentaban, empezaron a gritar con fuerza blandiendo sus armas.
Una sombra difusa se desplazó por el suelo desde atrás y me dije que la medusa debía haberse situado allí para estar más cerca de nosotros. La sacerdotisa levantó la mirada hacia la nave, la estudió con atención durante un rato y luego miró a Troy.
—I Aphrodite —expresó secamente al tiempo que levantaba ambos brazos por encima de su cabeza. Concentró luego su atención en Redfield y avanzó un breve trecho en dirección a él—. O Posidon —dijo. Me miró a mí—. ¿Kai…?
—O Ermes —explicó Troy. Y en seguida me preguntó—. ¿Cómo se dice «mensajero»?
—Pruebe con mandatophoros —le murmuré perplejo.
Quizá Troy resultara convincente en su papel de Afrodita, la Nacida de la Espuma, y Redfield en el de Poseidón, El Que Mueve la Tierra, pero se me hizo difícil creer que me tomaran por Hermes el de las sandalias aladas, el Mensajero de los Dioses.
—O Ermes enai mandatophoros mas —pronunció Troy elevando la voz.
La sacerdotisa me miró de soslayo y repuso:
—O Ermes.
Me pareció que había hecho una mueca. Bajó los brazos con lo que me pareció cierta presteza y se volvió otra vez hacia Troy.
—Emai i Diktynna —anunció.
Inmediatamente Troy levantó también los brazos, yo hice lo propio e igualmente Redfield aún más de prisa que nosotros.
—I Diktynna —dijo Troy empezando a bajar lentamente los brazos.
Redfield y yo repetimos aquel nombre o título: «I Diktynna», e hicimos lo mismo que Troy.
Nuestro tributo aplacó al parecer a la Diktynna, porque nos distinguió con una cautelosa sonrisa. En seguida, en un griego extraño y tan rápido que yo apenas podía seguir, se dirigió a mí. Consulté mi traductora que a los pocos momentos empezó a contestarme. Y entonces supe que nos había invitado a comer.
Un ulterior y complicado intercambio de frases dejó aclarado que la comida tendría lugar en la cumbre de aquel macizo de setecientos metros que se proyectaba desde la montaña, frente a nosotros. Mis piernas, tan largo tiempo inactivas y ya bastante flojas tras la caminata desde nuestro lugar de aterrizaje, se debilitaron aún más al pensar en la escalada que nos esperaba.
—Ofrézcale un lugar en la medusa —propuso Troy—. Y haga la propuesta en un tono simpático.
Manejé la traductora lo mejor que pude, prodigando espléndidas referencias, que creí entendería, sobre las comodidades de nuestro vehículo espacial. Tras una prolongada discusión entre Diktynna y sus acompañantes, la sacerdotisa cretense, mujer curiosa y de evidente inteligencia, aceptó nuestra invitación con gran dignidad… y con una emoción que casi no podía disimular.
Pasamos a bordo de la medusa que al momento se remontó por los aires. A través de las células translúcidas del suelo de nuestra cámara de observación se movían las sombras de sus piscícolas tripulantes alienígenas. ¿Qué pensaría Diktynna de todo aquello?
Frente a nosotros se levantaban montañas cubiertas de pinares hendidas por un abismo vertical; un profundo barranco por el que corría un arroyo cristalino. Nos elevamos hacia aquellos acantilados escarpados. Mujeres y niños nos miraban desde las terrazas cultivadas, cubiertas de viñedos y jardines, y se quedaban boquiabiertos cuando pasábamos sobre ellos al igual que los muchachos y los hombres que transitaban por los abruptos pastos para cabras, más arriba.
Pasamos entonces por encima de un risco junto al más profundo de los despeñaderos poblados de sombras, en dirección al nido de águilas sobre el que se encontraba el pueblo. Sus casas hubieran sido apenas discernibles entre las rocas oscuras de no ser por las perfumadas columnitas de humo que se elevaban en la accidentada cima.
Muy por debajo de nosotros pude ver el golfo de aguas azules —cuyo nombre en nuestra época era el de Mirabello— plagado de graciosas barcas y caiques, así como los caminos de carro que bordeaban la costa por el Este y atravesaban el estrecho istmo hacia el Sur. Ciudades blancas se extendían por las colinas; pero aún más blancas eran las ruinas, semejantes a montones de huesos, de las villas minoicas abandonadas, desmoronándose entre olivares, viñedos y trigales invadidos ahora por una floración silvestre.
Diktynna permanecía de pie en la cúpula de observación mientras la medusa nos elevaba cada vez más por el claro aire de la isla. Mantenía una actitud austera y atenta, soberbiamente digna al margen de lo que para ellas debían ser extraordinarias circunstancias.
¿Qué estaría pensando? Hablaba una forma de griego que, a mi juicio, estaba más próxima al micénico que al dórico, y seguramente estaría familiarizada con las creencias micénicas: los micénicos adoraban a Poseidón y también a Hermes y a Afrodita, manifestación de la Gran Diosa.
Pero en Creta, Dyktinna era la Gran Diosa en sí misma, una deidad de árboles picachos y animales silvestres. Aunque la mujer que nos acompañaba ahora no era más sobrenatural que cualquiera de nosotros, sí era sagrada. El nombre de la diosa era un título que estaba seguro le había sido conferido por la gran civilización minoica, aplastada por los terremotos y por las erupciones volcánicas, y corrompida por la invasión de un pueblo foráneo.