De nuevo sumergido, soñé durante un tiempo. Una voz suave susurraba a mi lado:
—Quería estar al tanto de nuestros planes.
Troy me estaba sacando del agua e introduciéndome en la burbuja de aire de la medusa.
—¿Y los demás?
—Mejor que sigan dormidos. Lo hemos despertado a usted para que sea testigo de un acontecimiento crucial. Pase lo que pase, ganemos o perdamos, usted estará ahí para registrarlo.
La medusa salió de la nave-universo por la escotilla abierta. El escenario me era familiar: un cielo nocturno cruzado por franjas brumosas que discurrían entre las estrellas y que tomé por cometas.
—En Venus la vida fue destruida por un efecto invernadero natural originado por bombardeos periódicos planetarios —me contó Troy—. En Marte, nuestros esfuerzos para provocar un invernadero con la ayuda del hielo cometario se vieron frustrados por los tradicionalistas entre los que escapamos de Venus, es decir, los que siguen el Mandato. Sólo queda un planeta terrestre. El grupo de Thowintha, el de los adaptacionistas, lo ha dejado seguir tal cual es.
—¿Por qué?
—Porque en él se dan formas de vida propias.
—Y porque, a mi modo de ver, los han persuadido ustedes.
No hizo el menor comentario. En mi opinión, Troy es la mentirosa más grande que he conocido. Y ello porque no dice más que la verdad. Me había estado ocultando algo para que evidentemente yo lo adivinase. Pero es tan sutil en todo que nunca he conseguido averiguar qué desea que yo sepa.
—Las dos facciones estaban indecisas —me explicó como si diera una conferencia—. Los organismos que se sabía habitaban los océanos de la Tierra —y que se asemejaban a modos de vida amalteanos en detalles sorprendentes, en especial las formas primitivas como medusas, crustáceos del tipo camarón y otros—, ¿habían sido sembrados allí accidentalmente por los propios amalteanos durante su primera exploración del sistema solar, o estaban ya presentes, siendo su parecido mera casualidad, como ejemplos de una evolución convergente?
«Cualquiera que sea la respuesta, nuestros amigos adaptacionistas consideraron que la evolución en la Tierra debía proceder sin cortapisa alguna. No existe ninguna consecuencia inevitable respecto a una contingencia evolutiva. Mirándolo retrospectivamente, la evolución es historia; una historia muy particular, con innumerables ramificaciones, siempre obediente a leyes físicas y de probabilidad pero gobernada sólo por el azar en sus detalles.
»Ese oscuro acompañante de la Tierra, esa singularidad llamada Némesis, es un agente de dicho azar. Cada veintiséis millones de años lanza cometas que se abalanzan sobre el Sol. Con frecuencia, uno o más de ellos chocan con la Tierra, alterando su entorno de un modo radial, extinguiendo algunas especies y permitiendo a otras desplazarse a nuevas zonas desde las que especies derivadas evolucionan todavía más…
»Hemos ido a la Tierra para alejar de ella una contingencia oscura. Hemos visto cómo los tradicionalistas, es decir, los amalteanos que se aferran religiosamente a su Mandato y rechazan la adaptación a cualquier ecología preexistente, han destruido deliberadamente nuestra labor en Marte. Guiados por sus creencias, debían haber seguido su camino en busca de otra estrella. Al perder Venus anularon su única esperanza de cumplir el Mandato en este sistema solar. Pero quizá los haya asustado la espantosa perspectiva de otra odisea de mil millones de años. Prefieren considerar a nuestros amigos como herejes, y se han quedado atrás para erradicarnos a todos, incluyendo por igual a amalteanos y humanos.
»Para destruir la humanidad sólo es preciso alterar la evolución en la Tierra. Y el todo más sencillo para conseguirlo es el de variar el sistema de impactos de cometas provocado por Némesis. El Torbellino.
—¿Dónde estamos? —pregunté—. ¿Y cuándo estamos?
—En las etapas finales del cretáceo —me contestó.
Es decir, en el momento en que tuvo lugar el más famoso de los impactos cometarios.
Nuestra medusa pasó de la noche al día. Y pronto estuvimos flotando a baja altura por encima de la superficie terrestre. Los mares y los continentes tenían entonces una forma distinta; pero adiviné que sobrevolábamos el centro de América del Norte. Las onduladas llanuras de lo que más tarde sería Montana se asemejaban mucho a la China central o al este de Oregón en nuestra era.
Yo sabía que un mar poco profundo y cálido cubrió aquella región un par de miles de millones de años atrás y que desde entonces se había ido retirando hacia el Sur y el Este. Ahora, perezosos ríos se deslizaban por la llanura. Hacia el Oeste, las montañas Rocosas no eran más que colinas volcánicas de escasa altura y aireadas mesetas cubiertas de pinos y de matorrales del desierto. En las pantanosas tierras bajas crecían bosques de helechos, cipreses y metasecoyas, especie arbórea oscura y plumosa llamada también secoya, que en el siglo XX se creía extinguida hasta que se encontraron algunos ejemplares en el jardín de un templo chino. En las riberas arenosas de las intrincadas corrientes fluviales, el bosque tenía un carácter semitropical con las enmarañadas plantas florecidas, los troncos de madera dura, los grandes sicómoros, caquis, kadsuras, palmas y magnolias…
Cuando nos era posible y sin perturbar ni la más leve corriente de aire —porque, aunque debe existir un límite a la naturaleza de las perturbaciones capaces de alterar los ciclos evolutivos, no queríamos ni siquiera acercarnos a él— descendíamos hasta sólo unos centímetros de los pantanos. Observábamos a las ranas y tortugas que chapoteaban en los marjales perseguidas por enormes y terroríficos cocodrilos. Los lagartos se deslizaban por los terrenos boscosos y las boas constrictoras se enroscaban en las ramas de los árboles.
Los dinosaurios campeaban por doquier. Triceratops herbívoros, provistos de cuernos y de piel escamosa, con la envergadura de un carro de combate; tiranosaurios, los espantosos carnívoros, con sus colmillos de quince centímetros, la cola equilibrada entre dos patas enormes y un cerebro más perfeccionado del que mucha gente cree.
Y encontramos también lo que estábamos más ansiosos por descubrir: mamíferos procurándose alimentos allá donde pudieran. Algunos nos parecerían familiares en la actualidad, incluyendo nuestros propios ancestros, minúsculos seres semejantes a musarañas y otros parecidos a zarigüeyas que han evolucionado muy poco en el curso de millones de años, mientras que algunos acusan diferencias muy notables.
En especial los condilartos, seres de morro cuadrado, del tamaño de un fox-terrier, con pies fuertes de cinco dedos y dientes cortantes para roer la vegetación. Nos encantó ver a todo un rebaño de ellos, antepasados de todos los mamíferos placentarios con pezuñas: caballos, vacas, hipopótamos, elefantes…
Era del espacio celeste de aquel hormigueante Edén de donde esperábamos ver acercarse el cometa fatal y a la luz vital, en forma de pálida franja lumínica que apenas si podría ser distinguida por nosotros hasta el momento crucial en que, aunque ningún ser humano había estado allí antes para poderlo confirmar, traspasaría el océano a una velocidad de noventa mil kilómetros por hora, desprendiendo cien millones de megatones de energía que producirían maremotos cuyas olas de kilómetros de altura se tragarían a los dinosaurios y arrastrarían los bosques; que ocasionaría un agujero en la atmósfera y vomitaría un cuatrillón de toneladas de materia licuada y vaporizada, mezclando su propia masa con la de la Tierra, para lanzarla a las más altas regiones del aire… incluso hasta la órbita terrestre, donde permanecería durante varios meses bloqueando la claridad solar.
Pero a nuestro regreso a la nave-universo supimos que no existía prueba alguna de lo que tanto habíamos esperado encontrar. Los sistemas de la nave habían calculado los vectores de todos los cometas visibles en la bandada que en ese momento convergía sobre el interior del sistema solar. Y ninguno de ellos seguía un curso que lo llevara a colisionar con la Tierra.
Nuestra conversación se interrumpió. Troy estaba allí, y también Redfield, mientras yo me esforzaba en apreciar el alcance de nuestra incertidumbre.
Si ningún cometa iba a estrellarse contra la Tierra a finales del cretáceo, el mundo sería distinto. ¿Qué podía impedir que algún avispado descendiente de los dinosaurios asumiera la postura que nosotros, los avispados descendientes de los monos hemos adoptado tan orgullosamente?
Pero ¿cómo interpretar la ausencia del cometa aniquilador de los dinosaurios? ¿Cómo una señal de interferencia por parte de los tradicionalistas amalteanos? ¿Habían estado allí antes que nosotros? ¿O quedaba revelada de este modo la verdadera historia natural del sistema solar? Si tal había sido el curso verdadero de la historia, sin interferencia ajena ¿qué teníamos que hacer?
Troy esperó a que yo captara el alcance de nuestro atractivo dilema ético y redujo a añicos mi indecisión.
—Lo he consultado con Thowintha. Y hemos elegido al candidato más adecuado. Tiene el tamaño idóneo: nueve kilómetros en el eje semimayor, y una órbita por completo variable. Es evidente que ha sido perturbado recientemente, ya sea a propósito o por casualidad.
—¿Cree que ha sido Nemo el que los ha persuadido para que lo hicieran?
Me parece que aquélla era la excusa que deseaba que yo formulara.
—Bastaría un pequeño empujón de nuestra nave para enviarlo directamente hacia la Tierra.
Fue el único momento en nuestra discusión en que me permití utilizar un tono irónico.
—Parece haber realizado usted grandes esfuerzos para asegurarse de que la historia cumpliría con sus planes previstos.
Ella siguió adelante con su propósito e hizo lo que siempre había querido hacer.
Más tarde me puso al corriente de lo sucedido.
—El núcleo del cometa se estrelló contra la placa caribeña, como han confirmado los conocimientos de nuestra era. Semejante tipo de precisión estaba fuera del alcance de nuestro control. Nos hubiera gustado más que fuera a chocar contra alguna otra zona del Atlántico norte. —Me sonrió de un modo que yo había aprendido a calificar de receloso—. Las matemáticas de la teoría del quantum macroscópico resultan fascinantes, pero en un análisis final se aprecia una realidad única, Forster, amigo mío. Como en la actualidad nos incluye a nosotros, la historia probablemente se encargó de nuestra evolución, cualquiera que fuese el curso que siguiéramos o el que siguieran los amalteanos.
—Ciertamente —convine—. Por lo menos hasta el momento presente.
Troy inclinó la cabeza, unos milímetros.
—Así es —aprobó manteniendo su sonrisa que ahora se había vuelto delicada y sutil. Y me dije que en aquellos momentos aparentaba su edad, como me estaba empezando a ocurrir a mí también—. Con o sin la teoría del quantum, no existe manera de predecir el futuro —afirmó—. Ni siquiera en principio. Porque el futuro habrá cambiado para cuando lleguemos a él.