Troy había tenido razón al preocuparse de nosotros. Pero el peligro no provenía de alguna disfunción en los agujeros negros. Al menos no de manera directa.
Relato lo ocurrido durante aquellas horas interminables —¿o quizá fueron semanas?— después de haberlas vivido y espero evocar, al menos en líneas generales, los hechos que nos apartaron de nuestro hogar, de nuestro segundo Edén. Debo preguntarme cuántos de aquellos paraísos habían intentado crear los alienígenas. Y de cuántos de ellos habían sido expulsados.
La tierra tembló y fui arrojado sobre la nieve frente a la gran torre que los amalteanos habían erigido en el polo norte de Marte. Sentí como si me deslizara por una capa de hielo en repentina licuación. La gélida superficie se estremecía y jadeaba. Hundí mis manos desnudas en la nieve y me aferré a ella para salvarme.
En aquel momento, me vi arrebatado por un torbellino hacia las alturas. Un tentáculo había descendido de nuestra medusa y me conducía al interior de la nave aérea. Me estrellé contra el suelo otra vez, empujado por una aceleración repentina porque la medusa se elevaba y se alejaba velozmente de la torre, penetrando en la atmósfera en dirección a la nave-universo cada vez más cercana.
Todos cuantos estábamos en la nave, es decir, los humanos, habíamos sido derribados; pero, como el conjunto era flexible y transparente, nuestra visión del exterior no se interrumpió por completo. Caído de espaldas, podía mirar a través de la cúpula; pero comprobé extrañado que lo que aparecía ante mí era el suelo del planeta.
El paisaje se reflejaba en toda su amplitud en el enorme espejo de la nave-universo que se extendía por encima de nosotros. Era un paisaje en completa conmoción, con olas como las del océano que cruzaban las planicies nevadas para ir a estrellarse contra la base de la torre produciendo torrentes de blanca espuma. Chorros de vapor surgían violentamente de la nieve en hileras como impactos de ráfagas de ametralladora y se hundían de nuevo en agujeros como los que produce un proyectil, pero del tamaño de cráteres de volcán. A lo lejos, una larga fisura hendió la llanura, explotó en nubes de vapor e irrumpió formando cataratas de lava que brillaban en un tono naranja oscuro, destacando en la desolada inmensidad.
Cuando unos enormes huecos redondos se abrieron en el paisaje —o mejor dicho en su reflejo—, me fue difícil reconocer las escotillas de la nave-universo al abrirse en un movimiento de espiral. A cada lado, las grandes flotas de medusas concentradas en el polo norte en decenas de millares empezaron a fluir hacia las aberturas.
—¿Qué sucede? —preguntó alguien junto a mí, creo que era Angus, en un susurro impregnado de angustia.
—Nos atacan —respondió una voz que reconocí como la de Redfield.
—¿Quién…? —empezó a preguntar Angus.
—Los Espectros.
Tardé más de lo normal en comprender la respuesta de Redfield. Entretanto, nuestra medusa se lanzó velozmente hacia la escotilla más próxima y se introdujo a través de ella, empujando con fuerza a las otras.
La aceleración cesó bruscamente. La enorme escotilla estaba ahora atestada de medusas que se apretujaban entre sí como huevas de pescado. Cuando se cerró de nuevo interceptando la claridad solar que fue remplazada por la azulada luz interior de la nave que lo inundaba todo, el agua irrumpió de improvisto y quedamos sumergidos dentro de una bolsa primaria.
En el interior de aquella burbuja presurizada, dotada de un entorno a nuestra medida, el aire era fresco y puro, mantenido así mediante los controles osmóticos de una máquina viviente capaz de comprender nuestras necesidades. Pero lo que la máquina no podía hacer era lograr que nos sobrepusiéramos a la intensa, extraña y mareante sensación provocada por la proximidad de las numerosas protuberancias que flotaban en el espacio procedentes de las otras medusas que llenaban la escotilla. Dar un paso adelante era como atravesar infinitos y sutilmente oscilantes campos gravitatorios.
Las medusas empezaron a desplazarse a nuestro alrededor, empujándose y pasando unas por encima de las otras, dejándose absorber por el inmenso interior de la nave. La pobre Marianne se sintió repentinamente muy mal y empezó a quejarse y a llorar. Jo y Angus se acercaron a ella para auxiliarla, y Bill se apresuró también para situarse junto a ella. Yo tardé mucho en sobreponerme a mis náuseas, aunque por entonces lo que Marianne necesitaba era respirar aire puro, y no ser observada por otro espectador inútil.
En aquel momento, notamos cómo el universo entero se movía otra vez. La nave estaba acelerando.
—¿A dónde vamos? —preguntó Jo a Redfield.
Había sido la primera en formular aquella trascendental pregunta.
—A recoger a Tony. Y a alejarnos de Marte.
—Pero Marianne no lo va a resistir. Está sufriendo ya las contracciones.
En efecto, Marianne se retorcía de dolor y la transpiración le mojaba la pálida frente.
—Haré lo que pueda —afirmó él.
Pero no realizó ningún movimiento inmediato y nunca me pareció más desinteresado y más indiferente.
Marianne sufría los dolores más intensos cuando la nave-universo reemprendió su marcha. La gran escotilla estaba ahora vacía. La cúpula se abrió en espiral, y nuestra medusa salió disparada hacia el cielo.
Pensándolo ahora, creo que la medusa flotaba en realidad libremente con toda la suavidad de que era capaz, equilibrando lo que en términos humanos hubiera sido la fría ecuación de urgencia contra ternura; el destino de todos contra el de uno solo… o el de dos. Porque Marianne estaba dando a luz prematuramente.
Sobrevolábamos nuestra pequeña colonia junto al mar. La medusa se desplazaba vivamente de acá para allá por sobre las colinas y las dunas. Pero Tony no aparecía por ningún sitio. El planeador había desaparecido.
Redfield se encontraba en la parte inferior de la nave. Podía percibir su incierta silueta mientras nadaba por el acuoso fondo conversando entre columnas de finas burbujas con los seres tentaculares que probablemente formaban la tripulación de nuestra nave. Pronto volvió a emerger en nuestro sector con su largo cabello chorreando agua.
—Hemos de regresar al punto de partida —dijo.
—¡No sin Tony! —le gritó Angus—. No voy a dejarle morir.
—No podemos quedarnos aquí. Moriríamos todos.
Angus se abalanzó sobre Redfield y éste le contestó con un golpe tan rápido que apenas pude percibirlo. Angus emitió un quejido y cayó de rodillas. Me avergüenza confesar que me sentía paralizado por la indecisión. Redfield se apartó de Angus y, mientras lo hacía, Jo adoptó la decisión final.
—Nada de peleas —ordenó—. Salve a quien quiera, Redfield; pero, por favor, salve también a Marianne y a su hijo.
Él se alejó de nuevo. Y para cuando estuvo de regreso, la medusa había vuelto a la nave-universo y ésta empezaba a moverse. Pero era ya demasiado tarde para el niño.
—¡Oh, no! —exclamó Jo presa de un sentimiento de profundo dolor.
Acariciada por sus manos compasivas, Marianne había perdido el conocimiento, tendida en un charco de sangre, mientras Bill, cercano al colapso, sostenía a un bebé maltrecho apenas mayor que sus manos.
—Lo lamento —dijo Redfield sencillamente.
Traté de detectar un poco de emoción en su actitud, pero no percibí ninguna. Se arrodilló junto a Marianne y le tomó el pulso, mientras le miraba los ojos.
—No está todo perdido para ella —declaró.
Era un simple juicio clínico, desprovisto de todo sentimiento.
—¿Nos transportan a Júpiter? —pregunté—. ¿Proyectan congelarnos en el hielo junto con usted?
—No sé a dónde vamos.
—En la placa —expliqué— se dice claramente que la nave-universo aguardará en el Gran Mundo… hasta el momento del Despertar.
—No sé a dónde vamos —repitió fríamente—. Ellen y yo estábamos destinados a Marte. Y proyectábamos quedarnos allí.
—¿Qué ocurre en el exterior? —preguntó Angus con una voz tan apagada que apenas si era audible.
—El doble de la nave-universo —repuso Redfield— fue detectado hace unos minutos, procedente de Júpiter. Igual que pasó en Venus. Y está destruyendo la tarea realizada. Trata de deshacer las singularidades que se implantaron.
La mirada de Redfield se posó más allá de donde estábamos yo y los demás para fijarse en Marianne.
—Tendremos que sumergirnos en el agua —dijo.
Bill apartó la mirada de su esposa.
—¿Qué le pasará a…? —quiso saber con una voz que sonó como un leve murmullo. Era lo primero que decía desde que fuimos arrancados de la superficie del planeta.
—Se repondrá en cuanto esté en el agua. Lo siento por… los demás.
—¿Se nos permitirá a alguno de nosotros expresar sus preferencias? —pregunté extrañado ante mi propia cólera.
Sorprendido, Redfield se puso a la defensiva.
—Graves ya ha hecho su elección. Prometió quedarse hasta que regresáramos… pero se marchó deliberadamente. Quizá previó lo que iba a suceder.
—Prefiere morir como un hombre libre —opinó Angus.
—Perdonen mi suposición, pero ustedes quieren vivir, ¿no es cierto?
—Usted era nuestro amigo, Blake —expresó Angus con dureza—. Pero lo hemos visto muy poco.
—Dentro de un año, Marte se helará y se convertirá en una inmensidad deshabitada. Todo cuanto hemos intentado aquí quedará destruido. Pero obren como lo crean más oportuno. —La cara de Redfield se había convertido en una inexpresiva y oscura máscara—. Los amalteanos volverán pronto en su busca. Quizás haya aún tiempo para desembarcarlos. Díganles que ha sido por decisión propia.
Se volvió y su largo cabello negro ondeó tras él. Vi cómo las aberturas de las agallas que tenía en los costados se estremecían mientras se hundía en las profundas aguas de la medusa.
Momentos después, la membrana del suelo se agitó y el manto protegido por la mucosa de uno de los amalteanos emergió hacia nuestro espacio dotado de aire. Un coro de voces pareció surgir de las paredes cuando el alienígena habló:
—Tenéis que decirlo ahora. ¿Os hemos de sumergir en el agua?
Miramos a Jo esperando que se expresara en nombre de todos.
—Sí —fue su respuesta.
—¿Qué pasó luego? —pregunta Jozsef sorprendido.
El fuego está ya casi apagado y el neblinoso firmamento nocturno emite un resplandor fosforescente al otro lado de las altas ventanas de la oscura y vacía biblioteca.
—Pues que fuimos sumergidos —contesta Forster con calma—. Penetramos suavemente en la agradable noche fluida y oscura, llevándonos tan sólo nuestros temores y nuestras penas, sin esperanza de que amaneciera un nuevo día.
—¿Y Marte? —murmura el comandante, con una voz tan seca como los vientos del planeta.
—¡Oh! Tuve sueños sobre Marte con extraordinaria viveza. Pero mis visiones debieron basarse en imaginaciones previamente programadas, o al menos eso es lo que me digo, aunque más adelante la dura verdad quedó confirmada.
»Soñaba que veía hincharse al planeta; que la inmensa meseta de Tharsis, que no había existido anteriormente, se expandía y explotaba entre llamaradas y nubes de humo que eran proyectadas por las enormes grietas. El planeta sangraba por las bocas de sus gigantescos volcanes, arrojando un espeso flujo magmático, formando amontonamientos tan extensos que sus ríos de lava, capaces de cubrir todo el Noroeste de África, ocasionaron una anomalía gravitatoria que sigue persistiendo en nuestra era.
»En lugares situados en las profundidades del planeta, agujeros negros submicroscópicos se agitaban, se desplazaban y acababan por desprenderse del corazón de la masa, atraídos por una fuerza avasalladora que se hacía más potente a cada segundo que transcurría.
»Soñé que la brillante torre polar que había estudiado tan recientemente se hacía pedazos y desaparecía, en parte vaporizada y en parte desparramada en forma de polvo y cascotes por la todavía tranquila atmósfera. Partículas brillantes se posaban sobre la arremolinada nieve. Todo se perdió, excepto ese fragmento al que llamamos la placa marciana. Los agujeros negros habían escapado, tras deshacer los mecanismos que los controlaban. Quizá fueran la única fuerza en el universo capaz de acabar con tan indestructibles objetos.
»Los cielos flameaban convertidos en un techo de fuego.
«Comprendí que aquello representaba el fin repentino de nuestra colonia. Nuestros jardines y huertos no eran ya más que montones de cenizas humeantes, impulsadas por un viento huracanado. El calor confería a nuestras cúpulas de cemento una tonalidad cobriza. Las ventanas de cristal se agrietaban y reblandecían cobrando un tono azul antes de hacerse añicos. Armazones de barrotes metálicos quedaban desnudos cuando los muros de cemento a los que daban refuerzo se convertían en polvo que se dispersaba por el aire. Pero a los pocos instantes también se deshacían y el hierro derretido formaba charcos sobre el árido polvo.
»El Michael Ventris, con nuestro pequeño submarino Manta todavía alojado en su interior, quedó destruido por la explosión de sus tanques de combustible y sus restos se esparcieron por la arena y fueron engullidos por la catarata de lava que descendía de las laderas superiores, borrando los últimos vestigios de que seres humanos hubieran caminado alguna vez por aquellos parajes.
»Vi cómo el mísero avión de papel de Tony se elevaba por encima de los ondulantes desiertos, y ascendía impulsado por corrientes de un aire supercalentado hasta que se incendió a causa de una chispa eléctrica y sus despedazados restos fueron absorbidos por el negro yunque de una tempestad.
»Los ondulantes océanos hervían. Hasta mí llegaban los gritos agónicos de millones de seres al morir. Los bosques estallaban, y las aves caían al suelo envueltas en llamas.
»Nos alejamos de Marte siguiendo un curso tangencial, perseguidos por nuestro doble. Mi soñador cerebro elaboraba un plan de evasión. Nos abrimos paso por entre cúmulos de asteroides y cometas que venían hacia nosotros, destruyendo algunos y empujando a otros hacia nuevas órbitas.
Marte tenía ahora unas lunas cuarteadas, ennegrecidas y maltrechas.
»No fue la primera vez que me pregunté qué interferencia en el continuo de la materia o en sus zonas de acción podía haber ocasionado aquella “reducción de la onda funcional” que tanto temíamos. Nuestra nave-universo, y también las otras, podían ocupar simultáneamente el espacio y el tiempo, quizás incluso comunicarse entre sí, siempre y cuando no discurriéramos por la misma zona de dicho espacio-tiempo. Pero ¿dónde se encontraban los límites de aquellos espacios? ¿Qué hacía pensar a nuestros dobles que ellos serían los que sobrevivieran a un encuentro?
»Aunque quizá no abrigaran semejante idea, ni les importase vivir o morir. ¿Quién hubiera podido decir qué genio maléfico influía ahora en sus actos? Sin embargo, su propósito era claramente el de destruir. Los habitantes alienígenas de nuestra nave-universo, por apartados que pudieran estar de los humanos, se sentían sin embargo fuertemente apegados a la vida. El tacto, el juicio y la esperanza dictaban que éramos nosotros los que debíamos escapar de allí.
»Los humanos dormíamos en las aguas. En mis sueños, el rojo planeta marciano retrocedía como una dorada manzana del Paraíso, ahora perdido por nosotros para siempre.
Forster guarda silencio. El fugaz chisporroteo de las llamas es el único sonido que se oye en la estancia, sobre cuyo techo se proyectan oscilantes sombras. Con un aire reticente impropio de él, Ari pregunta:
—¿Y mi hija? ¿Qué fue de ella?
Forster sonríe.
—Nuestra relación, tan recientemente renovada, iba a reforzarse bajo circunstancias más íntimas… y más peculiares de lo que yo hubiera podido imaginar.