La fecha en que he anotado todo esto es incierta…
Troy se reunió con nosotros aquella noche para invitarnos a una ocasión solemne. Según nos dijo, la primera fase de la transformación de Marte había concluido. Los amalteanos habían sembrado un mundo entero con microorganismos, plantas y animales; seres de la tierra, del mar y del aire; incluso de los intersticios de las rocas y de las grietas hundidas a gran profundidad bajo la superficie del hielo. Y tras haber comprobado que aquella ecología era estable, había decidido otorgarle permanencia.
Era un mundo tan apto para los humanos como para los amalteanos, aunque en opinión de Troy, nosotros, las razas galácticas contiguas íbamos a encontrarnos cada vez menos a partir de entonces. Si se les ofrecía la posibilidad de elegir, los amalteanos preferían las profundidades oceánicas, mientras que nosotros habíamos heredado la tendencia a trepar al árbol más próximo para otear los alrededores, como había confirmado nuestra aventura con el aeroplano. Es decir, preferíamos las alturas.
Pero ¿qué decir de un nuevo mundo? ¿De un nuevo Cruz? ¿De una nueva Tierra? ¿De un plenum organum desconocido? De un modo no muy distinto al humano —aunque en realidad las diferencias fueran evidentes—, los amalteanos planeaban celebrar aquella ocasión dedicándole un memorial. Y nos invitaban amablemente a participar en la ceremonia.
Antes de retirarse, Troy me llevó aparte otra vez y me dijo que sería prudente que asistiéramos todos juntos. En realidad, sería una buena medida de precaución permanecer unidos a partir de entonces con vistas a un previsible futuro. Y aunque sin concretarlo en palabras me dejó intuir que prefería que fuese yo quien mantuviera compacto a nuestro pequeño rebaño.
Así fue como llegado el momento, logré persuadir a todos mis colegas, menos a uno, de que se unieran a la expedición. Como de costumbre, Bill me llevó la contraria al instar a Marianne a que se quedase; pero ella aseguró que no pensaba perderse lo que sin duda iba a ser un maravilloso espectáculo. Y, como era evidente que Bill deseaba también asistir al mismo, acabó por ceder con relativa facilidad, sin necesidad de que yo interviniera. Sólo Tony, cuya suspicacia hacia los alienígenas había ido aumentando con el paso del tiempo hasta convertirse en una verdadera obsesión, insistió en no acompañarnos. Lo máximo que pude conseguir fue su promesa de no alejarse de aquellos contornos hasta que estuviéramos de vuelta.
Redfield acudió en nuestra busca en una espléndida y multitentacular medusa. Para aquel entonces era en nuestra opinión un poco menos alienígena que los propios amalteanos. Nos seguíamos tratando con bastante cordialidad, pero las posibilidades de retomar nuestra antigua camaradería se habían evaporado para siempre. Nos llevó a los cinco desde nuestro alojamiento ecuatorial hasta el frígido polo.
La medusa cubrió en unas horas, siguiendo una ruta más corta, la distancia que el avión de papel había tardado cinco días en recorrer. Desde la burbuja transparente vimos, perforando el cielo por encima del gélido horizonte, aquella estructura brillante y fina como una aguja que Jo y Troy nos habían descrito, y al poco tiempo estábamos descendiendo junto a su base cubierta de nieve. Era una torre de diamante, el resplandeciente eje del mundo, que se elevaba un kilómetro o acaso más por entre las nieblas heladas, ascendiendo hacia donde se aglomeraban las nubes.
Una negra chimenea invertida se abría en el lechoso vértice de aquel cielo cargado de nieve; un túnel en el espacio, en cuyo extremo podíamos ver un cielo oscuro tachonado de estrellas. El conjunto parecía inmóvil, lo que significaba que la profunda estructura nebulosa giraba a la misma velocidad que el planeta.
Redfield nos comunicó que se esperaba que las nubes se disiparan al cabo de un día o dos.
—Es un ciclón provocado por el agujero negro —explicó—. Un fenómeno relacionado con la gravitación. Han sincronizado el giro del agujero con el del planeta para eliminar los efectos de la rotación planetaria. Cuando lo bajaron, sacándolo del espacio, giraba ahí arriba en la atmósfera.
—¿Qué representa esa torre? —preguntó Angus—. ¿Es una especie de generador de agujeros negros?
—No. Más bien un taladro de proporciones fantásticas —replicó Redfield—. La cúspide de un eje que llega al centro del planeta.
—Así, el otro extremo debe surgir por el polo sur —imaginó Bill—. A efectos de simetría.
—Desde luego.
—¿Qué impide a esas columnas venirse abajo? —quiso saber Angus.
—Están encajadas en una sustancia cristalina sintética, más fuerte que la estructura asimismo cristalina de la masa interior condensada. Es una materia idéntica a la que forma la nave-universo… más dura que el diamante, transparente e inmune al calor.
—¿Cuál es el origen de esos agujeros negros? ¿Y cómo consiguen los amalteanos trasladarlos a donde les parece oportuno?
—Me gustaría conocer la respuesta. Los agujeros se forman localmente; pero saber cómo los manejan los alienígenas… —Redfield se encogió de hombros. Y explicó que no podía entender cómo los amalteanos lograban contraer y extender alternativamente la textura local del espacio-tiempo.
Podíamos haber formulado infinidad de preguntas acerca de aquellos aparentes milagros, pero Refield nos hizo callar con gesto afable afirmando que, a pesar de los años transcurridos estudiando la tecnología de los amalteanos, sólo había logrado entender algunas cuestiones prácticas de menor importancia.
—La mayoría de las veces sólo se relacionan con lo que no se debe tocar y en qué momento —nos dijo.
Su sonrisa me recordó por un instante los viejos tiempos pasados juntos. Su expresión parecía totalmente sincera.
La medusa fue rodeando lentamente la enorme torre. Flotas de otras medusas aparecían reunidas por todas partes en formaciones dispersas; millares y millares de naves semivivientes que habían realizado la tarea de transformar un mundo. Finalmente, nos posamos rozando apenas el suelo.
Redfield nos invitó a desembarcar y a contemplar la torre más cerca. Sólo Marianne se negó. Su embarazo estaba muy avanzado y temía exponerse al frío. Redfield sacó unas capas de material fluido y blanco que nos echó sobre los hombros y ató a nuestras muñecas y tobillos. Los tentáculos de la medusa nos habían depositado sobre un suelo cubierto de nieve helada por el viento.
Después de pasar por debajo de la nave, y ya un poco lejos de ésta, miré hacia arriba y pude ver más directamente aquel extraño ciclón que giraba por encima de nosotros; el ojo de un huracán estático. El aire era tan frío que me cortaba el aliento.
Nos acercamos rápidamente a la torre y nuestras figuras se reflejaron disformes en la curvada superficie reflectante. Pronto supimos qué era lo que Redfield quería que viésemos.
Inscripciones y esculturas en bajorrelieve cubrían la base de la diamantina columna, muchas de ellas situadas un poco por encima del nivel de los ojos humanos y algunas cubiertas por la nieve. Eran representaciones de animales y de plantas de formas terrestres y de máquinas. Había también mapas y lo que semejaban tratados de geología, biología y mecánica. Y ensayos filosóficos, comentarios, chismes y graffiti Muchas de aquellas imágenes eran incomprensibles a primera vista.
Habíamos llegado frente a un espacio oval que nos hizo recordar los marcos de cerámica de las fotos que en nuestra época eran colocadas en las tumbas. Estaba confeccionado con aquel extraño metal brillante y encuadraba lo que, sin duda alguna era un mapa de nuestro sistema solar. El texto era largo y estaba escrito con una fina caligrafía.
Inmediatamente me sentí atraído por su contenido. Y tuve la sensación de que podía leerlo incluso antes de interpretar por completo sus caracteres.
… Tras haber dejado nuestro hogar habitual nos acercamos a un sistema sideral en el Espacio Negro, cuyos planetas habíamos creído habitables pero que resultaron desiertos por culpa de unas excesivas emisiones primarias ultravioleta. Proseguimos nuestro viaje, durmiendo largo tiempo y despertando para investigar cada una de las estrellas comprendidas en el Catálogo de Posibles Manifestaciones. Ninguna de ellas reunía las propiedades adecuadas, hasta que finalmente alcanzamos la que estaba marcada como Amarilla Natural 9436-7815.
Tratábase de una manifestación que parecía surgida de nuestros sueños; un sol joven como el primario de nuestro hogar de procedencia, con un planeta cuyo tamaño, masa y órbita eran similares a los de nuestro mundo original, favorecido por un mar salino, una geología en calma y una atmósfera rica en componentes de oxígeno y carbono. Era un mundo de agradables sabores e impregnado de un aroma sutil. Lo llamamos Nuevo Hogar. Y, para nuestro gozo, carecía de toda traza de vida y estaba situado más allá de las moléculas precursoras comunes en todo el universo por nosotros conocido. Así empezó nuestra gran tarea y así ha continuado progresivamente. Pero no habíamos detectado la existencia de un elemento que acompañaba a lo primario; de un elemento muerto y, a la vez, mortal…
Lo que una vez pensé que sería el idioma de la Cultura X me pareció ahora el clásico amalteano; una lengua flexible y musical, muy distinta a las pomposas traducciones que yo había realizado en la Tierra y que derivaban inevitablemente de los lenguajes de la Edad del Bronce inscritas en las llamadas tablillas venusianas, que para la Cultura X eran el equivalente a la piedra de Rosetta.
Lo que estaba leyendo allí, en la base de aquella torre enclavada en el Polo Norte de Marte, era un relato fluido y ameno de la Odisea Amalteana, embellecido por cuantos detalles pudieran resultar interesantes para posteriores generaciones de amalteanos. Las palabras y las frases que resonaban en mi cerebro eran por completo distintas a las que había conocido hasta entonces, pero supe que las había leído y estudiado con frecuencia… al menos en una pequeña parte…
La conciencia de Thowintha nos fue infundida y nos trajo a esta tierra de escasas promesas, tan lejos de una manifestación. Pero la vida es aquí variada y abundante. ¡De qué modo tan copioso se concentra en la manifestación de una inesperada multitud de formas! La perfección es mutable. Tal es la conciencia de Thowintha. Los heraldos de una vida futura alienígena nos honran con su sentimiento de responsabilidad y con la participación en su conciencia. Gustaron y olfatearon con nosotros. Y con ellos probamos lo nuevo y lo extraño. Cantaron con nosotros; compartimos relatos que disfrutamos juntos. Nuestras naves fluyeron hacia el exterior como una corriente marina, y allá donde fuimos surgió la vida. Una vida a la vez extraña y familiar, vieja y nueva. Una que brotaba de la otra; la variación surgiendo de la escasez. En la Mutación hay Manifestación. Ésta es la conciencia de Thowintha…
Me incliné un poco más. Mi aliento se condensó sobre la escritura, pero se evaporó en seguida porque la torre de diamante estaba más caliente que el aire. Me di cuenta de que Bill se había situado a mi lado y miraba el texto con el mismo interés que yo.
—¿Qué ha descubierto, profesor?
Le respondí con un murmullo poco coherente. Mi ojo mental había situado una especie de plantilla sobre la brillante capa de la escritura y detectado en ella una superficie irregular redondeada e imaginaria —porque la superficie en cuestión no había sido incluida por quienes compusieron el texto—, formada por aproximadamente un millar de caracteres situados un par de docenas de líneas más arriba, junto al ángulo de la brillante placa.
—¿Esto es…? —aventuró Bill conteniendo la respiración.
—Sí, la placa marciana.
Otros designados son nuestros huéspedes. Viven felizmente, formando grupo de un modo apenas comprensible para nosotros; de un modo que, sin embargo, persiste y es motivo de optimismo y de buen humor. Muchas plantas y animales no proceden de la manifestación, sino del hogar de los designados, y son obra suya. Habitamos juntos en este nuevo hogar, en intrincada cooperación. Y por ello lo hemos llamado Armonía.
Porque la forma en que podemos ser entendidos de una manera exhaustiva no es mutua. Es la conciencia de Thowintha.
La placa marciana. Su traducción ha constituido el mayor éxito en mi carrera.
—¿Puedes leerla, Bill?
Él se inclinó un poco más y movió la cabeza.
—Me parece que no he aprovechado suficientemente el tiempo, profesor. Pero usted sí.
—¿No es gracioso que no interprete bien lo que leo? —exclamé.
Me sentía febril. El viejo fuego de la primacía académica me abrasaba.
—No es que mis rivales estén más próximos que yo a la verdad —continué—. ¿Cómo podíamos nosotros haber supuesto que los «designados» que con tanta frecuencia menciona la placa serían seres humanos? ¡Y eso mil millones de años antes de que llegara el momento! ¿Y que uno de los designados sería yo mismo?
Podía haber añadido que también lo era Bill, pero no lo hice. Él, por su parte, prefirió no contestar a mi perorata y yo seguí leyendo ávidamente.
Al compartir el gozo de haber prestado vida a este pequeño planeta que es ahora nuestro mundo, nosotros los que operamos desde naves lejanas y semivivientes, hemos compuesto estas historias-canciones y estas historias-figuras en el eje del mundo. Nuestro camarada, nuestro hermano, nuestro gran navío viviente de la manifestación, imbuido de la conciencia de Thowintha, parte desde aquí para sembrar las nubes del gran planeta más cercano de una inmortal semiexistencia. La nave de la manifestación ha realizado su obra. Dejemos que la conciencia de Thowintha se hunda en un sueño prolongado hasta que la llamemos de nuevo. Entretanto, nos quedaremos aquí. El despertar de nuestro camarada ocurrirá en la plenitud de la espera en el gran mundo. Entonces los designados reaparecerán. Y los actos finales tendrán lugar. Y todo funcionará a la perfección.
Mientras leía las últimas palabras de la placa me sentí transfigurado por una muy compleja gama de emociones: un placer inmenso ante la riqueza de su completo y pulcro texto, y un cierto orgullo ante el modo en que mis bienintencionadas tentativas me habían aproximado a la reconstrucción de su sentido.
Y también tuve miedo. Porque ¿estábamos viviendo realmente en un universo alternativo como de un modo harto complaciente dábamos por supuesto? ¿O vivíamos al fin y al cabo en nuestro propio pasado, un pasado en el que algún inesperado impacto haría pedazos de improviso aquella placa que tenía ahora ante mí, dejando sólo un fragmento para que sobreviviese hasta nuestra era?
Bill me miró. Tenía la nariz roja a causa del frío y su rostro no revelaba señal alguna de haber captado mis temores.
—Me pregunto si algo la podría hacer añicos —comentó alegremente.
Yo no pude sino mover la cabeza sin saber qué contestarle.
—El frío nos entumece —dijo Jo desde cierta distancia—. Volvamos a la medusa.
Bill se arrebujó un poco más en la capa que llevaba echada a los hombros.
—Me voy con ellos, señor —me advirtió.
¿Señor? Llevaba mucho tiempo sin dirigirse a mí de aquel modo. Era evidente que algo en mi actitud lo había impresionado. Todos nos conocíamos lo suficiente como para evitar tales formalidades. O acaso Troy era más consciente de mi papel, de lo que yo hubiera podido admitir.
Vi cómo los demás caminaban por la nieve endurecida en dirección al extraño navío que esperaba bajo aquel cielo helado; un navío cuyas gráciles y flotantes membranas y tentáculos eran formas que habían evolucionado en mares cálidos, tan extrañamente fuera de lugar en un paisaje ártico y, sin embargo, tan familiares para nosotros los «marcianos» que no nos parecían más exóticas que un esquimóvil.
Dirigí una última mirada a la placa marciana brillante como un espejo.
«… quizás ésta sea una realidad distinta y la placa perdure eternamente. Y aunque no pueda escapar a su destino tal vez transcurran mil millones de años antes de que el impacto incida sobre ella. Quizá nosotros, los felices y escasos seres humanos nunca sepamos nada; nunca tengamos la necesidad de enterarnos de ello».
Me volví y encaminé mis pasos hacia la medusa. Entre ésta y el lejano horizonte, otras medusas flotaban contra un fondo de nubes oscuras, desplazándose como si siguieran la corriente de un océano. Tras ellas ascendía un sol grisáceo y pálido.
Era la nave-universo que se elevaba por entre columnas de fuego blanco. Comprendí que se hallaba dispuesta a partir hacia Júpiter, el Gran Mundo, llevando consigo a Thowintha o mejor dicho a «la conciencia de Thowintha». Mi cerebro hervía de preguntas que sabía no iban a ser contestadas así como de otras que pronto obtendrían respuesta. ¿Se irían Troy y Redfield en la nave-universo, aguardando despertar… o ser despertados dentro de mil millones de años por nosotros y por ellos mismos? ¿O planeaban quedarse aquí, para hacerse viejos y morir en Marte? ¿Esperaban ser acogidos entre los que en otros tiempos fuimos amigos suyos?
Flotas de medusas oscilaron y se apartaron conforme se acercaba la resplandeciente nave-universo, semejante a un inmenso espejo convexo que casi tocaba la nieve con su parte inferior y rozaba las nubes por encima de ella. Al levantar la vista, observé reflejado en el enorme espejo el espectáculo que me rodeaba: la nieve, la torre, las aglomeraciones de medusas… pero todo ello invertido, lo que lo convertía en algo abrumador.
En nuestra era, un tonto y ambicioso lingüista preguntó en una ocasión: «Cuando uno se siente agobiado por algo, ¿cuál es la causa y cuál el aspecto que adopta?». Esa persona tenía que haberse encontrado allí, conmigo, en aquellos momentos, sintiéndose hundido bajo la oscilante noción de lo absoluto. Debía echarle una buena mirada mientras aún le fuera posible.
Hipnotizado por tales ideas, y quizá más próximo a la congelación de lo que suponía, permanecí inmóvil, fascinado por la aproximación de la nave-universo sobre las nieves polares de Marte…
… cuando la superficie del planeta desapareció de improviso bajo mis pies.