01.01.15.03
Solsticio de verano en Marte, el 14 del mes de Marianne. Ella y Bill han hecho lo más razonable. Al atardecer, cuando el viento amaina y el calor del día pende en el aire tranquilo, la ceremonia de su unión se ha iniciado al compás de la música.
Tony ha sido prácticamente el autor de la misma, aportando la dulce melodía y los tonos algo melancólicos de la ingeniosa versión de un Synthecord mientras Jo lo acompañaba con unos tambores hechos con recipientes sobre los que había extendido pieles de polymer. Angus los seguía con un ritmo muy marcado con lo que semejaban unas enormes castañuelas de hierro. Antorchas alimentadas con grasa procedente del arbusto que Angus llama creosota llameaban en los límites de nuestra plaza central. Todos habíamos participado en la confección de los adornos, en especial las guirnaldas de hojas tendidas entre los cobertizos y los árboles.
Bill se adelantó con aire un poco tímido y se quedó de pie en el centro del patio impregnado del penetrante olor de las enredaderas en flor y caldeado por las anaranjadas y temblorosas llamas de las antorchas. Se había puesto su mejor atavío: lo que quedaba de unos pantalones de sarga y una camisa blanca de algodón que innumerables años atrás se había llevado a Ganimedes. Llevaba el brillante cabello muy bien peinado y pegado al alargado cráneo, y su rostro de facciones inglesas estaba arrebolado por la felicidad y por la turbación bajo la luz de las antorchas. Aquel hombre había logrado al fin lo que deseaba y sentía un agradecimiento sin límites hacia los amigos que lo habían ayudado.
Marianne y yo esperábamos en el cobertizo abovedado que me servía de lugar de trabajo y cuya puerta mantenía entreabierta para mirar al exterior y advertir cuándo nos daban la señal de intervenir. Las luces no estaban encendidas, pero la felicidad de la joven era tan intensa que derramaba su claridad por todo aquel lugar. Llevaba un atavío consistente en varias capas de tapa fina como la seda y abundantes flores blancas, tanto en forma de corona como en fragantes collares.
El sonido de la pequeña orquesta, incrementado con el apoyo de algunos instrumentos de cuerda y de metal sintetizados, se difundió por el aire nocturno del desierto despertando ecos en las paredes y los acantilados de arenisca. Al poco tiempo, Jo extraía los sones más vibrantes a sus tambores de cerámica. Para entonces Tony había captado su estilo y mantenía vivos los ritmos en el Synthecord mientras ella ocupaba su posición ante el banco de barro preparado para que sirviera de altar.
Había llegado el momento de que la novia hiciera su aparición. La música cesó mientras yo acompañaba a Marianne cruzando el enlosado que conducía al «altar». En su condición de padrino, Tony ocupó un lugar junto a Bill, y Angus se situó donde hubiera estado la dama de honor, con una solemnidad tal que hubiera parecido cómica de no sentirnos todos conmovidos por aquel acto. Jo nos dirigió la palabra con aire relajado, manteniendo las manos cruzadas a la espalda y expresándose en un tono similar al que empleaba al dirigirse a la tripulación. Pero la expectación flotaba en el aire añadiendo un toque de gravedad a la ceremonia.
—Nos hemos reunido aquí para celebrar la boda de Bill y de Marianne —anunció Jo—. Y no sólo nos felicitamos por esta unión matrimonial sino también por el ánimo que nos confiere a todos. Porque su decisión nos hace sentir que la vida vale la pena de ser vivida.
—Eso, eso —murmuró Angus con calor.
—Y como complemento a la presente ceremonia —prosiguió Jo—, me parece adecuado mencionar que la vida no sólo es digna de ser vivida sino que es admirable también entregarla.
Aquello provocó una serena sonrisa en Marianne y un intenso sonrojo por parte de Bill, expresiones que los demás celebramos con un entusiasta aplauso.
—Hemos tenido que soportar circunstancias que nadie hubiera podido prever —prosiguió Jo poniéndose más seria—. Hemos discrepado en algunas cosas y nos hemos enfadado por otras e incluso, a veces, adoptamos actitudes violentas o hemos marchado en direcciones opuestas; pero entre todos formamos un solo hogar y vivimos una misma existencia. Ahora este acto, el más importante que celebramos en nuestra condición de… sociedad, porque creo que es así como podemos considerarla, no es un funeral como hubiera parecido previsible. Porque nadie se ha puesto enfermo ni ha sufrido un accidente. Nadie ha matado a nadie ni se ha quitado la vida. Por el contrario, estamos celebrando un matrimonio mientras un nuevo ser está en camino. Aunque seamos los únicos humanos en este lugar y en este tiempo, estamos marcando un punto de partida. Así pues, muchas gracias, Marianne, y muchas gracias, Bill, por dar un carácter oficial a vuestro estado. —Hizo una señal a Tony—. Y hablando de temas oficiales, si disponéis de los anillos, leeré las palabras adecuadas.
Tony y Angus mostraron unos anillos fabricados en hierro, obra de Jo. Bill temblaba en el momento de introducir, no sin dificultades, aquel arito negro en el dedo de la desposada. Ésta lo tuvo que ayudar con una mano más firme que la de él y luego puso asimismo el anillo en los dedos callosos del novio.
Jo pronunció entonces:
—Marianne, ¿tomas a Bill como tu esposo legal para proseguir vuestra vida juntos y en completa armonía?
—Sí —repuso Marianne en un tono de completa convicción.
—Y tú, Bill, ¿aceptas a Marianne como tu esposa legal para ser su compañero en todo cuanto represente una colaboración mutua y no interfiriendo en lo demás?
—Acepto —dijo Bill con auténtico fervor.
—Entonces, con la autoridad que me confiere mi condición de capitana del Michael Ventris, nave de la que a efectos legales sois tripulantes, os declaro marido y mujer. Podéis besaros.
Así lo hicieron, no sin cierta timidez y con suma dulzura.
Todo había sido muy simple y a la vez extrañamente emotivo. Incluso yo derramé una furtiva lágrima. Tales cosas me son más fáciles de admitir cuanto más viejo me hago.
El sonido suave y preciso de una flauta nos llegó procedente de las colinas cercanas y todos nos miramos sorprendidos porque nadie había previsto aquello.
La melodía de la flauta era una repetición de la que Tony y los demás habían interpretado poco antes; una versión libre pero muy bella de la marcha nupcial de El sueño de una noche de verano, de Mendelssohn. Sus tersos acordes parecieron flotar como retazos de seda en el aire del desierto. Conforme el sonido se hacía más y más audible fijamos la mirada en la oscura lejanía; pero la luz de las antorchas nos impedía penetrar bien la oscuridad. Además, nuestro poblado estaba hundido en el suelo, lo que hacía que incluso en la claridad diurna sólo pudiéramos ver las estrechas franjas de las dunas circundantes.
Sentimos, más que vimos, la sombra que cruzó por encima de las estrellas. Una de las naves amalteanas en forma de enorme y semitransparente medusa se deslizaba por los límites de la refulgente Vía Láctea hasta quedar suspendida encima de nosotros, proyectando al exterior sus luces de un suave tono purpúreo.
La música de la flauta sonaba ahora muy cerca. Troy, y tras ella Redfield, surgieron de la oscuridad en los límites del círculo iluminado. El que tocaba la flauta era Redfield, que ahora se había sentado sobre una roca ofreciendo la más perfecta imagen de Pan, con los miembros desnudos y bronceados y llevando sólo un pedazo de tela a la cintura. El cabello rubio y brillante le caía sobre los hombros y por encima del pecho hasta casi alcanzar su fina cintura; pero, no obstante aquel aire desenvuelto, distaba bastante de parecer joven. Su aspecto era más bien el de un hombre delgado y duro, seco como mojama, con las pupilas brillantes bajo unas cejas muy negras. Unas cicatrices purpúreas eran visibles a ambos lados del pecho y por unos instantes no las reconocí se trataba de sus órganos respiratorios para cuando se hallaba sumergido en el agua.
Tampoco Troy tenía un aspecto joven. Llevaba tan poca ropa como Redfield y estaba tan morena como él. El sol y el salitre habían aclarado el cabello rubio hasta volverlo casi blanco. Le había crecido mucho y le caía en diagonal sobre el tórax nervudo y los dos pequeños senos. A ambos lados, la abertura de sus branquias, en otros tiempos apenas discernibles, eran ahora evidentes, desarrolladas por el uso constante, y semejaban dos cicatrices paralelas y rojizas que le hendían la caja torácica igual que a Redfield. En general, su aspecto silvestre y extraño desentonaba con su alegre sonrisa.
Llevaba un bulto envuelto en una tela plateada.
—Es un regalo de boda —anunció.
Redfield dio por terminado su recital con una airosa floritura de su tonada. Troy bajó y los escasos escalones hasta el suelo de arenisca del patio y depositó el bulto sobre la losa del altar.
—Para los padres del primer marciano —dijo.
Marianne dio un paso atrás mirando alarmada a Troy. Apenas si había mirado a Redfield. Yo sabía que le era antipático desde el momento en que lo conoció.
Se produjo un instante de tensión. En otros tiempos, era fácil para todos echarle la culpa a Troy por lo que nos estaba sucediendo, o cuanto menos mostrarnos resentidos contra ella y Redfield por no compartir su programa con nosotros. Cuando por fin Marianne se adelantó para desenvolver el paquete plateado que estaba sobre el banco, lo hizo sin la menor señal de complacencia, sin dirigir siquiera una sonrisa a los inesperados autores de aquel gesto.
Dentro del paquete aparecieron unas plaquitas negras. Marianne las contempló unos momentos totalmente perpleja.
—Son libros —explicó Troy—. Libros para leer a los niños. Hay también enciclopedias y otras cosas que no proceden de la biblioteca del Ventris y que van destinadas a parientes y amigos.
—¿De dónde los has sacado? —preguntó Bill. Y en seguida añadió—: Lo siento; quiero decir, muchas gracias. Te estamos muy agradecidos.
—Sí, gracias —añadió Marianne en un murmullo, con la mirada fija en el regalo. Todos sabíamos lo que estaba pensando. Si aquellos libros en forma de chips estaban llenos hasta el límite de su capacidad, podían contener más textos que la biblioteca entera del Ventris. Y en su involuntario exilio, disponer de libros era lo que Marianne había deseado con más intensidad.
¿De dónde los habría sacado Troy? Me pareció adivinarlo. Había reflexionado sobre lo que Jozsef Nagy me contó sobre su hija durante nuestra breve entrevista en Ganimedes y sabía hasta dónde llegaba su capacidad. Había extraído toda aquella biblioteca de su propia memoria.
Durante unos instantes pareció como si el silencio se fuera a prolongar de un modo incómodo. Jo y yo empezamos a proferir murmullos ahogados cuyo significado, si es que tenían alguno, no logro ahora concretar. Tony empezó a tocar de nuevo su Synthecord de confección casera produciendo sonidos lánguidos y plañideros, que semejaban una mezcla de los de un órgano, una flauta en clave de fa y la rítmica percusión de unos pielrojas que golpearan sus enormes tam-tams. Angus se incorporó a aquella música con sus extraños crótalos y sus rítmicas maracas, y Redfield se unió a su vez con su melancólica «flauta de Pan».
Marianne levantó la mirada de los libros. Sus pupilas verdes relucían a causa de las lágrimas. Troy la observó con una dulce mirada de comprensión.
—Gracias, gracias —dijo Marianne en un ferviente murmullo.
Pero cuando dio un paso hacia Troy, quizá con intención de abrazarla, ella no se encontraba ya donde había estado hasta entonces, porque había desaparecido de nuevo en las sombras con un movimiento tan sutil que yo apenas me percaté de ello.
Redfield estaba ahora de pie y seguía tocando. Nos saludó a todos con la mirada brillante y, volviéndose, subió los escalones con la pasmosa agilidad propia del dios cabrío al que imitaba, y momentos después desaparecía también, engullido por la oscuridad. Quizás había atraído deliberadamente nuestra atención hacia él, o acaso Troy, al igual que un silencioso duende del desierto, poseía el don de la invisibilidad porque cuando miramos hacia donde creíamos que estaba, no vimos ni rastro de ella.
Noté entonces como unos dedos me tocaban el hombro y al volverme la vi a mi lado indicándome con la mirada que guardase silencio. Observé que los demás seguían cautivados por la dulce y melancólica música de la flauta de Redfield que nos llegaba desde las dunas. Me alejé de ellos y seguí a Troy hasta la zona oscura que se extendía entre las casetas. Era como un espectro que aparecía y desaparecía de improviso sin que pudiéramos adivinar si su presencia pronosticaba el bien o el mal.
—No sabíamos si saldría bien —me dijo sin más preámbulo. Su voz sonaba extraña en el aire tranquilo, con el tono de alguien que, habiendo perdido poco a poco la facultad de oír, recuerda cómo suenan las palabras pero lleva ya mucho tiempo sin percibir su sonido—. De no haber salido bien, se hubiera producido un cataclismo que hubiese hecho saltar este mundo por los aires.
—¿De veras ha salido bien? —pregunté.
Vista de cerca tenía un aspecto tan sombrío como el de un crotillo seco, con su tallo ennegrecido y sin florecer desde las últimas lluvias, y que no sabíamos si florecería o no en el futuro.
—Estamos haciendo algo más que reconstruir un mundo, profesor. Hemos alterado el curso del tiempo. Hemos dado una nueva forma a la realidad.
—Ahora todos me llaman sencillamente Forster. Si hay aquí un profesor, es su viejo amigo McNeil.
—Me parece terriblemente informal, Forster…
—La J, la Q y la R no significan nada ¿comprende? —me oí admitir sorprendido—. Lo que ocurrió es que mis honorables padres no se pusieron de acuerdo a la hora de darme una impresionante sucesión de iniciales.
Raras veces había reconocido el fracaso imaginativo de mis progenitores. Pero, en aquellos últimos meses, me había ido despojando de gran parte de mi antigua reserva.
Por toda respuesta, Troy puso su delgada pero fuerte mano derecha en mi brazo, y me pareció observar un asomo de sonrisa en su rostro al contestar:
—Sabían bien poca cosa del futuro.
Comprendiendo la verdad de aquella observación, me eché a reír. ¿Qué podía representar una sucesión impresionante de iniciales en semejantes circunstancias?
—Usted y sus amigos alienígenas nos han concedido este mundo nuevo —indiqué—. Y una historia también nueva. Si se nos hubiera permitido acceder a…
—Lo que no ha logrado usted asimilar —me interrumpió— tampoco lo habría entendido por más acceso que tuviera. Los procedimientos de los alienígenas están más allá de nuestra comprensión.
Su estado de ánimo variaba; tan pronto era desenvuelto como irritable, como si se desplazara por un espacio psi multidimensional.
—¿Qué es lo que quiere comunicarme? —le pregunté.
—Me parece que el éxito de lo que hacemos aquí determinará que la Tierra evolucione… según la idea que nosotros tenemos de ello. —Sus ojos despedían chispas—. Y si hemos de compartir el sistema solar con los amalteanos, tenemos que asegurarnos de que se queden aquí, en Marte.
—¿No tiene confianza en ellos?
—Lo que pasa es que no los entiendo.
—Es una paradoja muy bonita —expresé tras unos momentos de reflexión—. Si la Tierra evoluciona al modo conocido por nosotros, probablemente naceremos. Pero si hemos de convertir a Marte en un paraíso amalteano para asegurarnos dicho resultado, el sistema solar en el que naceremos será un lugar distinto.
—El que nazcamos cada uno de nosotros en el mismo cosmos unos cuantos miles de millones de años a partir de ahora no marcará una diferencia apreciable. Lo que sí lo hará será que los seres humanos evolucionen en la Tierra.
—¿Existen dudas sobre ello? —pregunté perplejo ante su preocupación por aquel tema.
—¿Estamos aquí solos, dando vueltas alrededor del sol? —preguntó con una voz velada por la intención que imprimía a sus palabras—. En Venus, hubo amalteanos que no se conformaban con menos que una exacta reproducción de su mundo. Nemo se introdujo en su núcleo al igual que nosotros nos introdujimos entre el de Thowintha.
—Tal vez se fueron de Venus, abandonaron nuestro sistema solar, partieron en busca de nuevos mundos.
—La última vez que vi a Memo, los instaba a separarse de nosotros —replicó Troy—. Y parecían realmente arrebatados por su empeño.
—¿Por qué me dice usted estas cosas? —quise saber—. Nos ha estado rehuyendo durante todo un año marciano.
—Cuestión de supervivencia —me contestó—. Ahora, finalmente, Bill y Marianne necesitan creer que lo que ellos y nosotros estamos construyendo aquí perdurará eternamente. Y también Tony.
—Angus y Jo…
—Esos dos son adaptables. Nunca los he visto más contentos.
—¿Y yo?
—Quizá no se dé cuenta de hasta qué punto todos lo siguen teniendo por su jefe —afirmó Troy.
Mi respuesta fue un gruñido despectivo que traté de disimular, aunque demasiado tarde. Ella sonrió.
—Ha cambiado usted, Forster. Casi podría decirse que ha aprendido humildad.
—Lo que yo digo…
—Piense lo que piense, es usted su jefe. Dejo a su arbitrio decidir lo que debe decirles, así como cuándo y cómo. Pero le advierto una cosa: mantenga unido su rebaño. Porque en cualquier momento el universo puede cambiar.
Por encima de nosotros, las miríadas de estrellas volvían a brillar, no ocultas ya por la deslizante medusa. Miré hacia arriba y, cuando bajé la vista otra vez para decirle algo a Troy, ésta había desaparecido.
Perplejo, me uní a los demás. Nadie se había dado cuenta de mi ausencia. En realidad, considerando la cantidad de vino que habíamos bebido, un breve alejamiento por entre los arbustos no tenía nada de particular.
Angus dejó sus címbalos y crótalos y me alargó una jarra llena.
—Anímese, amigo. En estos arenales no existen fantasmas —dijo.
En aquellos momentos, y ante nuestra profunda sorpresa, unos refulgentes fuegos artificiales empezaron a estallar en el cielo. Había enormes bolas ígneas blanquísimas; franjas de azul y oro; una brillante esfera de llamaradas verdes que arrastró tras de sí una estela de humo cuyo siseo fue perceptible sobre nuestras cabezas.
—¡Otra vez los cometas! —exclamó Angus mirándome con gravedad.
Me quedé boquiabierto.
—Yo pensaba que eso se había acabado —manifesté.
—Se han colocado en rutas de colisión para ofrecernos este espectáculo —explicó. A él le encantaban aquellas explosiones en el firmamento acompañadas de acordes en crescendo de sonidos sintetizados—. Están contribuyendo a nuestra fiesta.
El espectáculo continuó hasta mucho después de que nos cansáramos de contemplarlo. No obstante aquellas demostraciones, lo más probable era que Bill y Marianne quisieran estar solos. Finalmente acabaron por escabullirse, sonriéndonos con cierta timidez, para entrar en la caseta abovedada que venían compartiendo desde hacía años.
Mientras anoto todo esto, tendido en mi litera y un poco bebido, debo admitirlo, y mirando de vez en cuando hacia la oscuridad, rota por las silenciosas llamaradas de los cometas entrechocando en el firmamento nocturno, medito sobre el futuro. Antes me sentía irritado con Troy por no haber confiado en mí. Ahora lo estoy porque lo ha hecho.
01.01.19.17
Marianne y Bill cumplen con su tarea. ¿Cumplo yo con la mía?
Llevaba mucho tiempo lamentando no saber dónde se había encontrado la placa marciana. Ahora tengo otro motivo para deplorar mi ignorancia: no va a ser posible situar los extensos registros que estamos reuniendo aquí de modo que se los pueda hallar junto con ella.
Desde luego, hasta ahora no existe ninguna placa marciana. Nosotros los humanos llevaremos enterrados largo tiempo en las arenas de Marte cuando la placa sea confeccionada… si es que se confecciona en la realidad actual. Tampoco tengo esperanzas de regresar personalmente a Venus para colocar las tablillas venusianas que descubrí allí, en las que quedan registrados los lenguajes de la Edad del Bronce en la Tierra. Esa tarea correrá evidentemente a cargo de otro hombre o mujer. O más probablemente de algún ser no humano.
02.02.21.04
El espectáculo continúa en el cielo sin llevar trazas de interrumpirse. Pero tal vez nos hayamos precipitado al pensar que se nos está ofreciendo a nosotros. El horizonte aparece cubierto de nubes de tormenta y los relámpagos lanzan destellos intermitentes sobre el desierto. El nivel del mar se eleva…