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Notas de mi diario.

00.02.14.15

Poco tiempo después del primer descenso de la nave-universo, en nuestro día de Año Nuevo de nuestro Año Cero, construcciones exóticas surgieron en diversos lugares del planeta. «Ciudades» —si el término no resulta demasiado confuso—, o quizás aglomeraciones de resplandecientes estructuras, en parte sumergidas y en parte en la superficie con sus partes visibles y blancas como huesos destacando sobre las arenas purpúreas a orillas de los angostos mares azules. Al evocarlas ahora desde la distancia, me sorprendo rememorando las «urbes pulidas como marfil» que un escritor, que creo se llamaba Raybury, imaginó antes de que nadie tuviera la menor noción de lo que sucedía realmente en aquel planeta.

Los amalteanos proceden con celeridad a adaptar Marte a sus necesidades. Estas urbes pulidas como marfil —centros de transformación— incorporan inmensos procesadores que descomponen el dióxido de carbono en oxígeno y carbono. La presión atmosférica sigue siendo elevada, pero a la velocidad con que las refinerías blancas como huesos eliminan carbono y difunden oxígeno por la atmósfera, pronto estaremos en condiciones de respirar aire del mismo modo que los submarinistas lo inhalan de sus botellas, a varios metros bajo el agua. Ésta es la clase de atmósfera en la que los amalteanos se deben sentir como en su propia casa.

Pero ¿adónde va a parar el carbono? Se trata de un misterio.

Entretanto, las bacterias pululan a su antojo. Líquenes anaranjados y grises cubren las rocas; el musgo verde se extiende por las oscuras grietas. Masas de algas cubren los suelos arenosos de las numerosas y poco profundas lagunas. Recorrer las orillas del mar cerca de nuestro campamento base cada pocas semanas o días es igual que ver una película sobre la evolución proyectada a velocidad acelerada un millón de veces. Hoy he observado que en las claras aguas pululan minúsculos camarones, y que en las playas cubiertas de sal zumban nubes de moscas.

00.08.01.08

Por el rojizo firmamento cruzan flotas de medusas que desafían la gravedad, activas en sus misiones ecológicas. La transformación de Marte continúa. No puede dejar de parecerme una «cruciformación» de Marte como la del habitat en Cruz de los amalteanos. Lo que es realmente pasmoso es el modo en que éstos han abandonado claramente su objetivo original.

El planeta Venus primario, o lo poco que observamos de él, pudo haber sido un duplicado del mundo amalteano; pero Marte se nos antojaba totalmente distinto; pequeño, frío y mucho más seco. Los estrechos mares están ahora pletóricos de vida, pero las desiertas superficies sólidas sólo son un árido desierto. Desde luego, los escasos seres que habitan estas tierras resecas, basando su sobria existencia en los cursos de agua o en las dunas y llanuras de lava, son invenciones nuevas, no importaciones de algún exótico mundo oceánico, como ocurre con esas delicadas, activas y feroces arañas que se deslizan como briznas de hierba por sobre la arena. Puede que esto sea un paraíso, porque al igual que el primitivo Edén es un jardín cuidado con esmero entre estos arenales. Pero si por cielo se considera el hogar futuro en que estuvo siempre soñando esta raza, Marte no es más que una lejanísima copia del cielo amalteano.

O del cielo humano. Pienso en estas cosas cuando me reúno con mis colegas, ataviados con nuestras máscaras de respiración, para cuidar de los animosos arbustos que crecen en jardines hechos claramente a escala humana junto a nuestro campamento base; nuestro seco paraíso en miniatura.

00.08.27.22

Seguimos viviendo a bordo del Ventris. La noche pasada tuve otra triste aunque ineludible ocasión de escuchar lo que se hablaba a escasa distancia de mí.

—He pasado mi vida yendo de un lugar para otro, sin saber claramente el por qué —oí que decía Marianne—. La gente nunca me ha tomado en serio. O querían sexo o eran como Blake, que me ignoraba y estaba deseando perderme de vista. Tampoco tú me has tomado nunca en serio.

Hawkins le contestó en su habitual tono compungido:

—Sí que te he tomado en serio, Marianne. Lo que pasa es que…

—No digas tonterías. Tú sólo querías impresionarme, pero no asociarme a tu vida. —Su risa sonó amarga y recriminatoria—. Pensé que Nemo era distinto.

Los hechos que estaban evocando tuvieron lugar mucho tiempo atrás, cuando estaban en Ganimedes, antes de que nuestra expedición partiera hacia Amaltea. Marianne era entonces una turista que había conocido a Hawkins por casualidad; pero éste se había comportado como un tonto engreído tanto respecto a ella como ante el educado Sir Randolph Mays.

Nemo sí la había «asociado» a su vida; había hecho uso de su juventud, de su entusiasmo y de su ardor de la manera más cínica posible. Dispuesto a hacer fracasar la expedición, puso deliberadamente en peligro la vida de Marianne y lo planeó todo para que, en caso de que sobreviviera, le pudiese atribuir todos los delitos cometidos por él.

En seguida oí el habitual lloriqueo de Marianne. Porque pasa horas y horas deshecha en lágrimas, no obstante los antidepresivos que Jo Walsh insiste en que tome.

—No sé por qué estoy aquí —dijo—. No sé a dónde voy ni qué me sucede.

—Quieres que todo vuelva a ser como antes.

—¡No! —Su vehemencia debió de haber sorprendido a Hawkins tanto como me sorprendió a mí—. Deseo lo que nunca creí desear. Quiero estar en un lugar concreto, con gente a la que conozca. No en parajes extraños. No me atrevo ni a pensar siquiera que puedo morir por falta de aire o de gravedad o de cualquier otra cosa. He de sentirme segura. Amada. No me apetece tratar con desconocidos. Ni estar en contacto con ésos… ésos… seres extraños.

—Te quiero, Marianne. Deseo lo que tú desees. Si hay algo que pueda ayudarte a conseguir… lo haré. Te lo juro.

El dilema de Hawkins es tan grave como cualquiera de los que a nosotros nos atormentan. ¿Cómo va a mantener sus promesas a esa mujer perdida? ¿Cómo le va a hacer recuperar un mundo que nunca ha conocido realmente y que ella misma se crea basándose en recuerdos e ilusiones?

00.11.26.19

Mis anotaciones etnográficas sobre los amalteanos llenan ya casi todo un chip. Mi colección de minerales aumenta de día en día. Y lo mismo pasa con las de plantas, animales y microorganismos. Las formas de vida amalteanas son perturbadoramente parecidas a las de la Tierra. A veces, incluso aunque no haya visto una forma determinada en nuestro planeta, alguno de mis colegas sí lo ha hecho. Otras veces, aunque una especie no sea reconocible de manera concreta, el tipo general resulta familiar. Y finalmente hay ocasiones en que lo que estamos observando es totalmente extraterrestre.

Poseo algunos ejemplares valiosos, ya que si encuentro alguno que sobrepasa en originalidad a los anteriores me deshago de éstos sin contemplaciones y los remplazo por el nuevo. Cualquiera que encuentre estas cestas y cajas de madera y papel hechas a mano o toscos frasquitos de cerámica, se quedará asombrado ante su contenido y creerá que el antiguo Marte fue un lugar perfecto, sin parangón en la Galaxia.

A menos, claro está, de que existan lugares de una excelencia aún superior.

Angus me es de extraordinaria utilidad en mi tarea. Este hombre está en posesión de un verdadero caudal de conocimientos y de niveles de información de asombrosa ortodoxia, entre los que figura la aparente memorización de incontables catálogos del mundo de la naturaleza. Cuando no puede poner un nombre a algo: un pez, una flor o una roca con vetas minerales, casi siempre propone un análogo. Entre las seis personas que a trancas y barrancas estamos compartiendo las tareas de Adán y Eva, él es quien corre con la responsabilidad de la nomenclatura. Así estamos desarrollando una particular taxonomía marciana, medio fantástica y mitológica, medio prosaica y linneana; un Systema naturae completamente original, que incluye, por ejemplo: Bufo elephantopus (rana gigante) o Lebistus McNeilis (pececillo con forma de renacuajo) o Puccinia pandorae (planta como un tallo de trigo, con efectos nocivos si se la cuece mal), Raphanus novus (rábano) en el terreno de los vegetales. Debo añadir que entre quienes en alguna ocasión estudiaron el tema, nadie pretende en serio recordar su latín. En ese grupo me incluyo yo también, porque poseo muchos menos conocimientos de latín que de griego.

00.21.07.08

Las medusas han sembrado el árido suelo de Marte con una variedad de semillas que han producido multitud de distintas especies. Las plantas crecen por todas partes. He visto sorprendido cómo los mares azules semejantes a ríos están flanqueados por verdes riberas, y cómo las faldas de las suaves y rojizas colinas se cubren de una especie de robustos matorrales mientras en las lindes de los valles crecen árboles espinosos y retorcidos. Lo que eran mares estériles son ahora amplias extensiones tan verdes como los «canales» de los antiguos escritores de ciencia ficción.

La cantidad de oxígeno en la atmósfera ha aumentado en una proporción que nadie hubiera podido imaginar. El desmesurado crecimiento de las plantas alimentadas con dióxido de carbono y que excretan oxígeno, constituye tan sólo una pequeña parte del aumento de éste. Del resto son responsables las blancas fábricas que se encuentran en todos los rincones de Marte, distribuidas por su esfera como versiones a una escala inmensa de nuestros respiradores artificiales de enzimas. He descubierto lo que sucede con el carbono. Cadenas transportadoras de medusas volantes lo introducen en las gargantas de los macizos volcanes, desde donde va directamente al suelo mediante grandes pozos que los amalteanos han hundido en cámaras de magma, muy por debajo de la superficie, y allí queda almacenado para su eventual reciclaje por procesos geológicos. ¿Qué lógica tiene todo eso? Me parece un procedimiento muy complejo y creo que quedará revelado a su debido tiempo.

La afluencia masiva de oxígeno ha producido una avalancha de especies animales. Los insectos pueblan los pantanos; hay libélulas como palillos de neón azul, con minúsculos ojitos negros; nubes de mosquitos de diversas especies, hormigas y arañas pululan por entre las raíces. Y por la noche los grillos cantan bajo la claridad de las brillantes estrellas.

¡Insectos por todas partes! Según cuenta McNeil, hubo en el siglo XX un biólogo llamado Haldane que opinaba que la conclusión que uno podía deducir de Dios al observar sus obras era que sentía «una gran afición por los insectos». En Marte podemos contemplar un atisbo de semejante prefiguración aunque no entendamos su finalidad.

Los mares marcianos están tan llenos de vida como sus tierras. Tras la infusión de oxígeno en el agua, los portalones de la nave-universo se han abierto para vaciar sus reservas de vida en forma de plancton, coral, gusanos, medusas, crustáceos y cefalópodos. La capitana Walsh y yo hemos bajado en el Manta para observarlos por nosotros mismos. Las azules aguas iluminadas por el sol son similares a las del mar Rojo, el más rico de la Tierra. Al desplazar el submarino encontrábamos vida en miríadas de formas y colores, mostrando conductas de lo más variado y fantástico.

Hoy, por vez primera desde que desembarcamos en Marte, he caminado por su superficie con la máscara respiratoria colgando sin necesidad de utilizarla. A cada paso que avanzaba, plantas cactáceas eran aplastadas por mis pies. He visto también por vez primera bandadas de aves, o de algo parecido, que cruzaban el cielo por el horizonte.

Los amalteanos son maestros en esta cuestión. Me parece que se los podría llamar Jardineros del Universo. Y a Marte el Jardín del Edén.

00.21.13.19

Mi amigo Angus me dice que este paraíso no puede perdurar.

Según él, el problema reside en el calor. Pero no el de la superficie, que ha sido mantenida a una temperatura conveniente gracias al efecto invernadero de una atmósfera rica en dióxido de carbono, sino en el calor interno que procede de dos únicas fuentes: el que aún resta de la época en que se formó el planeta al surgir de la nebulosa solar, y el generado por la descomposición de los isótopos radiactivos.

—Sabemos por los datos que tenemos del Marte de nuestra era —dice McNeil— que el planeta, aunque volcánicamente más activo de lo que nadie había supuesto antes de que los primeros exploradores humanos pusieran su pie en él, no está dotado de manera especial de elementos radiactivos. En cuanto al calor de su formación, que fue menor que el de la Tierra, debe de haberse perdido irremisiblemente. Porque el diámetro de Marte es sólo la mitad del de la Tierra y en consecuencia su relación superficie-volumen es más alta, lo que lo hace radiar a un nivel proporcionalmente también superior.

—Cuando el calor interior sea excesivamente bajo, Marte perderá su atmósfera.

Rehusé admitirlo.

—Me es difícil establecer una relación entre la temperatura atmosférica y la interior del planeta. ¿No acaba de decir que el efecto invernadero no guarda analogía con los procesos interiores?

Con mucha paciencia, mi estudioso amigo me explicó que el efecto invernadero depende del dióxido de carbono que haya en la atmósfera.

—Los amalteanos no sólo lo están anulando deliberadamente, sino que el sistema planetario elimina asimismo de manera constante dióxido de carbono del aire por medio de un activo desgaste químico.

Angus me estaba contando todo eso. Mientras caminábamos por el borde de un risco erosionado, tan rojo como las areniscas de Morrison de la Tierra. Muy por debajo de nosotros, un estrecho mar azul relucía como si fuera de lapislázuli, enmarcado por murallones rojos. Centenares de cursos de agua blanquecina, cascadas conducidas a sus desagües a través de estratos saturados, brotaban de las rocas, como si fueran repetidamente golpeadas por la vara de Moisés, para precipitarse en estanques o deslizarse por amontonamientos pedregosos y fluir por entre bosques de sauces y palmeras que no existían un año marciano antes. El origen de aquellas cascadas era visible en el linde purpúreo del desierto a cien kilómetros de distancia, una línea de nubes tormentosas que se desplazaban como rodando sobre los arenales.

—La lluvia disuelve constantemente el dióxido de carbono atmosférico para formar ácido carbónico —explicó Angus—, y ese ácido corroe las rocas allí donde cae la lluvia y el agua fluye, y el carbono queda alojado en ellas. —Agachándose, recogió un pedazo de arenisca y rascó con la uña su superficie ennegrecida por el agua—. Si el carbono que contiene esta roca dejara de regresar a la atmósfera… si el carbono de muchas rocas como ésta no vuelve a la atmósfera y si el carbono que los amalteanos vierten a paletadas en los volcanes no retorna tampoco a ella, Marte acabaría congelándose.

»El carbono se libera al calentarse las rocas —continuó—. Pero Marte carece de placas tectónicas que puedan transportar a su interior losas de roca de la superficie. Ahora, y durante los últimos miles de millones de años aproximadamente, el planeta está reciclando tales rocas al enterrarlas bajo inmensas capas de lava y de cenizas volcánicas. Seguro que Marte tiene, o tendrá en el curso de nuestra era, los mayores volcanes del sistema solar. Pero cuando se enfríen, como no dejará de suceder, el carbono desaparecerá de la atmósfera y el agua retenida por las rocas se congelará, los animales morirán y las plantas secas serán arrancadas por helados vendavales.

Aunque Angus me ilustraba aquella desastrosa perspectiva quizá de un modo demasiado gráfico, comprendí su punto de vista. Sin embargo, me es difícil creer que los amalteanos no tuvieran previsto todo aquello y no hubieran planeado algún medio de soslayar lo inevitable.