Tercera parte
LOS JARDINES DE MARTE

12

—En Amaltea, en Júpiter, había disfrutado del lujo de disponer de un tiempo sin límite —continúa Forster—. Las notas de mi diario fueron esporádicas, simples apuntes. Pero a partir de entonces, al no saber si cada momento constituiría mi última oportunidad de registrar lo que estaba viviendo, empecé a llevar un diario más cuidadoso empezando con la siguiente relación…

Una vez más nos hallamos empapados y jadeando debido a la dificultad de respirar en el recalentado interior del Ventris, flotando ingrávidos en la atestada cámara de oficiales. Ahora Troy no se encontraba allí para aliviarnos la transición.

—No tenemos nada con lo que demostrar nuestra resurrección, excepto algunos pliegues en el cuerpo —dijo McNeil malhumorado, pellizcándose una zona de su grasiento vientre y examinándola con interés—. En mi caso, bastantes de ellos. Si es que piensan sumergir a alguien, al menos deberían tener la delicadeza de permitirle que adelgazase algunos gramos.

—Hemos escapado milagrosamente de las garras de la muerte —comentó Groves apretando los dientes.

El pequeño navegante temblaba, sin poder dominarse, y Walsh lo miró con viveza.

—Tony, me parece que haría bien viniendo conmigo a la clínica. —Él protestó débilmente pero ella le dijo—: Es una orden; no una sugerencia.

Le rodeó los hombros con un brazo y lo empujó hacia el corredor.

Hawkins y Marianne Mitchell partieron hacia su sección sin dirigir una palabra ni a McNeil ni a mí. Me di cuenta de que este último me miraba con aire reflexivo, acariciándose el mentón.

—No creo que hayamos estado más de unos cuantos días sumergidos, profesor.

Me froté también el mentón y en seguida comprendí a qué se refería. Nuestras barbas era cortas. Y eso quería decir que fuese cual fuese el lugar por el que la nave-universo había emergido del Torbellino, el agujero negro seguía estando próximo al sol. Lo que a su vez significaba…

—Puede haber cometas por ahí. Un avispero de ellos, con nosotros en medio.

Notamos cómo el Ventris se movía. Seguí a McNeil hasta el puente de mando. Fuera, la gran compuerta de la nave-universo se estaba abriendo frente a nosotros, y los tentáculos que nos mantenían sujetos nos empujaron hacia delante. Los alienígenas estaban situando prudentemente al Ventris en el espacio exterior.

Flotábamos unidos a la nave-universo por invisibles y finos tentáculos. Para quien pudiese vernos desde fuera, el Ventris debía semejar un abejorro pegado a un zepelín.

La capitana Walsh acudió también al puente y designó por su nombre lo que estábamos viendo pero no acabábamos de identificar por completo.

¡Marte!

El planeta que se encontraba bajo nosotros era apenas reconocible; un escudo de oro colgando del firmamento estrellado. Pero su brillante casquete polar septentrional se extendía hasta casi la mitad del espacio que lo separaba del ecuador. Sus llanuras y montañas rojas, amarillas y negras estaban veteadas por mares de un azul oscuro, en los que se reflejaban franjas de nubes que se desplazaban por lo que debía ser un cielo cristalino. Incluso desde el espacio podíamos percibir oscuros nubarrones de tormenta arrastrándose por encima del desierto y lanzando hacia abajo haces de rayos.

—¿Cómo está Tony?

—Sus biostatos son correctos —respondió. Pero no mencionó sus psicostatos.

McNeil señaló los veteados cielos.

—Otra vez los cometas —dijo.

Walsh se limitó a asentir con un gesto, pero yo apenas si pude contener mi excitación porque creía saber lo que estábamos a punto de presenciar.

No tuvimos que esperar mucho tiempo. Los alienígenas habían cronometrado escrupulosamente nuestra resurrección. Una burbuja de luz cegadora estalló en la llanura bajo nosotros y en seguida otra y otra más. Aquella silenciosa violencia produjo ondas de radiación que fueron proyectadas hacia la atmósfera, para formar nubes que inmediatamente quedaban hechas jirones. Anillos concéntricos de sombras se proyectaban sobre el suelo del desierto, enlazándose unos con otros como las ondas que se forman en las aguas de un estanque. En menos de un minuto, un centenar de agujeros incandescentes se habían abierto en el disco del planeta como si lo atravesaran hasta alcanzar un universo de insoportable luminosidad situado debajo.

De las inmensas llanuras estériles de Marte empezaron a levantarse nubes de vapor.

El espectáculo continuó durante horas. Yo permanecía pegado a las ventanas mientras Walsh se dedicaba a otros menesteres. McNeil se fue abajo y, como me contó más tarde, abrió una botella de brandy medicinal: «Buen licor se lo aseguro». Luego persuadió a Graves para que echara también un trago.

—Tony pareció desesperarse porque nos habíamos dado cuenta de su ausencia. Me confesó que sentía un terror inmenso a ser sumergido. Por eso no había vuelto a Plutón. En los viejos tiempos, significaba permanecer cuatro años en el tanque. Pero, según él, lo que nosotros acabábamos de experimentar era mucho peor.

—Entonces es más valiente de lo que suponía —opiné.

McNeil asintió con la cabeza.

—No ocurrió del modo en que lo cuenta. Según él, las dos veces lo cogieron por sorpresa; primero por órdenes de Troy y luego cuando los alienígenas inundaron el Manta. Afirma que no lo soportaría otra vez.

No supe qué contestar.

Cuando Groves apareció en el puente, hicimos como si no hubiera sucedido nada. El pobre estaba pálido como un pescado. Miró largo rato, en silencio, lo que acontecía en la superficie de Marte y luego se volvió hacia mí e hizo una mueca semejante a un atisbo de sonrisa.

—Esto sobrepasa lo que la imaginación más descabellada podría concebir respecto a xenoarqueología ¿eh, profesor? —me preguntó—. La Cultura X llega a Marte.

Pero yo estaba demasiado absorto para corresponder a su ironía. La visión de un planeta bombardeado por fragmentos de cometas me tenía sobrecogido.

Cuando por fin el bombardeo amainó, le sugerí una idea a Walsh. Le indiqué que Marte era menos de la mitad de macizo que Ganimedes, la luna de Júpiter para la que había sido diseñado el Michael Ventris.

—¿Qué puede impedirnos llevar al Ventris hasta la misma superficie de Marte utilizando su propia potencia? Con la ayuda de los amalteanos podríamos documentar la transformación del planeta como testigos presenciales.

—¿Qué qué nos lo impide? —me contestó ella agriamente—. ¿Qué te parece el equivalente a un holocausto nuclear?

Y al decir esto, señaló a lo que estaba sucediendo abajo. Convine en que era mejor esperar y asegurarnos de que el bombardeo, o al menos lo peor del mismo, hubiera cesado; de que las tormentas atmosféricas hubiesen amainado y de que las avalanchas de fogonazos recuperasen la normalidad. Pero persistí en mi idea hasta que finalmente logré convencerla.

—De acuerdo; siempre y cuando la atmósfera inferior se apacigüe y mantengamos el contacto con la nave-universo. En tal caso, no pondré ninguna objeción personal. Pero no quiero correr el riesgo de quedar encallados ahí. No me seduce en absoluto la idea de habitar un planeta desprovisto de vida.

Le respondí que, a mi modo de ver, Marte no seguiría sin vida durante mucho tiempo.

Y ella programó un cambio de impresiones con la tripulación para más tarde, aquella misma noche.

Llegamos a un acuerdo aunque no sin cierto despliegue emocional por mi parte. Tal como me había figurado, McNeil y Groves se mostraron propensos a correr la aventura. El primero es un ser decidido, alegre y estoico, y en cuanto a Groves, sabía que prefería la muerte en un planeta primitivo a la perspectiva de pasar de nuevo a la cámara de inmersión de la nave-universo.

Hawkins y Marianne Mitchell planteaban un problema. Yo había previsto ya aquella dificultad porque la cabina de Mrs. Mitchell estaba contigua a la mía y, en los limitados confines de un navío como el nuestro, era imposible dejar de oír ciertas conversaciones de las que a uno le gustaba enterarse. Por ello, mientras estábamos en Venus, escuché involuntariamente una de ellas mientras procuraba no hacer ruido, no tanto inducido por un malicioso interés como por la intención de no parecer indiscreto.

—Cásate conmigo —propuso Hawkins a Marianne con tono de profunda ansiedad.

—¿Qué pasaría si aceptara? —preguntó ella en tono un tanto triste—. ¿Cambiaría algo las cosas?

—¿Te casarías conmigo si estuviéramos de regreso en la Tierra?

—¿Para vivir en un llano fangoso rodeados de algas verde-azuladas? —Profirió una seca y breve risa—. ¿Jugando a Adán y Eva?

—Me refiero a la Tierra tal y como era antes.

—Llévame allí y te daré una respuesta.

—Quizá no estemos viviendo tres mil millones de años atrás, en el pasado.

—¿A qué te refieres?

—A que a lo mejor, todo esto no es más que una comedia. El profesor aseguró saber lo que buscaba en Amaltea; pero no dijo nada al resto de nosotros hasta llegar allí. Por ello, tal vez la situación en que nos encontremos ahora tampoco sea… real.

Cuando ella le contestó, su voz sonó como la de una persona muchos años mayor… o al menos más madura que él.

—Es auténtico, Bill. Y no tenemos modo de salir de aquí.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó él en un murmullo apremiante, como quien conspira—. No digo que no exista una increíble tecnología. Tal vez se trate de tecnología alienígena o tal vez no. O de algo mucho menos misterioso que eso.

Ella se sintió tan sorprendida que su risa, esta vez, sonó casi feliz.

—¡Bienvenido a Disney-Cosmos! ¡De aquí al Mundo Alienígena!

—¿Por qué no? —insistió él con voz ronca. El cambio que había tenido lugar en sus emociones resultaba casi pavoroso. Están enzarzados en un forcejeo enorme; en una lucha por el poder. Forster trabajando para la Junta del Espacio, Mays…

Nemo.

—… no es ninguna nulidad, no importa cómo lo llamemos.

—Teníamos que haberlo matado por lo que hizo. —Ella hablaba esta vez gravemente—. Merece la muerte.

—¿Debí hacerlo?

—No. Lo dices para complacerme. El modo en que obré con él fue cosa mía, Bill. No puedes variarlo. —Se produjo un silencio y yo traté sinceramente de no escuchar; pero oí cómo continuaba—: No espero que me lleves a casa; pero, si lo haces, te amaré todavía más.

En aquel momento, Jo Walsh me llamó al puente de mando y aquella oportuna orden me libró de escuchar otras intimidades.

Las teorías conspiratorias de Hawkins no se limitaban a aquellas charlas con Marianne. Había insinuado que sospechaba también de otras personas. Ahora, después de habernos reunido para debatir nuestro futuro había llegado el momento de enfrentarnos a su extremada oposición.

—Mr. Hawkins; ha sugerido usted que estamos siendo víctimas de una especie de jeroglífico ideado quizá por mí o por los amalteanos, por razones desconocidas.

—¿Cómo… por qué dice eso?

—¿Es patrimonio de los jóvenes el dominar semejante exquisita mezcla de cólera y de sentido de culpabilidad?

—Ésta es una buena ocasión para que todos sepan la verdad. En la superfice del planeta y actuando sin supervisión alguna, podremos efectuar cuantas investigaciones nos sea posible. Les garantizo una total libertad de movimientos.

Titubeó visiblemente mientras se pasaba una mano por el lacio cabello rubio; pero en seguida preguntó con energía:

—Si al fin y al cabo vamos a necesitar la cooperación de los alienígenas, ¿cómo vamos a creer que disfrutamos de independencia?

Estuvimos debatiendo aquello durante unos minutos, sin llegar a ninguna conclusión definitiva hasta que Hawkins accedió. No estaba privado de cierta natural curiosidad científica y se sentía fuertemente intrigado por presenciar personalmente una transformación que, como yo proponía, iba a culminar en la inscripción de la placa marciana, aquel fragmento de metal brillante cuyo significado había desentrañado llevado de mi mano, por así decirlo.

Mientras sucedía todo esto, Marianne Mitchell no pronunció una sola palabra. Su rostro estaba tan inexpresivo como el de una esfinge.

A la mañana siguiente llamamos a Thowintha por los circuitos abiertos y le explicamos la situación utilizando la traductora. Algunas horas más tarde llegó la respuesta… pero de la inspectora Troy.

—Hemos aprobado lo que usted propone, profesor. El mejor plan de aterrizaje es el siguiente…

Pero, aunque me dio instrucciones minuciosas que incluían las coordenadas, su extremada atención pareció un tanto desmedida a algunos de nosotros.

Al poco tiempo, el Ventris, con los tanques llenos con ayuda de la maquinaria semisensible procedente de la compuerta, fue lanzado a una órbita ecuatorial y empezó un lento descenso hacia la densa atmósfera de dióxido de carbono de aquel Marte primigenio.

Nuestro punto de destino eran las playas de un mar desierto cuyos límites se ampliaban a cada hora que transcurría. Oleadas de agua cargada de cieno continuaban afluyendo, abriendo amplios canales en la arena y en las rocas, procedentes de las tierras altas donde se habían estrellado los fragmentos de hielo más cercanos.

El remolcador se posó sobre una elevación oportunamente situada, entre torbellinos de arena, fuego y humo, descansando primero con sus dos patas posteriores, para bajar luego a la proa en una especie de descenso controlado hasta que todo el trípode estuvo asentado sobre el terreno en situación horizontal, con lo que las escotillas de carga y las del equipo fueron accesibles desde la superficie. Aquel sistema parecía algo rudimentario, pero había sido desarrollado para las diferentes gravedades y los imprevisibles cambios en las superficies de las lunas de Júpiter y allí, en Marte, también funcionó bien.

Me era casi imposible soportar el confinamiento en el remolcador, viendo sólo lo que se percibía por la pantalla y por las estrechas ventanas. McNeil hubo de soportar todo el peso de mi impaciencia por salir al exterior y ver cómo la nave-universo descendía y los amalteanos se ponían a trabajar.

El flemático ingeniero se tomó con ironía mis tentativas para presentarle una imagen favorable de los grandes acontecimientos que iban a tener lugar.

—Ya verá cómo conseguimos hacer algo, profesor —fue su comentario—. Ya estoy trabajando en ello.

No necesitábamos trajes presurizados. La atmósfera del Marte ancestral era lo suficiente densa —a nuestro nivel de elevación actual con una presión de más de un bar, es decir, la de la Tierra en un planeta que sólo tiene una décima parte de la densidad terrestre—, pero el gas dominante era dióxido de carbono. Y lo que nosotros necesitábamos era oxígeno.

McNeil señaló que, si bien los trajes presurizados marcianos de nuestra época estaban equipados con sistemas de respiración que reciclaban el gas aprovechable y el fino dióxido de carbono atmosférico extrayendo oxígeno puro valiéndose de enzimas artificiales, no teníamos a mano tales equipos puesto que nunca habíamos planeado visitar Marte.

Pero, por otro lado, los suministros del navío incluían una amplia selección de enzimas artificiales biológicamente útiles. Los recicladores de aire fresco disponían específicamente de los catalizadores necesarios para descomponer el CO2, y McNeil había puesto en funcionamiento nuestros biosintetizadores para producir mayor cantidad de la mezcla necesaria.

Entretanto, estuvo trabajando también en un prototipo de sistema respiratorio, cuya unidad me mostró. Era un objeto compacto que consistía en una toma con filtro, una mascarilla, un tubo y un par de depósitos para llevar en el pecho.

Me extrañó que aquel aparato tan compacto, sólido y bello, con sus secciones trabajadas a torno perfectamente pulidas y ensambladas, fuera obra de las enormes y curiosamente hábiles manos de McNeil. Pero, evidentemente, bajo aquel corpachón se escondía un alma de artista.

En seguida, McNeil, Groves, Walsh y yo empezamos a colocarnos nuestros artefactos de respiración. E incluso Hawkins demostró interés en ello, a pesar de sí mismo. Lo hicimos rápidamente y, aunque ninguno de nosotros pudo hacer gala de un ingenio tan bello como el de McNeil, adoptamos todas las precauciones necesarias, considerando que nuestra propia vida dependía de la perfección de la tarea.

Cuando llegó el momento de efectuar la prueba, Tony Groves insistió en ser el primero en salir al exterior. Se alejó unos pasos del recinto principal dotado de aire, reteniendo la respiración y escuchamos sus cautelosas exhalaciones y la decidida inhalación que las siguió. Walsh se había ofrecido voluntaria para quedarse en la esclusa vistiendo su equipo completo y dispuesta, por si era necesario, a arrastrar de nuevo a Groves hacia el interior. Pero la respiración de éste sonaba cada vez mejor.

—Funciona estupendamente —informó—. Y hay una vista magnífica.

Uno tras otro, probamos nuestros equipos. Cuando llegó mi turno, noté cómo mi nerviosismo inicial desaparecía rápidamente. Miré a mi alrededor para apreciar aquella vista tan extraordinaria a juicio de Groves.

Era mediodía y un pequeño y cálido sol brillaba en un cielo purpúreo y transparente. Soplaba un viento frío, pero yo notaba en la piel el calor del sol. Por encima de mí, grupos de estrellas parpadeaban como distantes señales lumínicas. Más numerosos que ellas, docenas de pálidos cometas rayaban el cielo diurno como finos trazos de tiza sobre la pizarra del firmamento.

Me permití unos breves momentos para tomar conciencia de aquel día en el antiguo Marte. Teníamos poco tiempo para preparar la llegada de los alienígenas.

Walsh y yo nos encontrábamos al borde del risco provistos de cámaras fotográmicas para registrar el acontecimiento. Llegaron casi veinte minutos antes de lo previsto, así que tuvimos que apresurarnos para aprovechar lo que se pudiera.

La nave-universo descendió oblicuamente entre fogonazos, como una inmensa luna de diamante flotando sobre los negros picachos volcánicos y las llanuras de gruesa arena; deslizándose por sobre el ancho valle que serpenteaba hacia nuestro resplandeciente mar ecuatorial. A varios kilómetros de la playa, claramente definida por planas colinas y rojas mesetas, se asentó sobre las aguas azules azotadas por el viento. En la lejanía podíamos ver nubes de vapor elevándose allí donde el reflectante huevo tocó la superficie diáfana del agua. El vapor se dispersó rápidamente dejando a la nave delicadamente posada sobre su base. Su arqueada cúspide quedaba muy por encima de nosotros, a más de veinticinco kilómetros de altura. Una aglomeración de cirros se alineó espontáneamente sobre ella, pegándose a su superficie como una bandada de peces curiosos.

Y entonces empezaron a salir a millares.

Muy altas sobre el brillante elipsoide, las esclusas ecuatoriales se abrieron en espiral. Al igual que una hembra de pez embarazada e hinchada, al llegar el momento preciso la nave-universo expelió a toda su progenie en forma de oleadas sucesivas. El desembarco se efectuó con precisión militar como si hubiera sido ensayado hasta en sus menores detalles. Flotas de transparentes medusas y cientos de escuadrones de naves, sintetizadas probablemente por los mecanismos vivientes de la nave-universo, se desplegaron rápidamente hacia todos los puntos de la rosa de los vientos, volando en ordenadas formaciones para situarse en los lugares asignados en el ámbito del planeta.

Me dije que ningún posible enemigo opondría resistencia a la invasión. Porque tales «enemigos» no eran otra cosa que mares estériles y arenas sin vida. El asalto a Marte no se había ensayado previamente. Entre miembros de una especie que desde su mismo origen aspira a la acción coordinada, una comunicación casi perfecta compensa con creces la falta de ensayos.

Por desgracia, los humanos no colaboran entre sí de manera tan fácil.