El comandante echa al fuego otro leño de roble y lo empuja hasta el lugar adecuado, insensible a las llamas y a las chispas que saltan alrededor de sus muñecas. Por las desnudas ventanas de la biblioteca se ve cómo la luz ha ido palideciendo hasta desaparecer. Las luminarias celestiales, en su ruta descendente, son lo bastante claras como para introducirse en aquel interior bien caldeado.
—He pedido que nos traigan un cesto de bocadillos —comunica Jozsef—. Es decir, si es que alguien tiene hambre.
—Todavía no —responde el comandante—. Hay unas cuantas cosas…
—¿De qué se trata, Kip?
—El profesor Forster ha realizado una tarea admirable reconstruyendo hechos que nunca presenció personalmente… e incluso narrando cosas que nadie pudo ver…
—Kip, por favor —le ruega Jozsef, molesto por la mal disimulada cólera del comandante.
—No tengo la menor intención de engañarles —manifiesta Forster. Y sus cejas rojizas se arquean bajo el efecto de la indignación—. Pienso ser lo más explícito posible por lo que se refiere a mis fuentes.
—Ya lo ha sido. Lo que me gustaría saber es qué piensa usted de todo esto.
—Existe cierta interesante conversación que la inspectora Troy me reveló algunos años después…
—No me refiero a eso. Lo que quiero saber es lo que piensa usted —insiste el comandante.
En la claridad de la hoguera, su cara es tan repulsiva como la de Baal. Las implacables llamas proyectan sobre sus demacradas facciones sombras negras que se mezclan con las arrugas de su oscura piel.
Los demás se miran entre sí. Y, con un visible esfuerzo, Forster deja que aquel desagradable momento transcurra.
—Muy bien. Entonces está claro que el planeta Venus quedaba condenado. Nuestro viaje al pasado era, en parte, una misión de rescate. Thowintha volvió con sus compatriotas para sacarlos del apuro antes de que el resto de los amalteanos pudiera «amputarlos», es decir, lo que hacen con quienes no encajan en sus planes.
—Un rescate muy complicado —resalta el comandante.
—Más que eso todavía —añade Forster—. Los colonizadores habían viajado un millón de años desde su estrella natal buscando un lugar en el que ejercer su Mandato. La misión de recrear sus orígenes estaba programada en sus genes. Dieron con nuestro Sol y con él descubrieron el planeta Venus, cubierto de océanos y favorecido por un cielo límpido; un planeta estable no perturbado por una geología activa ni por un clima caprichoso, sin el problema de continentes a la deriva ni de placas de hielo como ocurre en la Tierra. Lo que implantaran allí perduraría eternamente… o al menos ellos así lo creyeron.
»Durante millones de años, todo fue sucediendo del modo previsto, consiguieron reproducir virtualmente la ecología de su patria. Pero de pronto hizo su aparición Némesis en forma de lo que ellos llaman el Torbellino. El continuo bombardeo de los cometas creó un invernadero húmedo, que elevó la temperatura de los océanos y saturó la atmósfera. Cuando nosotros llegamos, el agua se estaba evaporando y el hidrógeno atmosférico se perdía en el espacio. Venus estaba en vías de convertirse en el horno de dióxido de carbono de nuestra era.
—Una tragedia, desde luego —comentó Jozsef—, pero el por qué del… bueno, creo que «conflicto político» no es la definición adecuada.
—El problema se agravó a causa de la evolución. Los colonizadores amalteanos habían observado mutaciones filogenéticas, nuevas formas de vida adaptables que no se asemejaban a nada de cuanto estaba catalogado en el Mandato. Y aquello los horrorizó. Creyeron que tan sólo les quedaban dos alternativas: dejar que la naturaleza siguiera su curso y, como consecuencia, perder todo cuanto habían conseguido hasta entonces, o aceptar aquel cambio como inevitable, inclinarse ante él, adaptarse e incluso hacerse cargo del mismo.
—Por así decirlo, poner «tentáculos» a la obra —observa Ari con ligereza.
Forster le concede una fría sonrisa.
—¿Qué ocurría si obraban así? —pregunta Jozsef—. ¿Por qué no hacerlo?
—Por una parte hubieran tenido que desviar los cometas —responde Forster—. Y sólo la nave-universo era capaz de eso.
—Pero esa nave-medusa que usted nos ha descrito parecía desafiar la gravedad —objeta el comandante—. Si podía volar sin alas, igualmente podría desplazarse por el espacio.
—Después de tantos años de estudio, sigo ignorando las bases de la tecnología amalteana —replica Forster—, pero me figuro que sus naves extraen la energía del vacío. Dependen de cierta clase de análogo macroscópico del efecto quantum. Su alcance queda regido por soluciones de una magnitud similar a la de posibles estados vectoriales. Los cálculos de la nave-universo alcanzan un margen muy amplio; por eso es capaz de efectuar recorridos interestelares a casi la velocidad de la luz. Sin embargo, las medusas, mucho menores, tienen un alcance severamente restringido.
—¡Clarísimo! —ironiza el comandante con un gruñido.
—Sea como fuere, los más pequeños no pueden realizar la tarea y los mayores no quieren hacerla.
—¿Por qué no? A juzgar por la descripción de usted, Thowintha parecía flexible —manifiesta Jozsef ejerciendo cierta presión para encontrar un motivo político, como si los motivos de los alienígenas no fueran más oscuros de lo que podían serlo los de los delegados del Consejo de los Mundos.
—La participación de Thowintha en todo esto es muy activa —opina Forster—. No se consideraba un individuo… ninguno de ellos lo hacía; pero a mí me parece claro que es primum inter pares por lo que concierne a eso que llamamos la facción adaptacionista. Ahora bien, aunque a regañadientes, él o ella o el grupo del que es portavoz terminan por aceptar la evolución de los pobladores aunque no sea la misma que figura como ideal en el Mandato. Debió de ser duro para ellos. Puede que hayamos presenciado el rompimiento final entre las dos partes. E incluso que lo hayamos precipitado.
—Quizá lo hayan reclutado a usted con esa intención —observa el comandante.
—Lo mismo ha ocurrido con algunos de nosotros.
—Entonces, ¿Nemo formaba parte del plan? —pregunta Ari.
—No pretendo entender el por qué. Por ejemplo, ¿cómo podía saber Thowintha que él iba a estar en Amaltea? ¿Y cómo podía saber también que lograría escapar? Nemo se enteró de algún modo de que Thowintha no representaba a la mayoría de los alienígenas; que éstos no se habían dejado espacio para maniobrar.
—Me siento desorientado —manifiesta Jozsef—. Mientras Thowintha controlara la nave-universo podía ir a donde quisiera en el espacio y en el tiempo…
—No era la única nave-universo existente —declara el comandante mirando por la ventana el luminoso firmamento—. Ahora lo sabemos.
—No es cierto. En realidad, sólo hay una nave-universo —le contradice ásperamente Forster.
—Aún me siento más confuso —revela Jozsef—. La nave de Thowintha, la que ustedes encontraron en Amaltea, ¿es la misma en que ellos llegaron?
—Sí. Pero sólo representa una posible parte del sistema total —dice Forster indicando con un movimiento de cabeza el fragmento de cielo con él.
—La superposición de estados que se describe en la teoría de los quantum sólo sucede a nivel microscópico —observa fríamente Ari—. Y aun así, hasta que interviene algún observador.
—Según quienes afirman saberlo…
—¿Quiénes se supone que son?
—McNeil, por ejemplo, y yo damos su juicio por válido —replica vivamente Forster—. Las teorías de la gravedad de los quantum sugieren que las superposiciones lineales de estados alternativos se reducen por sí mismas espontáneamente a una sola: la realidad…, es decir, siempre y cuando encuentren una curvatura espacio-temporal suficientemente significativa. El viajar al pasado incluye un segundo orden de estados alternativos. —Forster se permite una sonrisa—. Aunque no estoy totalmente seguro de que convenciéramos al pobre Bill Hawkins de que era posible viajar en el tiempo.
—A mí no me ha convencido —gruñe el comandante—. ¿Cómo se demuestra que eso no es más que un complicado sueño?, un hipnotismo programado que se inició cuando estabais en… ¿cómo llamáis a eso…?, ¿la cámara de inmersión?
Forster toma su vaso vacío y Jozsef capta en seguida la indirecta y se lo vuelve a llenar de whisky con hielo. El profesor le da las gracias con una sencilla inclinación de cabeza.
—Es cierto —explica— que viajar en el tiempo fue considerado siempre como imposible. Pero sobre la base de que enviar mensajes al pasado sólo puede generar paradojas. En el presente caso, la superposición de alternativas asegura que no ocurrirá así.
—Nada de cuanto ha dicho usted elimina esa posible paradoja —objeta el comandante.
—Según tengo entendido, el colapso de la función ondulatoria lo impide —responde Forster—. Pero no nos enfrentamos a realidades múltiples sino a posibilidades múltiples. Existe una sola realidad. Si un mensaje enviado al pasado interfiriese con otro de carácter contradictorio, uno de ellos desaparecería… nunca hubiera existido. La función ondulatoria se viene abajo. Si uno de nosotros interfiere consigo mismo, uno de los componentes desaparece. Si la nave-universo hubiera interferido con otra versión de sí misma, una de las dos habría desaparecido.
Ari sonríe con aire tristón.
—¿Corrieron ustedes el peligro de encontrarse consigo mismos? —pregunta.
—Parece que sí, en el presente siglo —responde Forster abriendo mucho los ojos al pensar en semejante posibilidad—. Y en Venus, Thowintha sintió precisamente esa misma preocupación. Porque, en aquel momento, no todo cuanto se aproximaba a Venus eran cometas.
Habían transcurrido tantas horas mientras la medusa volante exploraba los mares, las selvas y las capas de nubes de Venus, que Blake y Sparta casi habían perdido la noción del tiempo. Finalmente, la nave los condujo de nuevo hasta el gran macizo de acantilados desde donde habían dejado atrás el océano. Y una vez allí se volvió a hundir en las espumosas aguas.
Las inquietas formas alienígenas salieron de la nave, al principio empujando a los humanos, pero luego, ante la sorpresa de éstos, dejándoles nadar por su cuenta.
—Tal vez desean un consenso —comentó Sparta—, pero la verdad es que están a punto de dividirse. Si es que no lo han hecho ya.
Blake asintió con la cabeza.
—Hay dos partidos al menos. Los entusiasmados con el Mandato, y los que quieren ser creativos. Pero el distinguirlos es algo que, a menos de que siga un cursillo intensivo de contrapunto y antifonía, queda fuera de mis posibilidades.
Al acercarse a la aglomeración comprendieron que algo raro estaba ocurriendo.
Habían dejado tras de sí una esfera perfecta, llena de vida, estremecida de energía. Lo que ahora presenciaban frente a ellos era similar a una célula infectada de virus; una masa informe estremecida por oleadas distorsionantes, sumida en convulsiones que la aplanaban y la fruncían alternativamente y amenazaban con partirla por la mitad. Aquellos torbellinos expelían de vez en cuando partículas negras —alienígenas individuales—, que luchaban denodadamente por recuperar el contacto con sus semejantes.
La masa total de aquel conglomerado parecía mucho mayor de lo que era. Y el cántico que se elevaba de aquellos concertistas masificados sonaba más fuerte que antes, más estridente y disonante, de un modo espectral.
La amenaza de disolución se hizo real cuando la enorme esfera se partió arrojando un raudal de seres a las oscuras aguas. Lo que había sido hasta entonces un espacio interior vacío, definido por una aglomeración disciplinada de seres inteligentes, se había convertido ahora en una rudimentaria suspensión de animales irracionales que luchaban entre sí.
El ojo humano es capaz de crear formas con cualquier cosa que vea y más tarde Blake declaró que, dentro de aquel caos, había reconocido determinadas estructuras. Que lo que parecía un manojo de objetos alargados y oscuros, un huso formado por centenares o quizá miles de cuerpos, unos desplazándose hacia un lado y los demás hacia otro, había ido adquiriendo un aspecto concreto entre dos bamboleantes figuras amorfas en aquellas aguas cruzadas por franjas de luz.
Sparta también lo vio.
—Es como una célula cuando se divide —comentó.
Pendían inmóviles en las profundidades, abandonados por su acompañante que se había alejado velozmente para unirse al ensortijado caos que se agitaba frente a ellos.
—No me gusta el aspecto que tiene ese barullo —indicó Blake—. Y no creo que vaya a decantarme por ninguno de los bandos.
Ella movió la cabeza.
—Ya nos hemos decantado —dijo—. Los humanos nunca pueden dejar de ser adaptadores.
Sus palabras distaban mucho de parecer entusiastas.
—¿Y eso es malo?
—Bueno o malo, forma parte de nuestra naturaleza. Nos ponemos nerviosos en cuanto intentamos pensar en el futuro con una antelación de cinco años. Para nosotros, una organización que mantenga el mismo nombre en un período de mil años nos parece increíblemente antigua. La conservación consiste en salvar hasta el menor retazo de algo que ha desaparecido antes de que nos demos cuenta. —Permaneció en silencio unos momentos tras aquel colérico desahogo y enseguida añadió—: Ahora estoy segura de que si tú y yo estamos aquí no se debe a una causa accidental.
—Aclárame eso.
—Thowintha nos escogió porque somos lo que somos —repuso Sparta.
Y empezó a nadar hacia los estremecidos restos de la aglomeración como empujada por un sentimiento de obligación.
Blake la siguió, aunque a desgana, diciéndose que existían innumerables opciones todavía sin explorar antes de ponerse del lado de alguien en aquel forcejeo alienígena. En caso de necesidad, uno siempre se puede inclinar hacia un bando, o hacia otro; pero no tenía la menor intención de abandonar a Sparta. Así que la siguió, hundiéndose en el caos.
Los apelotonados alienígenas utilizaban sus conductos posteriores para expeler chorros de agua en estallidos formidables que los proyectaban hacia delante con gran fuerza; pero, aun en medio de aquel caos, los veloces cuerpos no chocaban entre sí y apenas si alguna vez rozaban a Sparta y a Blake. Ambos se veían agitados por vertiginosas corrientes. A él le parecía estar metido en una caldera de metales fundidos, aunque con menor densidad de color y también quizá con menos calor, mientras cuerpos inmensos, con mantos y tentáculos, pasaban raudos junto a ellos brillando en tonalidades rojizas que le recordaban al hierro al enfriarse o al sodio ardiendo. El agua olía a ácido y a cobre.
La confusión pareció remitir cuando los humanos se acercaron al centro de aquel maremágnum. La tela de araña que formaban las antenas y los cuerpos que nadaban se retiraban, desapareciendo por ambos extremos, y la división de lo que había sido una gran esfera en dos todavía oscilantes esferoides, uno mayor que el otro, estaba completada casi definitivamente.
Si Blake no hubiera respirado por branquias se habría sofocado ante lo que estaba viendo. En el núcleo coagulante de la mayor de las «células filiales» se concretó una pálida aparición, el harapiento facsímil de un ser humano recubierto de algas que flotaban a su alrededor. Era el mismísimo Nemo.
Momentos después, oyeron el mensaje de aquel coro cacofónico:
—Los falsos Designados son miembros enfermos. Deben ser amputados. Sólo entonces todo funcionará perfectamente.
Inmediatamente, la estructura viviente de la que Nemo era el núcleo se contrajo y adquirió una forma mejor definida. Era como la boca de una medusa: un agujero devorador rodeado por un millón de convulsos tentáculos. A Blake, en estado de alerta y viéndolo todo como si el tiempo transcurriera con mayor lentitud, le pareció que la atención de aquel ojo negro se concentraba en Sparta y en él; como si cada ranura amarilla de los demás ojos que lo rodeaban y lo definían expresara una malicia sin límites; como si aquel ser compuesto de muchos otros seres se convulsionara alrededor de ellos para tragárselos.
Como surgiendo de la nada, unas enormes y agresivas alas se abrieron sobre ellos tendiendo un velo ante el malvado corazón de aquel loto devorador. Era un solo alienígena con su manto incendiado por un opalescente fuego.
De igual modo que un calamar terrestre, dos de los tentáculos del alienígena estaban dotados de orificios prensiles y absorbentes, mucho mayores que los de los otros. Dichos apéndices se fueron alargando y envolvieron a los terrestres por la cintura. Del cántico amenazador de los alienígenas sólo quedaba un chirriante gemido que hacía vibrar las aguas.
Thowintha nunca había tocado hasta entonces a Sparta y a Blake. Y al hacerlo ahora, se acompañaba de un tono impregnado de profunda ternura y protección.
—Todo irá bien —aseguró y ambos se rindieron en cuerpo y alma a su cuidado.
El sifón de Thowintha expelía chorros de agua mientras seguía su marcha, portando a la pareja humana, aunque no deslizándose a la manera de los calamares terrestres que marchan hacia atrás, sino más bien fluyendo como las colas de un cometa. Las caras de ambos se distorsionaban como máscaras teatrales al tratar de no ingerir agua. Apretaban los brazos a los costados y estiraban los pies para dotar a sus cuerpos de una forma aerodinámica.
Arrastrando a los humanos y seguido por miríadas de minúsculos y agresivos calamares semejantes al chorro chispeante de un cohete cilíndrico, Thowintha se fue alejando de aquella aglomeración cada vez más desordenada. Al cabo de pocos instantes pasaban por encima de la colonia sobre los arrecifes que Sparta y Blake habían visto en su camino desde la nave-universo, con sus anchos cañones y sus cuevas de coral dotadas de extrañas estructuras artificiales ahora abandonadas. A Blake le hubiera gustado preguntar la causa, pero la velocidad con que discurrían por el agua hacía imposible hablar. Giró levemente, agarrado por Thowintha, para mirar hacia la estela que dejaban tras de sí. El océano estaba atestado de cuerpos lanzados en su persecución.
—No os preocupéis. No es demasiado tarde para evitar el colapso —les advirtió Thowintha con su voz resonante.
¡El colapso! A Blake le hubiera gustado formular algunas preguntas; pero sólo pudo reflexionar sobre el significado de aquella palabra.
Mientras sucedía todo esto, mis compañeros y yo explorábamos la nave-universo. Como había anunciado Walsh, Nemo se había fugado. Podíamos ver perfectamente que la cámara de inmersión estaba vacía. Tan sólo quedaban las membranas flotantes parecidas a algas que hasta aquel entonces nos habían estado sustentando a todos.
No habíamos interrogado concretamente a nuestra capitana sobre los motivos que la habían impulsado a visitarnos. Podíamos esperar hasta más tarde, cuando se mostrara menos reticente sobre la verdad. Por el momento, aceptamos en su justo valor su explicación de que había hecho un recorrido de prueba con el Manta. Pero sus noticias nos habían puesto nerviosos hasta el punto de que nos causaba inquietud separarnos. ¿Planeaba Nemo un nuevo ataque al remolcador? Habíamos aprendido a no atribuir ningún motivo razonable a aquel hombre. McNeil, Hawkins y Marianne Mitchell permanecían alerta en el interior del Ventris.
Entretanto, la huida de Nemo confería mayor premura a nuestras exploraciones. Walsh y yo miramos por la escotilla delantera de la cámara de presión de poliglás. El pobre Tony navegaba a ciegas metido en aquel estrecho espacio detrás de nosotros. El Manta salió de la cámara de inmersión y se lanzó por los tortuosos corredores de kilómetros y kilómetros de longitud.
Antes de abandonar Júpiter nos habíamos familiarizado con la ruta que conducía al Templo del Arte, de modo que el Manta llegó en seguida a la bóveda central del mismo. Y entonces vimos lo que no habíamos visto hasta entonces. La inmensa bóveda latía pletórica de estrellas vivientes.
—Tony ¿puedes acercar la cabeza hasta aquí y echarle un vistazo a eso?
—Dame un minuto, Jo.
Uno de los motivos por los que le habíamos permitido venir con nosotros era el de ser el más pequeño de todos, después de mi persona. Pero aun así, Groves necesitó efectuar toda una serie de movimientos acrobáticos, lentos y fatigosos, para introducir su cabeza por entre nuestras rodillas con la cara vuelta hacia arriba, y escrutar el cielo a través de la burbuja.
—¡Huuuum! —murmuró.
—Bueno. ¿Qué pasa? —le pregunté.
Quizás el tono de mi voz me hiciera parecer más irritado de lo que realmente me sentía. En realidad estaba más nervioso que encolerizado, aunque no por causa de Nemo sino por haberme puesto en evidencia. Cuanto más nos acercábamos al centro de control de la nave-universo, menos seguro me sentía de que todo aquello pudiera conducirnos a algún resultado concreto. ¿Cómo íbamos a descifrar los pensamientos de la mente alienígena, cuando después de treinta años de ardua labor sólo habíamos logrado entender unos miles de palabras de su lengua?
Graves empezó a hablar.
—Ese esquema es casi idéntico al que el Ventris calculó para nosotros con el input de Troy. Es el aspecto que debió tener el cielo hace tres mil millones de años, es decir, cuando abandonamos Júpiter. Aunque todo esto resulta muy incierto. No me avengo a creer en los datos de una computadora sobre la posición de los planetas en un período de tiempo tan extenso…
Su voz se perdió en un murmullo ininteligible.
—Ibas a decir algo más —le animó Walsh.
Groves era un hombre modesto e introvertido, con una reputación como navegante no demasiado brillante, pero que había logrado llevar a Springer a Plutón, con lo que las suposiciones del famoso explorador resultaron erróneas y sus colegas supieron a quién debían conceder al mérito.
—Lo que pasa, Jo, es sencillamente que hay muchas luces en ese cielo que no aparecen en la reconstrucción del Ventris. Si se las mira un minuto o dos…, es decir, más o menos el tiempo que llevo tendido de espaldas, parecen estar siguiendo órbitas cometarias.
—¿Puedes afirmarlo así, tan rápidamente?
—Sí. Se mueven muy deprisa y se encuentran muy próximas… por eso se advierte bien su desplazamiento.
—¿Qué presagia eso? —le pregunté.
Groves gruñó algo entre dientes mientras meditaba su respuesta.
—Son sólo conjeturas, ¿comprenden? —respondió mirándonos de abajo arriba—. Pero creo que un par de esos cometas están a punto de chocar con nosotros. Tal vez la próxima semana. O quizá mañana mismo.
—Los amalteanos deben saberlo —sugirió Walsh.
—Entonces…
—Hay algo más —intervino Tony.
—¿Qué es?
—No lo sé —replicó el navegante—. Me limito a estar aquí tendido de espaldas mirando eso. Ni siquiera sé de qué está formado el sistema ni de dónde extrae sus datos. Suponiendo que lo que veo sea algo semejante a un planetario de tiempo real… pues bien, tenemos ahí un cuerpo tres veces más brillante que un cometa normal, que viene hacia nosotros a dos veces la velocidad de uno de ellos y que está precisamente encima de nosotros.
—¡Dios mío! —exclamé.
Walsh no dijo nada. Su atención había sido atraída por cierto movimiento en el Templo, muy por debajo del resplandeciente techo donde brillantes y móviles estrellas doradas, turquesas y rubíes se agrupaban en la oscuridad mezcladas con figuras sombrías que se infiltraban en las aguas a su alrededor.
—Profesor… no estamos solos.
Instantes después, el Manta quedaba rodeado por criaturas tan corpulentas como Thowintha que resplandecían como anuncios luminosos y bombardeaban nuestra quilla con horribles reverberaciones sónicas.
—¿Nos atacan? —preguntó Walsh.
—Tal vez hayamos de considerarnos arrestados —dijo Groves casi inmediatamente.
Pero yo no lo creí así a juzgar por los ruidos ahogados que se escuchaban.
—Conecta los hidrófonos —le dije a Walsh.
Ella lo hizo así. Las repentinas, claras y animadas voces de nuestros «captores» cantaban al unísono y surgían por los altavoces del Manta.
—¿Qué dicen, profesor?
—Más o menos: «Queremos ayudaros. No interfiráis».
—¿Ah sí? Pero ¿de dónde diablos vienen? ¿Quiénes son?
—Ayúdeme a conectar la traductora con los altavoces. Quizá pueda contestar.
Walsh manipuló los circuitos mientras yo tecleaba palabras en la traductora. Pero antes de que hubiéramos terminado, una nueva avalancha de sonidos se difundió por el agua.
—No os preocupéis.
—¡Nos estamos moviendo! —gritó Groves.
—Todo irá bien. —Los alienígenas estaban manipulando algo en el exterior del casco. Una aglomeración de tentáculos descendió por delante de la lumbrera de la burbuja. Se produjo una pausa y en seguida se oyó un sonido alarmante.
El pobre Groves empezó a gritar cuando se dio cuenta de lo que estaban haciendo los alienígenas. Sus estridentes gritos de terror llenaron el atestado interior de la nave.
—¡Dios mío! ¡Han encontrado la manivela que actúa sobre la compuerta de emergencia! —gritó Walsh.
Su mano se alargó hacia los conmutadores que ponían en marcha los cohetes auxiliares del Manta, pero antes de que lograra accionar las cubiertas de seguridad, la compuerta se abrió y el agua se precipitó a raudales por la abertura como si surgiera de una boca de riego.
La fuerza del chorro me proyectó contra la ventana de poliglás y a partir de entonces ya no recuerdo lo que pasó.
Thowintha seguía arrastrando a Sparta y Blake, pero no hacía nada por evadir a la brillante horda de alienígenas que se lanzaron en pos de ellos a través de la compuerta sumergida. Las capas moleculares impermeables del gigantesco recinto empezaron a reagruparse en seguida, girando velozmente en una espiral centrípeta. Thowintha nadaba enérgicamente hacia arriba por entre las brillantes cavernas y corredores del inmenso espacio.
La nave, hasta entonces solitaria, estaba transformada. Alrededor de ellos zigzagueaban miríadas de inquietos seres llevados por sus tareas particulares, moviéndose tan rápidamente que Sparta y Blake se sintieron turbados por su incapacidad estrictamente humana. Porque, por adaptables que sean los humanos, cuando están desnudos y desprovistos de sus instrumentos habituales, se convierten en unos animales perfectamente inútiles.
Era dudoso que los amalteanos hubieran comprendido las emociones de Sparta y Blake. En cuanto a Thowintha parecían indiferentes a lo que sintieran. Sólo había reaccionado ante su curiosidad informándolos mientras nadaba, con una voz que había adquirido una resonancia etérea porque sus ideas se concentraban de acuerdo con la masa de aquellos seres desparramados por la nave o tal vez incluso con ésta, y se expresaban con sus propias voces que se expandían por las aguas.
Lo que él-ella o ellos tuvieran que decir era en parte teórico, en parte fantástico y en parte inconcebible. Sparta y Blake se limitaban a absorber cuanto les fuera posible.
Transcurridos algunos minutos de sobrehumanos esfuerzos, Thowintha lo soltó.
—Tenéis que explicarles lo que os hemos explicado a vosotros. Disponéis de muy poco tiempo. —Y, dicho esto, se alejó.
Blake y Sparta emergieron del agua. Fue como si la nave-universo quedara sellada tras ellos. A su lado, la cúpula inclinada estaba llena de un aire todavía cálido e impregnado del áspero perfume de Venus. Los tendones metálicos de la escotilla se curvaron sutilmente sobre los humanos y los levantaron para depositarlos con rapidez en la abierta bodega de carga del Michael Ventris. Notaron cómo sus pies se posaban en la dura cubierta de metal mientras los tendones siseaban al alejarse, dejándolos tambaleantes al carecer del apoyo acuático del que hasta entonces habían dependido.
La escotilla del módulo de la tripulación estaba cerrada.
—¿Quién anda por ahí? —la voz de Hawkins resonó sobre ellos por el intercomunicador.
—Somos Troy y Redfield —contestó Sparta.
—¡Abra! ¡Es urgente! —lo apremió Blake.
La escotilla se abrió lentamente y Hawkins los miró con aire suspicaz empuñando una llave de titanio.
—¿Dónde están los demás? —quiso saber.
—Creíamos que estaban aquí —contestó Sparta entrando sin más preámbulos.
Si Hawkins hubiera optado por resistirse, ni ella ni Blake hubieran logrado pasar. Encontraron a McNeil y a Marianne en la cámara de oficiales, con un aspecto fatigado y tan nervioso como el de Hawkins.
—Walsh, Groves y el profesor han partido en el Manta para explorar —explicó McNeil—. Ya se están retrasando.
—Nemo no aparece —añadió Marianne—. El capitán dice que se ha fugado.
—En realidad, no lo sabemos —terció McNeil—. A lo mejor…
—Eso no importa por el momento —lo atajó Sparta—. La nave-universo va a emprender una nueva aceleración masiva. Es urgente que volváis al agua.
Se quedaron sin respiración y el color desapareció de sus rostros. Era como si Sparta acabara de pronunciar su sentencia de muerte. Marianne fue la primera en reaccionar.
—¿Volvemos a casa?
—Eso está fuera de nuestro control —fue la respuesta de Sparta.
Los alienígenas y sus acogedores mecanismos recibieron nuestros cuerpos. Una vez en la cámara de inmersión, Walsh, Groves y yo flotamos en las olas artificiales, sin ver nada, hundidos en nuestros propios sueños.
Sparta y Blake nos observaron hasta que todos nos encontramos a salvo. Ella se volvió hacia Blake agitando las manos, aliviada al estar en el agua otra vez.
—Tienes marcas de succión en el ombligo —le dijo. Bajo el agua su voz, de nuevo la suya verdadera, sonaba pletórica de matices diversos. Mirándose a sí misma añadió—: Y yo también.
Él no dijo nada. Los dos nadaban vigorosamente en las cálidas y movedizas aguas de la nave.
—Van a fracasar —comentó Blake colérico—. Lo saben y eso los vuelve locos. Estamos presenciando la desintegración de su sociedad.
—No tienen experiencia en fracasos.
—Ni en sucesos inesperados —opinó él, fingiendo sentirse asombrado—. Enviaron un arca; una nave estelar cargada de pioneros con dos ejemplares de todas las especies…, o cualquiera que sea el número mágico en su lugar de origen, con órdenes de reproducir su patria natal en todos los detalles, hasta el último virus. Pero se olvidan de advertirles que se podían encontrar con algo un poco… diferente.
—Conocen secretos de la naturaleza que los humanos tal vez nunca averigüemos por nosotros mismos… aunque muchos estemos impacientes por lograrlo.
—Diferentes historias… tonterías distintas. Tú eres la que dijiste que no podemos evitar ser Adaptadores.
—Porque nuestra evolución es de cortocircuito; hemos remplazado la modificación física lenta y los cambios de conducta implantados por la cultura fluida… Hemos crecido junto con los volcanes, los terremotos y los glaciares que llegaron y se fueron, como las mareas que suben y bajan. Los desastres nos mantuvieron siempre alerta.
—Mientras que esa otra especie tiene cientos de millones de años, quizás incluso miles de millones. Estoy seguro de que llegaron de algún lugar remoto y antiguo que nunca ha experimentado cambios…
—También en la Tierra algunos esquemas cambian muy poco con el paso del tiempo. Las libélulas, los escorpiones, los escualos…
—Y los calamares —sugirió Blake.
—Podemos ayudarles —decidió Sparta.
—¿Por qué? ¿Qué nos importa a nosotros si fracasan?
Ella clavó en Blake una fría mirada.
—Aquí hay algo en juego que está por encima del posible éxito de esos seres. Thowintha nos ha traído a este lugar porque cree que podemos hacer algo en su favor, y también por algo más.
—¿De qué se trata?
—Me parece que lo ha hecho para que creemos nuestro propio destino.
Él exhaló un reguero de burbujas.
—¿Qué podemos hacer por esta gente? Ni siquiera logro mantenerme a su nivel en el agua.
—Ya has ayudado en algo. Sugeriste que remolcara a los cometas…
—Pero la idea fue rechazada de plano. De todos modos, me parece que es ya demasiado tarde. Aun cuando lograran convencerse a sí mismos para desobedecer el Mandato.
—¿Te refieres a que ya hay demasiado vapor de agua en la atmósfera de Venus?
Él asintió con un movimiento de cabeza.
—El efecto invernadero ya es irreversible.
—De acuerdo —convino Sparta—, pero no estaba pensando en Venus.
Él la miró sorprendido.
—¿Acaso en la Tierra?
Sparta negó con energía.
—Pensaba en Marte.
—¡Pero eso es imposible! —afirmó sin vacilar—. Marte tiene una décima parte de la masa de la Tierra y un cuarto de su diámetro… y una relación superficie-volumen muchísimo mayor. En Venus ocurre todo lo contrario. No se puede mantener una atmósfera y, aunque así fuera, no se lograría conservarla caliente.
—Pues lo han hecho, como sabemos por la placa marciana.
Él la miró exasperado.
—En primer lugar, lo hicieron sin nuestra ayuda.
—¿Estás seguro?
—Y en segundo lugar, fracasaron.
—Puede que no ocurra lo mismo esta vez. Me parece que hemos vivido una historia distinta a partir del momento en que entramos en el agujero negro.
—Marte sigue teniendo las mismas dimensiones, no importa la historia que vivamos ahora —repitió él—. Si quieres ayudarles a que recreen Cruz, la elección más lógica es la Tierra.
—Me gustaría convencerles de lo contrario —expresó ella. Y, alargando una mano suplicante, la puso levemente en el hombro de él—. Necesito tu ayuda.
Blake no pudo resistirse mucho tiempo. La perspectiva de bombardear Marte… todo un planeta, con cometas era una insensatez irresistible.
Thowintha se hallaba suspendido en las brillantes aguas del puente del Templo rodeado por otros seres de su misma especie. Para Sparta y Blake, el enérgico aleteo de su manto y su ritmo cada vez más vivo sugería una profunda meditación. Tras algunos minutos de silencio, el manto emitió un resplandor rojo brillante y una sucesión de vibraciones se produjeron a su alrededor.
—¿Nos ordenáis que lo hagamos?
—¿Quiénes somos nosotros para ordenaros nada? Sugerimos simplemente un procedimiento a seguir.
—Haremos lo que los Designados indiquen. Fabricaremos las naves que necesitéis. E incluso os enseñaremos a pilotarlas. —Las aguas se estremecieron a impulsos de su jovialidad.
—¿Cómo lo haréis? —preguntó Blake con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa.
—Os enseñaremos a pensar —dijo Thowintha.
—Ya sabemos pensar —replicó él airado.
Pero Sparta añadió:
—Estamos deseando aprender vuestros métodos de control.
El manto de Thowintha varió su color, pasando del rojo al púrpura.
—Nuestras naves extraen su potencial del vacío. Emitimos la fuerza desde nuestro interior. Conforme aumenta la distancia, aumenta también la flaqueza.
—¿La flaqueza?
—Dicho de otro modo, aumenta la probabilidad de no-existencia. Esta relación se calcula con facilidad. Para nosotros, tales asuntos son de poca importancia. Para vosotros, los humanos, los valores pueden ser distintos.
Sparta miró compungida a Blake antes de dirigirse al alienígena.
—Nos gustaría considerar esos valores a los que te refieres —le dijo con un tono más razonable de lo que en realidad le sugería lo que estaba pensando.
Ningún ojo sensible había observado el aterrizaje de la nave-universo, ni ninguno había sido testigo de su despegue. El océano, alrededor del lugar en que se había posado la nave, estaba desierto en muchos kilómetros a la redonda. Aquella zona marítima, superrecalentada, hervía frenéticamente, se evaporaba y un vértice nuboso giraba en torbellino alrededor de la columna ígnea que la nave dejaba en su estela.
Muy pronto se encontró por encima de las nubes, la esfera del planeta se convirtió en un disco. Venus quedó atrás, y la diamantina luna se fue desplazando paulatinamente hacia el sol.
Los cometas la persiguieron. Los cometas… y otra luna también gigantesca y diamantina, exactamente igual a ella.