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Forster hace una pausa para observar cómo el comandante remueve un poco el fuego. Lo hace de un modo obsesivo, empujando las brasas y clavando la mirada en ellas como si buscara la respuesta a preguntas demasiado vagas para poder ser formuladas; y a la vez demasiado importantes para poder eludirlas. Surge una breve llama anaranjada que momentáneamente borra la visión de la multitud de neblinosos cometas que se ven a través de las altas ventanas de la biblioteca.

El comandante mira a Forster, dándose cuenta repentinamente de aquella atención.

—Continúe —le anima con voz áspera y el sombrío rostro expresa tal vez mayor amenaza de lo que pretende.

—Con mucho gusto —responde Forster, afable. Y se vuelve hacia Ari y Jozsef—. En nuestras primeras exploraciones de Amaltea, Redfield fue el primer piloto del Manta; pero luego se abstuvo y, como el estado del Ventris parecía prolongarse indefinidamente, la capitana Walsh emprendió la tarea de acondicionar el submarino para nuevas exploraciones. —Carraspea más ruidosamente de lo necesario—. Y mientras procedía a ello, eludió su mandato, lo que le permitió realizar un descubrimiento en extremo preocupante.

Walsh había comprobado los efectivos del equipo y todo parecía funcionar correctamente, por lo que mandó bajar el submarino por la compuerta interior hasta situarlo en las aguas de la nave-universo. Estaba examinando el tablero de controles, atenta a alguna advertencia que en realidad no deseaba oír. Con las luces interiores encendidas, el hemisferio de la burbuja del Manta se convertía en un espejo deformante que la reproducía en posición inversa.

Mirando aquella imagen suya en miniatura, pensó que aquel viaje no era sino un ejemplo del modo en que las cosas no deberían haber sucedido. Todo guardaba una gran similitud con las advertencias que le habían hecho cuando estudiaba en la Academia. Los aspirantes experimentaban allí un par de días de soledad total que permitían comprobar quiénes de ellos fracasarían y quiénes no serían capaces de soportar un despertar en la Luna y mucho menos aún en Marte o en el Cinturón Principal.

Muchos se daban cuenta entonces de que no eran aptos para ser proyectados al espacio. Porque nunca podrían soportar el terrible aburrimiento que comportaba. Algunos lo descubrían meses e incluso años después. Algunos de los que conseguían llegar hasta las puertas de la Academia lograban sin embargo su objetivo porque se trazaban un plan mediante el cual sobreponerse al sistema. Su secreto consistía en no permitir que nada los aburriera. Tenían una imaginación vivaz y una ambición en extremo aguzada. Eran del tipo de personas para quienes bastaban dos o tres meses de aprendizaje con las máquinas (muchas naves espaciales eran casi tan atractivas como el Ventris, aunque algunas lo eran mucho menos; la Oficina Espacial poseía sólo una docena de esbeltas y blancas naves del tipo «antorcha de fusión»), si a cambio de ello conseguían una semana de actividad en algún puesto exterior del sistema solar.

No importaba que dicha actividad no fuese tan apasionante ni se desarrollara en un lugar tan exótico como habían imaginado mientras siguieran siendo pilotos espaciales, hasta alcanzar los treinta y cinco o los cuarenta años como máximo, la fantasía los mantenía vivos y engañados. Cuando finalmente la realidad se hacía patente, había otros muchos que formaban cola tras ellos y a los que se ofrecían empleos en los que aprovechar sus experiencias. Al parecer, la oficina llevaba mucho tiempo familiarizada con dicha especie; los protocolos de las pruebas estaban especialmente confeccionados para encontrar candidatos dominados por aquellas ensoñaciones secretas.

Pero ya desde el principio, Jo Walsh tuvo mucho más que simples sueños de piloto.

En un servicio en el que predominaban los nórdicos, es decir, gentes de piel pálida, incluso el aspecto de Jo resultaba especial. Porque era una de las pocas mujeres de color de la Oficina. Sus antepasados habían sido negros africanos y árabes, con alguna mezcla también de portugueses plantadores de azúcar del Caribe, dueños, trescientos años antes, de los esclavos de los que ella procedía. Walsh poseía las vivas facciones geométricas y el color y brillantez de un bronce de Benín.

Sus reflejos eran los de un tiburón cazador, habilidad que había adquirido durante los veranos, siendo todavía muy niña, ante la complacencia de su padre viudo, pescador de oficio, y el horror de sus maestros. Estaba dotada además de esas extraordinarias facultades matemáticas que son distribuidas al azar por el conjunto de los genes humanos para concentrarse como por arte de magia ya en descendientes de empleados hindúes, o de campesinos griegos; de judíos húngaros refugiados; de obreros esquimales de los oleoductos y de otras personas similares… en resumen, genes que van a parar a los lugares o a las personas más distintas. Por ello, poseía todas las cualidades necesarias para un capitán de navío, tipo «antorcha de fusión».

Pero aún había más, Jo era hija de sus padres, nativa de una verde isla rodeada por transparentes mares y de aquel pueblo supersticioso, pletórico de sol, que la habitaba. A finales del siglo XXI, el concepto de «nación» como idea geopolítica había quedado anticuado desde mucho antes. Pero cada grupo lingüístico minoritario de la Tierra, ceñido por fronteras que no eran las de sus antepasados, seguía anhelando tener nacionalidad propia. Los imperativos culturales se pueden diluir, pero nunca se disuelven por completo sino que persisten durante generaciones y generaciones. La gente no es inmune a la magia de lo ancestral.

Josepha Walsh no era prisionera de la magia, pero tampoco era inmune a la interferencia de los dioses. Así pues, mirándolo bien, ninguno de nosotros debía sorprenderse de que, antes de ingresar como cadete, fuera reclutada por el Espíritu Libre organización cuyos miembros recorrían el mundo en busca de niños con condiciones prometedoras, y que se habían fijado en ella cuando tenía quince años y llevaba ya dos asustando a las monjas con su precocidad y su talento.

Después de ser obligada por las hermanas a elegir a Jesús en vez de a Ogun o Chango, pareció como si un nuevo y más elevado camino se abriera ante ella, como si el Pancreator fuera Jesús y Ogun y Chango al mismo tiempo; el Pancreator, que había hecho todas las cosas, era la fuente del conocimiento y con el tiempo traería el Paraíso a la Tierra. Evocando su pasado, se veía claro que el Espíritu Libre, personificado por cierto padre jesuita, la había ido atrayendo hacia las matemáticas y la física parroquial para llevarla luego a la Academia del Espacio. Todos se habían mostrado ansiosos por introducir a uno de sus miembros dentro de la rama más activa de la Junta.

Tras el primer año, la Academia permitía a sus cadetes que tuvieran libres los fines de semana. El campus se encontraba en Nueva Jersey (una Academia del Espacio en la Tierra tan sólo necesitaba locales para sus clases y acceso a un puente aéreo) y el trayecto era fácil desde allí hasta Manhattan donde Josepha asistía a la reuniones ocultas de los profetas. Pero, al observar más de cerca aquella mezcla ya casi olvidada de historia y mito que llamaban el Conocimiento, su fe empezó a flaquear.

Y para cuando se graduó en la Academia no creía en nada que sobrepasara las cuestiones prácticas, excepto la teoría del quantum y la de la curva espacio-temporal. Estaba convencida de que el Conocimiento resultaba incompleto y de que sus predicadores eran artistas de pacotilla. Si existían alienígenas, de lo que estaba plenamente convencida, no acudirían para llevar la salvación los profetas del Espíritu Libre. Había ido agrupando suficientes retazos de su programa como para saber que, mientras fuera miembro del mismo, se consideraría una traidora a la Junta y al Consejo de los Mundos. Pero era ya demasiado tarde; porque quien optara por escapar al Espíritu Libre estaba condenado a muerte.

Entonces, en la primera tarea que le asignaron, conoció a un atezado comandante de voz ronca perteneciente a la Sección de Investigaciones. Éste le dijo que la venía observando y que la tenía por uno de los profetas. Pero, para su sorpresa, no la detuvo sino que la reclutó para su propio servicio secreto.

Él y sus colegas se habían bautizado con el nombre de Salamandra. Y, al igual que ella, habían sido miembros del Espíritu Libre. Pero, aunque creían en las verdades esenciales del Conocimiento, se daban cuenta de que eran utilizadas con fines equivocados. La mayor parte de ellos, había pocos como el comandante, operaban abiertamente desde posiciones de poder, desafiando al Espíritu Libre. Algunos simulaban pertenecer aún al mismo. Y ése era el papel que el comandante deseaba que Walsh desempeñase.

Así pues, continuó su carrera en la Junta Espacial, donde fue ascendiendo de categoría rápidamente. Un capitán de cutter ocupa el asiento izquierdo a la edad de veintiséis o veintisiete años o no lo ocupa nunca. Josepha Walsh lo consiguió a los veintidós. Y simultáneamente continuó siendo miembro «oculto» del Espíritu Libre.

Pero nunca pasó de ser un simple soldado para los profetas, que la mantenían siempre al margen de todo y le daban órdenes no acompañadas de explicación alguna, que debía cumplir sin formular preguntas. A veces obedecía pero en otras ocasiones sólo fingía hacerlo, aun a riesgo de su vida. Así fue como «mató» a su primera víctima ritual, un miembro de los Salamandra quien, gracias a haber sido avisado por ella, cambió de identidad y desapareció, quedando constancia de su fallecimiento.

Aunque Walsh no tenía acceso a los consejos de los caballeros, y de los ancianos, entre los profetas, adivinaba a grosso modo cuáles eran sus objetivos, observaba sus maniobras, y se las componía para comunicar al comandante todo cuanto averiguase. A veces, éste le encomendaba misiones que la ponían en contacto con la inspectora Ellen Troy, incluso antes de que ésta tuviera una noción exacta de su papel en el esquema de tales hechos. Fue Josepha Walsh quien llevó a Blake Redfield a la Luna, tras comunicarle que la sede de los alienígenas se encontraba en Cruz. Y fue ella también la que sugirió que el misterio de la gran placa de Marte podía ser desvelado en Fobos.

Era pues natural que Josepha Walsh se ofreciera voluntaria para colaborar en la expedición de Forster a Amaltea, misión que convenía tanto a los Salamandra como al Espíritu Libre. Pero, antes de que se iniciara, el Espíritu Libre quedó repentinamente decapitado y privado de la mitad de su consejo por la acción de Ellen Troy operando como agente libre fuera de todo control, incluso de sí misma.

Walsh no reconoció a Sir Randolph Mays cuando éste deshizo literalmente la expedición a Amaltea al llevar consigo a Marianne Michell. A Mays, por su parte, aunque debió haberla reconocido, le pareció mejor eliminarla junto con los demás antes que intentar servirse de ella. Nadie a excepción del comandante sabía que Josepha Walsh pertenecía a los Salamandra, ni siquiera Redfield, aunque era también miembro del grupo.

Ni tampoco nadie sabía —después de que Mays se viera obligado a admitir finalmente quién era y una vez que Walsh hubo averiguado lo que había hecho y lo que se proponía hacer— que ella había adoptado una resolución personal. Porque, por aquel entonces, el jefe y personaje principal entre los profetas del Espíritu Libre, el mayor de los ancianos, el más honrado caballero, el que había causado el desorden en el Conocimiento, frustrado las aspiraciones de Walsh, originado su deshonra e intentado asesinarla junto con su tripulación, estaba ahora a su alcance. Y se desplazaba bajo ella bajo las cálidas aguas de la nave-universo, inconsciente y vulnerable. Sólo precisaba del ágil submarino europano para dar con él y aniquilarlo definitivamente.

Por eso fue por lo que Josepha Walsh, en el curso de la más importante aventura de su vida, una aventura con la que venía soñando desde que era adolescente, sintiéndose loca de impaciencia, y presa del aburrimiento producido por la inactividad obró de aquel modo. No existe una venganza más dulce que la que proviene de desquitarse de unos sueños reducidos a la nada.

El submarino al que llamábamos Manta había tenido su origen en una nave de investigación en la luna de Júpiter llamada Europa. Bajo la gruesa capa de hielo de su corteza exterior, se encontraba un océano desprovisto de vida, pero rico en minerales disueltos. Se pretendía que el Manta obrara con independencia de la superficie. Sus «branquias» estaban recubiertas de enzimas artificiales con las que absorbía el oxígeno del agua. Otras proteínas asimismo artificiales conducían el oxígeno hasta los sistemas interiores del sumergible en los que se alojaban sus pasajeros humanos. Una vez sumergido, el submarino avanzaba impelido por el rítmico batir de sus alas en forma de radios movidos por la complexificación y des-complexificación de moléculas activadas. Como las bombas peristálticas internas del Manta eran capaces de anular presiones equivalentes a las de las fosas más profundas de los océanos terrestres, los de Venus, menos hondos, no presentaban dificultad alguna.

Sin decir nada al resto de nosotros Josepha Walsh impulsó el Manta hacia abajo, dentro del ámbito de la nave-universo.

Su búsqueda fue rápida y precisa. Sabíamos lo suficiente de Troy como para tener conocimiento de dónde íbamos a pasar aquellos meses de suspensión de actividad: en una cámara no muy alejada de la compuerta en que estaba aparcado el Ventris. El Manta fue arrastrado a las profundidades por sus aletas como un ángel de la muerte.

A los pocos minutos, ella se encontraba sobre su objetivo. Pero Nemo había desaparecido.

Forster mira a su alrededor con astucia. Una vez más, su pequeño pero selecto auditorio está pendiente de sus palabras. Hace una pausa mirando cómo la luz de las llamas se refleja en los desnudos paneles de la biblioteca antes de reanudar su relato con voz tranquila.

—¿Qué pasó durante los minutos transcurridos hasta que Walsh llegó a la desierta cámara de inmersión? Nunca lo sabremos. Troy me dio su versión de los hechos; pero no había estado presente de manera directa. Quizá la información procediera de Thowintha…

En lo profundo de las aguas interiores de la nave-universo, los ojos de un hombre sumergido se abrieron en forma de minúsculas ranuras color perla. Sus dedos, semejantes a garfios, se aferraban a los tubos por los que era alimentado y recibía el oxígeno para sus órganos.

Nemo había dormido cuanto le apeteció, había soñado cuanto le vino en gana, y despertó cuando quiso. En el transcurso de décadas había aprendido a fijar y dar forma a su conciencia mejor incluso que un yogui. Ahora iba a hacer lo propio con el resto de sí mismo.

Los tubos nutrientes proveedores de vida y las membranas para intercambiar oxígeno en las que se encuentra envuelto no están conectadas a bombas primitivas ni a pesados tanques de aire, sino a sistemas enzímicos miniaturizados que, aunque similares en principio, son mucho más sofisticados que los que los humanos usan en sus submarinos o para respirar el fino dióxido de carbono de la atmósfera de Marte. Importa poco que estos sistemas de telaraña no hayan sido planeados para la movilidad.

Nemo no desordena las cintas semejantes a algas ni los tubos unidos a él en una especie de conexión simbólica, pero sí los separa de sus anclajes en los costrosos muros de la cámara en la que está recluido como un cautivo flotante. Envuelto en algas polímeras, nada lentamente por el laberinto acuático anhelando el destino del sumergido marino fenicio de Wasteland:

… Y conforme se elevaba y caía traspuso las etapas de su madura edad y de su juventud para entrar en la vorágine.

Thowintha flota ahora en las aguas del puente del Templo, estudiando los senderos parabólicos trazados en forma de franjas brillantes en la bóveda de las luces dotadas de vida. Los tentáculos alienígenas apenas si reaccionan, en respuesta a la señal prevista transmitida a él-ella, en forma de remolinos, informándole de que un humano ha entrado en el Templo.

—Veo que estás solo —dice Nemo—, igual que yo.

—Nunca estamos solos.

El cuerpo pálido y huesudo de Nemo se suspende en el agua luminosa engalanado por las membranas poliméricas que lo envuelven.

Nada hacia delante desgarbadamente.

—Ésa es tu manera de hablar, honorable. Pero no expresa realmente los hechos.

Nemo tiene una forma muy peculiar de hablar, apenas incomprensible, ya que un humano ha de producir los sonidos del lenguaje de Thowintha sin la ayuda de los pulmones ni de la glándula de resonancia accionada por gas que poseen los alienígenas. Nemo se expresa, pues, débilmente con su lengua y sus labios y, cuando es necesario, se ayuda también con palmadas y chasqueos de los dedos.

Sin embargo, logra hacerse entender.

—Te has aislado —dice Nemo—. Te has enfrentado a los demás de tu misma especie. Has llegado a pensar que tanto Troy como el resto de nosotros los humanos que estamos aquí hemos venido para servirte, para llevar a cabo el plan que te forjaste, quién sabe cuántos cientos de miles de años atrás en tu historia personal. La primera vez que te puse la vista encima te tomé por un simple animal. Pero ahora sé la verdad. Tú eres el Pancreator.

—Esos sonidos no tienen significado alguno para nosotros —replica el alienígena.

—A mí no me engañas.

Un sonido vibrante, de procedencia desconocida, repercute por el Templo y se desvanece. Nemo espera.

Pero Thowintha no pronuncia palabra.

—¿Qué harás si solicito salir de aquí? —pregunta Nemo.

—Eso no es de nuestra incumbencia.

—¿Aunque explique a los demás de vuestra especie por qué estáis realmente aquí?

—No hay nada que ocultar.

—Eso es lo que tú dices. Puedes matarme cuando quieras —afirma Nemo.

El manto que cubre a Thowintha se ilumina y, sin previo aviso, nada velozmente, alejándose de allí.

Me imagino a Nemo permitiéndose sonreír fríamente mostrando unos dientes que brillan fantasmales en la pálida claridad azul. Sus enormes manos y sus pies azotan el agua y se hunde lentamente en las profundidades de la nave-universo arrastrando tras de sí algas portadoras de vida, mientras trata de hallar la ruta de salida.

—¿El alienígena lo dejó escapar? —pregunta Jozsef asombrado.

Ari dirige a su esposo una mirada impaciente.

Aquel ser apenas si era humano. No se podía esperar que comprendiera.

—Si me lo permite, doctor, creo que lo entendía perfectamente —afirma Forster—. Y que todo lo que vino después figuraba ya en los cálculos de los alienígenas.

—¿Quiere decirme que ésa fue la causa por la que nunca más volveré a ver a mi hija? —le pregunta Ari irritada.

Pero Forster le contesta sin alterarse:

—Ella contribuyó también a lo que vino después. Ella y Redfield…