La nave-universo se mantenía suspendida sobre el agua, más alta que la más alta montaña de Venus, proyectando un cuarto de su mole en las espesas nubes del planeta. De haberse hallado en la Tierra hubiese alcanzado una altura superior a la de la estratosfera. Muy arriba en el costado de aquella inmensa mole rodeada de nubes, la gran compuerta que albergaba al Michael Ventris permanecía abierta dejando entrar la lluvia torrencial.
En nuestro puente de mando, McNeil, provisto de un casco y de unos guantes natural-artificiales, se ocupaba de verificar los daños que pudieran haber sufrido las tuberías del combustible y de la refrigeración del motor número dos. El sistema AR le permitía introducirse por entre los conductos y las válvulas, sumirse en sensaciones visuales, aurales, aromáticas y táctiles mientras se abría camino por entre pistones y rotores de bombas, se introducía por entre toberas de inyectores y se desplazaba por la accidentada superficie de la cámara de combustión sin abandonar su litera. Pero aun cuando sus sentidos le dijeran que su tamaño no era mayor que el de una hormiga, tenía que mostrarse más sagaz que éstas; la concentración que requería aquella tarea dejaba exhausto a cualquiera. Transcurridas dos horas de recorrer aquellos vericuetos a escala milimétrica no había localizado ninguna avería grave. Pero no llevaba explorada ni la mitad de la zona afectada por un funcionamiento defectuoso y le quedaba todavía mucho camino por recorrer.
Yo lo observaba trabajar mientras iba rellenando ficha tras ficha de mi Diario, deseando poseer los conocimientos adecuados para ayudarle de alguna forma.
Cuando McNeil se estaba quitando el casco y los guantes, Walsh subió al puente.
—¿Quiere que continúe yo? —le propuso.
—Sólo necesito descansar la vista un poco —respondió McNeil.
Se inclinó hacia delante para observar por las amplias ventanas del puente de mando y parpadeó al recorrer con la mirada el amplio círculo de cielo, de varios kilómetros de amplitud que se extendía a su alrededor. El centro de gravedad del planeta colocaba la enorme cúpula en un ángulo inclinado respecto a nuestro remolcador; pero el suelo que pisábamos estaba perfectamente plano.
Las escotillas del Ventris permanecían abiertas. La atmósfera de Venus, tres mil millones de años más joven que aquel otro planeta que también conocíamos, era respirable, quizás un poco excesiva en oxígeno, pero ello quedaba compensado por la mayor altitud en que nos encontrábamos. El espeso aire estaba fuertemente impregnado del olor de los organismos, las selvas y los mares situados muy por debajo de nosotros y por la vida microbiana que poblaba las nubes.
—Los alienígenas han sido muy amables al abrirnos esas puertas —musitó McNeil mirando hacia las nubes arrastradas por el viento—. Me pregunto por qué lo habrán hecho.
—Es agradable saber que no nos olvidan —opinó Walsh—. ¿Qué dice el diagnóstico?
—Me queda todavía mucho trabajo por delante; pero el hardware no parece haber sufrido daños. Hemos desconectado a tiempo para que nada se queme, y Tony me ha dicho que tiene ya limpio el software. —McNeil se pasó la mano lentamente por la cabeza y volvió a tenderse en su litera. Mirando a Walsh añadió—: El Ventris está de nuevo en condiciones de funcionar, o lo estará dentro de poco. Tenemos a nuestra disposición un pequeño pero robusto remolcador de Júpiter.
Ella leyó sus pensamientos igual que lo hice yo. ¿En qué podía beneficiarnos aquello? ¿Adónde iríamos a partir de allí?
Pero mientras barajábamos aquellas incógnitas, los hechos que determinarían nuestro futuro estaban sucediendo sin nuestra participación ni nuestro conocimiento…
Sparta y Blake eran transportados rápidamente por la enorme medusa y, tras unos minutos de recorrer una zona inundada de color gris, las cumbres de las nubes de Venus aparecieron iluminadas por el sol bajo ellos como una luminosa llanura y los últimos vestigios de vapor se esfumaron al otro lado de una ventana. Por encima se extendía el grueso terciopelo de un cielo tachonado de estrellas.
Los alienígenas se detuvieron, pero su música sin palabras continuó sonando, aunque ahora con cierto tono melancólico. Cuando las voces del coro se elevaron otra vez llenando las aguas de la nave, su sonido era más débil porque muchos de sus componentes permanecían callados.
—Esto es lo que frustró nuestros esfuerzos —cantaron. Y no existía duda respecto al significado de aquellas palabras.
Sin filtrados electrónicos, sin ampliaciones ópticas ni representación por píxels de computadora sobre una pantalla viviente o de cualquier otra clase, Blake y Sparta se enfrentaban al espectáculo de un firmamento nocturno lleno de neblinosos cometas. La nave continuó ascendiendo hasta quedar suspendida muy por encima de las cumbres nubosas.
—¿Habéis sido acometidos alguna vez por cuerpos semejantes a ésos? —preguntó Blake resoplando la frase en las pobladas aguas. Miró por entre los escurridizos cuerpos los cometas que poblaban la noche y que parecían ampliarse al ser vistos a través de la enorme burbuja de la cúpula.
—En muchas ocasiones durante millones de los pasados circuitos del Sol —replicaron los alienígenas—, por innumerables cuerpos más pequeños que los que ahora están próximos a nosotros. Y algunas veces, mayores que ellos.
Mientras hablaban, la medusa, tras haber alcanzado la cúspide de su trayectoria, empezó a descender otra vez lentamente hacia las nubes.
—Mas, al parecer, esos impactos no han destruido vuestra labor —dijo Sparta—, ni extinguido la vida que sembrasteis y cuidasteis.
Por un momento no hubo respuesta. Blake y Sparta escuchaban con interés mientras explosiones de sonidos rebotaban de un lado para otro de la cámara llena de agua, en lo que parecía una especie de diálogo.
Fuera, las nubes ascendían hacia ellos a velocidad vertiginosa. Blake dirigió una última mirada a los miles de pálidos estandartes cometarios intercalados entre las estrellas.
—Parece como si dos o tres de esas esferas brillantes vayan a chocar contra nosotros —advirtió a Sparta—. Suponiendo que se desplacen a vees propios de delta, es decir, a treinta o cuarenta kips, los primeros pueden llegar aquí en un par de días.
—¿Qué pasará entonces?
Pocas personas tenían una experiencia tan enciclopédica como la de Blake en cuestión de explosiones, en cómo producirlas y estudiar sus efectos. Hacer volar objetos por los aires era su afición máxima, por no decir su adicción.
—Depende de la masa. Si son normales…, es decir, si tienen de diez a veinte kilómetros de diámetro, considerando la densidad del agua… —reflexionó unos instantes— el estallido puede ser del orden de los mil millones de megatones.
Sparta abrió los ojos asombrada.
—Desde luego, es un impacto importante —admitió él asintiendo al comentario que Sparta no había llegado a formular—. Un cráter de quizás unos doscientos kilómetros de diámetro. Mil millones de toneladas de roca fundida y de vapor serían proyectadas a la atmósfera. Habría maremotos asolando el planeta en toda su extensión, una y otra vez, hasta que finalmente la perturbación amainara.
—¿Y la vida? —La pregunta sonó tan tenue que apenas si Blake pudo oírla.
Él se encogió de hombros, lo que produjo un estremecimiento de sus branquias.
—Es difícil saberlo. Esto no es la Tierra. La temperatura es aquí mucho más alta y la capa de nubes mucho más densa. ¿Tempestades de fuego? ¿Lo que se denominó «invierno nuclear»? Lo dudo porque ahí afuera la humedad es extraordinariamente alta.
—Pero la nave-universo puede rodar como un huevo —opinó Sparta.
—Sí. No se trata de una nave ordinaria.
Los penetrantes silbidos y chasquidos de la conversación que tenía lugar a su alrededor cesaron. Y cuando los alienígenas volvieron a hablar en un tono más bajo, pronunciando lentamente las palabras para que los terrícolas pudieran entenderlos, fue evidente que sólo una mitad de ellos tomaban parte en aquel coro.
—En el pasado tuvieron lugar destrucciones, pero la gran madeja de vida sigue incólume —cantaron—. La amenaza no viene de los impactos.
Acompañando su canto, se percibía el sonido de una disonante y sostenida nota en tono bajo.
—Entonces ¿de qué? —preguntó Blake.
—Del agua.
—¿Del agua?
En aquel momento, la medusa fue engullida por las nubes. La luz del sol se eclipsó y la acuosa cámara de observación pareció contraerse y ensombrecerse. Gruesas gotas de agua se deslizaban lentamente por el cristal de la ventana.
—La gran densidad de las nubes que ahora envuelven este planeta no existía cuando nosotros llegamos. Encontramos entonces un mundo como el que buscábamos. Un mundo de cielos claros y de purísimas aguas saladas.
Las voces de quienes al parecer habían quedado en un segundo plano durante la reciente controversia volvieron a manifestarse en una estridente antifonía.
—Durante muchos millones de ciclos hemos estado viajando en búsqueda de un lugar semejante. Nuestra tarea se realizaba con alegría.
—Hasta que los primeros cometas aparecieron en el espacio —campanillearon las otras veces—, se fueron acumulando en proporción creciente.
—Surgieron del Torbellino —añadieron sus oponentes—. No sabíamos de su existencia hasta que indagamos la fuente de donde procedían.
En su curiosamente armoniosa versión de aquel desacuerdo, los dos grupos se turnaban en expresarse a coro.
—Empezaron a aparecer muy pronto en el espacio a un ritmo impresionante.
—Cuando localizamos el Torbellino y determinamos su órbita, supimos que las colisiones eran inevitables y que continuarían durante un millón o más de revoluciones del planeta. Cada cometa lanza a la atmósfera de este planeta mil millones de toneladas de vapor de agua.
—El vapor de agua concentrado cerca de la superficie excede ya del veinte por ciento. La condensación calienta rápidamente la atmósfera.
—Y el nivel de agua crece tanto que al evaporarse se descompone en oxígeno e hidrógeno. Y el hidrógeno escapa hacia el espacio.
Blake resopló unas palabras hacia Sparta:
—¿Cómo decís «efecto invernadero húmedo» en la lengua de la Cultura X?
—Calculamos que, dentro de otros cien millones de circuitos del Sol, toda el agua se habrá evaporado —continuaron los alienígenas—. Los océanos quedarán secos y cuanto hemos hecho desaparecerá convertido en polvo.
—¿Por qué no alejar de aquí a los cometas? —preguntó Blake.
—¿Cómo hacerlo?
—Salid y empujadlos hacia nuevas órbitas —replicó Blake—. Poseéis la tecnología suficiente como para mover masas mayores que las de los cometas y a velocidades también mucho mayores.
Se oyeron una serie de chirridos y silbidos.
—Debe de ser difícil mantener un secreto en una sociedad tan totalmente comunicativa —comentó Blake a Sparta.
—No para nosotros… hasta que podamos entenderlos mejor.
Cuando los sonidos se extinguieron, el grupo predominante comenzó a cantar de nuevo en un tono que sorprendió a Sparta y Blake por su sobriedad.
—Lo que sugerís ha sido ya propuesto. ¿Es para eso para lo que los Designados han venido a hablar con nosotros?
—Hay una cosa obvia. Si ya ha sido propuesto ¿por qué lo retrasáis? —preguntó Blake vivamente.
—Las naves de esta clase no pueden alejarse mucho del planeta —fue la inmediata respuesta—. Sólo la que os trajo hasta aquí está en condiciones de recorrer largas distancias.
—En ese caso ¿no podríais…? —empezó Blake.
Pero Sparta se le anticipó preguntando en tono suave:
—¿Cuál es la objeción fundamental?
Esta vez fue el sector minoritario el que le contestó en una sola y resonante voz:
—Que esa acción es contraria al Mandato. O por lo menos, así se dice.
El alboroto que se produjo entonces tal como Blake Redfield me lo describió después «fue semejante al que ocasionaría un grupo de niños en una guardería, al tocar una canción de rock del siglo XX empleando silbatos».
Entretanto, los que estábamos a bordo del Michael Ventris nos habíamos reunido en la cámara de oficiales para escuchar lo que la capitana tuviera que decirnos.
—Los desperfectos ocasionados por el sabotaje de Nemo han sido reparados. Nuestras comprobaciones indican que el navío está en condición A-OK. Ya es hora de que empecemos a pensar en la siguiente operación.
Siempre me han dicho que me tiemblan las cejas cuando me excito por algo.
—Confío en que no esperen que adoptemos una decisión inmediata en el plazo de una hora —manifestó.
—Estamos sólo iniciando el diálogo, profesor —repuso McNeil con el amable gesto de dedicarme una desvaída sonrisa.
—Hay que estimar la situación y algunas cosas más —añadió Groves.
Mi gesto de asentimiento tuvo un tono impaciente. Estaba siendo condescendiente conmigo; es decir, todos menos Marianne Mitchell. Sus pupilas verdes tenían una expresión tristona y el sudor le corría por el rostro. Hawkins se afanaba solícito a su alrededor.
Al igual que yo, Walsh se había percatado de la repentina palidez enfermiza que cubría la cara de la joven.
—¿Se encuentra bien, Marianne? —le preguntó.
Ella miró furiosa a los que la observaban y, aunque nos conocía muy bien a todos, parecía como si nos considerase extraños.
—¡Quiero irme a casa! —gimió. Y se puso a llorar desconsoladamente.
Hawkins trató de rodearle los hombros con un brazo, y por un momento pareció como si ella se lo fuera a permitir. Pero, de pronto, se puso de pie y extendió las manos como quien se abre camino por entre los celajes de una telaraña. Cuando se dirigía al corredor, tropezó al encontrarse de improviso en una zona de gravedad semejante a la de la Tierra. Groves se apresuró a auxiliarla; pero ella lo rechazó con energía y bajó la escala hacia la cámara inferior.
—¡Bill! Llamó Walsh vivamente a Hawkins cuando éste se lanzó en pos de Marianne—. Déjala en paz. Déjala unos minutos sola. Será mejor.
Hawkins se volvió furioso hacia la capitana y los demás.
—¡La pobrecilla está desesperada! —exclamó—. Ese hombre monstruoso la arrastró hasta este infierno sin darle la mitad de las oportunidades que se nos dieron a nosotros. —Se estaba refiriendo a Mays, pero su siguiente andanada fue dirigida a mí—. No es que a nosotros se nos informara tampoco debidamente… ni se nos pidiera un consentimiento previo, pero…
Yo no respondí nada. El joven Hawkins no estaba en sus cabales en aquellos momentos. Walsh trató de calmarlo otra vez, pero él no permitió que lo interrumpieran.
—¡Vaya clase de gente con la que está mezclada, tal vez para el resto de su vida! —exclamó—. ¡Nosotros! ¡Mírenos! ¡No me extraña que desee volver a casa!
—No todos pensamos igual —comentó McNeil, para quien ningún lugar era su casa.
A mí me pareció que Hawkins trataba de aprovechar el disgusto de Marianne para reforzar su resentimiento personal.
—¡No existe ningún motivo teóricamente razonable por el que no podamos volver a nuestras casas! —estalló—. Si esta cosa enorme en la que viajamos ha podido trasladarnos a tres mil millones de años atrás…, si es que realmente lo ha hecho, aunque no tenemos prueba de ello, ¿por qué no marcha en dirección contraria con la misma facilidad? Tendríamos que obligarla a hacerlo.
A Hawkins se le podía permitir algunas cosas teniendo en cuenta su juventud y su temperamento apasionado, pero realmente…
—Es poco lo que sabemos sobre las posibilidades de la nave amalteana —expresé con acritud—. Y no ejercemos la menor influencia en quienes la gobiernan.
—Troy y Redfield parecen encontrarse muy a gusto bajo dicho poder —replicó Hawkins. Y colocó, quizá inconscientemente, las enormes manos a los costados encima de las costillas, allí donde todos habíamos visto las huellas enrojecidas de las branquias de Troy—. Se ha transformado en una de ellos. Y Redfield debe haber consentido que lo transformaran también para ser iguales los dos. Pero, desde luego, ambos piensan muy poco en nosotros.
—Mira, Bill; nadie te recrimina que opines de ese modo —le dijo Groves—. Pero, ya desde el principio, Blake no se dejó abordar, y…
Hawkins se echó a reír al modo desagradable que ahora era habitual en él.
—Fueron ellos los que eligieron trasladarse ahí abajo. Dejaron bien claro que no les importaba vivir en el agua. Al parecer ya no les interesa ser humanos.
—Haznos un favor, Hawkins. No interrumpas a quien trate de hablar contigo —lo recriminó McNeil poniendo en evidencia su masa muscular—. Por mi parte, me siento en deuda con la inspectora Troy. No es ningún secreto y te contaré toda la historia si es que insistes, que de no ser por ella lo más probable es que ahora yo estuviera preso. Todo pasó aquí mismo, en Venus. Por lo que a mí se refiere, no me siento en absoluto abandonado por ella.
Manifesté mi asentimiento profiriendo un gruñido.
—Como todos sabéis, Troy me salvó la vida. Para mí no existe duda respecto a su condición humana o la de Redfield. Sin embargo…
—Dispénseme, por favor —pidió Hawkins irguiéndose con expresión melodramática, como un adolescente que se resbalara ante nuestro intento de imponerle una disciplina—. Me voy a ver a Marianne.
McNeil se puso en pie de un salto y bloqueó la salida al pasillo.
—Deja de importunar a esa joven durante unos minutos…
—Yo…
—¡Siéntate!
Hawkins apretó las mandíbulas silenciosamente antes de obedecer y McNeil lo estudió con aire impasible mientras se sentaba él también. Luego me miró y dijo:
—¿Qué estaba usted explicando, profesor?
—¡Hummmm! —Mis cejas debieron efectuar algunas contracciones hasta que por fin conseguí recuperar la compostura—. Bien. Primero deseo que quede claro que no pienso insistir en ejercer la jefatura. Nuestra misión ha cumplido desde hace tiempo los objetivos que le fijé. Aunque debo añadir algo: no obstante el trabajo realizado, sabemos muy poco de… de esos amalteanos. Pero aún poseemos medios para continuar la exploración. Contamos, por ejemplo, con el submarino.
—¿El Manta? —preguntó McNeil—. ¿Para qué nos sirve?
Me erguí hasta quedar tan rígido como me fue posible.
—Durante la mayor parte de los pasados seis meses… y suponiendo que lo que hemos oído decir sea cierto, hemos estado viviendo en una especie de animación interrumpida. Aunque debido a la necesidad, en los breves días en que gozamos de plena conciencia, nuestro estado de ánimo ha sido esencialmente reactivo. Reaccionamos a los hechos ocurridos en Júpiter, y a la oportunidad de abandonar la nave-universo, y al fracaso de nuestro propósito. Y más recientemente hemos reaccionado también al reparar nuestro frágil y, a lo mejor, ya inútil navío planetario. Pero lo que no hemos hecho ha sido planear nada ni tomar iniciativas. Ni dedicar algún tiempo a la reflexión.
—Entonces, pensemos —propuso Groves. Pero su ansia y su viveza sonaron de un modo extrañamente ambiguo—. O todavía algo mejor: ¡exploremos! ¡Quién sabe! Podríamos incluso averiguar cómo dirigir nosotros mismos la nave-universo.
—O al menos dar con el modo de persuadir a quienes la dirigen para que nos devuelvan a nuestro lugar de procedencia —sugirió McNeil con una melancólica sonrisa.
—¿Y si Troy y Redfield tratan de impedirlo? —La pregunta la había formulado, naturalmente, Hawkins.
—¿Por qué habrían de hacerlo? —inquirió McNeil asombrado.
Pero antes de que Hawkins se lanzara a una nueva diatriba, yo intervine.
—Estoy de acuerdo con Mr. Groves —dije—. Debemos iniciar una nueva exploración de la nave-universo. Y también sería práctico echar una mirada al exterior. E investigar la naturaleza de los amalteanos.