«No fue hasta mucho después cuando supe lo que había en el exterior —dice Forster a sus oyentes—. Me había sido descrito lo que ninguno de nosotros podía ver…».
Aquella luna de diamante, nuestra nave-universo con superficie de espejo, se deslizaba suavemente hacia otro espejo, el del Sol o la resplandeciente Venus. Pero conforme caía, dejaba tras de sí otras luces en el cielo, sorprendentemente cercanas, como franjas deslumbrantes que pendían de la noche constelada de estrellas cual banderas de combate orientadas al Sol.
La noche estaba llena de cometas.
El poderoso escape llameó brevemente y la nave-universo perdió velocidad orbital mientras descendía vertiginosamente hacia las cimas nebulosas del planeta. Los que viajábamos en el Ventris nos hubiéramos sentido sobrecogidos de haber visto aquellas nubes. Aunque tan altas y densas como las de nuestra última época, no tenían el color amarillo sulfuroso de las humaredas industriales, sino el azul nítido y acerado del vapor de agua.
La nave-universo, con sus treinta kilómetros de longitud se hundió en aquellas nubes, disminuyendo lentamente su dimensión relativa y su fulgor por contraste con el disco del planeta, hasta que finalmente fue absorbida por la niebla.
Las mil tonalidades verdes de las relucientes hojas y de los frágiles helechos enjoyados por la humedad, así como de aquel otro verde de textura más suave que pendía en franjas de brocado de la superficie de los rojizos acantilados, resplandecían por todas partes.
Un millón de años o más de vientos huracanados y de constantes lluvias habían tallado los riscos basálticos hasta convertirlos en acerados filos rocosos que sobresalían mil metros por encima de las mareas implacables de un hirviente mar de color verde grisáceo.
El neblinoso cielo estaba oscurecido por bandadas de seres parecidos a aves, como gotas de tinta esparcidas sobre un papel blanco. Las cimas de los acantilados aparecían moteadas de manchas blancas allí donde anidaban aquellas criaturas. Formaciones rocosas rodeaban las playas y las calas, al pie de los peñascos, estaban ribeteadas por una arena dorada rojiza y esbeltos árboles semejantes a cocoteros que se inclinaban flexibles bajo el cálido viento. Los farallones se extendían por el Este y el Oeste a lo largo de centenares de kilómetros. Blancas cascadas se precipitaban desde ellos hacia el profundo y verde mar, hundiéndose junto con la lluvia en unas olas perpetuamente agitadas y cubiertas de espuma. Los océanos de Venus, con una temperatura próxima a los cien grados centígrados en su superficie, se encontraban en un estado de casi ebullición.
Aparte de aquellos seres semejantes a pájaros no se percibía la presencia de ninguna otra criatura viviente en los kilómetros y kilómetros del neblinoso paraje azotado por la lluvia. Los millones de aves que volaban en círculos como retazos de vida irracional, trazaban formaciones que parecían surgir de las capas de nubes, de aquel enorme escudo de diamante que, cual espejo perfectamente cóncavo, reflejaba un mundo verde de crestas de olas y de cimas rocosas; un mundo de verde vegetación de acantilados que se extendían en líneas sinuosas y de decenas de miles de manchas de tinta zigzagueando bajo un cielo blanco, emitiendo chillidos, por sobre las rocas o rozando las vaporosas aguas.
La inmensa aparición emergió zumbando de aquel vientre de nubes y se posó convulsa en el mar entre columnas de cegadoras llamaradas. Otras columnas, esta vez de rugiente vapor, se elevaron y la ocultaron hasta que fueron esparcidas por el viento. Las estremecidas y verdes rompientes se estrellaron contra su superficie lisa como un espejo; un succionante torbellino rodó en espiral por sus flancos mientras la nave se detenía chirriando, después de haberse hundido hasta donde se lo permitió la profundidad del agua.
Con sus treinta kilómetros de longitud en el eje más largo y poco menos cuando estaba tendido de costado como sucedía ahora, la nave-universo se había posado sobre uno de los fondos más profundos de los océanos de Venus, que en ningún lugar sobrepasaban los dos kilómetros. La brillante piel del enorme navío sobresalía del agua, curvándose hacia las nubes de la atmósfera inferior, sobrepasando en altura a los acantilados próximos a ella. La lluvia le corría por los costados y caía como un velo sobre las sombreadas aguas. El cálido mar primaveral se ondulaba en arrolladuras montañas de espuma que iban a morir en la playa.
Forster interrumpió su relato.
—Entretanto —prosiguió de improviso— en lo más profundo de la nave-universo otros trascendentales hechos estaban teniendo lugar sin que nosotros lo supiéramos…
—Tengo la impresión de que ahí pasa algo —comentó Blake. Y sus palabras resonaron en las aguas de la bóveda del Templo.
Sparta, que nadaba por el desierto puente detrás de él, siguió la dirección de su mirada. En la intrincada superficie de la bóveda, el mapa de los astros se había desvanecido, y cúmulos de luz se fundían entre sí. Pero al contrario de los lívidos despliegues que habían presenciado hasta entonces, aquellas aglomeraciones multicolores ofrecían tonos casi ardientes que latían en destellos de neón como los seres vivientes que habitaban las aguas interiores.
Como estimuladas por los pensamientos de Sparta, las aguas del puente temblaron y se estremecieron adoptando colores en tres dimensiones. Seres que durante seis meses habían deambulado sin rumbo fijo por los acuosos espacios de la nave, permitiendo incluso ser atrapados y devorados, bullían ahora en una frenética pero organizada actividad; escuadrones de calamares y bandadas de peces emitían centelleos azules y naranja y giraban en compactas formaciones, dispersándose luego como organismos simples a derecha e izquierda, hacia arriba y hacia abajo. Nubes de brillante plancton y de rosáceas medusas latían en intrincadas abstracciones acuáticas.
De pronto, Thowintha hizo su aparición en las catedralicias alturas y se dejó caer hacia donde se encontraban Sparta y Blake. Ella no había visto nunca al alienígena moverse de manera tan rápida. Thowintha semejaba un cohete submarino y su manto, que no había variado su color gris perla desde la primera vez que los humanos la vimos, irradiaba ahora una claridad moteada por tonos de un anaranjado sangriento.
Cuando el enorme ser pasó junto a ellos, raudo como una centella, emitió un caudal de sonidos:
—Ha llegado el momento de preguntarnos sobre el rumbo a seguir.
Segundos después se lanzaba hacia el exterior por uno de los estrechos pasadizos situados en la base de la bóveda, dejándolos a ambos balanceándose en su turbulenta estela.
Blake miró a Sparta con sorpresa.
—Ha hablado en plural.
—Quizá no haya querido decir «nosotros» sino «ellos» —apuntó Sparta.
Por encima de ambos, bajo la superficie de la bóveda, las multicolores aglomeraciones habían cobrado una brillantez más intensa hasta adquirir un grado agresivo, formando un círculo completo bajo el anillo que indicaba la línea de flotación.
—Hemos de averiguar lo que pasa —añadió.
Siguieron una ruta tortuosa por el laberinto de corredores de la nave hasta alcanzar el nivel del mar y descendiendo todavía más. Sparta iba en cabeza. Los dos se encontraban muy lejos del veloz alienígena; pero el aroma de Thowintha impregnaba el agua marcando un rastro que podían seguir fácilmente.
Recorrieron un largo trayecto hasta alcanzar la compuerta más próxima. En el momento en que llegaban, la enorme cúpula se estaba abriendo al mar exterior. Los dos humanos se detuvieron, manteniéndose en la sombra, flotando inmóviles a unos cien metros por detrás de Thowintha. Lo que estaban viendo los llenaba de sorpresa.
Centrado en la abertura, la silueta del alienígena se recortaba contra el verdor del agua. Nubes de animales de escaso tamaño zigzagueaban como centelleantes luciérnagas, desplazándose en nerviosas formaciones. Fuera, por sobre la superficie del mar venusino que se agitaba y rompía, una claridad verdosa se infiltraba en las claras y frías aguas incidiendo de lleno sobre una horda de animales marinos tentaculares, algunos menores que Thowintha y otros, de un tamaño enorme, mayores que los gigantescos pulpos de la Tierra y que semejaban pequeñas ballenas; pero todos formados según el mismo esquema básico; caperuzas, agallas, ojos brillantes, numerosos brazos y cuerpo aerodinámico.
Los colores se alternaban en la carnosidad de sus mantos adoptando ricas tonalidades de rojo y púrpura y centelleando por la bioluminiscencia. Las formas se concretaban y se disolvían incitando a los ojos a imaginar estructuras coherentes que se desvanecían antes de que Blake y Sparta pudieran identificarlas, si es que en realidad eran imágenes. Sus masas de tentáculos se enroscaban y desenroscaban en una especie de enigmático ballet.
Todos parecían emitir sonidos al unísono. Un coro de órganos tenantes y de campanilleos in crescendo hacían estremecer las aguas con tal intensidad, que Sparta pudo percibir las formas ondulantes provocadas por aquella armoniosa sinfonía proyectándose como trémulas sombras contra el fondo arenoso del océano.
—Creía entender esa jerga —comentó Blake expeliendo burbujas por el pecho—. Pero me pierdo la mayoría de las palabras.
Al oír su voz, la sinfonía alienígena cesó de improviso. Cada ojo amarillento de aquella multitud se movió en su encapuchada concavidad para fijarse en Blake y Sparta. El comentario de él acababa de revelarles su presencia.
Los mantos se oscurecieron, pasando del rojo al púrpura oscuro y todos al unísono preguntaron:
—¿Quiénes son ésos?
Thowintha les contestó:
—Son invitados que vienen a compartir nuestro consejo.
Instantáneamente, el coro resonó otra vez, ahora con mayor intensidad y mayor incoherencia para los «invitados». Como Sparta tenía más experiencia que Blake en aquel lenguaje, pudo captar algunas formas verbales corrientes: venimos, hacemos, somos, estamos; y vocablos tales como coordenadas, alternos, interferencia, ondulación, colapso, frustración, infracción, probabilidad.
De la boca de Blake surgió una burbuja.
—Ellen…
Pero ella se llevó un dedo a los labios para hacerlo callar.
Thowintha volvió a unir su voz a la del coro, pero expresándose esta vez de un modo tan incomprensible como el resto y con tanta intensidad como la de todos ellos. La armonía producida por aquel alboroto era tal que se hacía inconcebible que pudiera existir el más mínimo atisbo de desorden. Se produjo un movimiento colectivo en la multitud de los seres acuáticos y los flancos de la formación se cerraron, espesándose hasta formar una bolsa viviente frente a la compuerta que impidió por completo la visión de las aguas.
Blake dirigió a Sparta una mirada de alarma. Pero sólo tuvieron que esperar unos segundos. Thowintha adoptó de improviso una asombrosa tonalidad azul. Y con una oscilación de su manto y un espasmo de sus tentáculos se desplazó de costado. Los pequeños calamares y langostinos que se habían estado estremeciendo frenéticamente tras él-ella en el espacio se alejaron inquietos, describiendo delicadas espirales semejantes a los chisporroteos de una rueda de fuegos de artificio.
Al otro lado de la compuerta, el centro de aquella atestada escuela de alienígenas se abrió graciosamente como el diafragma de una cámara fotográfica formando un círculo a través del cual quedaba enmarcado el océano.
—Venid con nosotros —cantó el coro.
Blake miró a Thowintha, preguntándose si acaso también su alienígena obedecería a aquella retumbante voz de mando. Al notar su inquietud, Thowintha levantó delicadamente sus tentáculos.
—Estoy de acuerdo con ellos —dijo y, al igual que un grupo de instrumentos, el coro exterior emitió un acorde armonioso.
—¿Cuándo volveremos? —inquirió Blake, preguntándose si su voz sería un reflejo de su triste y melancólico estado de ánimo.
—No vais a dejarnos —respondió Thowintha.
Y también esta vez su voz quedó reforzada por el coro exterior en una comunicación misteriosa e instantánea.
Los dos pálidos humanos, poseedores de sólo cuatro tentáculos rígidamente unidos al cuerpo y poco aptos para la natación, hacían esfuerzos para surcar el agua en medio de la hueste alienígena.
Blake se permitió un atisbo de nerviosa sonrisa interior. El desplazamiento dentro de aquel lugar lo había situado repentinamente en una de las pinturas murales que decoraban el techo, llenas de querubines, de serafines y de santos que ascendían al cielo entre celajes de púrpura y de satinado azul.
—Blake no tenía modo de saber cómo había yo soñado en aquellas mismas nubes de alienígenas angelicales —contó Forster sonriendo—. La apoteosis de Neptuno. Pero desde luego, en mi imaginación, los había colocado, en un cielo distinto.
Los dos flotaban uno junto al otro, tocándose las manos mientras la escuela de alienígenas formada en un círculo a su alrededor los dirigía suavemente por entre las claras corrientes con millares de movimientos de sus tentáculos, que cual delicadas lenguas les rozaban la piel desnuda. Aunque estaban rodeados por aquellos inquietos seres, éstos dejaban prudentemente que nada obstruyera su percepción. Sparta y Blake pudieron ver así cómo se aproximaban a una colonia tan grande que podía constituir una ciudad.
Y, en efecto, era una ciudad de cuevas de coral y oscuros arcos abiertos en los blancos acantilados de carbonato; antiguos y profundos arrecifes moteados de cavernas y cubiertos con guirnaldas de materia viva. Aquí y allá algún fragmento de metal plateado navegaba en las corrientes: una amplia red parabólica quizá con la forma de una antena de radio pero diseñada como una telaraña; o una sucesión de finas cintas en espiral como estalagmitas corroídas que quisieran alcanzar la superficie del agua. A Blake aquello le recordaba las ruinas de una ciudad que en cierta ocasión había visto en un aislado acantilado de Grecia; una ciudad monacal bizantina erosionada hasta no quedar de ella más que hileras de desplomadas bóvedas sobre las colinas de piedra caliza alineadas en capas sucesivas unas encima de otras.
Pero lo que ahora veía era un pueblo hirviente de bulliciosos y brillantes seres que se movían en seis direcciones al mismo tiempo, llenando el espacio entre las paredes de coral del cañón. Al igual que los árabes, no parecía importarles rozarse unos a otros o quizás incluso aquel contacto les confiriese cierto sentimiento de seguridad. De vez en cuando una nave de apariencia extraña flotaba por entre la masa viviente; algunas con forma de pequeñas esferas resplandecientes como burbujas; otras mayores, que se podían confundir con organismos, dotadas de naturaleza propia.
—¿Es así como te imaginabas el reino de Neptuno? —preguntó Sparta. Y sus palabras sonaron como campanadas en el agua.
—Ni hablar. Aquí no hay sirenas —repuso Blake mirándola con expresión burlona—. Excepto la que me acompaña.
La risa de Sparta produjo una ristra de susurrantes glóbulos.
Sparta y Blake llegaban allí como embajadores de una tierra extranjera, escoltados cual grandes personajes. O, al menos, así lo imaginaban. Sin embargo, a excepción de sus acompañantes, nadie entre aquella multitud de criaturas marinas parecía percibir su presencia.
—No parecen muy sorprendidos de vernos —comentó Blake.
—Es como si nos hubieran estado esperando.
—Deben creer que entendemos más cosas de las que captamos en realidad.
Ella se llenó los pulmones de aire extraído del agua.
—Dígannos que es lo que estamos viendo —vociferó sin dirigirse a nadie en particular—. Descríbannos el propósito de estas estructuras y de esas máquinas.
Se produjo un momentáneo silencio como si los alienígenas se sorprendieran una vez más de oír la voz de los humanos. Luego, hablando al unísono, les contestaron:
—Lo que sentís es real.
Blake y Sparta esperaron algo más, pero aquello era todo cuanto los alienígenas tenían que decirles antes de reanudar su canto inmaterial. Estaba claro que no habían entendido la pregunta de Sparta, al menos en el sentido que ésta había querido darle.
O quizá no quisieran molestarse en contestar. Porque, en vez de conducir a los humanos hacia alguna amplia estancia o salón, atravesaron nadando la «ciudad» para dirigirse a las vacías aguas que se extendían más allá. Lo que Sparta y Blake habían tomado por un centro de civilización no era más que un puesto avanzado en el camino hacia su destino final.
El fondo del mar fue quedando cada vez más lejos y lo que había sido un suelo arenoso y ondulado se transformó en una superficie informe cubierta de rocas y de fango negro que se hundía vertiginosamente en las tenebrosas profundidades. Las aguas se tornaron frías y oscuras, carentes de actividad excepto por algunos extraños peces alados que se desplazaban con algún propósito imposible de averiguar. A pesar de los continuos impulsos de sus tentáculos, Sparta y Blake tenían que realizar denodados esfuerzos para mantenerse dentro de aquel convoy de alienígenas, y sus pechos jadeaban por la fatiga.
El grupo a su alrededor estaba ahora silencioso, a excepción de un cántico en tono bajo y sin palabras; pero el agua empezó a producir un sonido que se fue elevando poco a poco hasta convertirse en un coro de gran riqueza sinfónica, prodigioso en su alcance de frecuencias desde un bajo profundo a un agudo tembloroso. El sonido ascendía y descendía dejando tras de sí prolongadas franjas melódicas; pero hubiera sido imposible saber si aquella dinámica musical era interna o si se debía sencillamente a una oscilación de las corrientes. Al no conocer su origen, a los humanos les era imposible discernir si procedía de algún lugar, bajo su línea de visión, o de mucho más allá, al otro lado del planeta, como esos sonidos que emiten las grandes ballenas de la Tierra a través de millares de millas del océano.
Sparta observó que Blake se estaba fatigando con tanta rapidez que se le hacía difícil hablar. En aquel coro se distinguían palabras, pero la mayoría eran incomprensibles, aunque se adivinaba que formaban frases. Entonábanse también canciones al parecer compuestas por diferentes líneas melódicas que se entrelazaban antifonalmente.
Blake estaba exhausto y a punto de proponer que descansaran un poco cuando Sparta lo tocó en el hombro y le señaló algo. Frente a ellos se observaba un movimiento en las aguas, un estremecimiento convulso que procedía de una masa refulgente, una especie de esfera vital en continua pulsación tan densa y luminosa como una bandada de sardinas atrapada en una red. Pero cada una de aquellas «sardinas» era un alienígena policromo y rodeado de tentáculos.
La extraña aparición era de gran tamaño y su forma esférica era como la célula de un óvulo humano recubierta de brillante esperma. Semejaba una astronave carnosa dispuesta a aterrizar en un planeta asimismo de carne.
Pero antes de que se estrellaran contra él, el «planeta» se abrió y Blake y Sparta quedaron sumergidos en una inmensa esfera acuática, cuya capa exterior estaba formada por una masa palpitante de vida y de la que brotaba un cántico tan sonoro como si sonase dentro de una campana de bronce.