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«Al igual que un huevo, al que se asemejaba, el enorme esferoide de la nave-universo estaba lleno de un fluido caliente —continúa Forster—. Una mezcla de agua salada rezumante de vida…».

El agua es virtualmente incomprimible. Los seres que viven en el mar, al tener sus tejidos y cavidades llenos de agua, no sienten molestia alguna al sufrir aceleraciones que aplastarían a un ser humano que respira aire. Sumergidos en las aguas oscuras, con los pulmones y otras cavidades internas llenas de agua, nuestros órganos y tejidos infiltrados por microtubos que nos abastecían de oxígeno transmitido por el agua, nos limpiaban de impurezas y alejaban de nosotros toda influencia corrupta mediante sus burbujas, nuestros siete cuerpos desnudos se desplazaban ligeros por entre un bosque de algas. Parecíamos hincharnos como cápsulas al extremo de los latentes tubos translúcidos y las venosas cintas herbáceas que nos habían llevado hasta allí.

Estuvimos durmiendo medio año. Y hubiéramos podido continuar así, soñando eternamente.

Por lo que a mí se refiere, como profesor de xenoarqueología y antiguo personal docente del King’s College en la Universidad de Londres, soñé lo que me apeteció… que había alcanzado, y los demás también, la culminación de mi obra tras seguir las huellas de la Cultura X. Las escenas de la persecución de aquel objetivo durante toda mi vida se repetían con toda claridad en mi mente desde mi primer y sorprendente encuentro, cuando aún era un niño, con reproducciones de los polvorientos y enigmáticos fósiles de Venus, hasta mi descubrimiento, en el infernal suelo de aquel planeta, de las extraordinarias tablillas venusianas que por dos veces estuvieron a punto de causarme la muerte; peligro del que por primera vez me libró Ellen Troy con gran riesgo de su propia vida, hasta alcanzar finalmente lo que yo creía que iba a ser mi triunfo total en la órbita alrededor de Júpiter. Y aunque el futuro continuaba siendo insondable para mí incluso en sueños, una gran confianza colmaba ahora mis expectativas. Después de todo, había obtenido lo que anhelaba y, seguramente, el final de nuestro viaje sería el extraño mundo de Cruz, un planeta en el que ningún ser humano había puesto los pies jamás, y que se revelaría ante mí en toda majestad y su inimaginable grandeza. En los límites de mi meditativa conciencia, grupos de alienígenas se arremolinaban en coros de ángeles…

Ari interrumpe las reflexiones de Forster al preguntarle:

—¿Qué pasó con los otros?

El profesor le dirige una intensa mirada antes de contestar:

—Mucho… mucho después, dispondríamos de más tiempo del que hubiéramos podido imaginar para conocernos los unos a los otros; para profundizar en nuestros pensamientos más íntimos. Mis amigos nunca olvidaron lo que soñaban entonces o soñaron después. Y he aquí una muestra de lo que me contaron…

Josepha Walsh me dijo que en su sueño habitaba un mundo sumergido mucho más agradable que la oscuridad en la que su cuerpo permanecía entonces inmerso; un mundo de aguas azules como el cielo, de arrecifes brillantes y bandadas de peces tan coloridos y movedizos como fuegos artificiales; un maravilloso mundo submarino como el que yace bajo los arrecifes del Caribe, donde había transcurrido su niñez. Por el fondo arenoso del mar venían hacia ella resplandecientes y sonrientes dioses broncíneos envueltos en flores. Uno de éstos se convirtió en su amante, hasta que lo perdió. Pero en sus sueños estaba convencida de que algún día, en algún lugar, volvería a recuperarlo…

Cuando estaba despierto, Tony Groves se asemejaba a un duendecillo. Inmerso en agua y soñando, la melancolía lo dominaba. La pálida imagen de su madre revoloteaba por los límites de un oscuro y fantasmagórico paisaje urbano; su padre, que era comerciante y casi siempre estaba ausente mientras Tony se iba haciendo mayor, había fallecido hacía tiempo. Pero permanecía presente en su recuerdo como si ahora demostrase más interés por el niño que el que le dedicó en vida aunque, aun así, le hablaba siempre como si lo regañase: ¿Estaba preparado para su examen de matemáticas? ¿Pasaría, aquella prueba de natación que tanto lo atemorizaba? ¿Qué ideas había inculcado en su hermano menor para que éste decidiera no entrar en el seminario? ¿Por qué era Tony tan perverso… y tan inútil?

Angus McNeil no perdía el tiempo evocando su infancia en aquella Escocia brumosa y húmeda. Lo suyo eran las apasionadas fantasías sobre caídas de planetas. Pero, cuando estaba despierto, se convertía en un individuo particular como la mayoría de los hombres y mujeres que pasan gran parte de sus vidas a bordo de las naves de trabajo que recorren el sistema solar. Sólo unos pocos profesionales de la navegación espacial tienen familias normales; la mayoría se las arregla con una variada colección de amigos a los que ven en raras ocasiones, y algún que otro amante. Asceta por necesidad, poseedor de sumas elevadas pero sin saber cómo gastarlas en la inmensidad del espacio, McNeil se dejaba dominar por grandes aficiones entre crucero y crucero. Era un voraz lector de libros viejos y nuevos. Ansiaba enterarse de las cosas sin importarle su condición o su origen. Pero, cuando soñaba, no era lector. En sus sueños redoblaban tambores, gemían laúdes, las huríes hacían ondular sus cuerpos al danzar y el vino dulce fluía a raudales.

Marianne Mitchell había leído mucho durante la época peripatética de sus estudios universitarios; pero ya desde niña lo fantástico le llamaba poco la atención. Sus más descabelladas pesadillas quedaban lejos de su situación real. Ahora lo que ansiaba más desesperadamente era llevar una vida normal. Se veía otra vez en su clase, o en el dormitorio escolar, o en el piso que su madre tenía en Park Avenue, en Manhattan, o recorriendo las salas del Metropolitan Museum, que en sus fantásticos sueños sólo exhibían cuadros que representaban formas de vida alienígenas. O se veía apoyada en la alta borda de un velero que navegaba de bolina, dejando que su espléndido cabello ondeara besado por la brisa del Long Island Sound.

Aquellos compartimientos de su memoria estaban poblados por muchachos jóvenes. Y le causaba irritación evocar la apariencia perfectamente inglesa de Bill Hawkins destacando entre los otros muchos admiradores anónimos que la asediaban dondequiera que fuese. Pero si dejaba de pensar en Bill, otro rostro hacía su aparición, y el gesto desdeñoso de Nemo le provocaba silenciosos gritos de protesta interior.

Hallándose en Amaltea, el joven Bill Hawkins había soñado con salas de lectura con artesonado de roble que relucía pulido a la cera, y con éxitos filológicos escolares. Pero luego se sintió atrapado por las emociones reales en que se desenvolvieron nuestras primeras exploraciones de la nave alienígena. Ahora soñaba en la oscura cabellera y en las pupilas verdes de Marianne; en su anhelo de poseerla y perderla, y en las innumerables y variadas facetas de su pasado más reciente. Bill había aprendido que nada reprime tanto las ansias de un apasionado aunque indeciso joven como llegar a la conclusión de que la mujer a la que creía ya conquistada ha perdido la paciencia y decidido prescindir de él.

En cuanto a Nemo ¿quién podría saber lo que soñaba? Probablemente, el hombre al que desde hacía poco conocíamos como Sir Randolph Mays estaba más acostumbrado de lo que suponíamos a las particularidades de aquella conciencia a la deriva que nos había atrapado a todos. Yo creo que sus «sueños» nos hubieran dejado atónitos, aferrado como estaba a recuerdos concretos y abocado hacia alternativas futuras potencialmente graves. Sabemos que, en más de una ocasión, en el transcurso de aquella noche eterna que amenazaba con disolver su carne, Nemo abrió los párpados y sus claros ojos, duros como perlas, se posaron implacables sobre nuestros movedizos cuerpos.

Lo sabíamos porque cada día otro humano, una mujer, venía a visitarnos aunque no le prestásemos atención. Flotaba, libre y conscientemente, en la ondulante penumbra entre los cuerpos oscilantes de los sumergidos. Su cuerpo esbelto estaba tan firmemente musculado y era tan ágil como el de una bailarina. Su corto cabello rubio se ondulaba graciosamente al nadar, como si cada uno de sus mechones tuviera vida propia. Se hallaba más a gusto en el agua de lo que pudiera estarlo cualquier otro ser de su especie. Las aberturas bajo sus clavículas absorbían el agua abriéndose al máximo; las branquias, como pétalos entre las costillas, se estremecían mientras el agua recorría su cuerpo, y sus miembros desnudos ondeaban rítmicamente al nadar.

Al principio, tan sólo ella tenía noción del paso de los días, viviéndolos en el presente. Al principio estaba sola y en libertad, aunque condenada a explorar por sí misma el vasto ámbito marino de la nave alienígena. De vez en cuando, en los momentos más inesperados y dentro del devenir de un tiempo que carecía de ritmo, se la veía acompañada del único otro ser despierto y sensible que habitaba aquel inmenso volumen de agua… y así ocurrió en efecto desde el primer día.

—Estuvieron hablando, Linda; y Ellen Troy, tu hija, me contó mucho después el tema de su conversación —explica Forster—. Así fue como más tarde supe cuál era su nombre secreto.

Visto desde lejos, el enorme animal que nadaba ante ella podía ser tomado por un gigantesco calamar procedente de los océanos de la Tierra, aunque un examen más minucioso revelaba numerosas diferencias. La semejanza parecía accidental, pero no fortuita porque los organismos que se adaptan para desplazarse velozmente en el agua tienden a adoptar idéntica figura de torpedo cualquiera que haya sido su proceso evolutivo. Ella perseguía a aquel ser tentacular de color gris plateado con cuanta rapidez le era posible, rastreándolo por el olor que dejaba en el agua, absorbiendo ésta por la boca y la nariz, analizando su rica y complicada composición química a un nivel que rayaba lo consciente y que podía convertir en conciencia total siempre que se lo propusiera.

—Durante varios años, mis padres dirigieron lo que fue conocido como el Specified Aptitude Resource Training and Assessment Project (Proyecto de Adiestramiento y Evaluación de Aptitudes y Recursos Específicos), cuyas siglas eran SPARTA. Más tarde, el Espíritu Libre trató de anular aquel recuerdo y durante algún tiempo me olvidé de mi nombre, aunque no de algunas facetas de mi crianza. Así que adopté el nombre de Sparta.

El alienígena ajustó su velocidad a la de ella dentro del agua.

—¿Cuál era el propósito de… aquellas personas… de tus padres? —La pregunta del ser ondeó en una estela de estremecidas burbujas mientras se deslizaba ágilmente por los pasillos recubiertos de formas vivientes, sin apenas mover sus aletas propulsoras. Las aguas por las que nadaban, mientras Sparta le seguía el rastro, se estremecían pletóricas de esa vida brillante y multicolor.

Hiciese lo que hiciese Thowintha —cuyo nombre era una corrupta y aproximada versión de un sonido compuesto por siseos y murmullos—, lo lograba de un modo natural y pausado. Sparta, como ahora le gustaba llamarse, no tenía hasta entonces la más leve noción de los sistemas reproductores de aquel ser o de su situación u orientación respecto a ellos, por lo que no lo creía ni masculino ni femenino, por el momento no tenía tarea más importante en perspectiva que la que ella-él y Sparta estaban realizando: intercambiar comentarios.

Sparta exhaló unas burbujas y profirió unos chasquidos.

—Existe un prejuicio en nuestra cultura que consiste en clasificar a los seres vivientes según un único baremo de inteligencia. Mis padres intentaron desacreditar dicho procedimiento.

—Semejante idea queda fuera de nuestra comprensión.

—Hay mucho en nosotros que no comprendéis. —Sonrió interiormente al ponderar esa afirmación—. Incluso nos es difícil comprendernos a nosotros mismos.

Hablaban empleando el lenguaje que los humanos, especialmente yo, habíamos reconstruido basándonos en algunos antiguos artefactos y que había clasificado como el de la Cultura X.

Desde luego, mi reconstrucción distaba mucho de ser perfecta. Pero Sparta estaba aprendiendo la lengua de Thowintha con mucha rapidez aunque obstaculizada por su intento de reproducirla tan sólo por medios físicos. Su cuerpo tenía una cuarta parte del volumen del cuerpo del alienígena, por lo que sus zumbidos, chasquidos y chirridos resultaban débiles en comparación a los de aquél.

Sin embargo, el ser parecía comprender sus acuosos vocablos. Otra cuestión era la de saber si ella-él y Sparta llegaban a entenderse plenamente; pero ésa es una cuestión que hubieran tardado su vida entera en responder.

Para empezar, Sparta sospechaba que Thowintha no acababa de captar la noción del comportamiento individual. Por su parte, Sparta no entendía lo que Thowintha trataba de expresar cuando decía: «Nosotros somos el mundo viviente». Para Sparta, Thowintha era un cuerpo simple, pero se refería a sí misma-mismo sólo en plural y además, parecía considerarse parte integrante de la nave-universo. Mas al propio tiempo, al decir «nosotros», Thowintha parecía referirse a algo más que a la nave. Se consideraba un todo también junto a quienes la habían construido; aquellos seres que, desde mucho tiempo atrás, estaban ausentes o muertos… o acaso dormidos en algún lugar incierto de las profundidades submarinas, del mismo modo que Thowintha había permanecido durmiendo durante eras. No existía ningún otro individuo de su especie visible en la enorme nave, cuyo volumen excedía de los treinta y cinco trillones de metros cúbicos.

Pero, si bien Thowintha contestaba las preguntas de Sparta sobre aquellos temas, sus palabras carecían a veces de sentido.

El alienígena se estremeció mientras exhalaba una interminable corriente de burbujas.

—¿Consiguieron tus… padres corregir aquella aberrante manera de pensar?

—La aberración persiste entre nosotros, con sólo algunas excepciones y así ha venido sucediendo durante siglos. —Una graciosa sucesión de burbujas emergió de la nariz de Sparta—. Quizá te parezca que estamos locos.

Thowintha se lanzó de improviso hacia delante con un fuerte impulso de sus aletas y desapareció por un corredor en el que reinaba una claridad verdosa.

Sparta nadaba obstinadamente siguiendo su rastro y preguntándose qué urgente necesidad le habría impulsado a aquel arranque repentino. ¿Acaso la conversación que sostenían le habría molestado de algún modo?

Siguieron nadando por el interior de aquella estructura dentro de otra estructura en la que figuraban numerosos murales y representaciones escultóricas con formas de vida familiares y a la vez desconocidas. Mays había llamado aquel lugar «el Templo del Arte», y dicho nombre persistía. Una de aquellas obras maestras resultó sin embargo no tener nada que ver con la escultura. Era la propia Thowintha, que había permanecido allí en perfecto éxtasis durante no se sabía cuántos milenios. Ninguna de las otras piezas del Templo del Arte había cobrado vida, pero Sparta lo contemplaba todo con una mezcla de cautela y respeto.

Tampoco el Templo era realmente tal cosa y su relación con el arte era oscura. Por lo que Sparta podía determinar, más bien representaba el nexo de unión por el que Thowintha participaba, de un modo poco claro para ella, en el manejo de la nave-universo.

El laberinto de estrechos pasillos que se entrecruzaban por todas partes se abría a un recinto cavernoso cuyas afiligranadas paredes radiaban destellos azules y púrpura. Sparta conocía aquel lugar. Sabía que las innumerables secciones que cubrían sus muros por otra parte sombríos, y que alcanzaban alturas superiores a las de las catedrales de la Tierra, representaban a las estrellas vistas desde la situación de la nave en el espacio que se movían como proyectadas contra la cúpula de un planetario. Sin embargo, aquellas estrellas no eran proyecciones. Cada resplandeciente sección tenía vida propia; estaban formadas por colonias de organismos planctónicos fosforescentes y el movimiento físico de todo aquel conjunto de luz quedaba coordinado a los precisos movimientos de la nave.

Thowintha había quedado en suspenso dentro de aquella oquedad celeste, en un agua pletórica de brillantes galaxias de una vida distinta: ctenóforos, crustáceos transparentes y miríadas de minúsculas medusas que latían con colores de neón, rojos, púrpuras y verdes. Un sonido vibrante como el de campanas que tañeran en las profundidades marinas surgía de los conductos del alienígena; el resplandor de las estrellas vivientes que tachonaban las paredes disminuyó y adoptaron una disposición distinta. Cuando volvieron a aparecer poco después, la relación entre ellas venía a ser la misma, pero su orientación había variado.

—Mira al cielo —dijo Thowintha.

Por encima de ellos, en los oscuros confines del sombreado planetario, el mapa estelar había adoptado una forma extrañamente contraída como si toda la esfera de constelaciones quedara comprimida en un estrecho círculo.

—Lo veo. ¿Qué pasa?

—Ahí está la siguiente etapa de nuestro recorrido.

—¿Adónde vamos? —preguntó Sparta.

—A eso que ves por encima de ti —respondió Thowintha sin concretar más.

Sparta tan sólo pudo apreciar las atestadas constelaciones del firmamento septentrional de la Tierra. Si el centro de la cúpula del planetario debía ser tomado como punto de referencia para la nave-universo, cosa que no cabía descartar por completo, el destino de aquélla se encontraba en algún lugar de la constelación de Géminis, junto al plano de la Galaxia.

—¿Cómo se llama ese lugar?

—Es un no-lugar.

Siguieron unos sonidos en staccato que Sparta no logró descifrar.

Luego cayó en trance. En los milisegundos que transcurrieron a continuación, evaluó las implicaciones que podía tener aquella contracción tan peculiar de las formas estelares muy por encima de ellos. Al momento lo entendió: era la proa de una nave espacial que viajaba a casi la velocidad de la luz. Y en las horas que siguieron, la nave-universo experimentaría aceleraciones mucho más fuertes que las que había necesitado para separarse de la órbita de Júpiter.

Sparta salió del trance en que había estado sumida aunque por tan breve período de tiempo que nadie se hubiera dado cuenta.

—Es por eso por lo que les sumergimos.

—Sí. Lo hicimos por eso.

Así fue como el arca que nos transportaba a todos prosiguió su trayecto en línea recta hacia el sol. Dentro de la fotosfera robando al sol algo de su energía gravitatoria, la nave-universo salió disparada hacia arriba alejándose del sistema solar, y minutos después puso en marcha sus propios e impresionantes sistemas de propulsión. En el transcurso de nueve días, la nave-universo navegó a cuarenta veces la aceleración gravitatoria normal de la Tierra. Pero después aquel impulso se detuvo. Y seguimos desplazándonos ingrávidos por un espacio vacío.

Nuestro abandonado remolque estaba ahora seguro, sujeto contra su nido de motores sólo activos a medias como un pequeño artefacto desmayadamente fabricado por manos humanas; como un intruso en el hemisferio etéreamente azul dentro de la enorme esclusa. Sparta se desplazó a lo largo de una de sus patas de aterrizaje dirigiéndose con agilidad hacia la escotilla de ventilación de la cámara del equipo, que estaba abierta.

Una vez dentro de la nave, se movió con decisión subiendo desde aquella cubierta generadora de vida, pasando ante los compartimientos-dormitorio y por las zonas comunitarias en dirección al puente de mando. Sintiendo plenamente y de un modo extraordinario su sensación de mando, tanteó la capacidad espacial del Ventris tratando de localizar la avería que había impedido su salida. Hasta aquel momento no había tenido tiempo para investigar; pero no tardaría mucho en averiguar la causa. Conocía tantos modos de sabotear una nave como aquel hombre llamado Nemo.

La razón y la intuición le hicieron comprender que no debía perder el tiempo examinando el hardware. Una vez en el puente de mando accionó con energía el sistema completo que gobernaba el potencial de los capacitores de la nave. Bajo sus uñas, surgieron unas púas como las garras de un gato; conductores polymer o PIN, que introdujo en el juego más próximo de las portillas IO. Y en seguida entró en trance.

Durante unos breves segundos, su conciencia quedó localizada de manera total en el interior de la computadora. Flotaba en la corriente de datos con tanta facilidad como se desplazaba nadando por las aguas de la nave-universo, aunque al tratarse tan sólo de una de las memorias del remolcador, aquel estanque era mucho más pequeño. Del codificador se desprendió en seguida un olor acre que Sparta fue siguiendo hasta alcanzar su fuente.

En los últimos minutos antes de que el Ventris quedara abandonado alguien había accedido a las redes centrales de la computadora a través del programa de la biblioteca. Al contrario que Sparta, Nemo carecía de púas PIN debajo de las uñas que pudiera extraer para establecer contacto directo con la computadora interface. Sólo disponía de una antigua y furtiva sofisticación. Sabía cómo infectar un sistema de terminales exteriores introduciendo un gusano en su circulación normal a la vez que pedía una comida o una ficha en la biblioteca o ajustaba la temperatura y la humedad de su solitario compartimiento-dormitorio.

Era una de tales fichas las que le había proporcionado el acceso. En pocos minutos pudo confeccionar un gusano valiéndose de retazos robados a otros programas; un gusano que se ajustaría a sí mismo cuando se iniciara la secuencia de la cuenta atrás de los motores principales; un gusano planeado para devorar la alimentación de los sensores de los motores accesorios.

Segundos después del lanzamiento, el motor número dos se había empezado a recalentar y sus bombas de combustible y de refrigeración se habían detenido. Y era la causa de que el lanzamiento hubiera fracasado.

Sparta examinó aquel ingenioso gusano, haciéndolo rodar sobre sí mismo, diseccionándolo de un extremo al otro. Luego lo dejó donde estaba. Menos de dos segundos después de haber caído en trance, recuperó sus sentidos normales, volvió al tiempo real y retiró sus púas de las portillas.

—Las enfermedades son inevitables en todas las formas de vida humana. Lo mejor es extirpar los órganos dañados.

—Muchos de nosotros no pensamos así. La mayoría somos reacios a matar a quienes están en desacuerdo con nuestras ideas.

—Lo hemos observado. Es todavía mejor eliminar la sensibilidad enferma. Porque otra crecerá en su lugar.

—No estamos hechos como tú. Aparte de eso, otro no sería el mismo.

Thowintha permaneció en silencio unos momentos antes de emitir una enfática serie de ásperos chasquidos y sordos golpeteos.

—Negar la semejanza constituye una pesada carga.

—¿Para quién?

—Para nosotros y para ti. Para el mundo viviente.