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La escotilla a presión era como una ampolla en la cubierta diamantina y perfecta de la nave-universo. Su interior encerraba un lugar encantado y bellísimo, lleno de intrincados elementos multicolores que semejaban a la vez dotados de vida propia y simples objetos mecánicos; como un estanque alienígena en bajamar. Pero el suelo era, en ese instante, no tanto un suelo como una pared vertical paralela al eje que originaba la brutal aceleración de la nave-universo. Con más de un kilómetro de envergadura y diseñada para acomodar astronaves de hasta el tamaño de pequeños asteroides, su sobrecogedor vacío hacía parecer aún más diminuta la única nave que albergaba: nuestro reducido y recién adaptado remolcador de Júpiter, el Michael Ventris, sostenido en su lugar por un conjunto de tentáculos de metal, como un pez enorme que hubiera sido atrapado por una gigantesca anémona.

La aceleración cesó sin previo aviso y de pronto la nave-universo y todo cuanto contenía quedó flotando ingrávido, desplazándose libremente hacia el Sol. En el interior del Ventris empezamos a liberarnos de los cinturones que nos retenían a los asientos en forma de litera. Pero la brutalidad de la aceleración había cogido por sorpresa a algunos tripulantes, aplastándolos contra el suelo acolchado, y que ahora hacían esfuerzos para no verse desplazados de la cubierta.

Nuestro piloto era Josepha Walsh, una pelirroja, delgada hasta el punto de parecer escuálida y, a sus quince años, una juvenil veterana de la Junta de Control Espacial.

—Estoy a la espera de sus informes —dijo.

Manipuló el comenlace y transmitió una orden a los monitores de la videopantalla.

—¿Cuál es la situación en la cámara de oficiales? ¿Tony? ¿Angus?

—Bueno… recomiendo encarecidamente que se tiendan en el suelo durante diez minutos a diez gees —respondió nuestro maquinista Angus McNeil con su voz profunda mientras su rostro redondo se proyectaba en el enlace del monitor con la cámara—. Es bueno para los que necesiten estirar la columna vertebral.

—De acuerdo. Sería un descanso excelente, capitán —gorjeó la alegre voz de nuestro navegante Tony Groves—, si no me viera obligado a aguantar este condenado florero que me ha caído en mitad del cuerpo.

—Ese florero es un casco —le advirtió McNeil.

—¿De veras? —exclamó Groves simulando sorpresa.

—¿Qué hay de nuestro invitado? —quiso saber el capitán.

Se produjo una pausa hasta que Groves interrumpió el silencio.

—Sir Randolph parece haberse quedado sin el aire caliente preciso para poder pronunciar otro discurso; pero, aun así, respira.

—¡Qué lástima! —exclamó alguien, quizá McNeil.

—Marianne, ¿se encuentra usted bien? —preguntó la capitana Walsh.

—Sí, sí… estoy bien —respondió la joven.

Junto con Sir Randolph, Marianne Mitchell era la otra huésped involuntaria y, aunque se esforzaba al máximo por disimular su miedo, no podía hacer lo propio con el cansancio.

—Los dos estamos bien —añadió mi ayudante Bill Hawkins, cuya litera de aceleración se encontraba contigua a la de Marianne en la bodega del equipo. Se había autonombrado protector suyo, aunque era evidente que se sentía tan asustado y fatigado como ella—. ¿Qué sucederá ahora?

—Lo sabremos cuando nos llegue más información, Bill. —Walsh paseó su mirada por el puente de mando observando los paneles iluminados, las pantallas y las ventanillas distribuidas a su alrededor y que daban al enorme mecanismo de cierre exterior. Se pasó la mano por el cabello color de bronce cortado al rape, como si aquello la aliviara, y me dirigió una mirada apreciativa—. Parece conservarse bien, profesor.

—Gracias, capitana —le contesté exhalando un suspiro, sin hacer ningún esfuerzo por levantarme de la litera. Al fin y al cabo yo era, a pesar de mi aspecto, el más viejo del grupo—. Pero confío en que esta clase de aceleraciones no se convierta en una costumbre.

—Lo mismo digo. He soportado cosas peores en los cutters, aunque se supone que están hechos para eso —repuso Walsh—. Al parecer, nuestro remolcador no lo acusa demasiado. ¿Lo confirma la computadora?

—Todos los sistemas a la espera, funcionando nominalmente —respondió la voz monótona, con un ligero acento chino, de la computadora principal del Ventris.

—Hace mucho calor ¿no le parece? —me quejé.

—Por el momento no se puede evitar.

Las escotillas estaban abiertas para dejar que entrara el aire del exterior y ahorrar oxígeno. Pero allí dentro hacía calor y el ambiente era sofocante y húmedo.

Blake Redfield, al que había nombrado mi segundo ayudante, se acababa de quitar el arnés en la litera del maquinista.

—Voy abajo por si puedo ayudar en algo —declaró.

—Compruebe cómo está Mays, ¿me hace el favor? No quiero más problemas con él —le indicó Walsh.

—Lo mejor sería sumirlo en un sueño profundo e instalarlo en la bodega —gruñó Redfield.

—Por el momento tendrá que seguir en su compartimiento. Pero asegúrese de que no tiene ninguna palanca a su alcance.

Redfield hizo un gesto de asentimiento y se deslizó hacia abajo por la escotilla que conducía al corredor principal de la nave.

—¡Hola, Ventris! ¿Qué tal todo el mundo? —preguntó una voz de mujer desde los altavoces del comenlace.

Se trataba de la inspectora Ellen Troy, cuyas palabras sonaban extrañamente distorsionadas haciendo reverberar ecos profundos. Aunque habíamos tenido tiempo suficiente para acostumbrarnos al hecho de que su voz llegaba desde las profundidades acuáticas, distábamos mucho aún de considerarlo como algo natural.

—Seguimos todos con vida, Ellen.

—Bien. Tengo noticias para ustedes. El Ventris deberá separarse de la nave-universo antes de la próxima aceleración. Se pondrá en la trayectoria de una colonia en el Anillo Principal. Vale más que se empiecen a preparar en seguida, Jo.

—¡Y tanto! —Por fin, un poco de acción. Me arranqué de un tirón el arnés—. ¿Cómo llamaría a eso, Troy?

—Yo lo llamaría… buenas noticias —respondió la inspectora.

—¿Qué va a pasar con la nave espacial? —pregunté.

—¿Qué va a ser de usted, Ellen? —inquirió Walsh por su parte.

—No sé hacia dónde va esto —comentó Troy por el comenlace—. Pero adondequiera que vaya, allí iré yo también.

—Insisto en acompañarle —protesté.

—No sé si será posible, profesor.

—¿Por qué no? El aire dentro de la escotilla es perfectamente respirable. El agua es potable; la comida es buena. Y seguramente ese alienígena podrá…

—Se lo preguntaré.

—Insisto en hablar personalmente con el alienígena. Sabe usted tan bien como yo que…

Una vez más me interrumpió:

—Transmitiré su petición y le informaré al respecto en cuanto pueda, señor. Jo, prepárese para despegar. Sólo dispone de una oportunidad.

Forster levanta la mirada desde su nido de almohadones sobre la alfombra, frente a Ari y Jozsef y se dirige al comandante:

—Más tarde supimos lo que Nemo pensaba y hacía en los minutos que siguieron. No era la primera vez que subestimábamos de manera lamentable a ese hombre…

Momentos después de concluir la fase de desaceleración, McNeil había llevado a Randolph Mays, todavía embutido en su traje espacial —lo que le hacía semejar un saco lleno de ropa sucia— a su compartimiento dormitorio y lo había encerrado en él. Redfield me dijo que había comprobado el cierre de la puerta unos minutos después. De modo que Mays se quedó allí dentro, solo, y los demás se olvidaron de él. Tras despojarse penosamente de su traje, lo tiró a un rincón de la cabina proyectada originalmente para dos personas; pero el traje abultaba lo suficiente como para llenar el espacio sobrante.

Metiendo la cabeza en la capucha de presión negativa que hacía las veces de unidad de aseo personal, se echó agua en la cara. Me lo imaginé sonriendo de placer y prolongando aquel lujo al pasarse una afeitadora quemopsónica por la enmarañada y gris pelambre que le había crecido en el mentón desde nuestra precipitada partida de la órbita de Júpiter. No hacía aún media hora, podía considerarse un hombre muerto. Él mismo estaba bien seguro de ello.

Debió de haber pasado un tiempo considerable mirándose al espejo. Tenía un rostro cuadrado, con arrugas profundas, las cejas espesas, la boca grande y unos músculos muy visibles en las articulaciones de sus fuertes mandíbulas. Era la cara de un animal de presa; pero al mismo tiempo no carecía de distinción. Y la había contemplado el tiempo suficiente como para haberse acostumbrado a sus rasgos.

Cansado de mirar su imagen se tendió en la litera y fijó la vista en la mampara de metal gris. Porque Sir Randolph Mays, nombre con el que era conocido habitualmente, no tenía adonde ir ni motivos para desplazarse a ningún sitio.

Randolph Mays, Jacques Lequeu, William Laird o, simplemente, Bill no eran más que las diferentes caretas de un hombre que se había revelado en repetidas ocasiones a lo largo de los años como el dirigente de la desaparecida Espíritu Libre, la milenaria sociedad secreta que había predicho mucho tiempo atrás la reaparición de los alienígenas. Pero ¿quién era en realidad? Nadie lo sabía.

Había planeado matarnos a todos; a cada uno de los miembros de nuestra expedición y había estado muy peligrosamente cerca de lograrlo. Y eso a pesar de saber que ninguno de nosotros hubiese podido pensar seriamente en hacerle a él lo que él intentaba hacernos a nosotros. A ningún miembro de nuestro grupo le atraía perder el tiempo convirtiéndose en su carcelero. Tras algunas discusiones, habíamos llegado a la conclusión de que, puesto que carecía de un motivo viable para matarnos, así como de un lugar al que escapar tras haberlo hecho, nos limitaríamos a tomar ciertas precauciones en su presencia, como la de ordenar a la computadora que lo siguiera a donde fuese no permitiéndole trasponer en solitario los límites de la cámara de la tripulación, y, desde luego, la de mantener bajo llave el botiquín con sus venenos terapéuticos, y un largo etcétera. Aparte de lo cual lo ignoraríamos por completo.

Coventry carece de dimensiones físicas; pero aún así se trata de un lugar que existe y es tangible. Nadie hablaría con Mays. Cuando nos sentáramos para comer no dejaríamos ningún sitio libre para él. Si entraba en un recinto, todos lo abandonaríamos, y si esto no era posible por alguna causa, hablaríamos y nos comportaríamos como si él no existiera.

Troy lo había llamado Nemo; una persona sin nombre no es persona ni nada. Y con el tiempo, hasta aquel mote nos pareció superfluo, cosa que creo que él sabía. Influida por nuestras alteradas percepciones, la tripulación del Ventris se olvidaría de su persona. Simularíamos que no existía y pronto llegaríamos a creerlo así.

Pero esto no iba a ser un inconveniente para Nemo. Porque había pasado más años de su vida en solitaria meditación de los que podíamos imaginar.

Ahora reflexionaría sobre el futuro inmediato. Nada en el Conocimiento, que el Espíritu Libre se había esforzado en conservar llegando incluso muchas veces al asesinato, lo había preparado para lo que estaba sucediendo y menos aún para lo que estaba por suceder. A excepción de cierta insignificante diferencia numérica, él y sus contrarios manteníamos una situación equilibrada.

Únicamente la posesión del Ventris nos daba cierta ventaja. Y ¿cómo inutilizar una nave espacial?

En realidad, las posibilidades eran muchas, aunque el pragmatismo imponía determinadas restricciones. Lo más vulnerable era los motores y los tanques de combustible, pero no era probable que Nemo pudiera salir del módulo de la tripulación sin alterar a sus guardianes, si alguna vez aparecía ante nuestra vista. Al igual que una serpiente o una piedra, permanecería invisible mientras no se moviera. Por la misma razón, el hardware del sistema de maniobra del navío, y los mecanismos que preservaban la vida y la estructura contra la radiación quedaban protegidos porque para alcanzarlos era preciso salir al exterior.

Podía abrir una brecha en la pared del departamento de presión donde estaba el módulo de los tripulantes; mas para ello tenía que echar mano de los explosivos que estaban en los departamentos destinados a equipamiento junto con algunas herramientas y, para lograrlo, había también que salir de la nave. En un alarde de decisión quizá pudiera atacar las consolas de control valiéndose tan sólo de sus manos. Pero no abrigábamos la menor duda de que podríamos inmovilizarlo antes de que causara muchos daños.

Quedaba el software. Un nombre muy adecuado; porque al igual que ocurre con todos los sistemas complejos, el software era el punto flaco del Michael Ventris.

Puedo ver a Nemo sonreír solapadamente distendiendo sus labios sobre unos dientes cuadrados y voraces. Habla solo, en el aislamiento de su compartimiento-dormitorio.

—Ordenador, quiero leer algo. Por favor, despliega tu catálogo.

—¿Tiene alguna categoría preferente? —le pregunta el ordenador con su voz cortés e impersonal.

—Poesía. Poesía épica —responde Nemo.

La luz del monitor de vídeo situado en la mampara parpadeó en rojo. Y el rostro pecoso de nuestra piloto lo miró fríamente.

—Mays, nos disponemos a realizar un despegue inmediato. Póngase el traje y amárrese a la litera.

—La oigo, capitana Walsh.

—Haga lo que le digo.

Se puso el traje, pero no los guantes. Porque tenía que utilizar la computadora, con mucha calma, sin pronunciar palabra, manipulando el teclado.

Los demás estábamos situados en nuestros respectivos puestos de lanzamiento. Groves se hallaba en la litera del navegante, situada en el puente de vuelo, junto a Walsh y McNeil en su lugar tras ellos. Los que no intervenían en la tarea de dirigir la nave permanecían en las literas inferiores, excepto yo, que me hallaba a un lado del puente, mirando con nerviosismo los cronómetros. De la solapa de mi equipo extraje el traductor-sintetizador y empecé a hablar rápidamente, introduciendo datos en su memoria. Estaba frenético por salir del Ventris antes de que éste se desprendiera de la nave alienígena y disponía de una sola posibilidad para exponer mi caso.

La cuenta atrás había empezado. Nos veíamos unos a otros por las frágiles pantallas de vídeo del comenlace. Las caras de los hombres estaban sombreadas por el pelo de sus barbas y todos teníamos un aspecto sudoroso y cansado.

Groves miraba sus indicaciones con aire pensativo y las cejas fruncidas sobre la recta y fina nariz.

—No quiero meterme en el terreno de nadie; pero a primera vista no parece que dispongamos de los delta-vees suficientes como para alcanzar las colonias del Cinturón Principal. Según mi mapa nos estamos moviendo a cuarenta kps retrógrados.

—No se está metiendo en mi terreno, si es a mí a quien se refiere —indicó McNeil, cuyo peculiar acento irlandés tendía a hacerse más cerrado cuando se sentía incómodo por algo. Dio unos golpecitos a la pantalla que tenía ante sí—. El material de abastecimiento bastará hasta que hayamos alcanzado Ganimedes desde la órbita de Amaltea. Estos últimos días ha disminuido notablemente, sobre todo el H-dos y el LOX, aparte de la comida y lo demás.

El altavoz del comenlace volvió a emitir la voz espectral de Troy desde debajo del agua.

—Bien. Tengo algunos datos más favorables para transmitir. Vuestra plataforma de lanzamiento aparecerá en menos de diez minutos.

—Aquí estamos un poco preocupados, Ellen —intervino Walsh—. La opinión general es que no disponemos del suministro necesario.

En ese momento, el Ventris se balanceaba suavemente, sostenido por los tentáculos mecánicos de la nave-universo. Podíamos oír el ruido producido por la presión de los ajustes automáticos y la expulsión de los gases.

La voz de Troy continuó diciendo:

—Thowintha me asegura que el Ventris será debidamente aprovisionado antes de su partida con hidrógeno y oxígeno líquidos, así como con alimentos, agua fresca y todos los suministros necesarios.

—Parece que ya está sucediendo —anunció Walsh, observando los niveles—. Ahora entra combustible.

—Él… o ello, o lo que sea, ha sido muy amable, Ellen —comentó McNeil—. Pero me pregunto si el concepto alienígena del alimento será igual al nuestro.

Una sucesión de gritos, silbidos, golpes secos y resonancias amenazaba con ahogar las voces. Cuando hubo amainado, Troy dijo:

—Según informa Thowintha, se nos aprovisionará con todo lo necesario. —Y añadió con tono burlón—: Esperamos que os guste el marisco.

—¿Qué hay de mi petición, inspectora Troy? —grité, dirigiendo mi pregunta a la pantalla en blanco, allí donde en una transmisión normal debiera haber aparecido la cara de Troy—. Tienen que permitirme hablar con Thowintha… ¡Y tiene que ser ahora mismo!

—Lo lamento, señor. Pero por el momento no me es posible conectar con Thowintha —respondió la mujer invisible.

Me había esforzado al máximo por dominar mi cólera, pero estaba perdiendo la batalla. Notaba cómo el rostro se me encendía. Golpeé con furia las teclas de mi traductora. Troy no era la única capaz de hablar el idioma de la Cultura X.

El piloto, el navegante y el mecánico observaban los cambiantes gráficos de sus consolas.

En el exterior, las mangueras automáticas se hinchaban y vibraban.

—Antes de despegar —dijo Walsh—, creo que el profesor debería estar de acuerdo en que firmamos… en que cumplimos…

—Yo no firmé nada —respondió Marianne Mitchell, cuyos grandes ojos verdes lucían, brillantes y sin parpadear, desde el monitor que reproducía su rostro—. Lo único que quiero es volver a casa.

—Ahí es a donde vamos, Marianne —le aseguró Walsh con amabilidad.

Hawkins se sintió obligado a acudir en su defensa.

—Algunos creerán que existen motivos para…

El locuaz posdoctor se interrumpió en mitad de la frase, en mi opinión debido a que cualquiera que fuese la pregunta a la que contestaba, ésta no había llegado a formularse todavía. Se apartó de los ojos el fino mechón de cabello rubio que había caído sobre ellos y añadió:

—Bueno, yo voy con Marianne. Eso es todo.

Evidentemente, estaba decidido. Pero su errónea conclusión no obtuvo respuesta. En el exterior del casco, las mangueras se desacoplaron y se replegaron sobre sí mismas, todas a la vez. Podíamos verlas en la pantalla, moviéndose como un ballet de tentáculos de pulpo.

—Ellen, ¿te llega mi mensaje? —preguntó Walsh; pero no obtuvo respuesta.

—¡Inspectora Troy! —grité desesperadamente, pero el comenlace guardó silencio—. Quiero que lo que voy a decir se le transmita a Thowintha.

Sostuve en alto la traductora, que empezó a emitir leves chasquidos, gruñidos y sonidos extraños en una bien lograda imitación del lenguaje alienígena, aunque a mi modo de ver lo estropeaba la leve resonancia de los minúsculos micrófonos del sintetizador.

—Cierren todas las escotillas exteriores y compuertas —ordenó Walsh haciéndose oír por encima del ruido que yo armaba.

Pero su fría impasibilidad no me impresionó como hubiera debido.

—¡Capitana Walsh! —protesté, gritándole sin respeto.

—Lo siento, profesor, pero me parece que se viene usted con nosotros. ¿Por qué no nos ayuda desconectando eso?

Troy volvió a hablar por el comenlace.

—Su mensaje ha sido recibido, profesor —comunicó.

Desconecté el sintetizador con un leve chasquido.

—Bien… ¿Qué me contesta?

—Según anuncia Thowintha, la nave-universo va a experimentar una aceleración que… bueno, la que sufrimos antes nos va a parecer una insignificancia. No podría usted sobrevivir. Ningún humano sin modificar lo lograría. Tiene que irse con los demás, señor.

La computadora del Ventris anunció:

—Todas las escotillas y compuertas cerradas. Michael Ventris bloqueado y presurizado.

—Tenemos llenos los tanques, los motores en marcha y nos disponemos a despegar de un momento a otro —anunció Walsh—. ¿Enterada, Ellen?

—Enterada. Partida inminente —respondió Troy.

De pronto, McNeil dio un respingo en su asiento como si se hubiese pinchado con algo.

—¡Capitán! ¡Mire eso! —exclamó—. ¡Se detecta una anomalía importante de masa!

—Informe —pidió ella.

—Hay una deficiencia después del reaprovisionamiento… de unos sesenta y siete kilos; en la cámara de la tripulación.

—Falta alguien —dedujo Walsh.

Empezó a indagar mediante las pantallas de los monitores accionándolas una tras otra. Groves, McNeil y yo estábamos en el puente con ella. Mitchell y Hawkins se hallaban en sus literas, en la zona de servicios. Mays era visible con toda claridad luego de haberse amarrado a la litera de lo que se había convertido en su dormitorio particular.

—¿Dónde está Blake? —preguntó Walsh.

Pero ante nuestra sorpresa, quien contestó fue la inspectora Troy.

—Blake está conmigo.

La sangre se agolpó en mi cerebro con tanta rapidez que noté cómo la piel me ardía bajo el cabello transplantado.

—Me ha engañado, Troy —le recriminé, convencido de sus intrigas para no dejarme alcanzar lo que hubiera sido el éxito mayor de mi vida—. Todo esto lo ha hecho para…

—Señor —me interrumpió—, ya le he dicho que ningún ser humano sin modificación previa podría superar el cambio de ruta que vamos a adoptar.

Thowintha declaró formalmente que usted no habría podido sobrevivir a esa variación… por más que pretenda creer lo contrario. Lo siento muy de veras, señor.

Me puse bastante nervioso y di unos golpes al cierre de mi arnés.

—Todavía no es tarde para que intente…

—Por favor, empiece la cuenta atrás, capitana Walsh —ordenó Troy—. El cierre a presión se está abriendo.

En la pantalla del puente de mando se pudo apreciar cómo el difuso resplandor azulado que llenaba el enorme espacio vacío bajo la cúpula estaba perdiendo intensidad. Un agujero negro se había abierto en el centro y describía una espiral hacia el exterior; las luces brillantes como estrellas que decoraban el cóncavo techo se difuminaban para ser remplazadas por otras más débiles: las de las verdaderas estrellas parpadeando a través de la rejilla de la compuerta.

—Treinta segundos… contando —anunció la computadora.

Otra luz, cuya fuente era invisible para el Ventris apareció en el cielo. Y a través de las ventanillas del puente de mando pudimos ver como un óvalo deslumbrador se desplazaba, semejante a un foco de teatro, por la afiligranada pared de la cúpula, al tiempo que el sol lanzaba de costado lo que a nuestros ojos adaptados a la oscuridad les pareció una claridad cegadora a medida que traspasábamos la abertura cada vez mayor de la computadora.

—La nave-universo da vueltas como si hubiera enloquecido —comentó Walsh.

Casi me había salido de la litera y tuve que hacer esfuerzos para volver a la posición normal, aunque a sabiendas de que era ya demasiado tarde. Los demás estaban ocupados en sus propias literas y no podían prestarme atención o ver mis lágrimas.

—Diez segundos —anunció la computadora—. Nueve. Ocho. Siete…

El Ventris empezó a moverse en ángulo con la nave, flotando por sí solo al desprenderse de aquellos tentáculos que hasta entonces lo habían mantenido firmemente amarrado. Estirándose, al parecer de modo ilimitado, los delicados tendones metálicos levantaron al remolcador hasta el orificio del techo y lo lanzaron a la cegadora claridad del sol que brillaba por encima de nosotros.

—Ahora aceleramos para alejarnos de ahí —comentó Groves.

Los tendones se habían vuelto a curvar hacia dentro enrollándose sobre sí mismos como muelles. A un observador cósmico que hubiese visto aquella escena desde lejos le hubiera podido parecer como si el enorme y brillante elipsoide acabara de arrojar un minúsculo pólipo casi invisible de un quiste en su costado.

—La nave-universo —comentó McNeil.

Mediante un golpe seco, como impulsados por un tirachinas, habíamos sido proyectados hacia el exterior.

—Tres. Dos. Uno.

Un retumbar sólido y contundente que confortó a cuantos estábamos en el puente de mando repercutió en el interior del Ventris cuando nuestros cohetes principales se encendieron… seguido casi instantáneamente por una especie de tos seca y áspera. Para mí aquello sonó como si alguien hubiera dejado caer un piano contra el techo.

Las estrellas empezaron a desplazarse por el cielo, perceptible a través de nuestras ventanillas y moviéndose como luces en todos los sentidos dentro del espacio que nos mostraba la pantalla del puente de mando. El Ventris navegaba sin rumbo, describiendo una violenta espiral. Yo me había puesto el arnés con el tiempo justo.

—Motor principal número dos. El encendido ha fallado —anunció McNeil.

Igual que me ocurría a mí, una parte de su cuerpo estaba invertida en relación a su arnés y toda traza de acento escocés había desaparecido de su inexpresiva voz.

Las sirenas de alarma aullaban y en todas las consolas parpadeaban luces rojas.

—Autocierres uno y tres —ordenó Walsh sin perder la calma ni precipitarse, como si se tratara de algo rutinario que sucediese habitualmente—. MS a autoestabilizador.

—Uno y tres, cierre automático. MS a autoestabilizador —confirmó McNeil.

—Computadora, comunique situación, por favor… Primera aproximación por orden de urgencia.

—Sistemas vitales, nominal. Sistemas auxiliares, nominal. Sistemas de maniobra, nominal. Depósitos de combustible, nominal. Otros suministros, nominal. Sistema de propulsión principal, situación en rojo. Motor número dos, no funciona. Bombas H-dos de motor número dos, averiadas. No hay incendio… ni peligro de ello.

—Computadora, siga.

—Posición y velocidad actuales no computables con datos disponibles. Fuerzas de aceleración interna desajustadas debido a…

—Ya basta, computadora —ordenó Walsh dirigiendo una mirada de soslayo a Groves—. ¿Perspectivas para orientación?

—Nos vamos a encontrar con obstáculos —replicó Groves.

—¿Estamos ya en ellos?

—Me parece que aún no, Jo —repuso Groves indicando una sucesión de líneas luminosas que se iban desplazando en la pantalla—. Parece como si la nave-universo estuviera a punto de…

Se produjo una violenta sacudida.

—… volvernos a sujetar.

Aquella sacudida fue la primera de otras muchas que nos hicieron golpearnos contra nuestros arneses. Gruñí disgustado, pensando que debía mantener a toda costa la comida en mi estómago. En el exterior, las estrellas cesaron de moverse en espiral e iniciaron un desplazamiento en todos los sentidos. Hasta que de pronto, adoptaron una formación circular serena y estabilizada.

—¡Mirad! —exclamó Groves señalando con gesto nervioso hacia la ventanilla del puente de mando.

Un objeto plano y metálico que relucía como un diamante y cuyos bordes estaban recortados con precisión había aparecido y se iba desplazando por el cielo como una masa sólida bajo nosotros. El sol y las estrellas se reflejaban en su pulida superficie.

—¿Qué pasa? —pregunté con tono lastimero.

El Ventris se encontraba tan próximo a la nave-universo que ésta llenaba toda la visión del cielo. Su superficie diamantina era tan pura que podíamos ver perfectamente el reflejo de nuestra minúscula nave reproducido en el armazón de aquel universo en giro constante.

—Más tarde —relata Forster a sus oyentes—, supe cuáles habían sido las palabras…, muy breves por cierto, que habían intercambiado Troy y el alienígena en aquellos momentos…

—¿Queréis que sobrevivan los seres humanos? —preguntó Thowintha sin más preámbulos.

Pero el hecho de que Troy quisiera o no, o de que los seres humanos viviesen o muriesen, parecía carecer de importancia para el alienígena.

—Si optan por sobrevivir tendrán que adaptarse al mundo de los vivos —añadió.

El agua transmite los sonidos mucho mejor que el aire. Y, aunque Thowintha se encontraba a mucha distancia y era invisible para nosotros, Troy oía su voz como si sonara allí mismo junto a ella.

—¿Y cómo conseguiremos que se adapten? —preguntó dirigiéndose a las aguas oscuras.

—Han de conformarse igual que tú haces ahora. Y como hará tu compañero. Han de vivir en el agua.

—¿Cómo los vamos a convertir en seres que respiren en el agua? —preguntó Troy—. Tú misma aseguraste que el profesor no puede ser modificado. Y ahora ya no tenemos tiempo.

—Tenemos otros medios para salvarlos, aparte de esa modificación. Debes persuadir a tus seres humanos para que entiendan la necesidad de hacerlo. Pero a juzgar por lo que nos has dicho, eso representa un gran obstáculo.

—¿Por qué?

—Porque sois… ¿Cuál es vuestra definición…?, sois «individuos».

—Eso no representa obstáculo alguno —afirmó Troy, con firmeza.

Lo que el alienígena no entendía era que los seres humanos poseen un instinto de supervivencia mucho más intenso que el de los que se consideran tan sólo órganos y miembros de un cuerpo colectivo.

Porque cuando Troy vino para decirnos: «Si queréis seguir viviendo os tendremos que sumergir», todos contestamos: «Preferimos sumergirnos».