Primera parte
HUIDA DE JÚPITER

1

La mansión es de basalto y granito y se levanta sobre unos peñascos por encima del río Hudson. En otros tiempos había sido un lugar muy dinámico. Pero ahora sus largos pasillos y sus aposentos artesonados están vacíos. Los muebles han desaparecido y los aparadores, armarios y estantes no guardan ya ningún objeto. Las amplias extensiones de césped que rodean la magnífica casa se hallan en estado de abandono y las hierbas silvestres lo invaden todo tras haber rebasado los límites del bosque cercano.

Es un anochecer de principios de invierno y el cielo, aunque con algunas nubes, muestra un despliegue de estrellas familiares. Pero entre ellas figuran multitud de otras nuevas y desconocidas, mucho más brillantes, con apéndices de luz en forma de colas que arrastran tras de sí como los cometas. Y, al igual que éstos, dichos cuerpos celestes parecen encaminarse hacia el sol que se acaba de poner.

Por las altas puertas acristaladas de la antigua mansión que miran a la pradera penetra una repentina claridad rojiza que se vuelve a apagar en seguida para repetirse al poco tiempo. En la biblioteca, unos leños de roble arden en la chimenea de piedra. Un hombre llamado Kip, al que casi todo el mundo conoce como el comandante, inclina un poco su gran corpulencia hacia el fuego dejando que el calor acaricie su curtida piel. Las llamas se reflejan en las frías pupilas azules.

No hay sillas o sillones en la estancia; pero sí la suficiente cantidad de alfombras y almohadones de origen exótico, así como bolsas de piel de camello y asientos de cuero repujado, como para permitir que el pequeño grupo de personas allí reunidas se sienten donde les apetezca de la manera más cómoda posible. Ari se ha acomodado en una alfombra persa echada en el suelo de cualquier modo, próxima a la chimenea, y se reclina en un montón de almohadas. En la bandeja de plata que se encuentra en el centro del círculo de los presentes hay bebidas refrescantes en suficiente cantidad como para que la velada resulte agradable.

—¿Un poco más de té, Ari? —pregunta Jozsef, el mayor de ellos, con un marcado acento centroeuropeo.

Ari asiente con rapidez, echando hacia atrás el corto cabello gris en un ademán habitual en ella desde otros tiempos más juveniles, en que llevaba el cabello negro y lustroso muy largo y los mechones le caían sobre los ojos. Deja que el chal de lana se deslice sobre los hombros porque el calor de la chimenea ha conseguido finalmente caldear hasta los rincones más húmedos de la estancia y toma la taza que le ofrecen.

—¿Profesor…?

—Me cuida demasiado —responde Forster, que parece bastante más joven que los demás.

Pero, si se le mira de cerca, se perciben las arrugas que surcan su piel curtida por el sol y que se tersa sobre los huesos faciales. Toma un vaso de grueso cristal mientras hace una viva señal de asentimiento.

—¿Algo para usted, Kip?

El comandante niega con la cabeza. Jozsef se sirve una taza de té negro y la retiene entre sus manos mientras se reclina contra el cilindro de una alfombra enrollada como un jeque beduino en su tienda.

—Será muy triste dejar para siempre esta casa. Nos ha sido muy útil. Pero resulta agradable saber que la Salamandra ha logrado poner fin a su tarea. Espero que esta noche, cuando lo demos todo por finalizado, hayamos completado una labor que será útil a las futuras generaciones. —Alza ligeramente su copa en un ademán de calculada parsimonia y exclama—: ¡Por la verdad!

Los demás secundan el brindis con gestos de silenciosa aprobación. Ari se toma el té con aire reflexivo y esbozando una leve mueca. Por su parte, Forster bebe su whisky, saboreándolo unos instantes antes de ingerirlo, perdido en sus reflexiones.

—¿Qué decía usted, profesor?

Forster alza la mirada como si fuera repentinamente consciente de dónde está.

—¡Ah! Existen posibilidades… Lo que les voy a decir no se basa en conjeturas, al menos no en su totalidad, sino que es resultado de mis experiencias así como de informes y de conversaciones con otras personas.

—Así pues, no más ficción respecto al futuro —comenta Ari con tono un tanto seco.

—Bueno, parte de lo que voy a decir sí es ficción… debo admitirlo. Simple conjetura. Pero tengan en cuenta que soy un xenoarqueólogo acostumbrado a operar en el reino de lo indeciso. —Forster deposita el vaso sobre la gruesa alfombra—. La conjetura ha desempeñado un papel fundamental en los actos de ese personaje al que llamamos Nemo.

—Ya conocemos a Nemo —afirma el comandante desde su lugar junto al fuego—. Hemos realizado análisis de las obras del conocimiento que aún se conservan. Hemos reconstruido sus actos…

Ari le dirige una dura mirada.

—Todo eso no son más que conjeturas, Kip, como dice el profesor.

—Sabemos bastantes cosas —declara el comandante con una voz tan ronca que sus palabras apenas son audibles.

Nadie se atreve a contradecirle. El fuego chisporrotea y las llamas ascienden en la chimenea. Su fulgor anaranjado proyecta formas danzarinas en el techo artesonado y se refleja en los estantes vacíos de la biblioteca.

El profesor J. Q. R. Forster concluye su relato:

—De modo que estamos atrapados por esa nave extraterrestre que ha cobrado vida y ahora nos impone sus dictatoriales reglas. No ha habido discusión porque no podía haberla. Hemos de conformarnos sin tardanza… o morir.