Tercera Parte
DEL MAESTRO DE OBRAS
A LA CATEDRAL

VIII. LA SONRISA DEL MAESTRO DE OBRAS

¡Oh, razonadores! Un sencillo gremial de antaño encontraba en seguida, en sí mismo y en la Naturaleza, esa verdad que vosotros buscáis en las bibliotecas. Y esa verdad era Reims, era Soissons, era Chartres, eran las rocas sublimes de todas nuestras grandes ciudades. A menudo sueño que los veo, que los sigo de ciudad en ciudad, a esos peregrinos de la obra, aquejados del mal ardiente de creación. Con ellos me detengo en casa de la Madre, que reuniera a los Compagnons du Tour de France… Me gustaría sentarme a la mesa de esos canteros.

AUGUSTE RODIN

Igual que los bienaventurados, al término de su viaje por la tierra, se sentaban a la mesa celeste donde los dioses celebraban un perpetuo festín, sentémonos unos instantes a la mesa alrededor de la cual los maestros de obras, al caer la tarde, comparten el pan y hacen juntos el balance de su jornada de trabajo. En la sala comunal están presentes Jean de Chelles, arquitecto en Notre-Dame de París; Pierre de Luzarches, en Amiens; Jean Deschamps, de Clermont-Ferrand; Jehan le Maçon, de Mans; Pierre de Montreuil, de Saint-Denis, el alemán Erwin de Steinbach y todos sus hermanos célebres o desconocidos.

Esos hombres, a pesar de sus diferencias de caracteres, tienen en común unas cualidades que los unen de una manera indisoluble y hacen que hablen el mismo lenguaje. En su juventud aprendieron que el trabajo manual no era mecánico y que el del espíritu no estaba encastillado solamente a la memoria. Sin comprenderla, admiraron en un principio la facilidad con que sus predecesores levantaban planos, tallaban piedras y las colocaban en el sitio justo del edificio. Este espectáculo los había conmovido profundamente y expresaron tímidamente el deseo de participar en la construcción del templo. La respuesta a esta petición no fue muy amable. Se les dijo a aquellos jóvenes que la vida en la cantera era en extremo penosa, que implicaba numerosos riesgos y que se repartían con más facilidad estacazos que felicitaciones.

Muchos de los solicitantes se asustaron, pero algunos persistieron en sus intenciones a pesar de todas las advertencias. En vez de darles la tarea exaltadora: que esperaban se les obligó a acarrear cubos, a arrastrar carretillas, a mover bloques de piedra, a limpiar la indumentaria de sus instructores. A veces apuntaba la desesperación. Sin embargo, en la cantera había un misterio, un misterio cuya sustancia percibía el joven aprendiz sin podérselo explicar. Aquellos maestros tan severos se reían con ganas entre ellos, bromeaban sobre las cuestiones más graves y formaban una sociedad aparte cuyas reglas se mantenían oscuras.

La jornada era fatigosa. El aprendiz se levantaba con el sol y se acostaba con él. No se toleraba ningún retraso. Al cabo de unos meses de este régimen, el maestro de obras lo autorizaba a dirigirse, llegada la noche, a un pequeño edificio levantado junto al muro de la catedral en construcción. Allí pasará largas horas estudiando el arte del trazo y desbastar su espíritu. Creyendo en un principio que había sido distinguido entre otros, pronto se dará cuenta el aprendiz de que exigen de él un suplemento de trabajo y que, a pesar de ello, no se le concede ningún reposo suplementario.

Transcurridos unos años consagrados a servir, se le pide que prepare una obra maestra, escultura, enarbolado en miniatura o iglesia a escala reducida, para que haga una demostración de sus conocimientos técnicos, de su sensibilidad artística y de su sentido simbólico. Durante toda una noche, en presencia de una asamblea formada por unos rostros graves, presenta su trabajo con auténtica inquietud. Su destino y su más caro ideal están en juego. No recibe el más mínimo cumplido y los maestros de obras le muestran sus defectos sin preocuparse de su susceptibilidad. El aprendiz intenta defenderse sin el menor éxito. Considera evidente su fracaso y, sin embargo, la obra maestra es aceptada.

Entonces comienza la ronda de los oficios que habrá de practicar en su totalidad para convertirse en un artesano completo. Probará la carpintería, el tallado de la piedra, la escultura, el arte de la vidriería. Algunos se detienen en el camino y profundizan en una técnica particular. Pero él logra franquear todas las pruebas. Crece su deseo secreto a medida que pasa el tiempo. Quiere convertirse en un maestro de obras. Viaja por las provincias francesas y los países de Europa para conocer otras canteras, comparar métodos, entrar en contacto con hombres diferentes. En todas partes descubre que el maestro de obras es el alma de la catedral. En su compañía aprende de una manera progresiva a crear diseños, a concebir el edificio de pensamiento antes de crearlo con la piedra. Le repiten por todas partes que si el arquitecto es ignorante la construcción carece de armonía. Y por esto tiene que conocer eruditos y monjes, vivir en el recogimiento de los claustros, escuchar las lecciones de humanidad de los abades.

Un día se le convoca a la casa de los maestros de obras, una casa celosamente guardada, en la que sólo penetran algunos elegidos. Allí, de acuerdo con un ritual sobre el que deberá mantener el secreto, queda entronizado maestro de obras por sus semejantes. En su fuero interno será siempre un aprendiz en relación con Dios, pero habrá de asumir su función en relación con la hermandad de operantes que está encargado de educar y de hacer trabajar. Muy pronto, en la Francia de los siglos XII y XIII el nuevo maestro recibe un encargo. Acostumbrado a no detenerse durante mucho tiempo en un mismo lugar, coge su ligero equipaje y se traslada a la ciudad que lo ha llamado.

Tan pronto como llega se convoca un consejo que reúne a los notables de la ciudad. Se trata de la financiación, de las dimensiones del edificio proyectado, pero nunca de la duración de los trabajos. Este extremo carece de importancia siempre que la obra sea espléndida. Cumplidas estas formalidades, el maestro de obras reúne a sus compañeros y hace construir un lugar cerrado donde se reúnen al abrigo de las miradas profanas. De acuerdo con las autoridades eclesiásticas establece el programa arquitectónico e iconográfico.

Después, tomando posesión de su bastón y de sus guantes, encasquetándose el bonete simbólico, vistiendo el largo traje tradicional, pone a los operarios a la obra e inaugura la cantera en presencia del obispo y, en algunas ocasiones, del rey. Una vez más comienza la aventura, una aventura que ha estado Observando durante años y de la que ahora es responsable.

En ningún momento el maestro de obras separa el trabajo material del espiritual. Pasa por la materia para alcanzar el espíritu porque todas las demás vías le parecen utópicas y falaces.

El hombre que no siente en su carne la verdad de los símbolos no es digno de su consideración. Toda su atención se concentra sobre la manera de hacer: si un gremial demasiado hábil logra su talla sin vivir su trabajo lo amonesta sin contemplaciones. Por el contrario, alienta con la mirada al aprendiz que acaba de estropearlo todo avanzando un paso. Se desencadena su cólera cuando un obrero alardea de su valor en una taberna de la ciudad y le advierte que si quebranta por segunda vez la sagrada regla del anonimato lo expulsará de la cantera.

—¿Cómo puedes creer que el arte sirva para expresar tus sentimientos personales? —le dice—. ¿No sabes que lo único que tiene importancia es la idea que ha de transmitirse y no quien la transmite?

Algunos días se comete la falta más grave: un cantero distraído estropea una escultura casi terminada. El hombre desciende del andamio y, con la muerte en el alma, avisa al maestro de obras. Inmediatamente éste hace que coloquen la piedra estropeada sobre unas angarillas y la cubre con un velo negro. Reuniendo a todos los trabajadores de la cantera, se organiza una procesión. Vestido de luto, el culpable marcha en cabeza y transportan la piedra asesinada hasta un cementerio donde se la entierra. Una vez terminada la ceremonia, se reanuda el trabajo y el obrero inhábil se consagra a la creación de una nueva obra maestra que haga olvidar su crimen.

Durante las etapas de la construcción el maestro de obras vela para que cada participante cumpla su función y se integre de una manera perfecta a la empresa colectiva. Con frecuencia ha de responder a las críticas de los escultores.

—¿Acaso no somos simples copistas? —le preguntan.

El copista ejecuta sin conciencia —contesta el maestro—. En cuanto a vosotros, identificaos con los símbolos grabados y descubrid el auténtico significado de vuestro trabajo. En vez de explotar vuestras minúsculas cualidades, en vez de engreíros exponiendo vuestro saber ante los que empiezan, haced que penetre en vosotros nuestra regla de vida. Dominaos, no toleréis ninguna debilidad en vosotros. Mañana seréis libres si practicáis un conocimiento directo de la piedra que os conducirá a vuestra auténtica personalidad. Rectificad sin cesar y encontraréis la luz oculta en vuestras manos.

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Los accidentes son muy raros, pues sólo suben a las partes altas los hombres de una gran experiencia. Además, se narra frecuentemente la historia del carpintero de Paray-le-Monial que cayó de un andamio. Avisado el abad Hughes acudió presuroso y vertió sobre el moribundo un poco de agua bendita implorando al Señor que curara al constructor de templos. Segundos después el carpintero, levantándose reanudó su ascensión.

De una manera simbólica el maestro de obras lleva una «máscara» a la manera de los sacerdotes antiguos que representaban los misterios sagrados. Para todos los que trabajan en la cantera, es un rostro hierático, eternamente semejante a sí mismo, persuadiendo a todos de la verdad de la obra emprendida. Las palabras que salen de su boca se convierten en actos y anima un espíritu comunitario nutrido de un calor humano tan discreto como constante. Ciertamente, el maestro de obras no se engaña; sabe que el Hombre no está acabado y que, una vez más, no se alcanzará la perfección. Tanto mejor, habrá que viajar de nuevo, construir una nueva catedral, vencer otros obstáculos y acercarse algo más a la obra maestra.

Y los sucesores de sus sucesores volverán a coger el cayado sobre el que están inscritos los secretos de las proporciones armónicas con la misma esperanza y la misma lucidez. Conserva en la memoria el mito de la torre de Babel que fue destruida por Yahvé para impedir que la Humanidad hablara una sola lengua. ¿Significa que es necesaria la diversidad o que sólo Dios puede coronar el edificio con la última piedra? Sin duda, dos verdades inseparables.

La arquitectura es la madre de todas las artes y sin la presencia de la catedral no tienen sentido la pintura ni la escultura. El maestro de obras unifica y reúne. El edificio no es un fin, sino un crisol en el que el hombre sincero descubre su propio camino. En los períodos en los que la serenidad se ve aguijoneada por la inquietud, el maestro recuerda el relato de uno de sus remotos antepasados, un carpintero a quien el rey había pedido que le explicara sus secretos.

—Iba por un bosque en las montañas —contestó el carpintero— y me dediqué a observar la Naturaleza de los árboles, y solamente cuando mis ojos tropezaron con unas formas perfectas surgió en mí la visión de mi armazón y puse manos a la obra. Sin ello no sé qué hubiera sido de mi trabajo. Gracias al acuerdo perfecto entre mi naturaleza y el árbol mi obra parece la de un dios.

El maestro de obras no se preocupa por la superficie de la piedra ni por el aspecto superficial de la Naturaleza. Trata de comulgar con el centro de la materia, toca el corazón del bloque que se ha de esculpir y modela el alma de sus compañeros. Desde la cima de las flechas, contempla todo el paisaje de este mundo donde todo está presente.

Maestro de la obra, ¿es realmente posible? Es más bien la propia obra la que es dueña de él, la que le guía y le señala el sentido de la obra que ha de realizar. Lleva sobre sus hombros la futura catedral y la catedral lo eleva por encima de las debilidades con las que cada día lucha. La Historia… no le preocupa. Nadie conoce sus dificultades de hombre, nadie escribirá su biografía porque le tiene sin cuidado. Es el espíritu de la comunidad de los constructores, la sonrisa confiada que crea al movimiento de los brazos y los arabescos de la piedra.

No es un personaje excepcional ni un ser original. Su constante preocupación es seguir siendo un hombre de Deber, que se aferra a la creación de una obra auténtica y comparte el gusto con quienes quieran interrogarle.

Nacer, crecer y morir son las tres virtudes de la jornada de trabajo en la cantera. Dar nacimiento es extraer del material informe la belleza que se encontraba oculta, hacer crecer es alzar los muros hacia la bóveda celeste y hacer morir es sobrepasar el resultado obtenido y lanzarse hacia lo desconocido.

El maestro de obras concibe el plan, dirige la ejecución, elige la ejecución. Hace descender los cimientos de su catedral hasta lo más profundo de la tradición y hace ascender las torres más allá del cielo visible. Contemplando cómo se desarrolla su obra murmura en voz baja:

—¡Oh, Cristo, devuelve la luz a tus fieles! Enséñales a golpear el sílex para descubrir en la piedra el germen de las claridades. El hombre no debe seguir ignorando que en el cuerpo de Cristo, oscuro, yace la Luz secreta. Ha querido ser llamado piedra inmóvil, Él, a quien los fuegos frágiles deben su ser.

Una mañana le sorprende un nuevo dolor. Uno de sus amigos más queridos, un maestro de obras, nombrado al mismo tiempo que él, acaba de morir. No expresa su tristeza, puesto que las reglas de su oficio le imponen él deber de crear la piedra sepulcral que conservará el recuerdo del difunto. El imaginero diseña la figura del desaparecido dándole un rostro con una expresión recogida y mostrando una serena confianza. Vestido con su manto de función, sujeta con firmeza el bastón, la regla, el compás, la escuadra y el nivel que le sirvieran para descifrar el libro abierto de la Naturaleza y el libro cerrado de la divinidad. Con la regla ha mantenido a sus gremiales por el camino recto, con el nivel ha ampliado el edificio de acuerdo con las dimensiones de la Tierra, con la escuadra ha rectificado la materia, con el compás ha trazado las montañas y con el bastón ha abierto los caminos del misterio y de la luz.

Se yergue la piedra sepulcral en la iglesia o se empotra en el enlosado. Es todo cuanto quedará de un maestro de obras, lo esencial de su vida. A veces, sus restos aparecen reproducidos en el centro de un laberinto, en el centro del Hombre consumado. Al ser pronunciadas las últimas palabras de la ceremonia fúnebre, el maestro de obras vuelve a la cantera donde la obra se muestra indiferente ante el dolor o la felicidad. Dentro de dos días la alegría sustituirá al dolor cuando el maestro reciba a un nuevo aprendiz en el que apunte un futuro arquitecto.

Y las estaciones pasan al ritmo de las piedras que se alzan en Île-de-France, en Borgoña, en el Rosellón, en Alemania. El saber del maestro de obras no ha cesado de acrecentarse; ha practicado la Alquimia, la Astrología, las ciencias herméticas, la Teología. Ha leído numerosos logogrifos, ha aprendido de memoria los cuadernos de dibujos en los que están registrados los temas simbólicos y ha frecuentado a los más poderosos del mundo y también a los más humildes.

¿Cuántas veces ha sido necesario convencer a los prebostes de que abrieran los cordones de sus bolsas? ¿Cuántos discursos ha tenido que pronunciar para despertar a los hombres adormecidos? ¿Cuántos reproches ha tenido que hacer a los trabajadores negligentes? Todo ha quedado olvidado. Permanece la catedral, esa madre de todos los vivientes, donde el niño se convierte en hombre y el profano sacraliza su vida. Pronto, el rostro del viejo maestro de obras será grabado sobre esa piedra que ha amado tanto, una piedra que ha iluminado con su sonrisa grave, que ha moldeado con sus manos y que ha ofrecido sin exigir nada a cambio.

En 1613, el jurista Loyseau considera el trabajo manual como una ocupación «vil, sórdida y deshonrosa». En 1672, la palabra «artista» aparece en el diccionario de la Academia y relega la de «artesano» a las tinieblas de las gentes sin importancia. Quedan separados el arte y el oficio, la obra ya no pertenece a Dios ni al maestro. El arte moderno nace en un clima de muerte espiritual en el que se desprecia el trabajo manual, en el que la inteligencia de la mano ha dejado ya de ser un valor esencial de la civilización.

El operario tradicional, en virtud de su oficio, realizaba un acto de creación. Incorporaba el espíritu a la materia y respondía a una vocación, a una llamada cuyo origen desconocía, pero de la que escuchaba la voz. El hallazgo del maestro de obras era el auténtico nacimiento, la más extraordinaria aventura. No cabe la menor duda de que la angustia contemporánea y la vacuidad estéril de nuestras formas artísticas se deben al hecho de que el oficio de hombre ya no es un arte de vivir y la ocasión de ejercer su maestría. Sin embargo, sucumbir a las lamentaciones, a la nostalgia del pasado o a la desesperación sería traicionar el ideal imperecedero del maestro de obra cuya sonrisa animará siempre la misma esperanza: construir a la vez al hombre y al templo.

La catedral es la voz del maestro de obras. Término lógico de nuestros viajes, vuelve a recoger, exaltándolos, todos los elementos que hemos reunido en los capítulos precedentes. Los justifica. En efecto, ¿cómo acercarse al templo sin rememorar la Tradición, la aventura simbólica, las fuentes del arte medieval, la palabra del mundo y la experiencia del maestro de obra? Los paisajes vislumbrados se unen en la belleza suprema del edificio terminado en el que surgen a plena luz el arte de pensar y la ciencia de la vida creadores de la Edad Media.