Segunda Parte
DE LAS FUENTES DE LA EDAD
MEDIA A SU IMAGEN DEL MUNDO

V. DE LAS PIRÁMIDES A LAS CATEDRALES

Nació antes que los siglos el Hijo de Dios invisible e infinito.

NOKTER DE SAINT-GALL

Esa misma cosa que ahora se llama religión cristiana existía ya y, entre los antiguos, no ha faltado nunca desde los orígenes de la raza humana.

SAN AGUSTÍN

En esta segunda parte nos dedicaremos a las fuentes del arte medieval y, con más precisión, a las influencias egipcias. Gracias a este transfondo comprenderemos mejor el motivo de que la imagen del mundo creada por la Edad Media sea a la vez tan fiel a las tradiciones antiguas como profundamente original. En el curso de los tres capítulos sucesivos comprobaremos de forma incesante que el simbolismo es una ciencia artística sin la cual el Universo de las esculturas permanecería mudo.

A fin de aclarar un tema bastante embrollado, recordaremos en primer lugar unos elementos históricos que situarán a Egipto dentro del marco de la civilización occidental. Y decimos «occidental» porque Chartres es, sin duda alguna, la hija espiritual del templo de Luxor aun cuando diversas evoluciones hayan ocultado más o menos la realidad.

Como la Edad Media ha recurrido ampliamente al simbolismo bíblico, insistiremos sobre algunos detalles que demostrarán la inspiración egipcia del libro sagrado de los cristianos. Procederemos del mismo modo respecto a los santos, sucesores de las divinidades antiguas y de las liturgias, herederas de los rituales del mundo antiguo. Completaremos esta panorámica con unas observaciones sucintas sobre temas fundamentales del cristianismo, tales como la vida de Jesucristo o la persona de la Virgen. En todos los terrenos analizados comprobaremos la omnipresencia del simbolismo egipcio que permite explicar un buen número de figuras esculpidas.

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Después de haber señalado la importancia de Egipto como fuente del pensamiento medieval, reproduciremos la opinión de algunos medievales sobre la Antigüedad en general y sobre Egipto en particular. Esta breve investigación nos demostrará que los grandes espíritus de aquel tiempo tenían conciencia de su filiación y la respetaban.

Haremos igualmente alusión a dos procesos de transmisión que han permitido a los símbolos franquear el espacio entre las pirámides y las catedrales: la tradición de los constructores y los viajes de los hombres del Medievo. Se produjeron incesantes intercambios entre Europa y el Oriente Medio y éste es el motivo de que los símbolos hayan viajado sin cesar.

Cada tema abordado merecería un libro entero. Por nuestra parte nos contentaremos con algunos sondeos destinados a colocar los jalones y suscitar la reflexión. El estudio de las fuentes de la Edad Media no conduce a una simple comprobación histórica. Se trata de establecer, al menos en parte, la unidad espiritual y artística de las antiguas civilizaciones que se prolongan unas en otras, aun cuando las formas religiosas o intelectuales sufran unas mutaciones inevitables.

Los constructores de catedrales utilizaron, adaptándolo, el legado de las civilizaciones antiguas. Desde hace tiempo los estudiosos del Medievo han reconocido el origen en el Oriente Medio de varios símbolos presentes en nuestras iglesias. Gustave Cohen, en su obra La Grande Clarté du Moyen Age (La gran claridad de la Edad Media) escribía con razón:

La Edad Media, toda Edad Media ya que en este terreno no cabe discriminación alguna según los siglos o la mitad de siglos, está dominada por la fe cristiana. Ahora bien, esa fe judeocristiana le ha llegado de Oriente, como la aportación antigua. No es en absoluto indígena, no ha nacido en modo alguno sobre nuestro suelo y, sin embargo, sufrirá la influencia.

Al examinar las transmisiones simbólicas se descubren tres capítulos principales. El primero se refiere a la arquitectura y a las representaciones esculpidas, nutridas por las artes del valle del Nilo, de Sumer y de Bizancio. Artes menores, tejidos coptos o sasánidas han permitido a los temas iconográficos realizar el largo viaje entre el mundo antiguo y la Edad Media occidental. Émile Male ha demostrado claramente que la contemplación de esos modestos objetos había fecundado el alma de los constructores inspirándoles amplios proyectos que concretizaron en la piedra. Irlanda fue igualmente un centro de gravedad; sobre sus estelas y sus cruces pueden verse ruedas, esvásticas y bestiarios; por ejemplo, las esculturas de la catedral de Bayeux fueron ejecutadas por unos imagineros que no ignoraban las maravillas del arte irlandés.

El segundo capítulo se refiere a las ciencias herméticas: astrología, magia y alquimia. El renacimiento del siglo XII les concedió gran interés. Hermes representaba la sabiduría oculta y Vincent de Beauvais cita su nombre. El rey Salomón, modelo de los monarcas medievales, había sido iniciado por los egipcios en esos grandes secretos que los tres reyes magos procedentes de Oriente habían ofrecido a Jesucristo. Para el Medievo, la astrología era la ciencia de la vida celeste que establecía una relación consciente entre el hombre y el Universo. La magia se ocupaba de las virtudes sagradas difusas en la Naturaleza y la alquimia enseñaba la forma de conducir a la materia hasta la perfección. Varios Papas practicaron las ciencias herméticas y las cortes reales prestaron ayuda a astrólogos y alquimistas.

El tercer capítulo está relacionado con la propia mentalidad medieval, ligada a la expresión simbólica de sus padres y deseosa de recoger su mensaje. San Agustín y los Padres de la Iglesia afirmaban con vigor que era indispensable utilizar la cultura antigua. El primero escribía:

Si los filósofos han emitido al azar unas verdades útiles a nuestra fe, no sólo no hay que temer estas verdades, sino que debemos arrancarlas a sus ilegítimos poseedores para nuestro uso.

Oriente, o para hablar con mayor exactitud, Oriente Medio, es la fuente de la luz. Allí es donde se encuentran las grandes riquezas, allí difundió Jesucristo su mensaje. También allí los primeros artistas cristianos recibieron la enseñanza directamente del Señor y crearon obras inspiradas. Sin duda alguna, la Edad Media nació en el Oriente Medio.

Todos los caminos de la transmisión de símbolos destacan un centro de irradiación mucho más importante que los otros: el Antiguo Egipto. Para interpretar los capiteles, nos veremos con frecuencia obligados a recurrir a su tradición. Por lo general, se ignora que, aparte de los templos, los bajorrelieves y las estatuas universalmente admirados, esta civilización nos ha legado un considerable número de documentos escritos. Los más célebres son los textos de las Pirámides y el Libro de los Muertos, cuyo título egipcio es literalmente el Libro de salir fuera de la Luz, pero también poseemos los textos de los sarcófagos, de las estelas, de los papiros, los textos que adornan los muros de los templos, de una manera especial los templos tolemaicos de Esna, de Dendera, de Edfú y de Kom-Ombo. Se trata de inmensas biblias dé piedra que apenas se empieza ahora a descifrar el sentido.

«Más de una de las cosas llegadas de Egipto son enigmas —dice Momus—. El que no esté iniciado en ellas no debe reírse.» Plutarco, tan bien informado sobre el pensamiento faraónico nos aconseja: «Si se toman estas cosas al pie de la letra sin preocuparse de buscar el sentido elevado, que escupa y se enjuague la boca.»

Ciertamente, la influencia egipcia no oculta la de Sumer y de Babilonia. La Edad Media debe a estos dos Imperios unos temas tan notorios como la visión del paraíso, el diluvio que devastó la Tierra para castigar a los impíos o la torre de Babel. Entre los animales del Bestiario, el licornio es la traducción medieval del unicornio babilónico, animal mítico que ocupa un puesto de honor en esta civilización. Se ha llegado incluso a discernir unos parentescos inquietantes entre el modo de construcción de nuestras iglesias y los procesos técnicos empleados en la erección de templos sumerios.

Probablemente no llegará a saberse nunca si en una antigüedad remota unos viajeros llegados de Occidente tuvieron contactos directos con los sabios del Cercano Oriente o si gestiones simbólicas emprendidas en épocas y lugares diferentes llegaron a los mismos resultados. Nosotros nos inclinaríamos más bien por la segunda hipótesis.

Como quiera que sea, las relaciones entre Egipto y la Edad Media presentan unas características en extremo peculiares. No sabría apartar de sus orígenes y de su simbolismo primero al pensamiento cristiano que nació en la tierra de los faraones. Hasta el presente nos habíamos contentado con un análisis excesivamente rápido, enfrentando de manera superficial las religiones llamadas «paganas» a la religión que se dice «revelada». No obstante, la manera de ver de los hombres de la Edad Media nos inclina a una mayor circunspección. Como Dios ha estado siempre presente en nuestro mundo, los sabios del pasado han escuchado forzosamente su voz y sería imprudente dar de lado su experiencia.

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Dentro de una perspectiva menos teológica, tenemos pruebas tangibles de la presencia de Egipto en la sociedad medieval. En la corte de los Papas se utilizaban tiaras, mitras y cetros procedentes directamente de las cortes faraónicas; en la farmacopea descubrimos, sorprendidos, fórmulas, de medicamentos inventados por los laboratorios de los templos egipcios, y la botánica debe mucho a la ciencia de las plantas en extremo desarrollada y puesta a punto por los sacerdotes médicos. Los papiros médicos de Egipto contienen tratados de cirugía o ginecología que no han perdido nada de su valor y vigencia. La escuadra de los arquitectos romanos y de los maestros de obra de la Edad Media es la reproducción exacta de la escuadra de la diosa Maât, garante de la armonía y con la que Pitágoras hizo su ángulo de equidad.

Cualquiera que sea el terreno enfocado, es posible remontar desde la Edad Media hasta Egipto, de la catedral a la pirámide. Y por ello, a pesar del carácter desacostumbrado de la proposición, puede afirmarse que Egipto es la madre espiritual de Occidente. Descuidándola se correría peligro de comprender mal la Francia de los siglos XII y XIII y de interpretar equivocadamente su simbolismo. Incorporándole la tradición céltica cimentada por los druidas y la tradición germánica de la que surgió la caballería iniciática, se dispone de instrumentos suficientemente eficaces para vislumbrar la Edad Media desde el interior.

Paralelamente a todas estas influencias existe una corriente propiamente medieval a la que se ha calificado con frecuencia de «popular» y a la que se atribuyen las esculturas calificadas de «grotescas». La mayoría de ellas no tienen nada «grotesco» y, por el contrario, contienen unos sentidos simbólicos en extremo profundos. No negamos las chanzas de los escultores; los imagineros sabían reír. Sin embargo, su sátira era educativa. Fustigaban con una risa sarcástica los defectos que alejan al hombre de su verdad.

En realidad, el lector podrá darse cuenta de que el enfoque de la Edad Media simbólica exige un horizonte muy amplio, que no se limita al marco del hexágono. Esto parecerá natural si se piensa que el arte medieval se ocupa de la aventura humana en su conjunto y que reúne en él todas las esperanzas del mundo antiguo. Cuando el viejo sabio egipcio Amenemope escribía las primeras líneas de su enseñanza nos indicó, mucho antes de la apertura de la primera cantera de catedral, los terrenos de que se ocuparían los imagineros:

Principio de la enseñanza para abrir el espíritu,

instruir al ignorante,

y hacer conocer todo lo que existe,

lo que Ptah (dios de los artesanos) ha creado,

todo lo que Thot (la inteligencia) ha transcrito,

el cielo con sus elementos,

la tierra y su contenido,

lo que escupen las montañas,

lo que arrastra el oleaje,

lo que la Luz ilumina,

todo lo que crece sobre el lomo de la tierra…

El arte de la Edad Media no se interesa por los detalles ni por las fracciones; quiere ser total, envolvente. Al erigir un altar en el coro de la catedral, no se trata solamente de un monumento cristiano, pues en él están resumidos los altares antiguos que lo han precedido.

Durante el rito de la consagración del altar, el celebrante se dirige a Dios y le pide que bendiga la piedra de sacrificio que veneraron Abel el Antiguo, Melquisedec el rey-sacerdote, Isaac y Jacob. A la Edad Media le gustaba conciliar las distintas formas religiosas y unirlas en una totalidad sagrada. Con ello seguía mostrándose fiel a Egipto, cuyo mensaje hemos de buscar ahora con mayores precisiones.

Su situación geográfica y teológica entre el Oriente y el Occidente, hizo de Egipto el punto de convergencia de las antiguas sabidurías y de las nuevas religiones que les sucedieron. A partir del siglo II se codearon el Cristianismo, el gnosticismo, el hermetismo, el maniqueísmo y el helenismo. En Alejandría la Grande, hoy casi totalmente destruida, se abrió la primera escuela de teología cristiana, la Didascalia.

La espiritualidad de los faraones pasó a los símbolos grecolatinos que conocieron los monjes y los pensadores de la Edad Media. Durante los primeros siglos de nuestra era, los sabios habían adquirido la costumbre de expresarse en una manera hermética y de proponer unos enigmas a la sagacidad del individuo. Preveían las perturbaciones sangrientas del final del mundo antiguo y así tomaban unas precauciones que se revelaron excelentes.

Mucho tiempo después del nacimiento del Cristianismo y de las primeras interpretaciones que suscitó, unas pequeñas comunidades siguieron propagando, sin ostentación, la corriente simbólica de las generaciones desaparecidas. De un modo sorprendente, Alejandría la Griega se hizo más egipcia y recogió con amor las enseñanzas faraónicas cuando los Evangelios iban obteniendo una audiencia cada vez más considerable. En el siglo III, es curioso observar que el gran puerto del Bajo Egipto se había convertido en el centro más creador del pensamiento cristiano. Así respondía a una preocupación permanente de los egipcios: conocer lo mejor posible las ideas nuevas con el fin de prever su destino y, si era necesario, adaptarse a ellas. A pesar de la ocupación romana, Alejandría conservó fielmente la herencia de las dinastías faraónicas. Desgraciadamente, el incendio de su célebre biblioteca nos privó de numerosos documentos que hubieran demostrado ampliamente la penetración del simbolismo egipcio en Occidente. Haciendo de tripas corazón, nos vemos obligados a tomar otros caminos que pasan por Roma y por Grecia.

Ahora bien, la Antigüedad grecorromana consideró siempre Egipto como el país de los misterios, como la fuente del Conocimiento. Los griegos dieron nombres helenos a los dioses y a las ciudades egipcias que integraron en su mitología. Los romanos, al cambiar las denominaciones, hicieron suyos los mismos símbolos. El Cristianismo, una vez sólidamente enraizado en Occidente, siguió su ejemplo. Por esto no cabe asombrarse al encontrar, bajo los símbolos medievales, los originales egipcios aunque sometidos a múltiples transformaciones.

La investigación histórica va desvelando de una manera progresiva la amplitud de la alianza establecida entre Egipto y el Cristianismo. Las aportaciones a este último pueden considerarse de tres modos: en primer lugar, en el Antiguo Testamento, en el que se encuentran frases, ritos, imágenes de Egipto, especialmente la institución de la realeza divina. Igual que los faraones, los reyes de la dinastía de David, tomaban un nombre de coronación especial. Seguidamente, por mediación del helenismo, cuyos más bellos florones fueron las iniciaciones isíacas y el conjunto de textos conocido con el nombre de Corpus hermético. Y por último a través de los coptos y los etíopes, cuyo arte y cuya teología prolongaron la espiritualidad faraónica.

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El maridaje no se desarrolló sin dificultades. Algunas sectas rechazaron las doctrinas cristianas y decidieron conservar en toda su integridad lo que se ha dado en llamar «paganismo». Fueron extinguiéndose lentamente, no sin haber sido minuciosamente estudiadas por los defensores de la nueva Iglesia. No obstante, estos hechos tienen muy poca importancia comparados con las profundas relaciones existentes entre el pensamiento egipcio y el pensamiento cristiano. No olvidemos que los fieles de Cristo transformaron los templos en iglesias y así pudieron conocer muy de cerca el arte faraónico y sus símbolos. Con frecuencia solían ser los egipcios de pura cepa los que se convertían en cristianos; cambiando de forma religiosa, preservaban el espíritu de su civilización milenaria.

Un detalle en extremo sorprendente sitúa a la perfección los dos mundos de que hablamos. Sobre los muros del templo de Uadi es Sebuâ, en Nubia, los artistas egipcios habían representado las escenas tradicionales del diálogo entre el rey y los dioses. Los cristianos, al tomar posesión del lugar, pintaron encima los temas propios de sus creencias. Con el tiempo ha desaparecido parte de la pintura y asistimos a una extraña escena que adquiere valor de símbolo: ¡El faraón Ramsés II ofrece a san Pedro las flores rituales!

El Cristianismo de los orígenes no es un bloque monolítico. En él conviven fuerzas muy diversas, incluso a veces contradictorias. El triunfo de Roma no debe borrar de nuestra memoria las comunidades que no siguieron sus directrices; tal es el caso de los gnósticos, cuyos textos ocultan tesoros de espiritualidad. Para ellos, la Luz divina encarnada por Cristo era una traducción palpable de Ra, el dios solar de Egipto. El propio Cristo, con algunas de sus acciones, recordaba la misión de Thot, encargado de enseñar a la Humanidad el misterio del Verbo. Los gnósticos establecieron un paralelo entre la redención de la Humanidad anunciada por el Salvador y el mito egipcio según el cual el ojo del Sol había huido al desierto, a raíz de una violenta cólera. Dios encargó a Thot que lo hiciera volver convirtiendo su violencia en amor. Así se nos señala en los senderos de la Sabiduría, encontrar de nuevo el ojo que nos da el conocimiento de todas las cosas a fin de esparcir el amor por el Universo. Además, el dios creador de Egipto pedía al faraón que hiciera de su país una morada celeste, tal era el ideal único de los maestros de obra y se acordaban de las palabras de Hermes:

—¿Acaso ignoras —decía a su discípulo Asclepio— que Egipto es la copia del cielo o, por mejor decirlo, el lugar en el que se transfieran y proyectan aquí bajo todas las operaciones que gobiernan y ponen en acción las fuerzas celestes? Aún más, si hay que decir toda la verdad, nuestra tierra es el templo del mundo entero.

Hermes profetizaba también que el día en que los dioses volvieran entre nosotros, se instalarían en el límite extremo de Egipto, en una ciudad fundada del lado del sol poniente. Allí afluirá por mar y tierra toda la raza de los mortales.

Los judíos participaron de una manera activa en la transmisión del legado egipcio. En efecto, estaban instalados en los dos polos del país: en Elefantina, extremo del Alto Egipto, donde se situaba la fuente del río celeste, y en Alejandría, extremo del Bajo Egipto. Egipcios y judíos se frecuentaron durante varios decenios y, como es natural, intercambiaron ideas. Las célebres colonias que los judíos establecieron en Elefantina no se limitaron como antaño era creencia a unas operaciones comerciales. Del mundo hebraico emerge una personalidad central, Moisés, a quien unas sectas esotéricas divinizaron. Como nos lo enseñan los Hechos de los Apóstoles, había sido educado en la Sabiduría de los egipcios. Impulsados por la vanidad algunos hebreos pretendieron haberlo inventado todo, incluso cuando se inspiraban, de una manera evidente, en las lecciones del gran Imperio. De tal modo que en algunas ocasiones se presenta a Moisés como el creador del alfabeto en vez del dios Thot, del que, sin embargo, asume las funciones. Otros, por el contrario, intentaron enlazar la historia bíblica con los anales de los faraones para dar mayor honor a sus orígenes.

Finalmente, a través del personaje de Moisés, se creó una vasta figura simbólica que nos permite formular una nueva pregunta: ¿Hasta qué punto existe una influencia egipcia en la Biblia, uno de los libros canónicos de los escultores de la Edad Media? Para el egiptólogo alemán Siegfried Morenz, notable explorador de este terreno, esta influencia es bastante considerable. En realidad, se necesitarían obras inmensas para dar a conocer la cantidad impresionante de ideas, expresiones y ritos egipcios que han sido introducidos voluntariamente, a veces sin la más mínima transformación en el texto sagrado de los cristianos. Al representar sobre la piedra temas bíblicos, los imagineros de la Edad Media se remontaban, pues, tal vez sin saberlo, hasta el Antiguo Egipto. Los himnos y los salmos, sobre todo los que tratan de la Sabiduría o de alabanzas reales, son a veces simples traducciones, más o menos exactas, de poesías faraónicas. En estos casos cabe suponer un trabajo en común del escriba egipcio y del escritor hebreo.

Seamos más concretos y ofrezcamos algunos detalles anecdóticos que resultarán más significativos que una larga exposición analítica. Veamos un ejemplo referente a la persona del rey. En su plegaria, Salomón pide al Señor un «corazón dócil». Semejante expresión tiene un carácter definitivamente egipcio ya que para todos los faraones el corazón del hombre es símbolo de la conciencia. Es un «vaso» interior el que recoge las directrices de las alturas. El rey egipcio y el rey hebreo viven la misma inteligencia del corazón, la misma comunión con la luz. Esto ilumina el sentido de las esculturas en las que se ven hombres portadores de vasos. La Edad Media final suscitará de nuevo el tema del «corazón santo» de Cristo en el que se refugia la Humanidad. El Rey-Dios fue considerado siempre como un protector. Un pasaje de las Lamentaciones nos enseña que las naciones viven a la sombra del Señor, que es el soplo de las ventanas de nuestra nariz. Ahora bien, al faraón Ramsés II se le designó con los siguientes epítetos: «¡Tú, que eres el hálito de nuestra nariz, halcón que protege a sus súbditos con sus alas y esparce sobre ellos la sombra!» ¿Acaso la sombra que ofrecen las bóvedas de las catedrales no tienen idéntico significado?

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Si nos situamos en el terreno de los mitos, nos damos cuenta de que la famosa confusión de lenguas impuesta por Yahvé a la Humanidad con el episodio de la torre de Babel, es ya conocida por la tradición egipcia. El autor es el dios Thot «que separó las lenguas de país en país». No obstante, a pesar de esta prueba que estamos obligados a sufrir cotidianamente, subsiste la gran unidad de la lengua sagrada. Sobre un fresco de Saint-Savin-sur-Gartempe, Jesucristo en persona observa cómo los constructores edifican una torre llamada «de Babel», una torre que no se derrumba.

Tampoco faltan los ejemplos relativos a los actos rituales. Del egipcio Khamwese se nos decía que llevaba un tridente en la mano y sujetaba una brasa sobre la cabeza. En los proverbios de Salomón está escrito:

Si tu enemigo tiene hambre, aliméntalo,

si tiene sed, dale de beber,

Es como apilar carbones sobre su cabeza

y Yahvé te lo premiará.

Poner fuego sobre la cabeza de un semejante es un acto ritual cuyo fin es el de hacer nacer la humildad. En los sarcófagos instalaban una llama eterna debajo de la cabeza del difunto, para que pudiera franquear sin peligro los obstáculos del más allá. Otra aportación ritual, igualmente clara. Los egipcios denominaban a los jeroglíficos «palabra de Dios», que el escritor sagrado había de transcribir con una mano justa. En la Biblia encontramos de nuevo el tema de los dedos del escriba inspirado por la Sabiduría divina y el de la mano o los dedos del, creador. Las esculturas medievales nos mostrarán a los autores sagrados obteniendo su inspiración en la sabiduría y contemplando cómo la mano de Dios sale de las nubes.

A nivel de los objetos rituales, las aportaciones bíblicas son abundantes. Por ejemplo, entre los egipcios existía la creencia de que el cobre ejercía una acción purificadora y curaba ciertas enfermedades. En las últimas épocas a los sacerdotes conocedores del secreto se les llamaba «herreros». Se supone que Moisés fue herrero, lo que explicaría la presencia de la serpiente de bronce disipando las fuerzas nocivas. Esta serpiente la mencionan ya los textos faraónicos. Forjar equivale a comunicar con los ritmos ocultos de la materia. Para llamar a la puerta de un templo se utiliza el anillo de cobre que purifica al postulante. San Eloy, que aparece esculpido en el tímpano de algunas iglesias, fue el prototipo del herrero. Continuó la tarea del sacerdote egipcio y del profeta Moisés.

Si examinamos a los personajes bíblicos más destacados, se hace patente el trasfondo egipcio. Moisés ostenta un nombre típicamente faraónico que significa «el que ha nacido», que lleva implícito el sentido de «el que ha nacido a la vida espiritual». Melquisedec, el misterioso rey-sacerdote que anuncia la llegada de Jesucristo, es una traducción hebraica del faraón oficiante. José era visir y administrador de los bienes de la corona, dos de las funciones más altas en la Corte de Egipto. Además, el patronímico «José» significa «el que conoce las cosas», o dicho de otro modo, el hombre que ha alcanzado la Sabiduría. Cuando los escultores medievales representaron a Moisés, Melquisedec y José se ocuparon menos de la realidad histórica que de su valor simbólico.

Un último personaje merece ser mencionado. Se trata del intérprete bíblico de los sueños que ayuda a los soberanos a cumplir su función. Su nombre hebreo es simplemente una traducción del egipcio y puede entenderse por «escriba de la Casa de Vida» o «Enseñante de la Casa de Vida». Durante el reinado de los faraones, esta última era el lugar cerrado donde los individuos elegidos y puestos a prueba realizaban su aprendizaje espiritual y aprendían a redactar los rituales.

Así, aunque se trate de los mitos, los actos rituales o las personalidades bíblicas, Egipto afirma su primacía y se puede llegar a la conclusión de que el arte de la Edad Media le debe mucho. Pese a todas estas pruebas aún existe una duda: Egipto es un mundo de dioses, la civilización cristiana es el mundo de un Dios. Esta contradicción, al parecer concluyente, es resultado de una visión demasiado enteca de la Historia. Según la penetrante fórmula de Paul Barguet, la religión egipcia es un «monoteísmo con facetas». Sus dioses son los aspectos de un Príncipe único que se diversifica en la manifestación. Se encontraban presentes por todas partes en Egipto, la tierra elegida de los dioses, con el fin de recordar la existencia de lo sagrado tanto al sabio como al cultivador.

Pero se dirá que esos dioses murieron con Egipto. Esto representaría olvidar a los santos cristianos, sucesores directos de los dioses antiguos. Igual que ellos tienen una leyenda, unos atributos simbólicos, y ocupan un lugar de predilección. Buscar las huellas de la existencia histórica de un san Cristóbal o de un san Miguel sería una empresa vana, ya que también ellos son unos aspectos de la Unidad. La Edad Media fue una época magnífica de dioses, de intermediarios entre el hombre y el Padre celestial. Esta actitud, lejos de ser pagana en el sentido restrictivo del término, tendía a conciliar al cielo con la tierra, a integrar plenamente al hombre en el Universo y a ofrecerle guías seguros hacia su realización. Los santos santificaban una región, la hacían viva. Los nuevos conversos al Cristianismo, no abandonaban a sus dioses; volvían a encontrarlos con otro rostro. San Miguel, curando a los ciegos proseguía la acción del dios Thot, que daba nuevo vigor y salud al ojo del sol. Ante los capiteles en los que aparecen santos, se nos invita a unirlos con los dioses y a meditar sobre las leyendas.

Paralelamente a los santos existen las liturgias que fueron asimismo una fuente de inspiración para los imagineros. Entonces eran mucho más numerosas de lo que suele creerse y nos damos cuenta de que, en gran parte, fueron el resultado de los ritos del mundo antiguo. A partir del siglo XV se contentaron con formas más estereotipadas rechazando la sombra de los símbolos que ya no se comprendían. A un cristiano de hoy le resultaría algo difícil percibir el sentido de unas ceremonias del siglo XII que consideraría impregnadas de «paganismo», pues en la época de las catedrales no existía una ortodoxia centralizadora. Las parodias como la fiesta de los Locos o la fiesta del Asno tienen su lado satírico, pero ante todo un carácter espiritual que enseña que no debe tomarse en serio ninguna jerarquía humana. Se afirmaba que incluso el poder eclesiástico debe modificarse y perfeccionarse, signo de una extraordinaria capacidad de renovación en el corazón de una civilización. Estas celebraciones fueron en un principio propiedad de Egipto que procedía periódicamente a la reanimación del rey y de los sacerdotes y criticaba su propio pensamiento durante las fiestas de los animales que ocupaban el lugar de los gobernantes.

Los arquitectos medievales apreciaban de forma especial la ciencia de los Números, resultante directamente de la liturgia pitagórica que tomó sus referencias en Egipto. Los «canónigos de Pitágoras», según la apelación que el abate Ledit dio a los maestros de obra de la Edad Media, no olvidaron nunca las reglas de oro de los constructores egipcios sin las cuales no es posible ninguna armonía arquitectónica. Egipto presidió también la elaboración de las liturgias hebraicas y griegas que pasaron a la cristiandad, las primeras directamente, las segundas por intermedio de Bizancio. Tal vez el rasgo más destacable sea la necesidad que tiene cada hombre de convertirse en Cristo, de identificarse con Dios a través de los ritos.

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En lo que concierne a la liturgia, Egipto legó a la Edad Media unos elementos rituales y, lo que es más, un estado de ánimo: vivir interiormente la liturgia sin aferrarse a una apariencia rígida. Todos los ritos están condenados a unas modificaciones a veces lamentables, pero permanecen auténticos mientras siguen despertando la conciencia, mientras la hacen participar en lo que hay más allá de las debilidades humanas.

La liturgia —escribe Jean Hani— conduce de nuevo de una manera simbólica, pero realmente, todo el espacio dentro de los límites del templo, de tal modo que este último es la síntesis del mundo, lo que equivale a decir que en el templo y por el templo, el espacio queda dominado. El fiel se encuentra en el «centro del mundo», está simbólicamente en el paraíso, en la Jerusalén celeste. El ritual opera de una manera análoga sobre el tiempo; transforma el tiempo profano, el tiempo del hombre pecador en un tiempo sagrado, que está ya, virtualmente, más allá del tiempo. Celebrar un culto a lo largo de un año haciendo de ese año un todo es, no sólo vivir santamente durante ese tiempo, sino también revivir santamente toda la duración del mundo.

Sabíamos ya que Egipto hizo caso omiso del espacio y del tiempo al introducir la eternidad en sus ritos. La Edad Media actuó de forma similar al componer sus liturgias.

La Biblia, los santos y las liturgias cristianas proporcionaron numerosos temas iconográficos a los escultores. Procedían, en gran parte, de la tierra de Egipto. Es posible ir aún más lejos y observar hasta qué punto la espiritualidad faraónica ha moldeado el alma de la religión cristiana. Aunque no abriguemos la pretensión de redactar un estudio con carácter definitivo, examinemos el origen de algunos de los temas fundamentales del Cristianismo.

En primer lugar, la naturaleza divina, ya que los artesanos medievales hacen de ella la piedra angular de sus edificios. En el centro del Areópago de Atenas, san Pablo declaró que había visto en esa ciudad un altar que ostentaba la siguiente inscripción: «A un Dios desconocido.» El dios desconocido de la Antigüedad griega es Zeus, traducción del dios egipcio Amón cuyo nombre significa precisamente «el oculto», «el misterioso». ¿Acaso un texto faraónico no lo proclama?

Lo que hay en el cielo y la tierra

pertenece al dios oculto,

autor de las cosas de aquí abajo y allá arriba.

Los ojos de Horus (el halcón)

produciendo lo que existe,

pertenecen al dios oculto,

Señor de verdad.

Su voluntad se ejecuta

sobre la tierra y en el cielo,

gracias al dios oculto.

Que ha hecho ser la eternidad.

Abundan los textos similares. He aquí otro dirigido también al dios oculto que anuncia con extraña precisión un pasaje de los Evangelios:

Tú escuchas lo que se dice en todos los países porque tú tienes millones de oídos, tu mirada es más deslumbrante que las estrellas del cielo y puedes mirar el disco solar. Si se habla, aunque el discurso sea pronunciado en una sala cerrada, llega hasta tus oídos, y si alguien hace algo estando incluso oculto, tu mirada lo ve.

Por consiguiente, un concepto idéntico en el Antiguo Egipto y la Edad Media, de un dios misterioso al que nada se le escapa.

Esta divinidad primordial se expresa por medio del Verbo que se encuentra en cada latido de la espiritualidad medieval. Uno de los Padres de la Iglesia, Orígenes, recuerda a este respecto la curiosa fórmula de los Salmos: «Mi corazón ha vomitado una buena palabra», esa palabra que hace vivir a los hombres. Ahora bien, en la mitología egipcia, el creador Atón inaugura su obra escupiendo el aire y la humedad. El aire es un hombre, la humedad una mujer y simbolizan a la primera pareja. «Escupir» la creación, poner al Verbo en el mundo, engendrar a la primera pareja: otras tantas imágenes análogas.

Igualmente característico del simbolismo del Verbo desarrollado por el Cristianismo es este otro extracto del Libro de los Muertos: «Yo soy el Verbo que no puede perecer en este mundo de alma que es el mío. He venido a la existencia de mí mismo con la energía en ese nombre de Devenir que es el mío, en el que cada día vengo a la existencia.» Cuando san Juan escribe: «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios» se hace eco del iniciado del Imperio medio egipcio que recoge las palabras de Dios: «Yo soy eterno, Yo soy aquél que ha creado el Verbo, Yo soy el Verbo.»

Para terminar con la Creación observamos que el comienzo del Génesis aparece, en gran parte, consignado en la literatura egipcia. Antes de la narración de Moisés aparecen los temas del caos, del hálito divino sobre las aguas y del nacimiento de la luz.

Al nacer Jesucristo, el Imperio faraónico sigue teniendo aún prestigio. Jesús revela con el Nuevo Testamento, para los cristianos, lo que estaba anunciado por el Antiguo. ¿Acaso existen lazos entre la persona de Jesucristo, corazón de la religión cristiana, y la espiritualidad egipcia? El dios de Egipto no permanece en las nubes. Su misión natural es la del encarnarse en todo lo que vive y de una manera especial en el dios hecho hombre, en el Faraón. Este será el único sacerdote, el mediador entre Dios y la Humanidad, hará accesible lo sagrado. Y con su sacrificio cotidiano dará carácter sagrado a la tierra.

Sin duda alguna, puede establecerse un paralelismo entre el hijo del dios egipcio y el hijo del dios cristiano. Para Bossuet, en el Discours sur l’histoire universelle (Discurso sobre la historia universal), la primera esperanza de la llegada de un Mesías es anterior a la vocación de Abraham y se remonta a las civilizaciones antiguas. La hipótesis del águila de Meaux, relativa al origen del dogma de la Encarnación, no estaba desprovista de fundamento. Volvamos a leer, por ejemplo, este texto titulado Anuncio de un rey salvador por su traductor, Gustave Lefévre:

Pero he aquí que un Rey llegará del Sur, un hijo del Alto Egipto. ¡Regocijaos, hombres de su tiempo! El hijo de un hombre adquirirá renombre por toda la eternidad.

La expresión «el hijo de un hombre» es tendenciosa ya que en el original no hay artículo. Podría entenderse como «el hijo del Hombre» tanto más cuanto el Faraón representaba de una manera inequívoca al Hombre universal que Jesucristo simbolizará a su vez en uno de sus aspectos.

Como quiera que sea, un gran Ser cósmico figura en el pináculo de la religión egipcia. Disperso sobre toda la tierra, hace nacer todo cuanto tiene vida. Este Hombre divino se llamaba Osiris y su «remembramiento» era la actividad principal de la sociedad humana. Osiris se encarnaba en el Faraón que era al propio tiempo Horus, el dios-hijo. Jesucristo, hijo de Dios será para los cristianos el Padre manifestado.

Siguiendo los caminos de Egipto es posible trazar de nuevo los episodios simbólicos que prefiguran las grandes etapas de la vida de Cristo. Esta reconstitución, actualmente en curso, exige un gran rigor, pues los primeros resultados son dignos de interés. Citemos algunos que proyectan una gran claridad sobre las esculturas románicas y góticas.

Según la afirmación gnóstica, ligeramente atenuada por los escritos canónicos, Jesucristo ha nacido de la unión del Espíritu Santo y de la Virgen. Con anterioridad, Faraón nacía de la unión de una divinidad y un ser humano. Es por esto que era un salvador que redimía los errores humanos. Antes de Jesucristo, descendió a los Infiernos como se relata en el Libro de la cámara oculta y el Libro de las cavernas. Durante su travesía por las tinieblas adquirió la forma de un sol capaz de vencer a los demonios. Por la mañana surgía por el oriente del mundo en calidad de «Sol de justicia», expresión que se aplicará también a Jesucristo sin la menor transformación. Se adoptaron también otros epítetos: Faraón es el «buen pastor», el gran apacentador de los hombres que los conduce por el camino de la verdad.

El tema de la ascensión del hijo de Dios aparece ya en los textos de las pirámides. Se habla de la subida al cielo por diversos medios, especialmente con ayuda de una escala. Encontramos de nuevo este símbolo en la Biblia bajo el aspecto de la escala de Jacob y entre las esculturas de las catedrales donde es atributo de la Sabiduría.

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Al milagro del agua del Nilo transformándose en vino responderá el milagro de Canaán; a la partición del pan y a la imagen del líquido salvador evocados en ocasión de la pasión de Osiris, muerto y resucitado, responderán los ritos de la Cena. Además, y tal vez sea éste el punto más importante, la Edad Media de los constructores conservó siempre en la memoria la función real de Jesucristo. Esta realeza del Dios-Hombre, afirmada ya en el Antiguo Testamento, lo fue también en Bizancio y luego en la Europa cristiana. «Todo hombre adquiere la cualidad de rey, prolongando aquí abajo los designios del Padre celeste», nos dice la Edad Media.

Si Jesucristo no ha renegado del simbolismo egipcio, lo mismo ocurre con su madre. Uno de los modelos de la Virgen cristiana, Nuestra Señora, a la que fueron dedicadas tantas iglesias, es la diosa egipcia del cielo, Nut. Tanto una como otra son llamadas «cielo y trono de Dios», «cielo que ha alzado el sol de la verdad» y «nube ligera conteniendo la luz». Asimismo la Virgen sucede a Isis la Negra que genera el sol en su seno y que presidirá la construcción de unas catedrales tan ilustres como la de Chartres. Las vírgenes negras de la cristiandad hacen alusión a la «materia santa» en la que la luz se ha ocultado. El tipo iconográfico de la Virgen medieval, con el Niño-Dios sobre sus rodillas, deriva directamente de Isis llevando a Horus. Además, el propio nombre de Isis significa «trono» y las incontables Nuestra Señora serán definidas como los tronos de la Sabiduría.

En numerosos bajorrelieves egipcios aparece la diosa amamantando al faraón para que sea alimentado con leche celeste. El poeta Fortunato, en su Pequeño oficio de la Virgen canta una escena idéntica:

Gloriosa dama,

sentada más alta que las estrellas,

tú diste a tu creador

la leche de tu santo seno…

A través de ti,

se llega hasta el Rey de las alturas

por ti,

puerta de luz fulgurante.

Después de esta breve ojeada sobre Jesucristo y la Virgen, examinemos la situación del hombre. Una de las principales enseñanzas es que está hecho a imagen y semejanza de Dios. Un sabio egipcio indica con toda claridad que toda la Humanidad fue creada a imagen de Dios y que no existe ninguna barrera infranqueable entre la esfera celeste y la tierra de los hombres, siempre que cada uno lleguemos al conocimiento de «Dios en sí», según la expresión egipcia. Pero no nos confundamos; el egipcio no creía que el hombre es Dios. Lo invitaba a divinizarse, como lo pedirían los teólogos de la Edad Media.

El hombre es mortal. Jesucristo le enseña que el término de la existencia terrestre no es el fin, sino una prueba, y desarrolla la idea de la redención. San Agustín, hablando de las momias, estimaba que los egipcios eran los únicos cristianos que creían realmente en la resurrección. Se ha llegado incluso a suponer que fueron las momias las inspiradoras al Cristianismo del tema de la resurrección de la carne, que no es ni griego ni hebraico. Desde luego, nuestro concepto del más allá no tiene su origen en los hebreos sino en las prácticas rituales de los faraones; tenemos la prueba en el hecho de que el ideal de la vida eterna o, de manera más exacta, de la vida en eternidad fue transmitido al Cristianismo por los cristianos de Egipto, los coptos, que no habían olvidado las enseñanzas de sus gloriosos antepasados.

«Quien quiera salvar su vida la perderá», decía Jesucristo. La muerte es la enemiga de Una existencia relativa, material, pero también la apertura a una vida total. Hay que morir en nuestro egoísmo, salir de la prisión del individualismo y renacer en el espíritu y la verdad. A ello nos ayudan casi la totalidad de las esculturas de la Edad Media. El sabio de Egipto y el sabio cristiano morían cada día a sus prejuicios y daban al artesano unas directrices vividas que han hecho inmortales las piedras parlantes. Según unas palabras secretas de Jesús, relatadas en un texto copto, resucitar equivale a reconocerse a sí mismo como éramos en los orígenes. Por ello, si el hombre desea franquear aquí abajo el obstáculo de la muerte ha de iniciarse en los misterios de los símbolos con el fin de tomar parte en la armonía del Universo donde no existe la muerte.

Dentro de este orden de ideas hay un detalle aún más preciso. El difunto egipcio, si lograba la redención, resucitaba bajo un aspecto de ser de luz. El Cristianismo no descartó la idea, puesto que admitía que el alma poseía un vehículo luminoso, eterno, brillante como un astro. Este «luminoso», como se le llamaba, no era un cuerpo material, sino una irradiación que los artistas de la Edad Media traducirán por el nimbo, ese círculo que rodea la cabeza de las personas sagradas.

Jesucristo, la Virgen, el hombre, la vida eterna… Estos temas, tan caros a la Edad Media, se encontraban en estado de modelos simbólicos en la caverna de los tesoros del antiguo Egipto que se podría escudriñar durante mucho tiempo. Pensemos en el rito del lavado de los pies de Faraón que el Evangelio reproduce con otro contexto, en las barcas solares en las que ocupará su lugar la comunidad de los dioses y que estarán representadas por las tríadas divinas que se transformarán en la Trinidad, por el árbol de la vida del paraíso egipcio, transplantado al paraíso bíblico, por la lucha de Horus contra la serpiente que llevará a cabo san Miguel contra el dragón. Sí, Egipto es verdaderamente la madre espiritual del simbolismo medieval.

Después de haber contemplado la Edad Media desde el promontorio de Egipto, intentemos ver ahora a Egipto y en primer lugar la Antigüedad en general a partir de la propia Edad Media. En efecto, es importante saber si esta última tenía una cierta conciencia de sus fuentes. Para nosotros, como observaba Etienne Gilson, la época medieval se opone a la Antigüedad. Por el contrario, para los medievales su época era una continuación natural de las antiguas, principalmente en el terreno de la cultura. Efectivamente, Pierre de Blois afirmaba:

No es posible pasar de las tinieblas de la ignorancia a la luz de la ciencia si no se releen con amor siempre creciente las obras de los antiguos. ¡Qué ladren los perros, y gruñan los cerdos! No dejaré por ello de ser el sectario de los antiguos. Para ellos serán todos mis cuidados y cada día el amanecer me encontrará estudiándolos.

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En la actualidad ha quedado establecido que los medievales leyeron y releyeron a Aristóteles, a Plinio el Viejo, a Ovidio, a Virgilio, a los apócrifos cristianos, a los herméticos y a los narradores, historiadores y geógrafos de la Antigüedad, y conviene recordar la bella evocación de V.-H. Debidour que estudiaba los orígenes del bestiario del arte medieval:

Para explicar un determinado detalle en un capitel rosellonés, una arquivolta santongesa o un medallón normando nos vemos remitidos de las fábulas de Esopo al libro de Jonás o de Ezequiel, de las miniaturas irlandesas del siglo VII a los marfiles bizantinos, de las monedas galorromanas a los tejidos sasánidas, del arte copto al arte sumerio… Esta filiación directa de temas y de imágenes más allá de las distancias aparentemente infranqueables de tiempo y el espacio, la presencia del águila de Ganímedes en un capitel de Vézelay, los recuerdos de la esfinge egipcia, de Oannés, el dios-pez de Caldea… tienen algo conmovedor cuando se los descubre hasta en las más apartadas aldeas de la campiña francesa…

Desde luego, algo conmovedor, pero también algo significativo: los conocimientos simbólicos de los escultores eran realmente inmensos, procedían de un estudio a fondo de las tradiciones sagradas. Y Bernard de Chartres nos da el «porqué» de esta cuestión. Decía:

Somos unos enanos encaramados sobre los hombros de unos gigantes. Así vemos más lejos que ellos, no porque nuestra mirada sea más aguda o porque seamos más altos, sino porque ellos nos llevan en el aire elevándonos sobre toda su gigantesca estatura.

A esta humildad, la Edad Media añadía un auténtico conocimiento del principal lugar de origen de las riquezas simbólicas. Al hablar de los Hermanos du Mont-Dieu, el cisterciense Guillaume de Saint-Thierry afirma que aportan a las tinieblas de Occidente la luz de Oriente y la frialdad de las celdas y el fervor religioso del antiguo Egipto. Afirmación tan clara como inesperada, modulada sobre la onda portadora de un «Oriente», que no es tan sólo un punto cardinal, sino también la fuente del Conocimiento. Más asombrosa aún y también más exacta, es la opinión de Daniel de Morley:

Que nadie se conturbe si al tratar de la creación del mundo, invoco el testimonio, no de los Padres de la Iglesia, sino de los filósofos paganos ya que, aun cuando éstos no figuren entre los fieles, algunas de sus palabras desbordantes de fe deben incorporarse a nuestra enseñanza. A nosotros también, que hemos sido místicamente liberados de Egipto, el Señor nos ha ordenado despojar a los egipcios de sus tesoros para enriquecer a los hebreos. Así, pues, despojemos de acuerdo con el mandamiento del Señor y con su ayuda a los filósofos paganos de su sabiduría y de su elocuencia, despojemos a esos infieles de tal manera que con sus despojos nos enriquezcamos en la fidelidad.

Despojar a los egipcios de sus tesoros. ¿Cómo traducir más fielmente una filiación espiritual que no se sumerge en la pasividad de un respeto inútil, sino que asimila y prolonga una sabiduría? Creemos haber demostrado que Daniel de Morley no pronunciaba palabras sin sentido. Gracias al retroceso en el tiempo, sabemos que en los tiempos tolemaicos de Egipto se encuentran las ideas que los medievales consignaron en sus libros herméticos. Reconocemos los decanos de la astrología egipcia en los capiteles románicos y podemos atribuir a buen número de temas iconográficos de la Edad Media su auténtica paternidad.

¿Existen pruebas concretas de la penetración del simbolismo egipcio en el universo medieval? Las investigaciones más recientes permiten responder afirmativamente. Pueden descubrirse modelos e intermediarios en las joyas, en los manuscritos, los marfiles y los tejidos llegados de Egipto. Los primeros objetos cristianos no ocultan su origen. Mercaderes y artesanos orientales introdujeron temas y procedimientos de fabricación y no dejaron de integrar en su bagaje el simbolismo. Reflexionemos sobre este ínfimo detalle, sin embargo muy característico. En los papiros egipcios, los primeros jeroglíficos de un capítulo aparecen pintados con tinta encarnada. En los libros litúrgicos cristianos se observa la misma práctica, de ahí el término «rúbricas», es decir, «los encarnados».

Los contactos entre Egipto y Europa aparecen patentes a partir del año 2000 antes de Jesucristo y nada atestigua que no se produjeran con anterioridad. Hubo un «intercambio» de sabios, poetas y economistas que nos resulta difícil imaginar. Hacia el año 1000 después de Jesucristo, unas relaciones muy firmes unían las escuelas clericales de Alemania y los artesanos egipcio-bizantinos; los primeros reconstituían la espiritualidad de Occidente y los segundos les ofrecían sus creaciones artísticas. Durante el período comprendido entre el siglo VI y VII, subsistieron las relaciones entre Francia y Oriente. Los escritores medievales y, de un modo especial Gregorio de Tours, se han referido con frecuencia a los orientales bajo el término genérico de «sirios», en especial a los establecidos en diversas ciudades francesas. San Jerónimo, que murió en el año 420, ya exclamaba: «¡Los sirios están por doquier!»

En la primera parte de este capítulo hemos elegido unos aspectos espirituales o simbólicos de la civilización egipcia con el fin de seguir su evolución hasta la cristiandad. Adoptemos la postura inversa y elijamos aspectos de la Edad Media conocidos por todos a fin de comprobar su ascendencia.

Los medievales, al construir un edificio, hacían «remplazos», es decir, utilizaban los elementos esenciales de los monumentos antiguos. Por regla general, los colocaban en los cimientos, asegurando de esta manera la perennidad de una idea simbólica, sin escandalizar la mentalidad religiosa de su época. En una sepultura subterránea de la catedral de Gazas, en la Gironda, se descubrieron dos figurillas egipcias ocultas en el interior de un bloque. En consecuencia, en el plano arquitectónico, la Edad Media respetó la tradición de los maestros de obra faraónicos.

Si dirigimos nuestra atención hacia la escultura, abundan los ejemplos. Refirámonos a una representación corriente, la de Jesucristo rodeado de los cuatro evangelistas. A estos últimos se los designa con un símbolo que les es propio: A san Lucas le corresponde el toro, a san Matías el ángel, a san Marcos el león y a san Juan el águila. Se trata de una trasposición de los cuatro hijos de Horus protegiendo al hombre divinizado. En las antiguas iglesias cristianas de Oriente Medio, los evangelistas seguían teniendo formas animales.

Dos motivos que con mayor frecuencia aparecen en los tímpanos de los frontispicios son el juicio de las almas y la pesada de san Miguel. En las viñetas que ilustran los Libros de los Muertos, Thot utilizaba ya la balanza del juicio con el fin de comprobar si el corazón del hombre había realizado perfectamente su función. En Egipto y en la Edad Media, los elegidos están situados a la derecha y los réprobos a la izquierda.

La Edad Media ha cristianizado a varias diosas egipcias santificándolas. Según el historiador del pueblo judío Flavio Josefo, Termutis salvó a Moisés de las aguas. Los medievales la hicieron santa esculpiéndola en piedra. Jesucristo, el maestro de los santos, llegó incluso a ser comparado a un escarabajo, símbolo egipcio del sol naciente de la conciencia y de sus incesantes transformaciones. San Ambrosio, arzobispo de Milán, cita a Jesús como «el buen escarabajo que desarrolló ante él la masa, hasta entonces informe, de nuestros cuerpos».

El simbolismo animal de las épocas románicas y góticas se debe a una amplia sugerencia del simbolismo egipcio que hacía intervenir a los animales en mitos y cuentos. Estas fábulas fueron adaptadas a su vez por los griegos, de manera especial por Esopo, y llegaron hasta los cuentos populares franceses y las novelas de la Edad Media. Por ejemplo, ¿se sabe acaso que la lucha del malicioso Renart (raposo) con su tío Ysengrin (nombre del lobo en el Román de Renart) es una transposición del combate entre Horus y Set que se disputaban el dominio de la tierra de Egipto? Los leones y las esfinges de san Juan de Letrán están situados delante de las puertas del templo, al igual que en Egipto. También pueden verse en Sélestat o Embrun. Recordemos también el motivo de los tres peces agrupados formando triángulo que aparece dibujado sobre una cerámica egipcia y que el maestro de obra, Villard de Honnecourt reprodujo en su carnet de croquis.

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Si nos referimos a la categoría de los objetos rituales, se comprueba que el báculo pastoral de los obispos es una traducción del «cetro-heka» de los faraones, que servía para coger la «pasta humana» y convertirla en levadura. Los grandes abanicos de plumas de avestruz, que en la Corte pontificia se utilizan en determinadas ceremonias, aparecen en los bajorrelieves de templos para ilustrar la regeneración periódica del rey de Egipto.

La arquitectura, la escultura y los objetos rituales de la Edad Media son tres terrenos en los que aparece vigorosa la posteridad del Imperio faraónico. Intentemos un último sondeo en una «materia» dotada de un mayor dinamismo, la de los grupos humanos, dirigiendo nuestra mirada hacia dos comunidades muy distintas: los monjes y los goliardos. Los monasterios desempeñaron una función esencial en la elaboración del simbolismo medieval. Ahora bien, Egipto les facilitó múltiples aspectos de sus reglas de vida. San Jerónimo visitó la tierra de los faraones y descubrió que en ella se enseñaba la auténtica fe. En la biblioteca de Cluny se conservaba una vida de los Padres egipcios y dos hombres que fueron consejeros respetados con ocasión del establecimiento de comunidades monacales en Occidente ostentaban unos nombres característicos: Pachome, o sea, «el sacerdote del dios Chem» y Horseisis «Horus el hijo de Isis». Un extraño «San Nilo» completa este conjunto. En cuanto a los goliardos, se trataba de una agrupación que floreció en la bella época de las universidades medievales. Su naturaleza se encuentra aún bastante mal definida: ¿círculo de hermetistas que se ocultaban tras unas chanzas? ¿Simple asociación de estudiantes pobres? A pesar de esta incertidumbre, en sus escritos se atisban pensamientos de un indiscutible alcance espiritual:

La Nobleza del Hombre,

es el espíritu, imagen de la divinidad.

La Nobleza del Hombre

es el lenguaje ilustre de las virtudes,

el dominio de sí mismo,

el acceso de los humildes a las dignidades.

Uno de sus poemas aconseja que cada uno «haga un día feliz». Este giro poético se expresa de la misma manera en los Cantos de arpistas del Antiguo Imperio; tanto en uno como en otro caso, hace alusión a la plenitud de una jornada vivida de acuerdo con los ritos. El gozo del «día feliz» es el del corazón digno de Dios. Los dos polos extremos de la ciudad medieval, los monjes y los goliardos, transmiten valores en los que se descubren los ecos del país de los faraones.

Un último detalle nos ofrecerá una especie de síntesis. El egiptólogo Philippe Derchain ha demostrado la rigurosa concordancia de forma y de sentido entre una figuración de la puerta en bronce de la catedral de Gnesen, en Polonia, y una representación del templo egipcio de Dendera: se trata de la muerte y resurrección de Osiris. El dios yace sobre un lecho, cerca de un árbol que simboliza el eje de la vida, mientras que un pájaro, el ba faraónico, simboliza al alma. ¿Por qué extraños caminos una escena fundamental de los misterios de Egipto se ha desplazado hasta ese lejano país de Europa?

Tanto si nos dirigimos desde Egipto hacia la Edad Media como de la Edad Media a Egipto, la conclusión nos parece evidente. Para interpretar las figuras esculpidas medievales es con frecuencia indispensable referirse al simbolismo de los faraones. El número de sus supervivencias en el Cristianismo en general y en el arte de las catedrales en particular, resulta ya impresionante, aunque el inventario apenas haya comenzado. A la luz de este nuevo dato, cabe esperar una visión distinta de lo que hoy día se llama la cristiandad.

Si el arte occidental trazó una curva radiante desde las pirámides hasta las catedrales, también se debe a dos poderes complementarios: la tradición de los constructores y el sentido de los viajes. Sin ellos, la migración de los símbolos antiguos hubiera sido de corta duración.

Los constructores de catedrales eran hijos de una comunidad que se remontaba hasta los tiempos de los faraones a un título: triple: simbólico, humano y técnico. Simbólico por haberse conservado idénticos en el espíritu los ritos de iniciación. El «jefe de los trabajos» del rey de Egipto y el maestro de la Obra del rey de Francia hubieran podido entablar un diálogo sin la menor dificultad, sobre el profundo significado de su trabajo. Humano, porque los constructores han vivido en todas las épocas una cálida fraternidad mantenida por la experiencia colectiva; también se encontraban tan unidos como los dedos de una mano. Y, por último, técnico porque los secretos del oficio se han transmitido de generación en generación con un rigor jamás desmentido.

Pierre Gilbert, al demostrar los orígenes egipcios de tres órdenes griegos de arquitectura, el jónico, el dórico y el corintio, estableció de una forma paralela una convincente filiación: las bóvedas estrelladas de nuestras catedrales derivan de los techos estrellados de determinados templos griegos y éstos se inspiran en la bóveda estelar que puede verse en el interior de las pirámides del Antiguo Imperio. Cuando el cuerpo del faraón Djeser se colocaba en su pirámide escalonada de Saqqarah, el rey resucitó ascendiendo al cielo donde se convirtió en una brillante estrella entre las constelaciones.

Si se desea una prueba tangible y «mensurable» de las transmisiones artesanales, bastará con estudiar las proporciones de los templos egipcios, de los griegos, de las iglesias bizantinas y de las catedrales cristianas. En todos ellos nos encontraremos con la ley del Número Áureo y comprobaremos la presencia de la Proporción Divina que hace de cada edificio un gran cuerpo viviente. Indudablemente, se trata de la perpetuación de unos secretos técnicos, pero ante todo es una afirmación de la grandeza del hombre-arquitecto que ha de ofrecer el templo, la obra más hermosa, al «Maestro más Alto» según la fórmula medieval. El momento más importante de la aventura civilizadora es aquél en que el artesano, aplicando con escrupulosidad las reglas del arte real aprendido en las hermandades, transforma la piedra natural en piedra «cultural», en piedra que habla. Por su gesto, el Templo se convierte en Vida, el pequeño mundo de los hombres se modela a semejanza del Universo, la experiencia cotidiana adquiere un sentido.

En las obras clásicas consagradas al arte ] de la Edad Media no se habla para nada de los Compagnons du Tour de France. Sin embargo, son los herederos directos de la gran cadena de maestros de obra y siguen construyendo como lo hacían sus antepasados. A ejemplo de las hermandades medievales, las asociaciones de gremios a las que también se deben los mayores puentes, los castillos y las proezas técnicas como la torre Eiffel, ofrecen a sus aprendices una enseñanza completa y una formación que no echa en olvido ningún aspecto de la mano y el espíritu.

—Creo ver a esos lejanos antepasados —declaraba La-Gaité-de-Villebois, cofrade tallista de piedra de la Cayenne de Lyon— porque nosotros, los compañeros del gremio de la piedra, , somos los hijos espirituales de esos gigantes, creo verlos en el atardecer de una de esas victorias sobre la materia inmóvil, sin gestos vanos, sin discursos ni charangas, pero con una llama orgullosa en sus ojos mientras contemplaban su obra y suplicaban a los dioses fuerzas para hacerlo aún mejor.

Y proseguía:

—Al tallar la piedra, un poco de nuestra alma pasa a la materia y le insufla una vida oculta.

Acariciando un día el puente sobre el Gard, como quien coge por los hombros a un padre venerado, el gremial tallista de piedras le decía en voz muy queda:

—Estoy aquí para sucederte, para continuarte.

Antaño, los compañeros de gremio pasaban libremente de un país a otro en una Europa en la que aún no se habían establecido fronteras. Se han descubierto más de nueve mil signos lapidarios sobre los edificios de la Edad Media, y este número se encuentra muy por debajo de la realidad. Los gremiales grababan sobre la piedra esas marcas cuyo misterio aún no ha sido elucidado. Se limitan, con excesiva frecuencia, a calificarlos de «marcas de destajistas» cuando en realidad revelan las claves geométricas que se aplicaban a la construcción de las catedrales.

Una anécdota pone de relieve las cualidades de los gremiales contemporáneos. Louis Gillet, encargado de la conservación de la abadía de Chaális, asistió al desprendimiento del caballete de una bóveda en una capilla del siglo XII. Afortunadamente, la catástrofe se detuvo en aquel punto y el resto de la bóveda resistió. Entonces, Gillet recurrió a un «albañil de la región». Ante su enorme sorpresa, el artesano utilizó las mismas herramientas que sus hermanos medievales y con la misma serenidad reparó los destrozos. Gillet concluyó afirmando que el accidente no le sorprendió más de lo que le desconcertó el remedio.

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La tradición del gremio nos ha legado un monumento —la expresión no es excesiva debido a las dimensiones de la obra— que da testimonio de sus ascendencias y de su fidelidad a la arquitectura egipcia. Se trata del libro titulado De la arquitectura natural, del maestro de obra Petrus Talemarianus. Detrás de esta enigmática firma se oculta probablemente una colectividad. Utilizando los mensajes de sus predecesores, Petrus partió a la búsqueda de la «palabra secreta» que diera la verdad a todas las cosas. De paso comprueba la naturaleza común de todos los templos con diagramas geométricos. La experiencia de los gremiales reside en dos virtudes: la independencia y la libertad. La independencia porque constituyeron, en el seno de cada civilización, una especie de Estado dentro del Estado, protegida sucesivamente por los faraones, los: Papas, los emperadores y los reyes. Colbert prohibió las reuniones de gremiales que ofrecían una ocasión para fomentar conjuras contra el poder. Su decisión resultó inoperante.

Las dos guerras mundiales diezmaron las filas de los gremiales. Otras asociaciones obreras en las que el símbolo no desempeña función alguna intentaron derribarlos. Pero hoy como ayer los gremiales constructores triunfan dé los más difíciles obstáculos. Tratan de crear hombres libres que practican un oficio que diviniza. A los gremiales habrá que acudir en busca de la fuente del arte auténtico del mañana, ya que ellos han preservado los valores intangibles del arte egipcio y del arte medieval.

A los numerosos viajes de los constructores se añadieron los de los eclesiásticos y los sabios. Los relatos de peregrinajes emprendidos a partir del siglo III de nuestra era demuestran que los occidentales, con ocasión de los contactos con el Cercano Oriente, trataron de conocer otras tradiciones y otras espiritualidades. En los primeros tiempos los viajeros fueron, en su mayoría, hombres de Iglesia y su comportamiento tradujo una voluntad firme de intercambiar ideas y símbolos. Esta actitud alcanza su apogeo en el siglo XII cuando Pedro el Venerable, abad de Cluny, reunió un equipo de eruditos con el fin de llevar a cabo la traducción del Corán. San Luis en persona mantuvo fructíferas entrevistas con el jeque Al-Yabal, jefe de los ismaelitas, que, sin embargo, era su enemigo declarado. En cuanto a los Templarios, se preocuparon de mantener relaciones amistosas con sus adversarios y celebraron numerosas reuniones de trabajo simbólico a las que asistían caballeros cristianos junto a caballeros musulmanes.

A la Edad Media le gusta traducir los hechos por símbolos. Por ello, el sentido del viaje espiritual y material quedó concretado por el personaje del Preste Juan, que, una vez más, nos conduce hasta Egipto. Era el rey de las regiones de Etiopía y de Nubia y dirigía una secta hermética de raíz egipciocristiana, los nestorianos. En el siglo XII, el emperador Manuel Commeno recibió una carta firmada por el Preste Juan, y la misma misiva, redactada en latín, fue enviada también a Federico Barbarroja. Así se consagraba de una manera oficial la existencia del Preste Juan, encargado de divulgar la luz hasta los confines del mundo. Su sello provocaba admiración porque representaba la mano de Dios rodeada por un círculo de estrellas. Esto indica, en términos más claros, que la realeza espiritual del Preste Juan, ostentando el nombre del evangelista, puede lograrse gracias a un viaje a través del Cosmos.

Por otra parte, no convendría aferrarse de una manera exclusiva a las precisiones geográficas. El espíritu medieval creaba países míticos, animales fabulosos, pueblos extraños. Odorico de Porderone y Jean de Mandeville descubren durante sus periplos las enseñanzas que antes que ellos habían celebrado Pitágoras, Platón y Alejandro con ocasión de su viaje a Egipto. Las rutas del cuerpo tenían menos importancia que las del espíritu. A través de los viajes permaneció viva la tradición faraónica.

De las pirámides a las catedrales asistimos a la formación desuna ciencia simbólica que procuró a la Edad Media unas bases sólidas. Ese vasto «repertorio», salido en su mayor parte de Egipto, ¿hubiera bastado para desencadenar la epopeya de los siglos XII y XII? No lo creemos. Disponer de inmensas riquezas no es un criterio decisivo. Es necesario organizarías, engendrar un orden en el que el pensamiento, la acción y el sentimiento se armonicen. Por esto, la Edad Media no ha disociado nunca el arte de la ciencia y, por nuestra parte, nos aferramos a ese estado de ánimo en extremo original. Y analizándolo, veremos cómo los constructores se han mantenido fieles a sus fuentes y cómo han revelado un nuevo genio.