Introducción

Luxor, noviembre de 1828

Un hombre se detiene ante la entrada del templo de Karnak. Levanta los ojos hacia lo alto de los pilonos, pasa largos minutos recuperando el aliento, muy conmovido, y se decide por fin a penetrar en el primer gran patio al aire libre. Su mirada va de piedra en piedra descubriendo el maravilloso mundo que había soñado. Con paso rápido, camina hasta la sala hipóstila, bosque de columnas donde el misterio de los dioses, presentes aún, se impone al visitante.

Jean-François Champollion ha llegado por fin a su patria espiritual, el Egipto faraónico. Sabio inmenso, genio que ha comenzado a desentrañar el secreto de los jeroglíficos, fue calumniado, combatido. Su existencia fue una larga sucesión de sufrimientos y dificultades. Nunca, sin embargo, dejó de trabajar con formidable energía a pesar de una muy frágil salud. Nunca se apartó del eje que daba sentido a su vida: hacer que hablara de nuevo la civilización egipcia, muda durante muchos siglos. Muda porque no se sabía ya leer su mensaje inscrito en las paredes de los templos y las tumbas, los papiros, las estatuas, los sarcófagos.

Hoy, mientras se deja invadir por la magia de Karnak, el templo de los templos, Jean-François Champollion, el padre de la egiptología, el descubridor digno de los sabios de la «Casa de Vida», olvida las horas oscuras. «Allí —dice— se me reveló toda la magnificencia faraónica, lo mayor que los hombres imaginaron y ejecutaron… En Europa sólo somos liliputienses… Ningún templo antiguo ni moderno concibió el arte de la arquitectura a una escala tan sublime, tan amplia, tan grandiosa como lo hicieron los antiguos egipcios».

El sueño de Jean-François Champollion se ha hecho realidad. De su encuentro con Egipto surgió un universo enterrado, casi olvidado, de incomparables riquezas espirituales, artísticas y humanas. Se ha escrito que nuestra civilización tenía tres grandes «madres»: Atenas, Roma y Jerusalén. Se olvida que las tres son descendientes, en distintos grados, de la Menfis del Bajo Egipto y de la Tebas del Alto Egipto, donde las ciudades fueron construidas por los propios dioses. Esa tierra fue considerada por los antiguos como el centro del mundo, donde Faraón, mediador entre el cielo y la tierra, era depositario de las fuerzas del cosmos. «El Sur te es dado tan lejos como sopla el viento —canta un texto del templo del oasis de Khargeh—, el Norte hasta el extremo del mar, el Oeste tan lejos como el sol, el Este hasta el lugar donde se levanta». Egipto, mitad de las tierras habitadas, templo del mundo entero, perfecto reflejo de la armonía celeste, está a cubierto de los grandes cataclismos naturales. Es el ojo de Ra, el país de los amaneceres hechizantes y de los encantadores ocasos. Basta con subir al techo de los templos para descifrar el lenguaje de las estrellas y del destino, como hacían antaño los sacerdotes astrólogos.

A lo largo de más de tres milenios de historia, la tierra de los faraones conoció muchas horas grandes. Si, como afirmaba el historiador Louis Genicot, una civilización se juzga por su línea de cresta, el Antiguo Egipto figura en cabeza de las culturas que dan un significado a la aventura humana. Este Egipto cotidiano no es polvoriento ni ha caducado; posee la sabiduría nacida de la práctica de los ritos, la serenidad que se desprende de una connivencia con lo divino, la alegría nacida de la pasión de construir.

Este Egipto creó, sufrió, combatió por su libertad, erigió templos de eternidad, escribió los textos más sagrados; supo transmitir de generación en generación un amor por la vida que no se parece a ningún otro. De este amor que Champollion vivió con tanta intensidad quiere hacerse eco este libro. Al revivir las grandes horas durante las cuales Egipto afirmó su genio, cómo no recordar las palabras del visir Ptahhotep que, llegado a la edad de ciento diez años, creyó poder formular algunos consejos: «Nunca se realizan las intenciones de los hombres; lo que se realiza es lo que Dios ordena. Vive pues en serenidad: el hombre subsiste si lo justo es para él el camino de la vida».

Que podamos apartarnos lo menos posible de ese camino al relatar las hazañas de los antiguos egipcios.