Jean-François Champollion nació el 23 de diciembre de 1790, en Figeac. Morirá en París en 1832. Durante esta breve trayectoria terrestre de cuarenta y dos años, aquél a quien ha podido llamarse el Mozart de la egiptología se afirma como uno de los más extraordinarios genios de la ciencia contemporánea. A una vida difícil se le añadirá una posteridad también caótica, pues la grandeza de Champollion está todavía lejos de ser reconocida. La única biografía que existe en francés es la traducción de una obra alemana que data de 1906.[59] Fue necesario aguardar hasta 1984 para ver publicada la gramática de Champollion, olvidada en un rincón de biblioteca.[60] Algunas enciclopedias y diccionarios le conceden un lugar muy pequeño, cuando no le olvidan pura y simplemente. No obstante, sin el descubrimiento de Champollion seríamos incapaces de descifrar los jeroglíficos y, por lo tanto, de «leer» la civilización egipcia. Al percibir la realidad de los tres niveles de lenguaje inscritos en los jeroglíficos abrió horizontes que todavía hoy están lejos de haber sido explorados. Ciertamente, gramáticos y lexicógrafos han realizado notables progresos desde la muerte de Champollion, pero éste, al fundar la egiptología, les ofreció todas las bases fundamentales, ninguna de las cuales ha sido puesta en duda.
El descubrimiento de Champollion no es en absoluto fruto del azar, sino más bien de una predestinación. En él ardía un fuego abrasador, un deseo de aprender que le convirtió desde muy joven en un lingüista de primera magnitud, que manejaba cómodamente el latín, el griego, el hebreo, el copto, el etíope, el siriaco, el árabe y el caldeo. Agotó en estas materias la ciencia de su tiempo. En resumen, aprendió todo lo que se refería a las antiguas civilizaciones mediterráneas para mejor situar Egipto y acercarse, metódicamente, a sus misteriosos jeroglíficos. El Champollion alumno es insaciable. Se intenta prohibirle que aprenda. Esconde sus libros bajo la almohada y, por la noche, aguarda a que sus condiscípulos duerman y las rondas del vigilante hayan terminado. Con la ayuda de una linterna reanuda entonces su trabajo y llega a estropearse la vista.
Se le reprocha su carácter sombrío, su tendencia al desánimo y sus arrebatos de desesperación. Pero debe tenerse en cuenta que el adolescente está midiéndose con un gigante, con una civilización de cuatro milenios que guarda obstinadamente silencio porque nadie ha conseguido aún escuchar su voz. «Me entrego por completo al copto —escribe Champollion—. Quiero saber egipcio como sé francés, porque en esta lengua se basará mi gran trabajo sobre los papiros egipcios… Soy tan copto que, para divertirme, traduzco al copto todo lo que se me ocurre. Hablo copto a solas, puesto que nadie podría entenderme».
A los dieciséis años, ante la Academia de Grenoble, Champollion afirma que el copto es la forma tardía de la escritura jeroglífica y que pasará por ese camino para llegar a los orígenes. Tiene razón. Pasmados ante la personalidad del adolescente, los augustos sabios deciden acogerle en sus filas. Tres años más tarde, como profesor de Historia, Champollion parece destinado a una carrera fácil, jalonada de honores. Casi le bastaría, ahora, vivir de sus laureles. Pero le habita una exigencia distinta. Podríamos considerar como su proverbio personal una frase que pronunciara el 2 de junio de 1815: «Se embrida al aguilucho, pero el águila acaba siempre por romper y llevarse la correa».
Muy antinapoleónico y «revolucionario» tanto en su modo de pensar como en sus investigaciones, Champollion choca con las tendencias naturalmente esclerotizantes del medio universitario y con espíritus tan convencionales que prefieren asesinar el genio antes que cuestionarse. Champollion dispone, sin embargo, de una arma que nadie puede arrebatarle: el poder de su trabajo. Prepara un gran libro, L’Egypte sous les pharaons, y más tarde un diccionario. El destino acude en su ayuda con el descubrimiento, en agosto, de la Piedra de Rosetta, una estela de granito negro que muestra una inscripción en tres lenguas, jeroglífica, demótica y griega. Algunos moldes llegarán a París, donde Champollion pudo estudiarlos, obteniendo así el «eslabón perdido» que le permitió llegar a su genial intuición, concretada en la famosa frase pronunciada, en el 28 de la rué Mazarine, el 14 de setiembre de 1822: «¡Ya es mío!». Era casi mediodía cuando aquél a quien llamaban «el egipcio» le hizo a su hermano esta inflamada declaración, justo antes de desvanecerse.
La emoción había sido demasiado fuerte. Champollion no era un sabio taciturno, seco, sino un ser lleno de ardor y de pasión, dotado de una sensibilidad tan profunda que, como un médium, entra en contacto con el genio del antiguo Egipto. Cinco días permaneció en estado letárgico. En cuanto despierta, quiere trabajar y formular de modo científico sus intuiciones. El día 22 acaba su manuscrito. Es la famosa Carta al señor Dacier destinada a la Academia de las inscripciones. Jean-François Champollion expone en ella los principios para descifrar los jeroglíficos egipcios, perdidos desde el siglo IV después de Jesucristo.
En Francia no obtiene el éxito ni la gloria. Los «sabios» desconfían de ese joven demasiado fogoso y con demasiado talento. Mejor no ayudarle. En 1824, Champollion se traslada a Italia, donde el recibimiento es muy distinto; se le saluda como a un hombre excepcional y se le colma de honores y felicitaciones. Los franceses se sienten un poco molestos y, cuando Champollion regresa en 1826, se ven obligados a hacer un gesto: es nombrado conservador de una sección del Museo del Louvre, sección que agrupa monumentos de distintas civilizaciones antiguas, entre ellas, afortunadamente, algunas piezas egipcias.
El cargo es un regalo envenenado. Champollion tiene un título pero no los medios para ejercer su función y, además, trabaja en exceso, a cambio de un salario mediocre y ha aceptado, incluso, impartir un curso no retribuido de lengua egipcia. «Mi vida se ha vuelto un combate —le escribe a su colega Rosellini—. Me veo obligado a arrancarlo todo, pues entre quienes debieran secundarme, nadie está dispuesto a hacerlo. Mi llegada al museo molesta a todo el mundo y todos mis colegas se han conjurado contra mí porque, en vez de considerar mi puesto como una sinecura, quiero encargarme de mi división, algo que, forzosamente, pondrá de relieve que ellos no se ocupan en absoluto de las suyas. Ése es el meollo de la cuestión».
Pero los dioses de Egipto velan por Champollion. Pronto abandona esa mediocridad y puede hacer realidad su mayor sueño. En julio de 1828 parte hacia Egipto, donde permanecerá hasta diciembre de 1829. La organización del viaje ha sido más que difícil. Cuando «el egipcio» pone el pie en el suelo de su patria espiritual, no puede evitar bendecirla. Él, que afirmaba que «sólo el entusiasmo es la verdadera vida», siente emociones de tal intensidad que sus fuerzas se multiplican. A lo largo de este viaje, durante el cual no cesa de hacer descubrimientos, se muestra infatigable. Puesto que habla perfectamente el árabe, las autoridades administrativas le prestan benevolentes oídos.
Luxor es la maravilla. Se instala en la tumba de Ramsés IV, donde su equipo arqueológico, sus guardas de corps, un gato y una gacela gozan de una fresca penumbra. En la tumba de Seti I, la más vasta y hermosa del Valle de los Reyes, se instala una mesa de banquete, el 1 de abril, pues Champollion ha prometido festejar el aniversario de su hija. Se hicieron numerosos y fervientes brindis por los ausentes que no tenían el privilegio de vivir tan excepcional momento. Champollion reanudaba así una antigua tradición egipcia, la de las fiestas en que los vivos entraban en contacto con lo invisible.
Por más que Champollion tuviera el sentido de la fiesta, exigía estar solo cuando trabajaba en las tumbas, descifrando y registrando las inscripciones jeroglíficas. Despedía incluso al portador de candelas para que no le molestara ninguna presencia ajena a las figuraciones sacras que se desplegaban ante sus ojos.
Gracias a una nueva y fulgurante intuición, Champollion redescubrió el significado profundo de aquellas escenas de tan enigmática apariencia: el viaje del rey muerto, identificado con el Sol divino, por el otro mundo; la peregrinación vital del espíritu que pasa por las tenebrosas moradas de la muerte para renacer a una vida de eternidad.
Champollion se levanta al alba. Muy sensible al frío, viste pieles y franelas que va quitándose a medida que el calor aumenta. Cómo no pensar en el «ilustre» sabio Pardessus (cuyo nombre significa «abrigo» o «por encima») que fue elegido para la Academia en lugar de Champollion, el día en que rechazaron por sexta vez la candidatura de éste. La Francia científica seguía deshonrándose mientras Champollion, sereno, conservaba su sentido del humor. «Me han puesto por debajo del señor Por encima (Pardessus)…[61] No me sorprende… Cuando la Academia me llame, el sillón me interesará tan poco como puede interesarle a un bebedor delicado una botella de champán abierta hace seis meses».
Egipto está ya lejos. Champollion resulta elegido, por fin, para la Academia el 7 de mayo de 1830. Única consecuencia importante de tan tardío honor, la creación de una cátedra de Egiptología en el Colegio de Francia, que acredita el nacimiento de la egiptología ante la comunidad científica internacional. Esta vez Champollion puede expresarse con total libertad ante un numeroso auditorio. Excelente orador, claro y riguroso en sus explicaciones, hacía reinar una verdadera magia a la que todo el mundo era sensible.
El 26 de mayo de 1831, Champollion se ve obligado a interrumpir sus clases, que consigue reanudar el lunes 5 de diciembre. El vuelo del águila se quebrará el 9 de diciembre. Champollion se ahoga. A punto de perder el conocimiento, abandona el Colegio de Francia. El 23 de diciembre pide que le lleven al 28 de la rué Mazarine, donde nació la egiptología. «Mi ciencia y yo —afirma en una admirable frase— somos una sola cosa».
Morir tan joven es una espantosa prueba para alguien que tanto tiene que decir aún. Solicita al destino que le conceda dos años más. El 3 de marzo de 1832 se produce una mejoría. Sus sufrimientos cesan. Alrededor del moribundo, sus íntimos, amigos y su hija de ocho años, Zoraíde. Champollion desea contemplar por última vez los objetos egipcios que hay en su despacho y sus cuadernos de notas, llenos de proyectos inconclusos. Pero ha llegado la hora.
Un diccionario, una gramática, una geografía del antiguo Egipto, notas de viaje, una mitología… La obra científica realizada a partir de la nada es inmensa. Sin modelo, sin predecesor, Champollion ha conseguido crear la egiptología, que concebía no como una disciplina universitaria, reservada a unos pocos privilegiados, sino como el modo de redescubrir Egipto, sus tesoros espirituales, artísticos y literarios. Nunca ningún profesor del Colegio de Francia se preocupó tanto por comunicar al público sus conocimientos, por compartir su entusiasmo ante la prodigiosa civilización que le había dado todas las alegrías, todos los gozos.
Champollion percibió perfectamente la grandeza espiritual de Egipto, al que consideraba el fundamento de la civilización occidental. Desafiando a la Iglesia de su tiempo, anclada en el judeo-cristianismo y en la cronología bíblica, afirmaba con razón que los sabios de Egipto teman una «noción de la divinidad tan pura, por lo menos, como la del propio cristianismo», y esa unicidad trascendente se traducía, a menudo, en trinidades o tríadas de las que ofrece numerosos ejemplos la escultura egipcia.
Las escenas llamadas de «el peso del alma» impresionaron grandemente a Champollion. Presintió que los egipcios transmitieron una enseñanza coherente relativa a la vida eterna y a las pruebas que el ser debía superar para llegar a ellas. Su percepción de las divinidades egipcias es a menudo pasmosa. Abandonando la imaginería y la necedad en la que chapotean aún hoy ciertos eruditos, dio pruebas de una notable intuición respecto del sentido del símbolo. Las divinidades son entidades abstractas que ilustran una arquitectura del universo y transmiten una sabiduría. La unión de todas las divinidades, algo que Champollion comprendió, forma el ser divino único del que se desprenden todas sus formas manifiestas. Componen una cadena que une el cielo con la tierra y permite al hombre iniciado vivir, al mismo tiempo, en este mundo y en el otro.
La mayor gloria de Egipto es el sistema jeroglífico. «Puede decirse —escribe Champollion (Précis, p. 335)— que ninguna nación ha inventado nunca escritura más variada en sus signos… Los textos jeroglíficos ofrecen, en efecto, la imagen de todas las clases de seres que contiene la creación».
El primer egiptólogo enunció en términos muy claros su extraordinario descubrimiento: hay tres tipos de jeroglíficos, que corresponden a tres niveles de lenguaje y a tres niveles de pensamiento: el tipo fonético, el tipo figurativo y el tipo simbólico. Todo texto jeroglífico presenta una mezcla constante de esos tres tipos para transmitir, cada cual según su modo, las ideas que se trata de transmitir. Una misma idea es expresada, pues, sin el menor inconveniente para la claridad y la comprensión, por tres métodos distintos.
Por inverosímil que parezca, la egiptología no ha explotado aún, ni mucho menos, los principios básicos que permitieron a Champollion descifrar los jeroglíficos. Se limitan casi exclusivamente al «tipo fonético» que permite, es cierto, hacer importantes progresos de traducción; pero se desdeña con excesiva frecuencia el tipo figurativo y se olvida casi por completo el tipo simbólico que es, sin embargo, el más importante de los tres. Este último, en efecto, estaba reservado a los iniciados de la Casa de Vida, que fueron los creadores de la escritura jeroglífica. Champollion comprendió que una parte de los jeroglíficos, puramente simbólica, velaba los principios fundamentales del pensamiento egipcio, sólo accesible a los sabios, puesto que exigía una particular visión de lo real. Olvidar tan importantes indicaciones supone truncar la obra de Champollion y desnaturalizar su descubrimiento.
Hace ya muchas décadas que los manuales escolares repiten hasta la saciedad que nuestras madres culturales son Grecia y Roma. Ahora bien, Champollion, en su Précis (p. 364), indicó con una visión perfectamente ajustada que Grecia se limitó a lo real aparente y a la exterioridad, mientras que Egipto, nuestra verdadera madre espiritual, intentó expresar la vida en su esencia: «En Grecia —escribe—, la forma lo fue todo; se cultivaba el arte por el propio arte. En Egipto fue sólo un poderoso medio para pintar el pensamiento; el más pequeño ornamento de la arquitectura egipcia tiene su propia expresión y se remite directamente a la idea que motivo la construcción de todo el edificio, mientras que la decoración de los templos griegos y romanos suele hablar sólo para el ojo y permanece muda para el espíritu. Los templos egipcios —prosigue Champollion— son imagen de las moradas celestiales. Sobre todo, toda expresión artística se vincula de un modo directo al principio simbólico de la escritura». Y puede formular en pocas palabras el aspecto esencial del descubrimiento al que consagró su vida: todo es jeroglífico.
No lo dudemos: la egiptología se halla aún en sus primeros estadios y las enseñanzas de Champollion están lejos de haberse agotado. Egipto, al que, según afirmaba, Europa debe directamente todos los principios de sus conocimientos, no sólo pertenece al pasado. La civilización faraónica es portadora de valores eternos cuya riqueza nos revelarán los tiempos por venir.