CAPITULO 35
La inauguración del templo de Edfú

El 10 de septiembre de 142 a. J. C., la ciudad provinciana de Edfú, a un centenar de kilómetros al sur de Luxor, está de fiesta. La antigua capital del segundo nomo del Alto Egipto, cuyo señor es el halcón Horus, recibe con gran pompa a Ptolomeo VIII Evergetes II y a su primera esposa Cleopatra II. Es un día excepcional, puesto que se procede a la inauguración del templo.[56]

Edfú, antiquísima ciudad, conocía ya desde el Imperio Antiguo numerosos edificios sagrados, antes de que se pusiera la primera piedra del inmenso templo «ptolemaico», el 23 de agosto de 237. Se conoce el nombre del arquitecto, que no es otro que… Imhotep, el maestro de obras de Zóser, el creador de la arquitectura en piedra y de la forma piramidal. De ese modo, por el ingenio simbólico que le es propio y que abole el tiempo, Egipto une Edfú y Saqqarah, el templo del crepúsculo y el del alba. El nombre de Imhotep significa que nada ha cambiado, que el Egipto de los templos y los iniciados continúa siendo igual a sí mismo, que los ritos no han variado, que el camino hacia lo divino es eternamente parecido.

Aunque en la esfera espiritual los factores hayan sufrido, efectivamente, muy pocas modificaciones, no ocurrió lo mismo en el terreno temporal. Egipto sufrió una primera ocupación persa de 525 a 404. Consiguió sacudirse el yugo y levantar por última vez la cabeza. La última dinastía, la XXX, consigue, durante unos cuarenta años (380-343) mostrarse digna de su pasado. Los faraones construyen, reorganizan el país, se preparan para la guerra. Pero la relación de fuerzas les era en exceso desfavorable. En el año 343 se inicia la segunda ocupación persa, muy dura, que pone definitivamente fin a la independencia egipcia, aunque no a la civilización faraónica. En 332, Alejandro Magno libera Egipto de los persas para imponerle dinastías griegas, las de los Ptolomeos, que gobernarán las Dos Tierras hasta el 30 a. J. C.

Para ser admitidos por la población, los reyes griegos se ven obligados a hacerse coronar según el rito egipcio. Se convierten pues en faraones y, por esta causa, pueden emprender la construcción de grandes templos.[57] Los ptolomeos adquirieron poco a poco una cultura egipcia, cicatrizando las llagas y heridas infligidas a las Dos Tierras por los persas, culpables de destrucciones, pillajes y saqueos.[58] Los textos de las Profecías anunciaban, claramente, además, que Egipto padecería horrendos períodos en que los templos serían devastados y lo profano intentaría arruinar lo sagrado; pero siempre aparecerá un rey para restablecer el orden.

Mientras el Delta está profundamente influido por la cultura griega y las decisivas mutaciones que marcan las civilizaciones de la cuenca mediterránea, el Alto Egipto, replegándose sobre sí mismo, se arraiga en las más antiguas tradiciones. Lejos de la agitación de las grandes ciudades del Norte, donde se mezclan poblaciones y creencias, las ciudades del Sur, cuyo papel económico es desdeñable, se convierten en «conservatorios» de la antigua fe. Se construyen allí templos donde los sacerdotes celebran los ritos como si nada hubiese cambiado nunca. Los ptolomeos, conscientes de la importancia de la obra que está llevándose a cabo, conceden los créditos necesarios. Inclinándose sobre su pasado, el Egipto ptolemaico quiere, ante todo, transmitir. Los iniciados de esa época saben que su civilización está agonizando, que el mundo se dispone a atravesar una vasta zona de materialismo. Por eso hablan como nunca se había hablado antaño. La lengua jeroglífica llamada «clásica», la del Imperio Medio, comprendía unos setecientos signos. La lengua «ptolemaica» consta de varios miles, con juegos criptográficos con frecuencia muy difíciles de comprender. Los muros de los grandes templos se cubren de inscripciones de muy remoto origen. Se desvela, para que no se pierda lo esencial.

La construcción de un templo empieza siempre por su parte principal, el sanctasanctórum, donde reside la divinidad. Por esta razón, la «inauguración» de Edfú se celebra el día en que se concluye el naos, la inmensa piedra vaciada en cuyo interior se coloca una especie de tabernáculo donde vela la estatua sobre la que desciende, para animarla, el Espíritu creador. Será preciso, luego, proseguir la construcción, hasta colocar la gran puerta de entrada el 5 de diciembre del año 57.

Pero, en este 10 de setiembre de 142 no se piensa en el pasado ni en el futuro. La población de Edfú vive unas formidables horas de fiesta en la que participan desde el más humilde hasta el más sabio. El júbilo está en todos los corazones, estalla en las calles. En todas las plazas, en la más pequeña calleja se expresa un regocijo que nada contraría. Los egipcios, siempre inclinados a las festividades y a los banquetes, no se muestran avaros para conseguir que el momento sea inolvidable. Hay más comida que arena en una orilla. Se han matado bueyes de todas las razas. Los trozos de carne son más numerosos que una nube de langosta. Es imposible contar los panes. Se ha sacrificado una incontable cantidad de órix, de gacelas y de íbices, el humo de las ofrendas asciende hasta los cielos para alegrar el corazón de los dioses. El vino corre a chorros, como el Nilo en plena crecida brota de las dos cavernas de Elefantina. En los altares arden olíbano e incienso, llenando el aire con suaves perfumes cuyo aroma sobrepasa con mucho los límites de la ciudad.

Todo en Edfú tiene los tornasolados colores de la fiesta; hay flores y ramos por todas partes. Resulta agradable ver a las muchachas, los jóvenes están algo ebrios. Todos admiran la procesión de los sacerdotes, vestidos de lino fino. Los dignatarios lucen sus mis soberbias galas. Al caer la noche se encienden lámparas y se sigue bebiendo, comiendo, cantando y bailando.

Nadie dormirá antes del amanecer.

En el interior del templo, el maestro de obras, que ha recibido el nombre simbólico de Imhotep, contempla la obra realizada y se prepara ya para los años de labor que le aguardan. Recuerda el conmovedor momento en que Faraón, acompañado por una iniciada que desempeñaba el papel de la diosa Sechat, delimitó el contorno del templo, colocó la piedra angular, excavó la fosa de fundación y tensó el cordel. Todas las salas se construirán según la Regla. El templo tendrá la duración de la eternidad. Los sabios han interrogado a los dioses sobre las medidas del templo, para que sean eficientes y rechacen cualquier intrusión de lo profano y de las fuerzas negativas.

Edfú, como los demás grandes santuarios de Egipto desde los orígenes, es una ciudad-templo. En el interior de un recinto de ladrillos crudos se ha construido el lugar santo propiamente dicho, con sus diversas partes que van de la puerta de acceso al naos, las viviendas para los sacerdotes, los despachos, los talleres, los almacenes y el lago sagrado. Edfú se caracterizaba, además, por un templo del nacimiento de Horus y un templo del halcón sagrado, el animal venerado en este lugar.

El templo de Edfú es un ser vivo, mágicamente animado por la «abertura de la boca». Cada mañana, el gigantesco edificio despierta cuando se celebra el ritual del alba. Los dos macizos de su gran pilono son las dos montañas de la región de luz donde se levanta el sol divino. Su pronaos simboliza el pantano original de donde surgió la vida. Su naos es una especie de laboratorio ultrasecreto donde se fabrica la más preciosa y esencial de las energías, la energía espiritual que sólo especialistas altamente cualificados pueden manipular, para sí mismos y para los demás.

Mientras le llegan los ruidos del regocijo popular, el maestro de obras medita en silencio, en el interior de ese libro de piedra que es el templo de Edfú. Interminables columnas de jeroglíficos cantan los ritos para toda la eternidad, desvelan las ceremonias sagradas y explicitan los símbolos del culto. Ra, la luz divina, puede moverse en el interior de este recinto porque en él está grabado el Verbo. Brilla en secreto porque está unido al espíritu de su ciudad, al espíritu de esos hombres y mujeres cuya alegría es un presente del cielo.

Imhotep, primero y último de los maestros de obras, saborea esta hora de paz y plenitud. Arriba, en las nubes, un halcón, encarnación del dios Horus, señor de Edfú y protector de la realeza, despliega sus alas y vuela hacia el sol naciente.