CAPÍTULO 34
La dinastía saíta y el retomo a las fuentes

XXVI dinastía, llamada «saíta», de 664 a 525 a. J. C., siete faraones, dos Neco, tres Psamético, Apries, Amasis: he aquí una letanía muy austera para caracterizar aquellos ciento treinta y nueve años durante los cuales el Egipto crepuscular conoció algunos magníficos fulgores, viviendo horas de recuerdo y de esperanza en las que merodean, mágicas, las sombras de un pasado prestigioso.

¿Por qué «saíta»? Porque la dinastía parece ser originaria de una vieja ciudad religiosa del delta, Sais, que sería honrada en la literatura romántica alemana. Había allí una misteriosa diosa cuyo velo nadie podía levantar. Ser saíta es, en primer lugar, liberarse del yugo del opresor y aspirar a recuperar la soberanía de Egipto. En efecto, en 671 los asirios invadieron las Dos Tierras y llegaron incluso a saquear Tebas. Egipto parecía exangüe, sin aliento e incapaz de expulsar al invasor de su suelo. Pero cada egipcio, en lo más profundo de su corazón, aguardaba una intervención divina que inspirara a un libertador. Éste fue el caso, especialmente, de un príncipe del Delta, un tal Psamético, que sólo soñaba en expulsar al asirio. Formaba parte de una cofradía de doce reyezuelos que se habían jurado mantener su amistad, sin que ninguno de ellos intentara poseer más que su hermano. Debían, en especial, desconfiar de una predicción que corría por la calle: quien hiciera una libación en el templo de Ptah utilizando una copa de bronce se convertiría en rey de Egipto, posición que ninguno de los doce deseaba ocupar en aquellos turbulentos tiempos.

El destino, cierto día, llevó a los doce amigos hasta el templo de Ptah. Hacen allí libaciones. Al ofrecerles las copas, el sacerdote se equivoca: sólo hay once. Psamético tiene un bondadoso reflejo; se quita el casco de bronce y lo utiliza como recipiente. ¡La predicción se ha cumplido! Sus once amigos se sienten desolados. Le obligan a exiliarse a las marismas del Delta. Allí, perdido y desamparado, no comprende por qué le aflige suerte tan adversa. Pero la voluntad de los dioses va a cumplirse: la predicción precisaba que la hora de Psamético llegaría cuando se le aparecieran hombres de bronce. Se trata de mercenarios jónicos y carios que llevan, efectivamente, una coraza de bronce y se enrolan en el ejército de Psamético para liberar a Egipto. Tras haber unificado el delta, el nuevo faraón consigue reconquistar todo Egipto. Funda la XXVI dinastía.

Psamético I, hábil estratega y soldado valeroso, aprovechó los disturbios internos que sacudieron al ocupante asirio cuando murió Asurbanipal. En plena ebullición, Asia contempla la decadencia del reino de Nínive y la afirmación del poder babilónico. En cincuenta y cuatro años de reinado, el sorprendente Psamético levanta Egipto, lo arranca de las garras del ocupante y le devuelve el gusto por la vida.

Ser saíta es querer recuperar, conscientemente, grandeza y prosperidad, aunque no sean comparables a las del Imperio Nuevo. La población urbana aumenta. La administración de los bienes «funciona» correctamente. El Estado desempeña de nuevo su papel de regulador y distribuidor de riquezas. El nivel de vida es bastante alto. Todos los egipcios pueden saciar su hambre. La agricultura conoce períodos excelentes, pues las crecidas del Nilo permiten abundantes cosechas. En el delta se inician, de nuevo, grandes obras. Se restauran algunos templos. Faraón obliga a ciertos particulares, que se habían enriquecido en exceso a expensas de la comunidad egipcia, a devolver tierras a los templos. Cada cual elegirá el santuario preferido. Al limitar las fortunas individuales, el rey efectúa un claro regreso a la economía tradicional de las Dos Tierras. Se rodea, por lo demás, de un consejo de sabios y una Administración que sigue el modelo de la del Imperio Antiguo. Junto a Faraón se encuentran unos «jefes de los secretos» que forman una jerarquía basada en la competencia y no en la herencia. Existe, en especial, un «jefe de los barcos» especialmente encargado de organizar la navegación por el Nilo y la seguridad fluvial, esenciales para la prosperidad económica. Faraón no vacila en depurar su policía, excluyendo los elementos turbulentos que habían olvidado su papel de servidores del pueblo. Algunos sacerdotes de pocos escrúpulos son detenidos y encarcelados, al igual que los jueces que no respetaban ya la Regla de Maat, la justicia celestial. Para ayudar a campesinos y artistas a mostrarse más activos, Faraón suprime algunas tasas consideradas excesivas.

Ser saíta es intentar vincularse a la más antigua tradición, recuperar el aliento de los orígenes, el sereno poder del Imperio Antiguo. Naturalmente, las raíces de esta dinastía «saíta» son sin duda sudanesas; naturalmente, Faraón debe pactar con el poder religioso de las «divinas adoratrices» tebanas, una de las cuales es hija de rey nubio; naturalmente, hay que tener en cuenta la penetración de los cultos extranjeros en Egipto… Ahora bien, una poderosa emoción impulsa el alma saíta hacia la espiritualidad de la época de las pirámides. Casi dos mil años más tarde, por otra parte, se rinden de nuevo honores a los antiquísimos Textos de las Pirámides grabados en tumbas donde los artesanos recuperan el repertorio de las mastabas del Imperio Antiguo. Las esculturas atestiguan un deseo de arcaísmo que cae, a veces, en la frialdad o en lo convencional. Pero puede percibirse la exigencia de pureza, de desnudez, que impulsa el alma saíta a intentar una formidable purificación, a abolir el tiempo. La elección de la ciudad de Sais, de la que hoy no subsiste nada, es significativa. Esa ciudad santa, que nunca fue una importante aglomeración, es la de Neith, una de las más antiguas divinidades egipcias. Soberana del tejido, creó las telas sagradas destinadas a los templos. Había un colegio iniciático femenino bajo su protección. Neith, madre del faraón, es una divinidad abstracta sumamente característica de la espiritualidad profunda del Imperio Antiguo.

En Sais se celebraba la famosa «fiesta de las lámparas», que conmemoraba la noche en que Osiris fue asesinado por su hermano Seth. En cada morada se encendía una lámpara para ayudar a Isis a encontrar a su esposo Osiris. Se trataba de pequeños recipientes llenos de aceite y sal y provistos de una mecha. El candil ardía toda la noche. Esta afición a las grandes fiestas sagradas iba acompañada, por parte de la élite del clero, del retorno a una tradición iniciática que exigía de los sacerdotes un respeto a las antiguas reglas y la pureza de costumbres. Aquellos hombres llevaban vestiduras de lino y se afeitaban el cuerpo cada tres días. No comen pescado ni habas y se imponen la castidad cuando están al servicio del templo. Reanudando con el rigor científico del Imperio Antiguo, estos sacerdotes no son religiosos en el sentido en que hoy lo entendemos; son más bien investigadores que trabajan tanto el simbolismo de los jeroglíficos como la resistencia de los materiales. Sais albergó una célebre escuela de médicos y los saltas sintieron también una fuerte afición a la astronomía. Los magníficos sarcófagos de granito de la época suelen evocar la inmortalidad estelar de los justos cuya alma vive eternamente en la fraternidad de las estrellas.

Ser saíta es también aceptar cierta presencia extranjera en Egipto, especialmente la de los griegos. Estos ayudaron a los egipcios a liberarse de los asirios, fundaron sus propias ciudades e implantaron sus redes comerciales. Es imposible ahora librarse de ellos. Hay que pactar, con ellos y su cultura, que los egipcios consideran a menudo infantil y excesivamente materialista. Sin duda los saítas más sabios fueron conscientes de que los griegos inoculaban en las venas del pueblo un veneno mortal: la realidad física del dinero. Durante siglos, Egipto había vivido al margen de un sistema que implicara la presencia de un «dinero» tangible, visible, manifiesto. Se hacía «trueque» a gran escala, regulando los intercambios según un valor abstracto e invisible. Los griegos inventaron la «conciencia monetaria», enemiga de la conciencia a secas.

A la población egipcia le cuesta aceptar esta «invasión» griega. Sigue siendo profundamente nacionalista y ve con malos ojos las prácticas comerciales de los helenos. Los griegos fundan, además, una ciudad consagrada por entero al comercio, Naukratis, situada en el Delta. Allí se habla griego y se vive rodeado de griegos. Los reyes saítas se ven obligados a conceder privilegios a los griegos, en la medida en que son mayoritarios en la marina y el ejército de tierra. Es preciso arreglárselas con ellos. Ejercen una molesta influencia sobre el rey Amasis que, siguiendo su ejemplo, parece haber introducido en Egipto el impuesto sobre la renta. Según Herodoto, la ley se formuló de este modo: «Que todo egipcio, cada año, dé a conocer al jefe de provincia sus medios de existencia; quien no lo hiciere y no justificara honestos recursos será castigado con la muerte». Amasis (570-526), antiguo mercenario y progriego, tenía fama de ser un gran bebedor y un mujeriego. Considerado primero como sumamente desdeñable dados sus oscuros orígenes, obtuvo los favores del pueblo humilde para llegar hasta el trono. Astuto, fino político, sólo trabajaba por la mañana, pues, según decía, el exceso de trabajo no produce nada bueno.

Los reyes saítas son muy distintos de los antiguos faraones. Quieren ser humanos, administradores, más diplomáticos que guerreros. Son hombres mortales con rasgos de carácter bien definidos. El faraón rey-dios parece muy lejano, aunque los soberanos saítas sean entronizados aún con los antiguos rituales que se remontan a los orígenes de la civilización egipcia. Ésa es, por otra parte, la gran contradicción de su época, el desear remontarse intelectualmente a las fuentes, manifestar el poderío del Imperio Antiguo, pero no disponer de recursos materiales y sociales para lograrlo.

El Egipto saíta, no obstante, es feliz. La guerra y la ocupación extranjera parecen haberse alejado. Se ha alcanzado un relativo equilibrio económico. Las Dos Tierras están unidas. Pero oscuras nubes se acumulan en el horizonte. Los persas amenazan con extender su supremacía por todo el Próximo Oriente.

El Egipto saíta sueña. Con el faraón Ñeco II (610-595) construye un gran canal entre el Nilo y el golfo de Suez, para que circulen embarcaciones civiles y militares. Audaces exploradores embarcan para llevar a cabo un vasto periplo alrededor de África. Sólo regresarán a Egipto al cabo de tres años de viaje. Entretanto, Faraón hace la guerra a Josias, rey de Judá, que muere en combate. El rey de Egipto pone en el trono de Jerusalén a uno de sus hombres. Vuelve a ser dueño de Palestina y de Siria, como en los tiempos gloriosos. Si la historia pudiera comenzar de nuevo, si el vigor del Imperio Antiguo pudiera aparecer de nuevo en un mundo lleno de conmociones…

Compartamos este último momento de gloria. Olvidemos que el persa Cambises conquistará en el año 525 todo Egipto. Sepamos ser saítas con esa sonrisa, algo triste, de un universo que muere de excesiva belleza, de excesiva genialidad, de excesivo poder inscritos en una edad de oro terminada para siempre.