A mediados del siglo VIII a. J. C., Piankhy es un apacible reyezuelo sudanés que acaba de subir al trono de Napata, junto a la cuarta catarata del Nilo, lejos, muy lejos de Egipto. Es lo que los antiguos llaman un «etíope», es decir un hombre de rostro curtido por el sol, perteneciente a una raza de proverbial longevidad, que se debe a una fuente milagrosa, y de grandes virtudes morales y religiosas. Cierto es que el pequeño reino de Piankhy tiene como centro sagrado un templo del dios Amón, construido al pie de la montaña santa, el Gebel Barkal. El etíope venera, por lo demás, con gran fervor a las divinidades egipcias. Entre los antepasados del soberano sudanés hay ilustres egipcios; ¿no es su hermana una de las «divinas adoratrices» de Amón, que ocupan un rango elevado en la jerarquía religiosa de Tebas?
Piankhy no es un hombre feliz. Ciertamente ama su reino y a su pueblo. Le produce un auténtico placer vivir en esta tierra inundada de sol, lejos de los trastornos y agitaciones del mundo. Pero la situación de Egipto le desespera. ¿Qué se ha hecho de ese inmenso imperio? La gloria del Imperio Nuevo parece desaparecida para siempre. Ya no hay autoridad suprema. En el Delta, el poder está fragmentado en pequeños principados que no superan los límites de su egoísmo local. Las ciudades están en manos de religiosos descarriados o de militares que se limitan a asegurar un orden relativo. Cada provincia tiende a convertirse en un pequeño Estado. Ya no hay faraón. Egipto carece de gobierno.
¿Y qué es él, Piankhy, salvo un rey-sacerdote a imagen de Faraón? Su reino es pequeño, pero coherente, su economía saneada, su ejército está entrenado y es eficaz. Allí se respeta la antigua religión. Además, los sacerdotes tebanos, cansados de las maniobras de sus colegas, fundaron el reino para regresar a la pureza de los orígenes. El templo de Amón fue construido en el estilo más clásico y las inscripciones jeroglíficas y las escenas que se ven en los muros están inspiradas en los rituales más tradicionales. En pleno Sudán ha nacido un Egipto más ortodoxo que el dividido Egipto de la XXIV dinastía.
En 730, tras unos veinte años de reinado, Piankhy el etíope considera que esa intolerable situación ya ha durado bastante. Es más de lo que su corazón de ferviente «egipcio» puede soportar. El rey reúne a sus grandes dignatarios y les dirige un discurso: él es un faraón, un símbolo de lo divino, una imagen viva del Creador, Atum, provisto de poder desde su nacimiento. La declaración es clara: Piankhy ha decidido restablecer el orden en Egipto. Pero su servicio de información le comunica que un príncipe del delta, un tal Tefnajt, acaba de tener la misma idea, con un importante matiz: mientras Piankhy desea actuar por el bien de Egipto, Tefnajt sólo busca su beneficio personal. ¿Qué ha hecho Tefnajt? Ha impresionado, con su vigor, a los débiles jefes de las provincias del delta y les ha federado bajo su estandarte. Ha conseguido levantar un ejército lo bastante impresionante para poder aventurarse por el Medio Egipto y hacer que le reconozcan como soberano varias ciudades importantes. Para gran sorpresa de sus consejeros, Piankhy permanece perfectamente sereno. Sonríe. Está incluso alegre. Y sin embargo, las noticias no son buenas. La ciudad de Herakleóplis está sitiada por las tropas de Tefnajt. Es evidente que el ambicioso príncipe intentará conquistar todo Egipto. Nadie se atreve a resistirse.
Piankhy tiene el ánimo tan tranquilo porque ha decidido su estrategia hace mucho tiempo. Sus tropas han penetrado ya en el Alto Egipto, al mando de sus más fieles lugartenientes. Hasta ahora se limitaban a desempeñar un papel de observador. La situación exige una intervención más directa. De Napata salen mensajeros llevando las órdenes de Piankhy: combatir a los hombres de Tefnajt, hacerlos prisioneros, capturar sus rebaños, tomar sus armas y embarcaciones, poner a cubierto a los campesinos durante la batalla. Los puestos avanzados de los etíopes reciben la ayuda de un ejército de apoyo cuya estrategia variará con las circunstancias: unas veces cuerpo a cuerpo, otras combate a distancia. Sobre todo, evaluar bien las fuerzas del adversario, el número de sus infantes y sus carros y no lanzarse a ciegas.
El conflicto que se inicia no es sólo militar. Es de orden sagrado y teológico. Tefnajt sólo es un político, un arribista, Piankhy es el faraón designado por Amón. Sólo él ha sido investido por Dios para reinar sobre Egipto. ¿Acaso los aliados favoritos de Tefnajt no son los libios, enemigos tradicionales de los egipcios, aunque muchos de ellos se hayan integrado en la sociedad egipcia? Piankhy se siente muy descontento con los altos dignatarios, los gobernadores de las provincias y los militares que se han unido a la causa del usurpador, olvidando que Egipto no era un país como los demás y que era preciso acatar la voluntad divina en vez de conspirar.
Es Piankhy, el rey-sacerdote, quien da instrucciones a su ejército y no un jefe de guerra. Cuando los soldados lleguen a Tebas, ante el templo de Karnak, deben pensar primero en cumplir sus deberes rituales, más importantes que todo lo demás: purificarse lavándose en el Nilo e imitando, así, el gesto de los sacerdotes en el lago sagrado, vestirse de lino, deponer las armas y orar a Dios. Sólo él concede la victoria y la fuerza. Quien se considerara un combatiente excepcional, que puede prescindir de la ayuda de Dios, pronto vería derribada su soberbia y perecería en el primer combate. Sólo Amón transforma en guerrero valeroso al hombre débil. Recuérdese a Ramsés II, quien, habitado por Amón, puso en fuga a miles de adversarios.
Será necesaria otra purificación. Los jefes del ejército tendrán que verter sobre su cuerpo el agua sagrada procedente del interior del templo. «Ábrenos la ruta —le pedirán a Amón— para que combatamos a la sombra de tu brazo». El brazo vencedor no es el del hombre sino el de Dios.
El ejército de Piankhy llega a Tebas sin tener el menor problema, asciende luego hacia el norte. Naturalmente, toma la «autopista» egipcia, es decir el Nilo. Las tropas de Tefnajt, por su parte, descienden hacia el sur. El choque se hace inevitable. El resultado de la batalla, rápido. La victoria del ejército de Piankhy es abrumadora.
Eso le permite recuperar cierto número de embarcaciones tomadas al enemigo y proseguir la cruzada hacia el norte, hasta Herakleóplis. Se libra allí un importante combate en el que Tefnajt parece haber comprometido la mayor parte de sus tropas. Se combate al mismo tiempo en tierra y por el río. El ejército nubio obtiene una nueva y amplia victoria. Un príncipe, aliado de Tefnajt, se refugia en la ciudad santa del dios Thot, Hermópolis, donde espera poder resistir a las tropas de Piankhy. Estas ponen inmediatamente sitio a la ciudad, rodeándola por los cuatro lados.
Se envía un informe a Piankhy, el amado por Amón que, lejos de mostrarse satisfecho con los resultados obtenidos, estalla en una violenta cólera: ¿por qué no ha seguido avanzando su ejército? ¿Por qué se detiene así, por el camino, dejando que los enemigos huyan y reconstruyan sus fuerzas? ¿Por qué no ha comprendido que Tefnajt ha llevado a cabo una retirada estratégica, con el fin de prepararse para nuevos combates?
Puesto que sus generales se muestran incapaces de terminar esta guerra, Piankhy se encarga personalmente de ella. Abandona la buena ciudad de Napata, sube por el río con el fin de aniquilar el peligro que Tefnajt representa. Pero, cuando llega a Tebas, se produce un acontecimiento mucho más importante que cualquier acción guerrera: la fiesta de Opet, en la que aparece Amón.[55] Piankhy sabe que su victoria depende de Dios y sólo de Dios. Si dejara de cumplir sus deberes sagrados se traicionaría a sí mismo y se condenaría a la derrota.
Piankhy era un hombre impresionante, de autoridad natural. Sus soldados le temían tanto como le amaban. Los generales toman conciencia de la falta estratégica que han cometido. Al saber que el propio rey se pondrá a la cabeza de sus tropas se sienten avergonzados y temen las medidas que podría tomar contra ellos. Para apaciguar su legítima irritación rebosan ardor y se apoderan, una tras otra, de varias plazas fuertes fieles a Tefnajt. Esas hazañas no bastan para apagar la cólera de Piankhy. Queda el «plato fuerte»: la propia Hermópolis, cuyo asedio sigue revelándose ineficaz.
Cuando Piankhy apostrofa a sus generales se muestra furioso como una pantera. ¿Por qué dura tanto esta guerra? ¿Por qué esperar? Ahora es preciso golpear, rápido y fuerte. El etíope establece su campamento al oeste de Hermópolis e intensifica el asedio. Se construyen terraplenes. Se levantan torres de madera desde donde los arqueros pueden disparar contra los soldados que custodian las almenas.
Hermópolis cede. Salen de la ciudad unos emisarios que ofrecen a Piankhy oro, piedras preciosas, magníficas vestiduras y la corona del príncipe rebelde. Su esposa y su hija se prosternan ante la esposa y las hijas de Piankhy para implorar su perdón. Finalmente, el propio príncipe se inclina ante Faraón, reconoce sus errores, ofrece nuevos regalos, promete que pagará regularmente tributo a su nuevo dueño.
Piankhy se muestra magnánimo. Tiene prisa por entrar en la ciudad santa del dios Thot. Mientras se dirige hacia el templo, soldados y población le aclaman, a él, el Horus, el hijo de Ra, que ha ordenado preparar una fiesta y un gran banquete en honor de Thot. Tras haberse entrevistado en secreto con el dios, Piankhy visita el palacio del príncipe vencido, donde sus mujeres y sus hijas rivalizan para ganarse su gracia. Pero Faraón las desdeña, considerando despreciable su actitud. Prefiere dirigirse a los establos donde descubre un espectáculo indignante: ¡jóvenes potros que mueren de hambre! El corazón de Su Majestad se llena de indignación. Convoca al príncipe. Ver a esos animales hambrientos, le dice, es la más evidente prueba de su crueldad. Quien no respeta a los animales, tampoco respeta a los hombres.
«Los tuyos tienen razón al temerte», le dice Piankhy a ese príncipe, al que considera demasiado cruel. Cruel e inconsciente, puesto que no ha comprendido que su vencedor era protegido por Dios y que resultaba estúpido intentar resistir. Por un instante, Piankhy se pregunta si debe condenar a muerte al hombre sin corazón que está ante él. Pero prefiere mostrarse magnánimo y se limita a repartir sus bienes entre el templo de Karnak y las arcas reales.
La brillante victoria de Piankhy hace reflexionar a los aliados de su adversario, Tefnajt. Algunos comprenden que más vale someterse antes de atraer el rayo del etíope. El príncipe de Herakleóplis se dirige pues a él, sumiso, llevando numerosos regalos de oro, plata y piedras preciosas. En la persona de Piankhy venera a un auténtico faraón; cuando estaba sumido en las tinieblas, el nuevo dueño de Egipto le ha devuelto su luz. Sin duda alguna, Piankhy es el Horus de la región de luz que domina las estrellas.
No todos los pequeños potentados locales son tan prudentes. Al proseguir su camino hacia el norte, Piankhy encuentra fortalezas llenas de hombres armados y decididos a no ceder. Antes de organizar el asalto, les avisa; son sólo muertos-vivientes. No aguantarán por mucho tiempo el asedio y lamentarán haber adoptado tan insensata actitud. A menudo, estas fuertes palabras surten efecto. Las puertas de las fortalezas se abren. Se reconoce la soberanía de Piankhy, pues le cubre la sombra de Dios. Se le someten ciudades enteras, y eso permite al etíope entrar en ellas sin haber derramado una sola gota de sangre.
Pero Piankhy, como buen estratega y perfecto conocedor de la realidad egipcia, sabe que su éxito será sólo muy parcial mientras no reine sobre la más importante ciudad de Egipto: Menfis.
Llegado al pie de sus impresionantes murallas, el conquistador dirige a los menfitas su habitual discurso: que se rindan y salvarán la vida. Que no corran el riesgo de combatir y morir por una causa injusta. Si Menfis se somete, ni uno solo de sus hijos morirá. Piankhy promete ofrecer presentes a los dioses más importantes de la ciudad, Ptah y Sokaris.
Esta vez, las palabras del faraón no bastan para convencer a los sediciosos. Los menfitas se sienten invulnerables, refugiados tras sus poderosas fortificaciones. En vez de rendirse, intentan incluso una salida con un improvisado ejército, compuesto de artesanos y marineros. Durante la noche reciben un excepcional refuerzo: Tefnajt en persona entra con sus fieles en Menfis. Está ahora a la cabeza de un ejército de ocho mil hombres, entre los cuales están los mejores soldados del Bajo Egipto. Sabrán rechazar a cualquier asaltante. ¿Los víveres? No hay problema. Los almacenes están atestados de alimentos. ¿Las armas? Menfis alberga el mayor arsenal del país. Después de haber organizado la resistencia, Tefnajt anuncia que abandona la ciudad para reunir bajo su autoridad todos los príncipes del delta. Dentro de unos días regresará con un ejército de liberación.
Piankhy reflexiona. Sabe que el sitio de Menfis será largo y difícil, tan penoso para sus tropas como para los menfitas. Busca una solución que le permita conquistar la gran ciudad perdiendo el mínimo de vidas humanas. La encuentra observando la naturaleza. El Nilo está en período de aguas altas. Por el lado norte, su nivel se ha elevado hasta las murallas. Piankhy tiene una idea genial. Ordena a sus soldados que se apoderen del puerto de Menfis y de los numerosos bajeles amarrados con cabos fijos a los muros de las casas. Hace que se amontonen todas las embarcaciones contra las murallas, construyendo así una especie de gigantesca escalera que permite atacar directamente al adversario y penetrar en el interior de la ciudad. Subyugados por su astucia, los menfitas no ofrecen demasiada resistencia.
Allí, como en todas partes, Piankhy piensa primero en el templo. El de Ptah es uno de los mayores de Egipto. Faraón rinde solemne homenaje al dios de los maestros de obras, haciéndole suntuosas ofrendas de alimentos. Se dirige luego al palacio real desde donde, antes que él, tantos faraones han gobernado Egipto.
A la mañana siguiente, al amanecer, Piankhy sale de Menfis. No para lanzarse en persecución de Tefnajt sino para dirigirse a una pequeña localidad donde se venera a Atum, el Creador, y a la Enéada, la cofradía de nueve dioses que organizan el universo. Desde allí llega a la más famosa de las ciudades santas, la antigua Heliópolis donde tomó cuerpo la aventura espiritual del antiguo Egipto.
Para el etíope, esa peregrinación reviste una excepcional importancia. Le permite llegar a las fuentes de la tradición que venera. Se somete por ello a los ritos inmemoriales: purificación en el lago sagrado, rejuvenecimiento del rostro por la energía del Nun, marcha ritual hacia el cerro primordial donde apareció por primera vez la luz, banquete en el que se sirven alimentos que mezclan las más sutiles esencias. El faraón es recibido con aclamaciones en el templo de Ra, siendo éstas la expresión del «voto» de los sacerdotes que reconocen como tal a su soberano. Faraón penetra solo en el naos donde se encuentra cara a cara con Ra, la luz divina que abrasa los ojos profanos y regenera el verdadero ser del faraón. Es el punto culminante del viaje sagrado del conquistador etíope que contempla los más profundos misterios de la religión faraónica.
Piankhy instala su campamento principal al oeste de la ciudad de Athribis. Allí acuden los príncipes del Bajo Egipto para prosternarse ante él y proclamarse sus vasallos. Le abren sus tesoros, pagarán tributo y, sobre todo, le ofrecerán los más hermosos de sus caballos de raza, puesto que conocen el especial afecto que Faraón siente por esos animales.
Ya sólo queda un enemigo: Tefnajt.
Tras la caída de Menfis, éste ha intentado en vano organizar una última coalición contra Piankhy. Ahora está solo. Todos sus aliados de un día le han abandonado. Ya sólo le queda enviar un mensaje a Piankhy. Reconoce que le teme y que debe inclinarse ante él. Innegablemente, el etíope se ha convertido en el verdadero faraón, un «toro de valeroso brazo» al que nadie puede resistirse. Tefnajt confiesa que ha huido, temiendo un castigo proporcional a su falta. Sí, es un miserable, un sedicioso, un criminal. ¿Pero no debe Piankhy mostrarse generoso? ¿No es él, un gran rey, capaz de perdonar? ¡Qué se digne no arrancar el árbol hasta la raíz! Que sepa que Tefnajt no tiene ya dónde refugiarse, que conoce el hambre y la sed, que sufre la soledad, que su ropa está hecha jirones. Hoy es sólo un pobre diablo, incapaz de hacer nada contra su vencedor. Ya sólo aspira a la serenidad tras haber expiado sus faltas.
Tefnajt ofrece a Piankhy lo que le queda: su oro, sus piedras preciosas e, incluso, el más hermoso de sus caballos. Prudente, no quiere comparecer sin haber recibido antes un mensaje de Faraón. En cuanto reciba buenas noticias, acudirá al templo para prestar juramento de vasallaje.
Piankhy acepta las condiciones del vencido. Tefnajt cumple al pie de la letra su palabra. Jura ante los dioses que no transgredirá las órdenes del dueño de Egipto, que no volverá a cometer acciones condenables. El gran corazón de Piankhy se alegra ante tan buenas disposiciones. Sin embargo, la alegría del faraón está a punto de verse alterada por un incidente que se produce en una de las audiencias que concede a altos dignatarios. Dos de ellos, violando las prescripciones sagradas, no están circuncidados y comen pescado. Piankhy, muy puntilloso en cuestiones de orden ritual, se niega a recibirles. Es necesario que todos los egipcios acepten las exigencias reveladas por los dioses.
El salvador llegado de Nubia es dueño de todo Egipto. Las Dos Tierras están de nuevo reunidas bajo una sola y misma autoridad. Todos piensan que el nuevo faraón, tras vivir tan gloriosas horas, va a instalarse en Menfis y Tebas y gobernar con la sabiduría de la que ha dado pruebas.
Pero no es ésta la intención de Piankhy. Cumplida su misión, sólo piensa en regresar a su país, a su lejano Sudán, para reinar sobre el pequeño territorio donde es feliz en compañía de sus íntimos. A lo largo del viaje de regreso es aclamado por las poblaciones reunidas en las riberas. Pero el hombre de rostro de ébano no oye los gritos de alegría. Su espíritu ha regresado ya al paraíso del sur donde podrá seguir sirviendo y honrando a los dioses que han dirigido sus pasos.