Extraño paraje, en verdad, la inmensa Tanis del Delta. Tanis-las-piedras, Tanis-el-viento, Tanis-la-salvaje… los calificativos nada tienen de alegre. Para quien está acostumbrado al encanto de Asuán, al esplendor luminoso de Luxor o a la majestad de Saqqarah, ver Tanis se parece mucho a una decepción. El cercano pueblo de San el-Hagar no tiene atractivo particular alguno. Junto a él se encuentra el «tell» de Tanis, una vasta extensión de 3,5 km por 1,5 km, a 35 m aproximadamente sobre el nivel del mar. A primera vista, allí sólo hay una llanura barrida por el viento, donde los inviernos son duros, fríos y húmedos a la vez.
Una sobrecogedora magia emana, sin embargo, de esa estepa árida plantada en el corazón del verdeante Delta. Caminando por el paraje se advierte, progresivamente, que se ha entrado en un área sagrada. Poco a poco, la memoria recupera sus derechos y se remonta en el tiempo. Aquí se edificó una de las más suntuosas ciudades de Egipto, elevada al rango de capital por las XXI y XXII dinastías (1070 a 722 a. J. C.). Ciertamente, se trata ya del Egipto crepuscular. Se ha entrado en lo que se ha dado en llamar la Baja época, tras el oscuro fin del largo linaje de los ramésidas. Los nombres de los faraones son poco conocidos. Los Smendes, Psusennes, Sheshonk, Osorkon carecen de la gloria de sus antecesores del Imperio Nuevo. Sin embargo, Egipto vive todavía grandes horas, magnificadas por la verdeante Tanis.
El paraje es antiguo. Allí existía ya una ciudad de cierta importancia en el Imperio Antiguo. Las construcciones de la Baja época reutilizaron, por otra parte, bloques de este período procedentes de Guiza, Abusir, Gurob o Hawara. Pero el misterio permanece. ¿Es Tanis una «invención» arquitectónica de los faraones de la Baja época o fue elevada al rango de gran ciudad por los arquitectos de Ramsés II? Los primeros excavadores quedaron atónitos ante la abundancia de edificios ramésidas en Tanis. Columnatas, templos, obeliscos, esfinges, estatuas… El paraje parecía una reserva, casi inagotable, de obras de arte de la época. Se sabía que a Ramsés II le gustaba tanto el delta como Nubia, y se creyó encontrar ahí una de las numerosas pruebas de su intensa actividad como maestro de obras.
Lugar de residencia real, provisto de un gran templo, Tanis ocupaba también una posición estratégica especialmente interesante. Era, a la vez, un puesto de observación de la cercana Asia y una base de partida ideal para los ejércitos de Faraón. Se comprendía a las mil maravillas por qué Ramsés II lo convirtió en uno de sus lugares de descanso preferidos.
Lamentablemente, arqueólogos puntillosos y escépticos pusieron en cuestión esa reconstrucción histórica, aparentemente tan satisfactoria. Los verdaderos creadores de Tanis, dijeron, fueron los faraones de las dinastías XXI y XXII, llamados con razón «tanitas». Aquellos reyes fueron hábiles recuperadores que elegían, aquí y allá, materiales ramésidas para volver a emplearlos en su nueva capital. Las piedras datan de Ramsés II, es verdad, pero proceden de parajes distintos, especialmente de la célebre Pi-Ramsés, «la ciudad de Ramsés», y conocieron en Tanis una nueva juventud. Ésta se convirtió entonces en un verdadero receptáculo hacia el que convergían las potencias divinas. La política de los reyes «tanitas» fue realmente ambiciosa: convertir Tanis en un nuevo Karnak mediante la construcción, sobre todo, de un inmenso templo a la gloria de Amón.
Ramsés II, sin embargo, sigue estando muy presente en Tanis. Se muestra, incluso, invasor, no dejando lugar a los demás, pues sus monumentos son numerosos y espectaculares. Aunque fuera introducido en el «nuevo Karnak» en la Baja época, el gran monarca seguía desempeñando un papel mágico tan importante que le cedieron el primer lugar.
Los reyes «tanitas» no tuvieron una vida fácil. Mientras que su dinastía reinaba en el norte de Egipto, una dinastía competidora, llamada «tebana», ejercía su soberanía en el sur. Las Dos Tierras estaban separadas de nuevo, y eso debilitaba peligrosamente a Egipto. Esta dislocación del poder no impidió a Tanis convertirse en una ciudad magnífica, que el egiptólogo alemán Kees califica de «Venecia egipcia». Esa ciudad estratégica, en efecto, fue construida con mucho arte. Se alababan sus canales, sus lagos de recreo, sus sombreados jardines. Gozando de un puerto fluvial que aseguraba los intercambios comerciales, la ciudad poseía grandes mansiones pertenecientes a una rica aristocracia. En pleno nudo de comunicaciones, Tanis estaba abierta al Mediterráneo, al mar Rojo, a las pistas y a las rutas procedentes de Siria. Los numerosos estanques creaban un microclima muy agradable. La ciudad estaba rodeada de praderas cultivadas y viñas que producían un vino de gran calidad.
El todo-Tanis acudía a las vastas mansiones adornadas con flores donde se celebraban banquetes hasta muy avanzada la noche, escuchando las orquestas formadas por tres mujeres muy ligeras de ropa, desnudas incluso, mientras los artistas, con severo canto, recordaban la omnipresencia de los dioses que podían, en cualquier momento, llamar al más allá las almas de los seres. Por las calles se veía una abigarrada muchedumbre: egipcios, asiáticos, libios, negros y, sobre todo, muchos soldados. Los desfiles de arqueros eran frecuentes, los aurigas se entrenaban en terrenos apropiados. Tanis era protegida por una muralla fortificada. Los ataques de los pueblos del mar no habían desaparecido de las memorias. Los riesgos de invasión seguían siendo muy reales. Por eso se había edificado un gran recinto de ladrillos (430 m x 370 m), los muros tenían unos diez metros de altura y quince metros de grosor. Entre los lugares principales de la ciudad, era especialmente famosa la plaza de armas. La población asistía allí a exhibiciones del ejército que, de ese modo, demostraban su capacidad para defender al país y tranquilizaba a los ciudadanos. Los reyes de Tanis, que se benefician de los recursos económicos del Bajo y del Medio Egipto, son ricos. Aunque utilizan muy ampliamente el procedimiento consistente en emplear de nuevo piedras pertenecientes a edificios anteriores, consiguieron sin embargo llevar a cabo un impresionante programa de construcción. Sin duda hay que citar en primer lugar, sus propias rumbas, que fueron descubiertas por el egiptólogo francés Pierre Montet. Y esas tumbas, hay que subrayarlo, estaban intactas. Se penetró en ellas por primera vez, desde el sepultamiento de los reyes tanitas. El acontecimiento era tan «sensacional» como la apertura de la tumba de Tutankamón y debería haber proporcionado a Tanis una celebridad tan grande como la de la minúscula sepultura del Valle de los Reyes. Pero los dioses no lo decidieron así. Tutankamón estaba destinado a la más inmensa gloria póstuma, mientras que Tanis la salvaje permanecía replegada sobre sí misma, lejos de los ruidos del mundo exterior. Sin embargo, había allí un mobiliario fúnebre de extraordinaria riqueza, ataúdes de plata, máscaras de oro, joyas… que sólo los especialistas apreciaron en su justo valor.
Extraña ciudad, en verdad, esa Tanis que no fue construida por Ramsés II y que canta su gloria, esa capital en la que se encuentran tumbas reales y no tumbas de «particulares». ¿Fue una ciudad-laboratorio donde sólo debía ser magnificada la función faraónica? ¿O una ciudad-frontera que no se parecía a ninguna otra? ¿O una ciudad del poderío de Seth, dios de la tempestad, señor del cielo, gran garante de la fuerza de los ejércitos egipcios?
Tanis fue una ciudad de templos. Al oeste, el de Amón. Al sur, el de Seth. Al este, el de la asiática Astarté. En el centro, una fortaleza sagrada que alcanzaba el horizonte del cielo. El templo de Amón-Ra, provisto de una decena de obeliscos, era el más vasto. En sus grandes patios se había instalado un impresionante número de estatuas antiguas, como si las obras maestras de un pasado glorioso encontraran allí un refugio privilegiado. Dioses egipcios y dioses asiáticos se encontraban en Tanis sin confundirse; a cada cual su campo, su esfera de acción, sus ritos. Tanis quería ser también una prefiguración del porvenir, profetizando un Próximo Oriente cuyas formas religiosas iban, inevitablemente, a transformarse. Más valía proponer una fórmula para vivir en buena armonía, complementándose en vez de enfrentarse.
Tanis la salvaje no oculta su atracción por la magia de Estado, como demuestra el descubrimiento de un extraño horno en el que se quemaban figuras de cera que representaban los enemigos de Egipto. Este ritual, llevado a cabo por Faraón o por sus representantes, se remonta a las más altas épocas. Evita derramar sangre y perderse en guerras, paralizando de antemano el espíritu de los adversarios. Destruida su eficacia mágica y purificada por el fuego, ya no podían perjudicar.
Sería agradable hablar largo y tendido de los mil y un hallazgos arqueológicos que Tanis ha ofrecido. Pero también en ese campo la ciudad resulta de muy difícil acceso.
Pocas veces unas excavaciones fueron dirigidas de modo tan extraño. Al desenterrar el gran eje del templo de Amón, por ejemplo, se acumularon montones de cascotes que cubrieron partes… ¡todavía por excavar! ¿No se habla, acaso, de estatuas salidas de la tierra y perdidas de nuevo? ¿Serán los vientos que soplan sobre la ciudad portadores de espíritus burlones que perturban la explotación de los descubrimientos?
Un modesto objeto merece una atención particular. Se trata de un aguamanil de oro con el nombre del faraón Ahmosis, procedente de la tumba de Psusennes y que se conserva en el Museo de El Cairo. Este faraón, que reinó de 1552 a 1527, fue el fundador de la XVIII dinastía y del Imperio Nuevo. Los testimonios materiales que datan de su época son escasos. El texto del hermoso recipiente de oro califica a Ahmosis, vencedor de los hicsos y liberador de Egipto, de «amado por Osiris, señor de Abydos». Al consagrar el objeto ritual se concedía al hijo de la luz, el faraón, una vida en la eternidad. Según una inscripción del templo de Karnak, estos recipientes eran parecidos «a las estrellas bajo el vientre de la diosa Nut». Contenían una energía celestial, renovada sin cesar, que permitía al espíritu del rey resucitado beber de la fuente cósmica de la vida. Con esa presencia discreta pero simbólicamente esencial, el fundador del Imperio Nuevo confería a Tanis sus cartas de nobleza. Presente junto a sus lejanos sucesores, les hacía compartir su eternidad y su gloria.
¿Por qué sólo queda, de esa vasta y brillante ciudad, un paraje devastado, poco acogedor, azotado por los vientos? ¿Cuándo y por qué fue abandonada? Se evoca la decadencia de Egipto, el abandono de una política asiática que produjo la inutilidad de semejante posición estratégica. Se habla también de terremotos, inundaciones, pillajes, robos. Todo parece perderse y esfumarse, en Tanis. Sabemos, por ejemplo, que un célebre documento histórico, conocido con el nombre de Estela del año 400, fue descubierto por Mariette en 1863, vuelto a enterrar luego, perdido y buscado otra vez, sin éxito, hasta el nuevo «descubrimiento» en… ¡1933!
Tanis la salvaje sigue perdida en las brumas de la historia. Su aventura está por escribir, sus misterios no se han aclarado todavía. El velo de incertidumbre que la cubre no ha sido levantado. Paisaje devastado, paraíso oculto, Tanis sigue siendo, sin embargo, testigo de horas de luz y de poderío en las que Egipto era todavía el elegido de los dioses.