El día de su coronación, Ramsés III (1184-1153) tuvo la sensación de estar viviendo una época bisagra de una civilización en profunda mutación. Puesto que lleva uno de los nombres de Ramsés II tiene como modelo a su glorioso antepasado. Se considera capaz de construir un Egipto igualmente poderoso, igualmente brillante. Pero los tiempos han cambiado mucho desde la desaparición del gran Ramsés. La situación interior se ha degradado claramente. Nadie fue capaz de asumir la difícil sucesión, aunque Menefta, uno de los hijos de Ramsés II, salvó lo esencial. Tras su reinado, Egipto vivió un cuarto de siglo muy turbulento, durante el cual incluso subió al trono un sirio, como consecuencia de maquinaciones palaciegas.
En 1186, Setnajt funda la XX dinastía. El nombre de este faraón, «Seth es poderoso», expresa el mayor vigor. Los hechos concretaron este programa simbólico, puesto que Setnajt consagró su corto reinado a restablecer el orden, expulsar de la corte a los agitadores y a castigar a los culpables. De acuerdo con la Regla, asoció al trono su sucesor para enseñarle el oficio de rey. De este modo, el hijo de Setnajt, el futuro Ramsés III, pudo tomar a solas el poder en un Egipto unificado y estable de nuevo.
El monarca se considera el verdadero sucesor de Ramsés II. La historia le dará la razón. Ramsés III reorganiza la Administración y relanza la economía. Las canteras son explotadas con mucha intensidad. Los templos, cuya administración es clave para la prosperidad egipcia, recuperan el nivel de riqueza que habían perdido en años precedentes.
Pero Ramsés III no puede dormirse en los laureles de la recuperada prosperidad. Un peligro amenaza a Egipto: la invasión. Faraón debe hacerse cargo, especialmente, de poner en pie de guerra un ejército eficaz, capaz de encajar los grandes choques que se preparan. La casta militar se ha acostumbrado al lujo. Ramsés II se había mostrado generoso con sus soldados. Muchos disfrutaban ya de una existencia apacible en las propiedades que les había concedido el Estado como premio por sus buenos y leales servicios. Recibían regularmente raciones de carne y cereales. Hacía ya varios años que las armas permanecían enfundadas mientras sus propietarios tomaban el fresco bajo los árboles de sus jardines, en compañía de mujeres y niños. Los primeros que quiebran tan dulce tranquilidad son los libios, los enemigos hereditarios de Egipto. Empujados por jefes inconscientes, intentan invadir por las buenas Egipto y se aventuran hasta los arrabales de Menfis. Esa gran expedición, que es una pura locura, se repetirá por segunda vez durante el reinado de Ramsés III. Las tropas libias son aplastadas, sus jefes mueren o son hechos prisioneros. Será, además, el último conflicto egipcio-libio.
Empleados en las propiedades de los templos, los libios supervivientes se integraron rápidamente en la sociedad egipcia, perdiendo sus costumbres y su propia mentalidad. En la Época Baja habrá incluso faraones libios.
Para los ejércitos de Faraón, eran sólo escaramuzas comparadas con el gigantesco conflicto que se prepara. Ramsés III vuelve los ojos hacia el norte, de donde procede la alerta. Su servicio secreto le anuncia preparativos de invasión que harían temblar al más valeroso de los jefes guerreros. Nunca Egipto ha corrido tal riesgo de desaparecer. Esta vez, Ramsés III podrá comprobar sobre el terreno si es realmente hijo espiritual de Ramsés II.
Los invasores se llaman «los pueblos del mar». Habían intentado ya atacar el delta durante el reinado de Menefta, que consiguió rechazar una primera oleada. Pero el peligro no ha desaparecido. Estos pueblos forman una formidable coalición. Son indoeuropeos (filisteos, anatolios, lidios, bereberes, griegos, shardanes, etc.) que han iniciado una gigantesca migración, devastándolo todo a su paso y trastornando de punta a cabo el Próximo Oriente antiguo.
Es una increíble oleada de población la que avanza, con los guerreros a la cabeza, seguidos por las mujeres, los niños y los carros con la impedimenta. Buscan países ricos y prósperos para instalarse y vivir mejor que en las regiones que han abandonado. Incapaz de resistir la invasión, el imperio hitita es destruido. La Siria central queda devastada. El último cerrojo antes de llegar a Egipto, Palestina, salta a su vez. Ahora ya es inevitable el enfrentamiento con los ejércitos de Faraón.
Ramsés III ha seguido día a día la invasión. Está perfectamente informado y ha podido organizar su estrategia con mucho cuidado. Sabe que sus enemigos atacarán a la vez por tierra y por mar. Conoce su armamento, que no es superior al de los egipcios. El mayor problema es su número. Tendrán que combatir uno contra cuatro o contra cinco. Conjurado el peligro libio, Ramsés III procura también no ser traicionado en el interior. Hay en el delta cierto número de extranjeros. Podrían ponerse de parte del enemigo. La policía se encarga de vigilarles.
El momento del enfrentamiento decisivo se acerca. Faraón reúne a sus oficiales. Viste su traje de guerra, comprueba personalmente el buen estado de sus caballos. Ante Ramsés se efectúa la distribución de las armas. Es un momento solemne. Todos sienten su gravedad. No se trata de una trivial campaña para mantener el orden, sino de la propia salvaguarda de Egipto. Mostrar las armas es realizar un acto mágico. El brillo del metal bajo el sol hará correr el espanto entre las filas enemigas. Se reparten cascos, arcos, cotas de malla, espadas y escudos. Unos escribas anotan, como es debido, el nombre de los soldados que los reciben y establecen los bonos de salida de los arsenales.
No se pierde un instante. Ramsés III dispone sus tropas en dos lugares: en la frontera palestina donde se acumulan carros e infantería y en las bocas del Nilo, en el Delta oriental, donde se levanta una verdadera muralla de pesados bajeles de guerra. Numerosos navíos mercantes han sido requisados para reforzar este sistema defensivo que los pueblos del mar nunca han encontrado aún a su paso. Esta notable estrategia les será fatal. Los egipcios salen vencedores en ambos frentes. Sin embargo, según cuentan los textos grabados en los muros del templo de Medinet-Habu, los guerreros enemigos se agitaban por tierra y mar. Parecían estar en todas partes. Pero Amón-Ra se aproximó por detrás a quienes atacaban por tierra y les destruyó. Quienes intentaban penetrar en Egipto por las bocas del Nilo cayeron en la trampa como animales salvajes en una red. Quienes intentaron violar las fronteras de Egipto fueron aniquilados, sus corazones y sus almas destruidos. Un fuego devorador apareció ante ellos en el mar, mientras un muro de hierro les rodeó en tierra. Sus infantes fueron aniquilados, sus embarcaciones derribadas y hundidas. Los egipcios vencieron en el combate naval gracias a la táctica de la «doble cortina»: mientras los marinos de Faraón rechazaban el asalto, los arqueros disparaban contra las embarcaciones enemigas y las tropas de apoyo impedían cualquier huida. Los pueblos del mar no pudieron batirse en retirada.
Ramsés III había dirigido las operaciones a la cabeza de su ejército, como Ramsés II. Su mera presencia era ya prenda de éxito. Cuando el estruendo de las armas calló, los campos de batalla estaban sembrados de cuerpos de enemigos muertos. Les cortaron una mano para evaluar su número. Los prisioneros, con las muñecas atadas a la espalda, fueron llevados ante el rey. Los prisioneros no serán exterminados. Los filisteos se instalaron en la tierra que, por otra parte, tomará su nombre: Palestina. Los etruscos irán a Italia. Algunos shardanes se quedan en Egipto donde, tras una rápida asimilación, se convertirán en soldados del ejército de Faraón.
Ramsés III ha salvado Egipto. Tendrá que combatir tres años aún en Siria del Norte para lograr la seguridad de las Dos Tierras, pero el peligro ha desaparecido. De acuerdo con la tradición simbólica, Faraón reina de nuevo en toda la tierra. Su célebre estatua «mágica» que se conserva en el Museo de El Cairo le convierte en un protector para los viajeros que se aventuran por el desierto. León que ilumina el cielo, Ramsés es el que se protege a sí mismo y combate por su Hermano, capaz de descifrar las fórmulas mágicas grabadas en la estatua. De modo que no será atacado por ningún ser nocivo. Quien le agrediera moriría.
El texto grabado en la estatua de Ramsés III para proteger a los viajeros que recorrían las pistas del desierto fue también empleado para la protección mágica de la alcoba del faraón. ¿Acaso el sueño no es un viaje a través de espacios peligrosos?
Ramsés III el guerrero fue, como Ramsés II, un gran constructor. Dotó los templos de metales preciosos, permitiéndoles recuperar una prosperidad real. En Karnak hizo construir el admirable templo de Khonsu, considerado el modelo «clásico» del Imperio Nuevo. Heliópolis, la antigua ciudad santa, cuyo personal religioso asciende a unas cincuenta mil personas, es objeto de toda su atención. Pero su obra maestra es Medinet-Habu, el inmenso templo tebano de la orilla oeste, el nuevo Karnak. Canta allí un himno al poder, a la victoria, a lo colosal. Ramsés III une estrechamente su función de dirigente y la de sacerdote, puesto que su palacio está en el propio templo, en el interior del recinto que separa Medinet Habu del mundo profano. Desde la ventana de su palacio, Faraón asiste a las ceremonias. Vida y Muerte son una sola cosa, reuniéndose en su Persona.
En esa «morada de alegría», de tamaño bastante pequeño, Ramsés III disfruta los escasos momentos de vida privada que le concede el protocolo. De vez en cuando recibe a hermosísimas jóvenes que por unos instantes le hacen olvidar las exigencias de su tarea. Cuando aparece en el balcón de ese palacio, lo hace para distribuir recompensas a quienes han servido bien a Egipto; la fechada, en efecto, da al primer patio del templo, donde pueden penetrar quienes han superado los primeros grados de la iniciación.
Allí, alrededor del templo de Ramsés III, en la orilla de los muertos, el agonizante Imperio Nuevo lanza sus últimos fulgores. Mientras Tebas comienza a adormecerse en el recuerdo de su esplendor, Medinet-Habu se convierte en el centro de la vida civil. Se construyen casas, se abren tiendas. Una gran animación reina en torno al misterioso edificio custodiado por su imponente pilono. Los altos funcionarios, los oficiales, los íntimos del rey, las cantantes y las bailarinas sagradas van a instalarse en los alrededores, al igual que los talleres donde trabajan artesanos de ambos sexos.
Lo que, por una simplificación lingüística y molesto atajo histórico, se denomina el «harén» de Ramsés III, no tiene relación alguna con la institución musulmana del mismo nombre. El «harén» de los antiguos egipcios es, en realidad, «el lugar del Número». Esa designación simbólica abarca realidades muy concretas y especialmente, a saber, talleres que emplean a tejedoras iniciadas que crean y producen las vestiduras indispensables para el culto. Las mujeres del harén guardan cieno parecido con las verdaderas geishas japonesas, personas de gran cultura, refinadas, capaces de conversar sobre cualquier tema, dada su cuidadísima educación.
Pasada la alerta en el norte, Ramsés III, ya anciano, puede contemplar su acción con una sonrisa de paz. Ha llevado a cabo su oficio de rey con todo el rigor y toda la conciencia de que era capaz. Ha salvado Egipto del más grave de los peligros. Le ha devuelto la prosperidad. Ha embellecido los templos de las divinidades. Ha permitido a los sacerdotes celebrar las fiestas con toda la opulencia deseada. Ha alegrado el corazón de sus súbditos. Nadie ha tenido hambre, nadie ha sufrido sed, todos poseen la ropa conveniente. Se han organizado numerosas expediciones marítimas y comerciales para que Egipto no carezca de nada. Ramsés III ha arrancado a los hombres de la miseria. Ha protegido al débil del opresor. La tierra ha conocido la felicidad.
Egipto parece uno de esos jardines que tanto gustan a Faraón. Ha hecho fructificar sus árboles y sus plantas, de modo que es posible sentarse, feliz y apacible, bajo su refrescante sombra. El heredero espiritual de Ramsés II ha dispuesto inmensos jardines alrededor de los templos, ha plantado gran cantidad de olivos y viñedos. Le gustaba que los caminos estuvieran flanqueados de flores, pasear por los vergeles, contemplar los lagos sagrados. Veló personalmente porque los equipos de jardineros realizaran con celo su función.[53]