Nadie duda que en el establecimiento de relaciones pacíficas entre egipcios e hititas las mujeres desempeñaron un gran papel. La reina hitita ejercía un derecho soberano sobre varios territorios. La reina de Egipto es custodio de la legitimidad del poder. Estas grandes damas, por lo demás, no se detestan. Se escriben llamándose «hermana». El ruido de los combates se ha hecho insoportable a sus oídos. Sus pueblos pueden hacer algo mejor que matarse mutuamente. Los soldados han hablado; se han enfrentado y no ha habido vencedor. Por eso la diplomacia ocupa ahora el proscenio.
Las dos soberanas hablan de sus países con emoción. Celebran que haya regresado la paz, que reine la felicidad, festejan la nueva fraternidad que une a los dos soberanos, una fraternidad bendecida por los dioses. Doce años después de la firma del gran tratado egipcio-hitita, una idea germina en la cabeza y el corazón de la soberana hitita. ¿Por qué no sellar la alianza con una boda? Ramsés II está en el trigésimo cuarto año de su reinado. Hattusil III ofrece a Faraón la mano de su hija mayor. Este acepta.[52] Se reanuda así la diplomacia de los matrimonios que había practicado ya Amenofis III, acogiendo en la corte de Egipto a princesas extranjeras como esposas «secundarias», pero negándose a «ceder» egipcias con el pretexto de que no había precedentes.
En otoño de 1246 a. J. C., los enviados efectúan numerosos viajes entre el Hatti y Egipto para poner a punto esa boda excepcional que sellará la unión entre los dos Estados más poderosos del Próximo Oriente. Hattusil III anuncia que su hija será acompañada por una dote magnífica y pide a Ramsés que envíe una delegación a Siria del Sur para esperarla. Desde allí será escoltada hasta Egipto. Pero ciertos retrasos, imputables a los hititas, dificultan tan hermosos proyectos. Ramsés no oculta su descontento. Comienza a desconfiar, incluso, de las intenciones hititas.
La reina hitita toma entonces la pluma para disipar el malentendido. Le reprocha a Ramsés su falta de confianza. Le explica que se ha producido un incendio en palacio y que gran parte de las riquezas destinadas a la dote ha quedado destruida. ¡No importa! Ramsés no necesita esa boda para enriquecerse. Con mucha habilidad, la soberana alterna reproches y alabanzas, cuidando de asegurar a Faraón que la boda va a celebrarse.
Ramsés II se muestra en consecuencia perseverante. A petición de los hititas, envía al Hatti una nueva delegación encargada de un deber ritual: ofrecer a la princesa un óleo sagrado para que pueda proceder, en su país, a una postrera unción ritual antes de emprender el largo viaje que la arrancará de su infancia, su país y su familia. La soberana hitita no deja de escribir a Ramsés para celebrar el acontecimiento: «Cuando el óleo fue derramado sobre la cabeza de mi hija se alejaron los dioses temibles… Aquel día, dos grandes países fueron uno solo y vosotros, los dos grandes monarcas, descubristeis la fraternidad auténtica».
A fines del otoño de 1246, en el año trigésimo cuarto del reinado de Ramsés II, un gran y hermoso cortejo abandona la corte hitita para dirigirse hacia Egipto. Como estaba previsto, la dote es suntuosa: oro, plata, cobre, servidores, caballos, bueyes, corderos, joyas y telas. En Siria del Sur, donde una delegación egipcia aguarda a la princesa hitita para escoltarla, la reina se despide de su hija.
Unos incidentes inesperados comprometen el feliz término del viaje. El tiempo se estropea: viento gélido, lluvia e, incluso, nieve. Pocas veces el invierno ha sido tan precoz y tan riguroso. Pueden aparecer la enfermedad y la muerte. Ramsés comprende que el dios Seth manifiesta así su irritación. Es necesario apaciguarlo haciéndole ofrendas dignas de él. Le pide que dispense de nuevo un tiempo clemente, de modo que la princesa hitita, esa «maravilla de origen celeste», pueda reunirse con él.
Seth escucha la plegaria del faraón. Los elementos se calman. Hay incluso días estivales en pleno invierno. Con paso ligero y risueño el corazón, sin más angustias, el cortejo prosigue su camino. Al entrar en Egipto se celebra un banquete. Y fue ciertamente un hermoso espectáculo ver a egipcios e hititas comportándose como hermanos, comiendo y bebiendo juntos.
El tercer mes de invierno, la joven princesa llega por fin a Pi-Ramsés, donde la aguarda su futuro esposo. Al verla, Ramsés queda impresionado por su belleza. Es un verdadero flechazo. «La amó más que a cualquier otra cosa», proclama el texto oficial que será grabado en los muros del templo. Inmediatamente, la princesa hitita cambia de nombre para convertirse en una egipcia. Se llamará Maat-Hor-Neferuré. Se instala en el palacio real. Estará, todos los días, junto a su esposo. Su nuevo nombre brillará en toda la tierra.
El gran acontecimiento tiene las más felices consecuencias en las relaciones entre Egipto y el Hatti. Los intercambios comerciales se intensifican. Los hombres de negocios van, sin la menor dificultad, de un país al otro. La cultura egipcia y la cultura indoeuropea de los hititas entran en contacto sin confundirse.
Los excelentes resultados de la diplomacia de las bodas llevarán al soberano hitita, Hattusil III, a recurrir de nuevo a ella, ofreciendo a Ramsés una segunda princesa provista, como la primera, de una dote fabulosa. Ramsés aceptó. Como quería la Regla, el acontecimiento fue relatado en numerosas estelas colocadas en los templos.
Los narradores de Egipto no dejaron de explotar el tema de la unión entre Faraón y una princesa extranjera. Contaron que un rey poderoso se había casado con la hija del príncipe de Bakhtan, un rico país de Asia. Faraón se había enamorado de ella por su gran belleza. Por lo demás, la muchacha se llamaba «Perfección-de-Ra». Conquistó a los grandes de la corte y se convirtió en una reina de Egipto responsable y respetada. La felicidad habría sido perfecta si la hermana menor de la reina no hubiese caído gravemente enferma. Ningún médico de su país consiguió curarla. La muerte rondaba. El príncipe de Bakhtan mandó una expedición a Tebas para pedir consejo a los médicos egipcios, famosos por su saber. El caso se considera lo bastante grave como para que Faraón ordene a un escriba real dirigirse inmediatamente al país de Bakhtan.
El diagnóstico se establece con precisión: la joven princesa sufre un mal sobrenatural. Un demonio se ha apoderado de su alma y la destruye poco a poco. En ese caso, la ciencia humana es impotente. Para combatir un poder maléfico es necesario un poder divino. Pero las divinidades de Bakhtan son ineficaces. Hay que recurrir a un dios egipcio, Khonsu, y Ramsés acepta mandar a la corte de Bakhtan una de sus estatuas. Se toman todas las precauciones para que la preciosísima representación de Khonsu no sufra daño alguno durante el viaje que la lleva a tierras extranjeras. Necesitó, al menos, un año y cinco meses para llegar a Bakhtan, tras haber viajado en barco y en un carro.
Afortunadamente, la joven princesa había sido mantenida viva durante este tiempo. Se condujo la estatua divina junto a la enferma. Se produjo entonces un intercambio de alientos, el dios Khonsu hizo pasar su poder mágico al cuerpo de la princesa y tomó de él los nocivos influjos que la corroían. La curación fue rápida y espectacular.
El príncipe de Bakhtan, maravillado ante el prodigio, se hace entonces culpable de malevolencia: decide quedarse con la prodigiosa estatua en vez de devolverla a Egipto, como había prometido. Pero lo sobrenatural vela. El desabrido soberano ve, en sueños, un halcón de oro que vuela, en pleno cielo, hacia Egipto. Comprende que se trata de una manifestación de Faraón y que la rapaz podría mostrarse agresiva contra quien le traiciona. Volviendo al camino de la prudencia, permite que la estatua del dios Khonsu regrese a Tebas.
Ramsés II, gran jefe guerrero y gran constructor, fue también un padre de familia colmado. Se llegó a hablar de ciento once hijos y cincuenta y nueve hijas que conocieron, tanto unos como otras, una brillante carrera. En el templo de Uadi es-Sebua, en Nubia, pueden verse en efecto un centenar de hijos del gran rey, que estaba por aquel entonces en su cuadragésimo año de reinado. Dos de sus hijos fueron especialmente célebres: el cuarto, Khaemuaset, que fue un famoso mago, un arqueólogo apasionado por las pirámides del Imperio Antiguo y sumo sacerdote de Menfis que se encargó, por tres veces, de dirigir las ceremonias de la fiesta de regeneración de su padre; y el decimotercero, Menefta, que se convertiría en faraón.
Aunque Ramsés II tuvo que recurrir a varias concubinas para fundar su numerosísima familia, vivió sin embargo un gran amor. Pocas veces una gran esposa real se vio más colmada de honores que la reina Nefertari. Para ella se excavó la más hermosa tumba del Valle de las Reinas, cuyos admirables relieves relatan con detalle la iniciación de una mujer al Conocimiento supremo; para ella se talló, en la roca nubia, el «pequeño templo» de Abu-Simbel, de tan extraños y cautivadores colores.
Ramsés II sentía una especial atracción por Nubia, donde hizo perforar nuevos pozos, abrir pistas y organizó una explotación intensiva de las minas de oro. En esta región totalmente egiptianizada construyó numerosos santuarios cuyos relieves cantan la victoria de Faraón sobre sus enemigos.
Al igual que Seti I, Ramsés II era un excelente zahorí que supo encontrar manantiales en momentos críticos, cuando su expedición a las canteras podía carecer de agua. Constructor infatigable, incitaba a sus maestros de obras a hacer que brotaran los templos. La más cumplida obra maestra fue Abu-Simbel, donde los dos principios creadores, el masculino y el femenino, son celebrados por dos edificios yuxtapuestos, cada uno de los cuales tiene su propio genio. El ofrecido a la gran esposa real se llamaba «Nefertari por quien el sol se levanta». La reina aparece en él con un largo vestido de tela plisada, aureolada de luz irreal, conducida por Isis hacia el sanctasanctórum Su silueta es de inigualable finura y elegancia. Como muestran las escenas inscritas en su tumba del Valle de las Reinas, Nefertari había sido iniciada en los misterios. Se le habían revelado los secretos del dios Thot, puesto que había recibido la paleta del escriba y los cálamos que permiten escribir los jeroglíficos, la lengua sagrada.
A lo largo de su existencia, Nefertari ejerció sobre Ramsés II una no desdeñable influencia. Siempre está presente, a su lado, durante las ceremonias oficiales. Se la ve incluso tras él en las escenas tradicionales donde, plantado en la actitud del guerrero victorioso, elimina a los enemigos de Egipto. Nefertari no fue una mujer discreta sino una brillante presencia en la que se encarnaban las divinidades Isis y Hathor, a las que rendía un culto especial. Protegía así a su esposo, de un modo mágico, y le insuflaba la fuerza indispensable para gobernar.
En sus templos de Abu-Simbel, custodiados por colosos masculinos y femeninos que les representaban, Ramsés II y Nefertari gozaban de una eterna juventud, rodeados de sus hijos. Tocando el sistro y ofreciendo flores a las divinidades, la gran esposa real goza del raro privilegio de tener un santuario que le pertenece en propiedad. Divinizada por Hathor e Isis, se encuentra con la «gran diosa», que creó las divinidades. Ramsés II, esposo de Egipto, encuentra en Nefertari la encarnación de la lejana diosa, del agua de vida, de la fecundidad eterna, de la propia Maat, la armonía del mundo. Nunca himno de piedra celebró de modo más grandioso una boda real elevada a la categoría de símbolo.
Es posible que al dirigirse a Abu-Simbel para inaugurar allí los dos templos, en compañía de Ramsés, la gran esposa real Nefertari realizara su último viaje en la tierra. Tras esa expedición al sur, los textos oficiales ya no la mencionan, sin duda porque murió en el propio paraje donde Ramsés había levantado un himno inmortal a su amor.
Cuando Ramsés II hablaba de amor se dirigía también a la divinidad. Su Majestad hizo largas investigaciones en la biblioteca de la Casa de Vida, estudiando los libros sagrados que le revelaron las leyes del cielo y los secretos de la tierra. Comprendió que Tebas, el ojo de Ra, era el cerro primordial donde había aparecido por primera vez la vida. Supo a lo largo de toda su vida, y lo demostró especialmente en Kadesh, que ante todo era preciso pensar en Dios y orar con corazón amante, en el secreto de la conciencia.
El amor a las potencias divinas no sería nada si no lo acompañara el amor a los hombres. Pues bien, Ramsés II fue un monarca especialmente benevolente con quienes edificaron los numerosísimos monumentos que jalonaron su reinado. Las grandes obras del Estado le parecieron la primera necesidad. Se les exigió mucho a los maestros de obras, a los talladores de piedra, a los canteros. Al faraón le gustaba visitar las obras y hablar con sus artesanos. Reconoció que nunca confesaban su fatiga y que velaban incesantemente por su trabajo, realizando su tarea sin rechistar. Ramsés no se mostró ingrato. No ahorrará beneficios espirituales y materiales. Se satisfarán todas las necesidades de los artesanos. Tendrán siempre el vientre lleno. Para ellos se llenarán de trigo los graneros. Se les proporcionará, en abundancia, pan, carne, pasteles, ungüentos, ropas, sandalias. Los pescadores les proporcionarán pescado fresco, los campesinos cultivarán sus campos para procurarles legumbres, los alfareros fabricarán jarras para mantener fresca el agua durante el verano.
De ese modo, ningún artesano pudo quejarse de su rey. Trabajar en las obras de Ramsés era un honor y una alegría.
A los ochenta y ocho años, tras sesenta y siete de reinado, el halcón Ramsés abandonó la tierra y voló hacia el cielo para reunirse con el luminoso poder del que había brotado. A través de su momia sigue manifestando, aún hoy, su amor por la vida, pues su rostro sigue siendo fascinante, anclado en el presente. Esta momia ha vivido, sin embargo, muchas vicisitudes. Tras el entierro en la tumba del Valle de los Reyes, hoy destartalada, gozó de un breve reposo. A consecuencia de los pillajes que se produjeron a comienzos del primer milenio a. J. C., la momia de Ramsés II fue sacada de la tumba y escondida en un pozo excavado junto al templo de Deir el-Bahari. El famoso escondrijo permaneció intacto hasta 1871, cuando fue descubierto por unos fellahs que, durante algunos años, comerciaron con los objetos preciosos hallados en el pozo. El egiptólogo francés Maspero, intrigado por aquel tráfico de piezas auténticas, fue siguiendo el hilo y encontró el escondrijo de las momias de los más ilustres faraones, entre ellas la de Ramsés II.
Éste fue, pues, llevado al Museo de El Cairo. Pero sus viajes no habían concluido, puesto que fue trasladado a París, en 1976, para ser examinado por especialistas. La momia, en efecto, parecía muy enferma. Los médicos comprobaron que Ramsés era un anciano robusto pero que sufría arteriosclerosis y espondilartrosis. Debía de caminar con dificultad, pese a poseer un esqueleto de gran solidez. Su piel era blanca y sus cabellos de un rubio rojizo. La momia estaba llena de polen, especialmente de manzanilla, pero también se descubrió pimienta en la nariz, la garganta y el abdomen, así como una variedad de nicotiana, un vegetal muy parecido al tabaco. Lo más inquietante era la presencia de criptógamas pertenecientes a noventa y nueve especies distintas. Al atacar los tejidos momificados, estos hongos, a la larga, habrían destruido los despojos del gran Ramsés. Fue, pues, necesario cuidarle, tras haber desenrollado con extremado cuidado las vendas. La delicadísima tarea correspondió a unas manos femeninas, las de la señora Jachs. Se utilizaron rayos gamma para obtener una total esterilización. La misma especialista procedió luego a la operación de «revendado» sin aguja, ni alfileres, ni cola. Sólo se autorizó el hilo de lino.
Regenerado por la ciencia moderna, el cuerpo de Ramsés II fue colocado en un hermoso sarcófago de cedro del Líbano, que los sacerdotes utilizaron hacia 950 a. J. C. para transportar la momia. El lecho funerario elegido fue un colchón de lino de la XIX dinastía, lleno de serrín de cedro imputrescible. Los hombres del siglo XX demostraron, de ese modo, su afecto por el gran Ramsés, «el esposo de Egipto» que, después de que un destacamento militar rindiera, en el aeropuerto, honores a sus restos de monarca de otro tiempo, volvió a tomar el avión hacia la tierra amada por los dioses.