CAPÍTULO 29
La batalla de Kadesh

En la primavera de 1274 a. J. C., la ciudad de Pi-Ramsés, en el Delta, vive una importante agitación. La hermosa capital de Ramsés II está llena de soldados que se disponen a salir en campaña. Los cuarteles están llenos de soldados. Se limpian las armas, se preparan los carros y los caballos. Los escribas sacan las cuentas de los arcos, las lanzas, las flechas, los escudos, de todas las armas de mano y arrojadizas, y redactan los bonos de salida de los arsenales.

En palacio, Ramsés II mantiene una reunión con sus generales de los cuerpos de ejército, para preparar la gigantesca batalla que se anuncia. El envite es claro: vencer definitivamente a los hititas o que Egipto sea amenazado por una invasión que puede destruir la prodigiosa civilización que le han legado sus padres.

Ramsés II, que rinde culto a la luz divina, Ra, de la que es el hijo, el elegido y el símbolo por los nombres que lleva, ha sido discípulo del gran Seti I que le asoció al trono antes de morir, según la regla de la corregencia, para enseñarle su oficio de faraón. Momento de inmensa plenitud aquél en el que el joven y fogoso Ramsés escuchó las palabras del anciano rey, vuelto por completo hacia la sabiduría de Maat, tras haber construido tantos templos. En su admirable edificio de Gurnah, en la orilla oeste de Tebas, se asiste además a la transmisión del poder: Ramsés II es coronado en presencia de Seti I. Ramsés II ha llevado siempre en la sangre el sentido del mando. Ya a la edad de diez años, tras una «preparación militar» en la que demostró su robustez, tuvo bajo su responsabilidad un pequeño batallón. Muy pronto acompañó a su padre Seti I en sus expediciones a Palestina, Siria y el Líbano, lo que le permitió tomar conciencia, a pesar de su juventud, de la realidad de los problemas exteriores que se planteaban a Egipto. Cuando el joven Ramsés sube al trono tiene a sus espaldas ya una larga experiencia de gobierno. No es un aprendiz sino un maestro que, desde el inicio de su reinado, manifiesta una intensa actividad de constructor.

Los iniciados de los templos sabían que el reinado de Ramsés II iba a ser excepcional, pues el joven rey disponía de especiales cualidades gracias a la configuración astrológica que presidió su nacimiento. Dotado de inagotable energía, radiestesista, Ramsés II es comparado a un chacal de rápida carrera que recorre la tierra en un instante, a un majestuoso halcón, a un león poderoso de aceradas zarpas, a una tempestad desencadenada cuyas olas parecen montañas. Su poder es tal que nadie puede acercársele: destruye al enemigo como el fuego que se apodera de la maleza.

El enemigo… obsesiona la mente de Ramsés. Akenatón no comprendió, y Ramsés II se lo reprocha, la profunda modificación de las relaciones de fuerza en el Próximo Oriente. El imperio edificado por Tutmosis III se ha disgregado, lenta pero seguramente. Los efectos de una política no intervencionista han resultado catastróficos. Ciertamente, Horemheb y Seti I restauraron en parte el prestigio de Egipto ante los países extranjeros, pero ni el uno ni el otro pudieron impedir que los hititas prosiguieran su solapada tarea de anexión de territorios colocados antaño bajo protectorado egipcio.

Ramsés II, «cuyos miembros eran obra de Dios» y que pasaba las noches en blanco, concibiendo planes para afirmar la grandeza de Egipto, decide reconquistar el terreno perdido. Ya en el cuarto año de su reinado, tras haber hecho una fácil campaña en Nubia, Ramsés II parte hacia Siria a la cabeza de su ejército. Su base militar de partida se establece en Pi-Ramsés, en el delta, es decir cerca de los territorios de Asia donde tendrán lugar los conflictos. Hay que perder el menor tiempo posible en los desplazamientos, evitando fatigar demasiado a los hombres que van a librar batalla.

Durante esta campaña siria, Ramsés II no encuentra demasiada resistencia en Canaán y en la costa fenicia. Su objetivo es Kadesh y Amurru, que Seti I no pudo arrebatar a los hititas. Faraón consigue, efectivamente, colocar de nuevo el reino de Amurru bajo dominio egipcio. Y muy pronto caerá Kadesh. Las tropas egipcias, sin duda para recuperarse, regresan a Egipto. El poderoso emperador hitita Muwatalli recibe a disgusto la noticia de la caída de Amurru. Es más de lo que puede soportar. El joven soberano egipcio está resultando muy peligroso. Hay que detener su deseo de conquista. Convoca a vasallos y aliados para formar una enorme coalición de más de veinte pueblos contra Egipto. Todos los principados de Asia Menor y Siria del Norte participan en ella.[49] El soberano hitita quiere dar un golpe definitivo a los egipcios.

Ramsés II es perfectamente consciente del peligro. Desde hace mucho tiempo sabe que la suerte de su país se decidirá en Kadesh y se prepara cuidadosamente para esta gran prueba.[50]

En Pi-Ramsés todo está preparado. Los cuerpos de ejército están reunidos. El faraón aparece ante ellos. Cada uno de sus soldados sabe que será, al mismo tiempo, su muralla y su escudo, detrás de los cuales se sentirán confiados. Ramsés es un arquero sin igual. Posee un valor inquebrantable. Su grito de guerra es tan potente que se extiende por toda la tierra. Sus planes son eficaces, sus órdenes justas. Conducidos por semejante jefe, la derrota es impensable.

En las tropas de Ramsés no sólo hay egipcios sino también mercenarios extranjeros, los shardanes de tipo semita, excelentes guerreros. También ellos se sienten impresionados por la determinación de Faraón cuando da la señal de partida, de pie en su carro que brilla a la viva luz de la mañana.

Hay cuatro cuerpos de ejército, colocados bajo la protección de los mayores dioses egipcios: Amón (señor de Tebas), Ptah (señor de Menfis), Ra (señor de Heliópolis) y Seth (señor de la Potencia). La marcha hacia el norte se inicia el noveno día del segundo mes del estío del año quinto del reinado. El grueso de las tropas cruza la frontera en Sile, donde se levanta una fortaleza, y piensa llegar a Kadesh después de haber cruzado Canaán y el sur de Siria. El resto del ejército pasará por la ruta que sigue la costa de Fenicia y luego girará hacia el este para establecer contacto en la propia Kadesh.

Un mes más tarde, al final de una expedición que no encontró muchos problemas, la tienda real se levanta sobre un cerro al sur del emplazamiento de Kadesh. Todos los países extranjeros atravesados por el impresionante ejército egipcio doblan la cerviz, ofreciendo tributos y asegurando su fidelidad. Meros detalles. Lo esencial está por hacer. Ramsés sabe que no debe perder tiempo. A la cabeza del ejército de Amón, se dirige hacia el norte. Se produce entonces un curioso acontecimiento: dos beduinos son capturados por los egipcios. Se inicia un duro interrogatorio que confirma lo que los servicios de información egipcios ya sabían: el emperador hitita ha reunido una formidable coalición, todos sus vasallos están a su lado con su infantería y sus carros. El ejército parece una nube de langostas. Hombres y caballos son tan numerosos como los granos de arena. No resulta muy tranquilizador, como puede verse, pero hay un nuevo elemento de información: los dos hombres, que afirman detestar a los hititas y querer incorporarse a las filas egipcias, aseguran que el inmenso ejército no está en Kadesh. El emperador hitita ha tenido miedo de la rápida y decidida intervención de Ramsés II. Ha preferido replegarse hacia el territorio de Alepo, al norte de Tunip, en la Siria del Norte, pues, a unos doscientos kilómetros de Kadesh.

Con culpable ligereza, Ramsés y sus generales aceptan sin más esas «revelaciones». Los dos espías hititas pueden sentirse satisfechos. Su operación de «desinformación» ha tenido más éxito del esperado. Ramsés avanza entonces hacia Kadesh, con toda confianza, esperando la más fácil de las victorias, puesto que el adversario ha huido. Establecerán un campamento provisional al noroeste de Kadesh, una ciudad fortificada que se levanta en una colina y está rodeada de canales que forman una especie de islote.

Los egipcios atraviesan el Orontes, creyendo que se instalan en territorio conquistado. Mientras Faraón, sentado en su trono de oro, espera la llegada del resto de sus tropas para sitiar la ciudadela, unos oficiales aterrorizados se presentan ante él. Los exploradores han capturado a unos hititas. Esta vez, el rey hace un interrogatorio más lúcido y la verdad aparece por fin: los coaligados no han abandonado el emplazamiento de Kadesh donde, muy al contrario, han reunido todas sus fuerzas. En realidad se encuentran a tres kilómetros del campamento de Ramsés, cuyas tropas están dispersas. La división de Ra no ha llegado al campamento de Amón, las divisiones de Ptah y de Seth están lejos todavía.

La situación es sencillamente desesperada. Ramsés está furioso. Sus oficiales superiores han dado muestras de increíble negligencia. Envía inmediatamente al visir hacia el ejército de Ptah, para ordenarle que avance mucho más de prisa en previsión de una inminente batalla.

Precaución inútil, pues los hititas, que llevan largo tiempo observando los movimientos de las tropas egipcias, pasan al ataque. La división de Ra es partida en dos y puesta en fuga. La división de Amón se siente sencillamente asustada a la vista del número de carros hititas que cargan contra ella. Los egipcios, presas del pánico, ni siquiera intentan combatir a un adversario tan superior en número.

Ramsés II se encuentra solo, absolutamente solo. Ni por un instante piensa en rendirse o huir. Reviste su cota de mallas, se arma y monta en su carro. Su tiro se llama «Victoria en Tebas». El rey parece el dios de la guerra, Montu. Sin vacilar, se lanza hacia el enemigo y atraviesa sus filas.

Deteniéndose, mira a su alrededor. Está rodeado por dos mil quinientos carros, cada uno de los cuales lleva tres clases de impedimenta. El auriga de Ramsés, Menna, obligado a permanecer junto a su dueño para conducir el carro, le suplica que huya a su vez. Pero Ramsés no es un jefe cualquiera. Es Faraón, el representante de Dios en la tierra. El joven rey impresiona por su tranquilidad y su nobleza. «No te muevas, auriga —ordena—. Me lanzaré contra ellos como el halcón sobre su presa». Menna no puede creer lo que está oyendo.

Los hititas esperan que Ramsés II arroje al suelo sus armas y se rinda. Pero Faraón se recoge y ora. Nace en él una rebeldía interior. ¿Por qué le ha abandonado su padre Amón? ¿Acaso le ha desobedecido una sola vez durante su reinado? ¿Ha actuado sin escuchar a su divino Padre? No, Ramsés se ha comportado siempre de acuerdo con la Regla que le ha enseñado Dios. ¿Por qué no va a ayudarle Amón cuando Egipto, en la persona de su faraón, está a punto de ser aniquilado? ¿Qué son, para Amón, esos viles asiáticos? Dios puede comprobar que Ramsés ha construido su templo, le ha colmado de riquezas, le ha dedicado las más hermosas y ricas ofrendas. Incluso ha erigido los mástiles que se levantan ante los pilonos.

Se produce entonces la extraordinaria toma de conciencia en aquel combate místico donde encarna la fuerza de luz opuesta a los poderes de las tinieblas. Faraón comprende que miles de soldados no son nada comparados con Amón. Este vale, para él, más que cualquier ejército.

La plegaria del faraón llega a su padre Amón, que acude a su llamada y le tiende la mano. Entonces el júbilo invade el ser del rey. El combate experimenta un cambio de sentido. «Estoy contigo, soy tu padre, mi mano está con la tuya», murmura la voz del dios. Gracias a él, el señor de Egipto vuelve a ser aquél a quien ama la valentía, el que vence a cualquier adversario.

Faraón golpea a diestro y siniestro, atraviesa las filas adversarias, derriba a todos los que se levantan ante él. De pronto, advierte que los dos mil quinientos carros enemigos yacen por los suelos, desarticulados. Los hititas han perdido la fuerza. Ni siquiera son ya capaces de empuñar sus lanzas. Aterrorizados, huyen lanzándose al río, donde se ahogan.

A lo lejos, el rey hitita asiste a la extraordinaria victoria de Ramsés. Desamparado primero, reacciona y manda de nuevo dos mil quinientos carros contra el invencible guerrero. En poco tiempo, Ramsés acaba con los recién llegados. Éstos comprenden que no luchan contra un hombre sino contra la encarnación de una potencia divina. Al verle, se paralizan. No saben ya disparar el arco o tirar la lanza.

La potente voz del faraón se eleva por encima del estruendo para recordar su deber a los soldados egipcios: «¡Sed firmes de corazón!», exige. Les trata de cobardes. Les recuerda que ha favorecido su carrera, les ha permitido convertirse en jefes y seres responsables, librándoles de algunos impuestos, concediéndoles privilegios para recompensar su alistamiento. ¡Y ni uno solo de ellos ha combatido junto a Faraón!

El discurso no tranquiliza en absoluto al auriga del rey, Menna, que sigue viendo una multitud de enemigos rodeándoles. Una vez más recomienda a Faraón que abandone el combate y se ponga a cubierto. Ramsés, paciente, le explica que nada debe temer. De nuevo se lanza a la carga, mata.

¡Regresan, por fin, los fugitivos! Los soldados egipcios, que creían en un desastre, advierten que ha ocurrido un acontecimiento insólito. Faraón no sólo no ha muerto sino que él solo deshace las filas adversarias. Infantería y carros se recomponen. Además, el ejército de apoyo que avanzaba por un lado llega al campo de batalla. La posición de los hititas se vuelve crítica. Sus fuerzas se repliegan al sur del campamento egipcio que habían conseguido destruir. Pero Ramsés no pierde el tiempo. Galvanizando a sus tropas, empuja al enemigo hacia el río.

Estupefacto, Muwatalli presencia la derrota de su arma de élite, los carros. Los ve precipitarse con gran desorden en el río.

Es la victoria egipcia. Cesa el combate. Hay que recoger a los heridos, contar el número de hititas muertos cortándoles una mano. Las divisiones de Ra y de Amón enumeran sus supervivientes. Soldados y oficiales se dirigen a Ramsés para felicitarle por su inmenso valor. El recibimiento de Faraón es gélido. En nada disimula sus sentimientos hacia unos hombres a quienes considera unos cobardes indignos de la misión que les había confiado. Los dos únicos seres que le han ayudado realmente a obtener la victoria son los dos caballos que forman el tiro de su carro. «Victoria en Tebas» y «Mut está satisfecha». En adelante, Faraón los alimentará personalmente llevándoles pienso.

Ha caído la noche. En un bando y otro se vendan las heridas. Los hititas no comprenden el fracaso de una estrategia sin fallo. No podían imaginar que Ramsés II fuese un héroe de tal calibre.

Al día siguiente por la mañana el rey de Egipto está decidido a aniquilar al ejército hitita. Lanza contra ellos un furioso ataque. Pero la infantería hitita, muy superior en número, resiste a pesar de las grandes pérdidas. Aprovechando un momento de calma, advirtiendo que ya no podrá vencer, Muwatalli decide recurrir a la diplomacia. Envía a los egipcios un mensajero con una oferta de paz.

Faraón consulta a sus consejeros, que se pronuncian de inmediato por el cese de las hostilidades. «La paz es un bien precioso», afirman; nadie podría resistir al faraón, es cierto, pero ya lo ha demostrado. Llega la hora de la diplomacia. Ramsés acepta. A la cabeza de sus tropas, regresa a Egipto mientras dioses y diosas se encargan de la protección mágica de su ser.[51]