CAPÍTULO 28
Seti I el zahorí

El desierto de Nubia, la pista de los buscadores de oro, al este de la ciudad de Redesieh. Un calor abrumador. La sed. Ni un solo manantial. Una muerte atroz acecha a los miembros de la expedición dirigida por Faraón.

El poderoso Seti I se recoge. No tiene carácter para abandonarse ni desesperar de su buena estrella, él, el hombre del dios Seth, dueño de la tempestad y del poder de los cielos. La región montañosa donde se encuentra merece ser acondicionada y explotada con mayor intensidad, pues encierra numerosas riquezas: oro, esmeraldas, cobre, lapislázuli. Pero los motivos económicos y materiales no bastan para explicar la presencia del rey en aquel horno. Una necesidad sagrada le ha llevado hasta allí. En efecto, el oráculo divino le ha pedido que termine cuanto antes el gran templo de Abydos, al que destina los más preciosos materiales. Faraón desempeña, pues, su papel de maestro de obras y se dirige personalmente al paraje. Una obra que puede convertirse rápidamente en una tumba si no encuentra agua para él y quienes le acompañan. Es preciso rendirse a la evidencia: los lechos de los ríos están secos, no hay manantial en el horizonte. La garganta arde. ¿Cómo saciar la sed y escapar a una muerte atroz?

Seti I recuerda su carrera. Jefe de los arqueros, más tarde visir, luego corregente, tuvo que ejercer muy joven pesadas responsabilidades. Hijo de Ramsés I, fundador de la XIX dinastía, subió al trono de Egipto en el año 1304 a. J. C. De talla mediana, muy vigoroso, cuadrada la mandíbula, ancho el mentón, el faraón disponía de una insólita energía.

El joven Seti sentía pasión por los caballos. Dos de sus tiros favoritos llevarán el nombre de «Amón da la potencia» y «Amón da la victoria», lo que da perfectamente el tono de un reinado consagrado al poder y al brillo de una personalidad excepcional. Seti manifestaría más tarde la mayor piedad filial hacia Ramsés I, nacido en una familia modesta del delta que no pertenecía al establishment, del que Horemheb había desconfiado siempre. El padre de Ramsés era sólo un oficial subalterno y su hijo fue ascendido al rango de visir sólo a causa de sus cualidades personales. Horemheb le confió distintas funciones: comandante de fortaleza, superintendente de las bocas de río, superintendente de los caballos, comandante en jefe del ejército del rey. Cuando accede al poder supremo, Ramsés I es un hombre de edad. Sabe que asegura una transición; por lo tanto, asocia inmediatamente al gobierno a su hijo Seti.

Éste es, al mismo tiempo, religioso, sacerdote de Seth, y militar. A estas cualidades añadirá muy pronto la de visir y, por último, la de faraón, sucediendo a su padre, que sólo reinó quince meses.

Seti se llama «El que repite los nacimientos», nombre tomado de Amenemhet I, fundador de la ilustre XII dinastía. Es decir que se presenta como primer faraón de un nuevo linaje al que pretende insuflar el máximo de fuerza y prestigio. Seti I rinde así homenaje al dios Seth, a quien Ramsés II, pese a su nombre solar formado a partir del dios Ra, seguirá demostrando veneración. Seth es considerado aquí el dios de la potencia cósmica que, una vez controlada, convierte a Faraón en un guerrero indomable. A Seti I le gustará hacer que se representen en los muros de los templos inmensas escenas de combate en las que el rey, inmenso, tranquilo, victorioso, y símbolo perfecto del orden del mundo, aplasta un caótico magma de enemigos gesticulantes y desarticulados.

En el interior, Egipto está tranquilo. La tarea de reorganización emprendida por Horemheb se ha visto coronada por el éxito. Seti estima posible reanudar una política exterior activa. Para el hombre de Seth no se trata de ver cómo se desmenuza todavía más el prestigio internacional de Egipto. Dispone de tres ejércitos bien preparados, colocados bajo la protección de los dioses Amón, Ra y Ptah, señores de las tres grandes ciudades, Tebas, Heliópolis y Menfis. Ya en el año primero de su reinado, Seti emprende una campaña. Las provincias de Asia son presa de numerosos disturbios. Los beduinos shasu, cada vez más turbulentos, se han apoderado de varias fortalezas en la ruta que va de El-Kantara a Gaza. El peligro es real El rey interviene con rapidez y eficacia, recuperando veintitrés fortalezas. Al entrar en el país de Canaán se enfrenta a una coalición apoyada por los hititas. Cuando los cuerpos del ejército enemigo no pudieron unirse, Seti los atacó uno a uno, apoyándose en el efecto sorpresa. El éxito fue total. Palestina y Canaán volvieron a integrarse en la esfera de influencia egipcia.

Una victoria, sin duda, aunque pequeña. Los hititas no fueron aniquilados y Siria no está bajo el control de Faraón. Egipcios e hititas acampan en sus respectivas posiciones, mirándose mutuamente con hostilidad, algo que no impide a Seti, en las triunfales inscripciones grabadas en los muros de Karnak, proclamar que ha arrasado «el vil país del Hatti» cuyos jefes han caído bajo su espada.

La gran tarea de ese rey guerrero, que rinde culto al poder, es la construcción de templos. La fuerza divina a la que exalta se encuentra también, y sobre todo, en las piedras. La obra arquitectónica de Seti I es considerable, tanto por su cantidad como por su calidad. Júzguese si no: el templo de los más hermosos relieves del Imperio Nuevo, el de Abydos; un excepcional templo funerario en la orilla oeste tebana, el de Gurnah; la más vasta y, sin duda, la más hermosa tumba del Valle de los Reyes; edificios en Heliópolis; las obras en la gran sala hipóstila de Karnak… y nada diremos de otros edificios más modestos.

La elección del paraje de Abydos, donde Seti levantó un inmenso y soberbio templo, resulta muy interesante. Seti es el hombre del dios Seth, es decir el asesino de Osiris que reina como dueño absoluto en Abydos, donde se celebran sus misterios. El faraón Seti, obedeciendo la ley de los cruces, tan cara a la filosofía religiosa egipcia, está obligado a honrar muy especialmente a la divinidad que parece mostrarse más contraria al programa de gobierno indicado por su nombre. En su persona de maestro de obras, el dios Seth construye un templo para su hermano Osiris, es el asesino que expía su crimen levantando la más perfecta de las moradas sagradas donde será honrada su víctima.

Para realizar el ambicioso programa es preciso sobrevivir en ese tórrido desierto. Seti se recoge. Pronuncia palabras de fuerza, en silencio, en el secreto de su conciencia. Terminada su meditación, comienza a recorrer los alrededores. Busca un lugar preciso, como un zahorí que sintiera muy cerca la presencia del agua subterránea. «Ved pues —dirá el relato compuesto con ocasión de tan memorable jornada—, ¡Dios le guio!». De hecho, como inspirado, el faraón se detuvo en un lugar preciso donde su séquito sólo veía arena. Ordenó a sus canteros que cavaran. Aquí, afirmó, haremos un pozo cuya agua refrescará al viajero. Su nombre será «Que la divina justicia del dios Ra sea estable». El agua abundante que proporcionará podrá compararse, pues, a una luz y procurará una energía de origen sobrenatural. Los canteros obedecen, impresionados por la determinación del faraón. El sudor corre en gruesas gotas. ¿No estarán trabajando en vano? Y, de pronto, se produce el milagro. Ahí está el agua. Faraón, en vez de envanecerse con su triunfo, se recoge de nuevo. «Dios ha escuchado mi plegaria», dice. Lo imposible se ha realizado. La potencia luminosa ha hecho aparecer agua en las áridas montañas, ha facilitado el camino de quienes van a trabajar en esos desolados parajes para embellecer los templos.

Excavar un pozo no bastará, afirma Seti, el constructor. Puesto que la potencia creadora le ha escuchado, hay que rendirle mejor homenaje. En este lugar se levantará una ciudad y en su centro habrá un lugar de plenitud, un templo que será habitado por los dioses. Ellos harán que la obra del faraón sea duradera y su nombre esté lleno de fuerza y se extienda por todas partes, incluso por las regiones desérticas.

Los talladores de piedra ponen de inmediato manos a la obra. Edificarán una morada para Amón, Ra, Ptah, Horus, Isis, la Enéada divina y el faraón Seti divinizado. Puesto que el Verbo de Faraón se hace realidad en seguida, el tiempo desaparece. Todo ocurre como si el templo quedara construido instantáneamente. Así, Seti no debe esperar para ver el templo terminado, decorado, con sus muros adornados con inscripciones jeroglíficas. Eleva una nueva plegaria a las divinidades que han creado el cielo y la tierra de acuerdo con su conciencia. Les pide que hagan estable su nombre, puesto que se ha mostrado atento y ha sabido captar su deseo. Solicita que las potencias divinas de este santuario no permanezcan mudas para con los viajeros que le rindan homenaje, sino que hagan oír su voz a cualquier fiel, sea noble u hombre del pueblo. Que cada cual sepa que es bueno actuar de acuerdo con la Regla divina y no transgreda la enseñanza de Faraón. ¿Qué son los dioses sino maestros cuyas palabras deben escucharse? ¿Qué hace Faraón sino consagrar su vida a captar esta sabiduría y a hacerla duradera en sus monumentos?

Ante el templo, Seti ordenó excavar un pozo. Ningún rey, se proclama de acuerdo con la fórmula tradicional que retoma por su cuenta cada faraón, había realizado algo semejante. Seti, amado por Ptah, el patrón de los constructores, es considerado como «el padre y la madre de los hombres», «el buen pastor» que no extravía ninguna oveja. La cofradía de constructores debe pronunciar una oración en favor de Faraón. Se dirigen a las divinidades que se encuentran en ese pozo y les piden que concedan al rey la duración de su vida, es decir la eternidad. Pues Faraón ha abierto para sus servidores un camino que pueden recorrer serenamente. ¿Acaso no ha actuado de modo que descubran así el camino de la vida? «El difícil camino —se dice— se ha convertido en un buen camino». Extraer oro en buenas condiciones constituye una especie de hazaña, pero no es un trabajo profano. Ver cómo el oro sale de la tierra es ver el halcón divino, el principio creador encarnado en Faraón.

La gloria de Seti es inalterable, pues ha sabido hacer brotar agua de las montañas, esa agua que, antaño, parecía inaccesible a los hombres. El faraón es consciente de que acaba de obtener una de sus más hermosas victorias. Él, el hacedor de lluvia, el mago capaz de provocar la crecida, tiene el deber de ir mejorando sin cesar la suerte de su pueblo. Pero piensa también en otras realidades, especialmente en ese pozo excavado en su futura tumba del Valle de los Reyes. Simboliza la caverna del dios Sokaris sobre la que pasará su momia, cuando haya sido transformado en Osiris, después de haber sido justificado ante el tribunal divino. En el fondo de aquel pozo está el agua del Nun, océano de energía en el que se baña el universo entero. En el Nun de la tumba, el cuerpo mortal de Faraón se transforma en cuerpo inmortal. Por esta razón, además, la entrada de las tumbas reales está en el lugar donde desembocan los torrentes que se forman durante las escasas y violentas lluvias.

Toda la tumba, asimilada a un pozo, recoge entonces el agua celestial que se confunde con la de las profundidades. ¿Cómo no va a acordarse Seti del pozo más sagrado y más profundo de todo el Egipto de los lugares santos, el de Zóser? ¿No brota de esa secreta caverna la energía que permitirá a los maestros de obras cubrir de templos la tierra de Egipto? Seti el zahorí, guiado por Dios, tiene la sensación de estar viviendo una de esas horas gloriosas, inolvidables, cuando el hombre está tan perfectamente de acuerdo con el cosmos que todo se hace luz. Gracias al agua del pozo, el sol del desierto no es ya quemazón ni amenaza, sino perfecta expresión de Ra. Y él, el hombre del dios Seth, dueño de las fuerzas oscuras del cosmos, puede contemplarlo de cara.