La muerte de Tutankamón, en 1338 a. J. C., provoca un real trastorno en la corte de Egipto. El viejo y sabio Ay, es cierto, asegura la continuidad del poder, pero una muchacha joven, la viuda de Tutankamón, probablemente temiendo verse privada de sus privilegios, intenta una resonante hazaña. Escribe al gran rey hitita, Suppiluliuma, para mantenerle al corriente de los acontecimientos y le pide que le envíe un futuro marido… ¡para que se convierta en rey de Egipto! ¿Qué mejor venganza del partido de Amón que hacer subir a un extranjero al trono de las Dos Tierras? El hitita se muestra muy desconfiado. ¿Provocación? ¿Locura? No responde. Pero la viuda de Tutankamón, que goza todavía de poderosos apoyos en la corte, le hace llegar una segunda carta. Esta vez, el soberano considera que el asunto es serio. Uno de sus hijos irá a Egipto para casarse con la reina.
La expedición saldrá, ciertamente, del país hitita pero nunca llegará a Egipto. El pretendiente perecerá asesinado en misteriosas circunstancias. Ay se casará con la joven viuda, legitimando así su reinado.
Un hombre marcó con su sello estos trágicos acontecimientos, el general Horemheb que, desde hace muchos años, vela por la seguridad de Egipto.[46] Ocupando ya su puesto en tiempos de Akenatón, que tan poco se preocupaba por la política exterior es completamente consciente del peligro que representan los hititas. Aunque no ha podido impedir la progresiva disgregación del imperio egipcio, a falta de órdenes claras por parte de Akenatón ha conseguido, sin embargo, mantener a raya a las rapaces que envidian las riquezas egipcias. Fiel servidor de tres faraones, Akenatón, Tutankamón y Ay, el general Horemheb se convierte poco a poco en el hombre más poderoso de Egipto. Como Ay, supo mantener, tras la «liquidación» de la experiencia de Akenatón, la confianza de los sacerdotes de Amón, sin duda porque era el jefe indiscutido del ejército.
Ay muere en el año 1333 a. J. C. Es preciso encontrarle un sucesor. Una súbita inspiración divina posee al general Horemheb, cuyo nombre significa «Horus está de fiesta». Su dios protector, Horus, que es también señor de su ciudad natal, le conduce hasta el templo de Karnak para que se encuentre con Amón. Se celebra entonces la gran fiesta de Opet durante la que la estatua de Amón es llevada en procesión desde el templo de Karnak hasta el de Luxor. Horemheb le sale al paso. El dios, oculto en el cuerpo de piedra, le reconoce y se detiene ante él, designándole como futuro faraón. El corazón del general se llena de júbilo. Le aclaman. Le llevan a continuación a Tebas, al palacio real, para organizar la grandiosa ceremonia de la coronación.
Horemheb es un hombre de gran prudencia y perfecta perspicacia. Ciertamente, es el dios del Imperio, Amón, quien legitima su poder. Pero se cuida de recordar que es también «jefe de los sacerdotes de Horus», que ha sido la Enéada de los dioses (y no sólo Amón) la que ha decidido su coronación y que debe realizar ofrendas a distintos dioses, especialmente a Ptah, el señor de Menfis.
El «general». Horemheb no es un militar en el sentido en que hoy lo entendemos. Aunque no pertenezca al linaje real, ha nacido en una gran familia noble del Medio Egipto y ha hecho carrera en la alta Administración. Los cuadros del ejército egipcio, en el Imperio Nuevo, son primero hombres de cultura, sabios escribas, iniciados en los arcanos del mando y del poder. Acostumbrado a servir, a la «vida de funcionario», el general Horemheb contrae matrimonio con una mujer de sangre real, Mutnedjemet, que le permite inscribirse en el linaje legítimo de los faraones. El grandioso día de la coronación, Horemheb, cuyo prestigio ante todo el pueblo era inmenso gracias a su excelente administración pasada, fue llevado por su padre Horus al trono de eternidad. Las alabanzas de los dioses reunidos en torno al nuevo rey ascendieron hacia el cielo. La corona fue colocada en su cabeza, la duración de su vida se prolongó. En Karnak (dominio de Amón), en Heliópolis (dominio de Ra) y en Menfis (dominio de Ptah), tres lugares símbolo de todo Egipto, Horemheb satisfará el corazón de las divinidades. Su «gran nombre» (que comprende cinco nombres) y sus títulos quedan establecidos. Amón y su hijo Horemheb se dan el abrazo fraterno. El cielo está de fiesta, la tierra llena de júbilo. El pueblo grita su felicidad. El alborozo es como una vestidura que aquel día cubre por igual a grandes y pequeños.
Una vez coronado, Horemheb, según la Regla, da una «vuelta a Egipto» durante la cual visita a los jefes de las provincias, habla con los altos responsables civiles y religiosos, se impone en todo Egipto como su nuevo soberano. Se produce un hecho sorprendente: Horemheb se presenta como el sucesor directo de Amenofis III, borrando de la historia a los tres reyes a los que había servido, Akenatón, Tutankamón y Ay, cuyo recuerdo, como muy bien sabe, se conservará. «Usurpa» especialmente la famosa «estela de restauración» de Tutankamón[47] sustituyendo el nombre de éste por el suyo propio. Es una práctica simbólica, muy corriente por otra parte, pues todo faraón se considera continuador de quienes le precedieron. Cuando Horemheb proclama que ha encontrado Egipto en un estado lamentable, que los templos estaban en ruinas, que las estatuas estaban rotas, que le ha sido necesario reconstruirlo todo «como al principio», no ofrece una descripción realista y adecuada de su país sino que retoma, por su cuenta, textos sagrados que los faraones utilizan desde siempre para anunciar su reinado. Cuando un faraón muere, en efecto, el reinado de la luz está en peligro. Las tinieblas cubren las Dos Tierras. El orden es sustituido por el caos. Los lugares santos son abandonados, invadidos por los profanos. Los dioses abandonan la tierra que tanto aman. Se les invoca, no responden. El acceso al trono de un nuevo soberano, iniciado de acuerdo con los ritos, señala el regreso de la luz. Maat, la divina proporción, la Regla de oro del universo que encuentra su más perfecto santuario en el corazón de Faraón, expulsa el desorden y permite que la sociedad funcione nuevamente de acuerdo con los principios de armonía. Un nuevo ciclo comienza, la historia sale de la nada, el tiempo renace. Por ello, Horemheb, como cada uno de los reyes que le han precedido, puede afirmar verdaderamente que ha organizado la existencia de su país como en los tiempos en que reinaba Ra, la luz divina. Ha restaurado y devuelto la actividad a todos los templos, desde el extremo norte del delta hasta la punta sur de Nubia. Ha fabricado numerosas estatuas, cuerpos verídicos de las divinidades, con toda clase de piedras preciosas. Así se restableció «la edad de oro», el «tiempo de la primera vez».
¿Y Amarna, la ciudad de Akenatón, el hereje? ¿Cómo se porta Horemheb, el ortodoxo, con respecto a la herencia del rey que se había atrevido a desafiar a Amón? Del modo más pacífico. Al contrario de muchas ideas preconcebidas, Horemheb no es un perseguidor de Amarna. No se llevó a cabo ninguna destrucción en el paraje antes de la XIX dinastía. Fueron los ramésidas quienes, para mejor predicar el culto de Ra y ocultar su apariencia física, el disco solar Atón, hicieron desaparecer en parte las huellas de Amarna.
«Primero entre los grandes» de Akenatón, Horemheb no es un servidor de Amón de estricta observancia. Ya hemos visto que su «protector» era un Horus y que había procurado no favorecer demasiado a Amón durante la coronación.
La primera preocupación del nuevo rey, buen conocedor de la situación internacional por haberla observado de cerca durante muchos años, es contener el avance hitita en el Próximo Oriente. Evita cualquier enfrentamiento directo pero, con demostraciones militares, hace saber al eventual invasor que encontraría una fuerte resistencia si quisiera intentar la aventura. En su tumba de Saqqarah,[48] Horemheb relata una campaña en las provincias del sur de Asia, donde los protectorados egipcios se habían disgregado por efecto de los manejos hititas, mostrándose éstos muy hábiles en la práctica de la subversión. El país se veía devastado por las razzias. Los habitantes no tenían ya con qué alimentarse. Se veían obligados a refugiarse en las montañas, llenos de miedo. Acudieron a faraón a rogarle que les devolviera algo de bienestar. Horemheb restableció el orden, también allí, y devolvió el sur de esta Palestina devastada al seno egipcio.
En su hermosa capilla del Gebel Silsileh, al sur de Edfú, buena parte de cuya decoración es, por lo demás, de estilo «amamiano», Horemheb hizo representar escenas de triunfo tras una campaña militar en Sudán. El rey, sentado en su trono, aparece rodeado de soldados y portaabanicos, mientras contempla un desfile de prisioneros que representan los pueblos vencidos que intentaron fomentar el desorden y la sedición. Cuando era sólo general, Horemheb fue el héroe de una gran ceremonia organizada por Ay y durante la cual, como jefe del ejército, se vio colmado de honores por sus hazañas. Acababa de socorrer a los beduinos, fieles a Egipto, atacados por bandoleros. Había conseguido capturar a los agresores y someter su tribu. Los beduinos, encantados con la protección concedida por el poderoso Egipto, solicitaron a la Administración faraónica que dejara pasar sus rebaños por las tierras pertenecientes a Egipto. No se les negó el favor. Vestido de gala, Horemheb recibió collares de oro que unos servidores le colgaban al cuello. El propio general defendió la causa de sus «protegidos» ante Faraón, explicándole que era algo excelente hacer amigos entre esas poblaciones difíciles de controlar. El rey se mostró magnánimo. Sus decisiones fueron traducidas por un intérprete. Al oír la buena nueva, los extranjeros levantaron los brazos al cielo en señal de agradecimiento y se tendieron boca abajo para demostrar su sumisión.
El faraón Horemheb tiene un modelo: el gran conquistador Tutmosis III que, gracias a su firmeza frente al extranjero, consiguió instaurar una paz duradera. Para beneficiarse mágicamente de su obra retoma, pues, la lista de sus conquistas y se las atribuye a sí mismo. Por eso Horemheb afirmaba haber derrotado a los hititas… ¡con los que nunca se enfrentó! El poder del Verbo le parece la mejor de las armas para practicar una política de conquista pacífica, suficiente para intimidar al adversario sin derramar una sola gota de sangre. El procedimiento no fue tan malo, puesto que el reinado de Horemheb, feliz en el interior, supuso, en el exterior, que se detuviera la expansión hitita.
Estratega, diplomático y administrador, Horemheb fue también constructor. Durante su carrera desempeñó además la función de jefe de obras en la montaña de cuarcita, función que antes había ejercido el gran sabio Amenhotep, hijo de Hapu. Entre sus cinco nombres, Horemheb llevaba el de «Rey que realiza grandes maravillas en Karnak» y supo, en verdad, mostrarse a la altura de esta sagrada reputación, participando en la construcción de los pilonos II, IX y X del gran templo de Amón. Vale la pena mencionar aquí un sorprendente descubrimiento. Sabemos que en los emplazamientos excavados en el grosor de los pilonos (que forman largas ranuras perfectamente visibles) se colocaban mástiles de madera bañados en una aleación de oro. El simbolismo suponía que la altura de los mástiles fuera tal que perforaran la bóveda celeste. Ahora bien, durante recientes trabajos efectuados en el IX pilono de Karnak se descubrió una placa de bronce en la que descansaba el pie de uno de estos mástiles. En esta placa aparece el nombre de Horemheb, indicado por dos cartuchos colocados sobre el signo del oro. Esta inscripción estaba pues destinada a desaparecer, a servir de fundamento y matriz de la que nacía la vertical que unía el cielo y la tierra. Faraón aparece aquí, más que nunca, como la base oculta sobre la que todo puede construirse.
Para señalar uno de los puntos culminantes de su reinado pacífico y próspero, Horemheb hizo levantar una estela ante el IX pilono del templo de Karnak. Allí se grabó un texto que se haría célebre, conocido con el nombre de Decreto de Horemheb. El rey quiso señalar su apego a la función de legislador y hacer que reinase la justicia divina, Maat, en la tierra de los hombres. ¿Pero cómo alcanzar Maat, cómo concebirla en espíritu? El faraón, maestro espiritual, debe llevar a cabo un intenso trabajo interior para despertar a esta realidad. Debe buscar incesantemente qué es mejor para su pueblo y su país. Horemheb se retiró pues a sus aposentos reales, meditando largo tiempo. Cuando se produjo el contacto con Maat llamó a un escriba real y le dictó los elementos que componen el Decreto, que sería luego grabado y colocado en el templo.
¿Qué pudo constatar Horemheb contemplando la vida de Egipto? Injusticias por todas partes, anarquía, miseria, corrupción, estafas. Los principales culpables son los propios agentes del Estado, jueces, inspectores de impuestos, funcionarios de toda clase que, en lugar de servir al pueblo, lo despojan y lo oprimen. Todo esto es exactamente lo contrario de Maat. Semejante situación es intolerable. Por eso Faraón debía tomar disposiciones concretas y exponerlas con detalle. Le corresponde describir los abusos comprobados, indicar las medidas que deben adoptarse para que cesen, las penas que deben aplicarse a los culpables y las indemnizaciones para las víctimas.
Faraón ha llegado a esta toma de conciencia porque advirtió la insoportable diferencia existente entre la riqueza de palacio y la pobreza de la población. Por un lado, los almacenes reales están llenos de riquezas, por el otro los infelices lloran su miseria. Después de haber celebrado un consejo con su propio corazón, Horemheb decidió extirpar de su país el crimen y el fraude.
Para Horemheb es un placer exaltar la belleza de Maat, aplastar el mal y destruir la iniquidad. Gracias a los planes que ha elaborado se mantendrá al ávido al margen de los asuntos públicos. Faraón, por otra parte, no se hace ilusiones; el éxito no se obtendrá de una vez por todas. Tendrá que permanecer siempre atento.
Hay que adoptar varias medidas técnicas. Es preciso, por ejemplo, proteger los barcos que utilizan ciertos particulares para realizar tareas indispensables para el Estado y ordenadas por él. Al funcionario que se apoderara de estas embarcaciones de modo inicuo se le cortará la nariz y será deportado a una región poco hospitalaria. Esos barcos, en efecto, sirven para toda clase de transportes esenciales para el equilibrio económico.
En adelante, a los empleados del Ministerio de Ofrendas de Faraón les estará prohibido presentarse en los pueblos y requisar, arbitrariamente, mano de obra para distintos trabajos agrícolas durante más de una semana, reduciendo a ciudadanos libres al estado de esclavos. Idéntica pena sufrirán estos funcionarios sin escrúpulos: nariz cortada, deportación y confiscación del producto de los trabajos injustamente efectuados.
Los militares encargados, tanto en el Sur como en el Norte, de la inspección de los rebaños de Faraón y de recoger las pieles, se comportan a veces de modo inadmisible. No conceden descanso alguno a la gente que trabaja para ellos, maltratan a los obreros, les roban y toman para sí pieles que no les estaban destinadas. Será necesario aplicarles severamente la ley: confiscación de lo injustamente adquirido, cien bastonazos y cinco heridas.
Horemheb ordena también que se supriman tasas arcaicas, impuestos aberrantes en el plano económico, puestos de funcionarios ya inútiles, especialmente guardianes de monos que obligan a los campesinos a darles cereales, lino, legumbres y frutos, mientras se entregan a la buena vida.
Efectuadas estas reformas, Horemheb puede afirmar que ha restaurado la justicia en el país entero, conociéndolo desde el interior por haberlo examinado en profundidad. Ha elegido cuidadosamente a los hombres encargados de hacer respetar la equidad, exigiéndoles discreción, integridad y capacidad de sondear los corazones. Les ha instalado en las provincias para que cada cual viva en paz y deposite en ellos su confianza. Ha hablado personalmente con cada uno de ellos y les ha entregado el corpus de las leyes que deben hacer respetar. La ley, no simples reglamentos, pues, como precisa Horemheb: «Les he inculcado una línea de conducta, guiándoles hacia la armonía cósmica (Maat).» Les exige que no acepten compromisos ni recompensas. Sus ventajas materiales, si se muestran dignos de ello, las recibirán directamente de Faraón y de nadie más. Horemheb no tolerará corrupción alguna. Para él, permitir que prevalezca alguien que no esté en su derecho equivaldría a un crimen capital. Mientras Faraón aparezca sobre el trono de Ra, el dios de luz, los egipcios gozarán de una próspera existencia.
Faraón no olvida a quienes forman su guardia personal. Reciben alimentos de calidad, recompensas ofrecidas por el propio rey desde la ventana de su palacio. Los funcionarios que se encargan del servicio de la corte dispondrán de los medios materiales necesarios para efectuar correctamente sus tareas, ocupando cada uno su justo lugar.
Horemheb sabe muy bien que el desastroso cuadro descrito en su estela no corresponde, en modo alguno, a la realidad. De hecho, no había semejante arbitrariedad por parte de unos funcionarios reales que, durante todo el Imperio Nuevo, aseguraron el equilibrio social y la prosperidad económica de Egipto. En ningún momento, ni siquiera tras la experiencia de Akenatón, Egipto cayó en semejante anarquía. Los abusos descubiertos por Horemheb derivan, de hecho, de antiquísimos restos de derecho, por completo secundarios y que sus predecesores habían dejado sin solución. Procede a una especie de «limpieza» de las leyes y, sobre todo, imagina lo que podría acontecer si se mantuvieran en vigor esas disposiciones ya caducadas. Lo que Faraón describe en su gran decreto no es el pasado ni el presente, sino el sombrío porvenir que brotaría de un código legislativo caducado si hubiese tenido la debilidad de mantenerlo como tal. Horemheb presenta pues, en dicho texto, un verdadero programa de gobierno, y pretende inaugurar una nueva era en todos los campos.
Tal fue, en efecto, el profundo proyecto de ese general pacífico, de este hombre del Norte que residió la mayor parte del tiempo en Menfis y no escuchó a los sacerdotes de Tebas, de quienes había aprendido a desconfiar. No olvidemos que en su tumba de Menfis se encontró un papiro con las Máximas de Ani, dicho de otro modo, un tratado de sabiduría, de esa sabiduría a la que el rey consagró toda su existencia para descubrir sus misterios y hacerla vivir ante su pueblo. Curiosamente, algunos bloques pertenecientes al conjunto funerario de Zóser, el gran antepasado, fueron reutilizados en la tumba menfita de Horemheb. Este homenaje secreto no es evidentemente un azar, tanto menos cuanto el término «Zóser», «sagrado», aparece en uno de los nombres de Horemheb: Zoser-Kheperu-Ra, «Sagradas son las mutaciones de la luz divina», lo que constituye, por otra parte, uno de los nombres del faraón Amenofis I. Zóser y Amenofis I pueden ser considerados ambos como antepasados fundadores, que inauguran nuevos períodos de la historia egipcia. Ése es precisamente el papel que quiso desempeñar, desde todos los puntos de vista, Horemheb. Con su reinado termina la XVIII dinastía y comienza la XIX. Para sucederle, Horemheb eligió a un curiosísimo personaje: un general, como él, hombre de edad que desempeñaba funciones religiosas y administrativas en el alto clero de Amón antes de convertirse en visir y ser asociado al trono. Este alto dignatario fue el primero de un linaje destinado a la mayor de las famas: el de los Ramsés.