CAPÍTULO 26
Tutankamón transfigurado

Año 1338 a. J. C. Un cortejo fúnebre entra en el Valle de los Reyes cuyo acceso está custodiado por soldados que sólo dejan pasar a los oficiales acreditados. A su cabeza, un personaje muy influyente, Ay, que lleva el título de «padre divino». Ay es un alto funcionario que ha encanecido en el oficio. Trabajando ya bajo Akenatón, «el hereje», conservó su rango y sus prerrogativas tras el abandono de la nueva capital, hoy desierta, Aketatón, y el regreso a Tebas donde reina de nuevo, sin discusión, la ortodoxia amoniana.

Ay va vestido con una piel de pantera que simboliza el oficio sagrado que se dispone a desempeñar. El rey Tutankamón acaba de morir. Él, Ay, el futuro faraón, dirige los funerales de ese muchacho de diecisiete años prematuramente desaparecido. Tan prematuramente que su «morada de eternidad», su tumba, se ha visto reducida a su más simple expresión: unas pocas estancias donde, sin embargo, será necesario introducir todo el mobiliario fúnebre creado por los artesanos de Faraón.

Al terminar la momificación, que duró varias semanas, el cuerpo del faraón difunto fue colocado en un admirable sarcófago de oro. En la mañana de los funerales le instalaron en una barca para cruzar el río, pasar de la orilla este a la orilla oeste. Una vez allí, fue depositado en una narria arrastrada por los íntimos del rey, los grandes de la corte, los «amigos» que formaban su consejo y los dos visires, el del sur y el del norte, con la cabeza afeitada.

Al penetrar en la pequeña tumba, tan poco digna de un rey, Ay piensa en los turbulentos años que Egipto acaba de vivir. La experiencia de Akenatón terminó con gran confusión, pero sin guerra civil. Este niño, Tutankamón, asumió de forma valerosa el periodo de transición en el que el dios Amón, rechazado durante algún tiempo por el adorador de Atón, recuperó todo su poder.

Manejando una extraña herramienta hecha de hierro celeste, la azuela, Ay abre la boca y los ojos de la estatua de Tutankamón. Ésta pasa a convertirse de objeto inanimado en soporte del alma. Es ya el habitáculo mágico del ser inmortal. El faraón difunto se transforma en Osiris y accede a la eternidad. La diosa del cielo, Nut, le ofrece la energía que permite al alma superar la prueba de la muerte. Tutankamón transfigurado será recibido por la buena diosa de Occidente, Hathor, que deposita una nueva vida en la boca del faraón.

Terminado el ritual, Ay pide al maestro de obras que clausure la tumba para siempre y oculte cuidadosamente su entrada, siguiendo la regla del Valle de los Reyes. ¿Cómo podía sospechar que esta modesta tumba permanecería intacta y que su descubrimiento, en 1922, exactamente un siglo después de que Champollion descifrara los jeroglíficos, constituiría el mayor acontecimiento de la historia de la arqueología? Howard Cárter y su equipo necesitarían, al menos, seis años para sacar de la tumba de Tutankamón todos los tesoros allí acumulados. Pese a las apariencias, esos objetos destinados a una vida transfigurada no fueron colocados al azar. Cada uno de ellos ejerce una función simbólica y mágica, indispensable para la supervivencia del ser real. Pero para Ay, en este día de luto, evocan también la breve existencia de un faraón a quien los dioses arrancaron muy joven de la morada terrestre.

En la tumba de Tutankamón se dejaron conmovedores recuerdos de su infancia. Dos pequeños ataúdes contenían un mechón de cabellos de la reina Tiy y un collar cuyo colgante representaba a Amenofis III agachado.[43] De niño, el futuro faraón fue educado en el palacio real de Amarna donde la reina Nefertiti se ocupaba de él. Llevaba entonces el nombre de «Viviente símbolo de Atón»,[44] siendo, como Akenatón, un fiel devoto del dios Atón. Bendito período sin preocupaciones en el que el pequeño príncipe jugaba en los jardines, descansaba en los quioscos rodeados de bosquecillos de acacias y sicomoros, cuando escuchaba el canto de los pájaros, cuando se divertía viendo nadar los peces en las albercas y se deleitaba paseando en barca. Ese tiempo paradisíaco es conmemorado por un sillón infantil de ébano con incrustaciones de marfil, donde se ve un antílope jugando entre las flores. Hay también una sillita y un taburete adornados con lotos y papiros, un cofre con juguetes y un bucle de cabello conservado en una arquilla.

A la edad de nueve años, el niño se vio obligado a someterse al ritual de la corte y al Consejo de los grandes, que decretó su boda con una hermosa princesita de su misma edad. Akenatón acababa de morir. Después de una breve corregencia de un allegado del rey difunto, Tutankatón, era designado para sucederle. La jovencísima pareja fue representada en un gran trono dorado con las patas en forma de garra de león. Ambos aparecen bañados por los suaves rayos del disco solar. La reina, de pie al lado de un ramillete adecuado a las reglas del arte floral, toca tiernamente con la mano derecha el hombro izquierdo de su esposo. Se ve también al rey tendiendo las manos hacia los ramilletes que le ofrece la reina, que lleva un vestido de lino aéreo y transparente. En el interior del naos chapado en oro, la reina renueva la ofrenda de flores al faraón sentado en su trono. Pero esta vez se trata de un acto puramente ritual, como pone de manifiesto el texto jeroglífico: «Que la vida sea dada como la luz divina». Tiernamente, la reina da un masaje a su joven esposo, le cuelga un collar al cuello. Luego, sentada ante él, vistiendo una corona de altas plumas, tiende la mano diestra para recibir un líquido perfumado que el rey vierte con dulzura.

El faraón niño no tenía muchas diversiones. Pese a su tierna edad, le era ya preciso formarse para su oficio de rey. Lo más urgente era aprender a leer y escribir los jeroglíficos, pues todo faraón es, primero, un letrado, un hombre de Conocimiento como recuerdan los objetos de escritura presentes en la tumba: un estuche con cálamo, un recipiente de agua, un alisador y dos paletas de escriba. En una de ellas, el nombre de «Tutankatón». En la otra «Tutankamón». Esos modestos objetos, por sí solos, ilustran la modificación esencial que hizo abandonar al rey su posición de adorador de Atón para convertirse en adepto de Amón, recuperando de este modo la ortodoxia de la XVIII dinastía. Este sencillo hecho demuestra que la experiencia de Akenatón había sido definitivamente abandonada. El hecho se ve confirmado por el propio trono del rey donde, por lo demás, se encuentran los dos nombres, Tutankatón y Tutankamón. En ese soberbio sitial de madera cubierta de oro se representan dos serpientes aladas, la unión del lis y del papiro, las coronas del Alto y del Bajo Egipto. Estos símbolos protectores demuestran que las Dos Tierras están unidas, que Egipto no está dividido y que el joven rey gobierna un país que vive en paz y armonía.

La transición entre Amarna, la ciudad de Akenatón, y Tebas se opera de acuerdo con un determinado proceso. Una estela en la que se ve al rey adorando a Amón-Ra como Tutankatón muestra que el culto tradicional de Amón el tebano fue introducido en la propia Amarna, algo que Akenatón nunca habría autorizado en vida. Pero la ciudad del sol estaba demasiado impregnada de la doctrina de su fundador. Un rey legítimo no podía residir en aquella capital de la herejía.

Llegó el día del regreso a Karnak, bautizada como la «Heliópolis del Sur», presentándose así como capital teológica de Egipto y en referencia a la antiquísima ciudad santa del dios sol Ra, y no a Atón. El Karnak del dios Amón no aniquila la visión del faraón Akenatón y su experiencia espiritual sino que las engloba y las supera. Allí el muchacho, que recibe el nombre de «Luz divina es dueña de las mutaciones», es entronizado rey en presencia de los altos dignatarios del clero tebano. Como sus predecesores, «asciende hacia el templo» donde es iniciado en sus funciones.

El desvío que llevó a cabo Akenatón con respecto al linaje dinástico se desvanece. Amarna, la ciudad de Atón, es condenada al abandono y al olvido. El nuevo faraón Tutankamón consagra todos sus esfuerzos, como quiere la Regla, a embellecer el templo del dios Amón. Hace esculpir numerosas estatuas de Amón con su propia efigie, confundiéndose así, como príncipe inmortal, con el dios. Se hace representar, especialmente, como elemento central de una tríada, entre Amón y su esposa Mut (la Madre), con las manos de ambas divinidades posadas en sus hombros. Tutankamón le pide a su maestro de obras que cree una avenida de cien esfinges de gres, para formar una vía sacra que una el décimo pilono del gran templo de Amón con el templo de Karnak.

He aquí a un pequeño rey de doce años sumido en el complejo mundo del poder faraónico, en el universo de la función real cuyo papel es el de unir el cielo y la tierra para que la humanidad viva en paz. Sin duda las responsabilidades le superan, sin duda se ahoga en la multiplicidad de las tareas, sin duda recibe la ayuda y vigilancia permanente de un consejo de ancianos cuyo portavoz es Ay. Pero Tutankamón es el faraón reinante y debe, en muchas ocasiones, comportarse como tal.

Proclama el regreso a Maat, a la norma intangible de la armonía universal, anuncia que restituye a los templos los bienes y prerrogativas que Akenatón les había arrebatado para ofrecérselos a Atón. Toma en su favor medidas como las que ningún faraón había adoptado nunca, restablece la jerarquía de los sacerdotes eligiendo, en especial, a hijos de grandes dignatarios, «gente de nombre conocido». Por decisión real, el sumo sacerdote de Amón de Karnak vuelve a ser oficialmente el superior de todos los sacerdotes egipcios. El caos instaurado por Akenatón da paso al orden. Las mancillas que el hereje había infligido a la religión oficial desaparecen. Los profanos son expulsados de los lugares santos donde se habían introducido.

La autoridad del pequeño rey no se discute. Se afirma también en su función de jefe de los ejércitos, como demuestran las armas de guerra, los carros, los escudos y la cota de malla depositados en su tumba. Él, que ha abierto los ojos para ver a Ra y los oídos para escuchar las fórmulas de transfiguración pronunciadas por su sucesor, Ay, tiene la fuerza de ánimo y de brazos suficiente para derribar a sus enemigos. Entre los objetos sagrados utilizados en el combate hay dos trompetas, una de plata y bronce dorado, otra de oro y de bronce. En el pabellón de oro de la segunda se ha grabado el signo del cielo, pues estos instrumentos están destinados a producir una música celestial, mágica, que hechiza las fuerzas del mal y procura la energía de la victoria a las tres divisiones principales del ejército, consagradas a los dioses Ra, Amón y Ptah, Estas trompetas son también utilizadas durante el ritual de investidura del faraón, cuando esos tres mismos dioses le entregarán la vida en espíritu.

Junto al rostro de la momia real, un abanico hecho de plumas de avestruz, destinado a procurarle, eternamente, sombra y frescor, así como el indispensable soplo de vida en los paraísos del otro mundo. Ese abanico, cuyas plumas de avestruz reaccionan a la menor vibración del aire, lo había utilizado el faraón, cuando vivía, durante las cacerías en el desierto situado al este de Heliópolis. De pie en la caja de su carro, disparaba el arco sin errar nunca el blanco, como Horus atraviesa las tinieblas con sus rayos de luz. Comparado a una montaña de oro que ilumina las Dos Tierras, el joven rey demuestra su poder físico manejando también la espada, el bastón arrojadizo, el garrote. Como todos los soberanos egipcios, simboliza el ser completo por excelencia, perfecto de cuerpo y de alma.

Tutankamón no escapa a las exigencias del protocolo que le fuerza a presidir ceremonias oficiales. Así, al igual que sus ilustres predecesores, recibe a los embajadores de los países extranjeros llegados para aportar tributos al faraón y hacer un acto de vasallaje.[45]

El rey está sentado en su trono, revestido con las insignias de su función. Lleva la corona azul y viste una gran túnica de lino. El virrey de Nubia, Huy, altísimo funcionario de respetable edad, conduce ante el rey a las delegaciones extranjeras, de gran colorido. Huy ha recibido su cargo de Tutankamón que, para simbolizar este ascenso, le ha entregado un aro de oro. Para testimoniar su agradecimiento, éste ha querido organizar una suntuosa ceremonia en la que el joven rey aprecie la magnitud de su prestigio. Los delegados nubios, egiptianizados no obstante desde hace muchos años, han conservado ciertas peculiaridades divertidas para un egipcio. Así, llevan una pluma de avestruz clavada en el pelo y tienden a ataviarse de manera muy vistosa: collares macizos, brazaletes en las muñecas y aros en las orejas. Todos hincan una rodilla en tierra ante Faraón e imploran que les conceda el aliento de vida. Las ofrendas son magníficas: oro, pieles de jirafas y panteras, especias raras y hasta enormes bueyes, de cuernos cortados según el ritual.

El joven faraón parecía destinado al más brillante de los reinados. Ninguna sombra oscureció sus primeros años, durante los cuales aprendía a marchas forzadas su oficio de rey. Ninguna sombra, salvo la de la muerte.

A solas en la capilla funeraria de Tutankamón, muy poco antes de que su puerta de acceso sea sellada, Ay dirige una última plegaria a los dioses, para que reciban en su seno al pequeño rey. Nada se ha descuidado para que el «gran paso» se efectúe perfectamente. En el cráneo de la momia se han representado un uraeus de cuentas y los animales simbólicos de la doble realeza, el buitre del Sur y la cobra del Norte. De este modo, el reinado de Tutankamón sin duda se prolongará en el otro mundo. En el receptáculo funerario se han colocado tres sarcófagos encajados unos en otros, los dos primeros de madera dorada, el tercero de oro macizo, mágicamente protegido por las alas entrelazadas de las diosas Isis y Neftis. De este modo se aseguran las mutaciones energéticas de la momia que transformarán, en el silencio y el secreto de la tumba, el cuerpo mortal del rey en cuerpo de luz. Casi ciento cincuenta joyas de oro se han colocado sobre la momia, en lugares especiales por los que circulará el flujo de una vida transfigurada.

El verdadero rostro de Tutankamón no es ya el de carne, fatalmente condenado a degradarse pese al trabajo de los embalsamadores, sino la máscara de oro moldeada por el propio Ptah y en la que se incluyó la luz del sol. El cuerpo de un faraón resucitado se convierte en oro celestial, en luz. Su ojo derecho se convierte en la barca del día, su ojo izquierdo en la barca de la noche.

Ay va saliendo de la tumba, con lentos pasos. Se asegura de que el ritual será eternamente celebrado en esta «morada del oro» por los textos jeroglíficos grabados en los sellos de las puertas que dan a una sala contigua: «El rey Tutankamón, que pasó toda su vida creando imágenes de los dioses de modo que le den incienso, la libación y las ofrendas cada día», a ese faraón que «construyó su casa, al principio». En el umbral de la tumba, Ay deposita una magnífica copa de alabastro que lleva en su contorno estas palabras: «Que tu ka viva. Que puedas, tú, el enamorado de Tebas, pasar millones de años con el rostro vuelto hacia el soplo del norte y la mirada contemplando la felicidad».

Junto a la copa de alabastro, Ay coloca una guirnalda de flores. Simboliza la «corona de justificación» que los dioses colocan en la cabeza del ser de luz tras haber superado las pruebas impuestas por el tribunal de Osiris.

Todo se ha consumado. Ay ha salido de la tumba. Ya sólo queda emparedar la puerta, cerrarla con el sello real, ocultarla y regresar hacia el mundo de los vivos, hacia la orilla este, hacia Karnak, donde se aguarda al nuevo faraón para recibir la investidura. Karnak, cuyo tercer pilono manifiesta la eternidad de Tutankamón a ojos de los iniciados, puesto que, en una de sus inscripciones, la figura del joven rey ha sido sustituida por el signo de la vida, un jeroglífico —ankh— de gran tamaño.