CAPÍTULO 25
Akenatón crea la ciudad de la luz

1356 a. J. C. El faraón Akenatón, «el que es útil al dios Atón (la luz divina encarnada)», de pie en su carro, avanza por el desierto, en la orilla derecha del Nilo, a la altura de la ciudad sagrada de Hermópolis que se encuentra, aproximadamente, a mitad de camino entre Menfis, la capital del Bajo Egipto, y Tebas, la del Alto Egipto.[41]

Akenatón reina en Egipto desde hace seis años. Recibió como herencia, de manos de su padre Amenofis III, el país más poderoso y más civilizado de la tierra. Tebas está colmada de riquezas, el clero de Amón administra un imperio espiritual y material al mismo tiempo, el lujo ha invadido la corte, las fiestas son brillantes, la vida fluye entre alegría y opulencia.

El príncipe heredero ha sido educado en un suntuoso palacio, se ha beneficiado de una educación perfecta a la que no fue ajeno el viejo maestro de obras Amenhotep, hijo de Hapu. El joven debe reinar con el nombre de Amenofis IV. Su padre le ha asociado muy pronto al trono, de acuerdo con la tradición, para enseñarle el oficio de rey. El futuro Akenatón se somete a sus deberes, pero lleva en sí una exigencia muy particular, de orden espiritual, que se traduce en un profundo amor por la luz divina y su más brillante manifestación, el disco solar. La reina Tiy, cuya influencia sobre la dirección del Estado es considerable, se hizo construir una magnífica barca de recreo a la que ha dado el curioso nombre de Esplendor de Atón. El propio rey Amenofis III permite que se desarrollen en su entorno concepciones religiosas bastante insólitas, donde a menudo se trata de Atón, de la confusión del espíritu humano con la luz. Esas especulaciones, que tal vez podrían escandalizar a los sacerdotes de Tebas, servidores incondicionales del dios Amón, no salen de un círculo muy cerrado.

Llamarse Amenofis significa someterse a Amón. En efecto, el nombre significa «Amón está en plenitud». Pero el joven soberano no aprueba la actitud de los sacerdotes de Tebas, pues los considera demasiado materialistas y demasiado comprometidos con lo temporal. Su riqueza les ha llevado a olvidar sus deberes. Amenofis IV no quiere ser su esclavo. Se forja la más elevada idea del papel de Faraón y no quiere comparar el poder con nadie, desde luego no con unos religiosos que deberían servir a la corona en vez de formar un Estado dentro del Estado. El joven rey está decidido a realizar lo que su padre Amenofis III no quiso o no pudo hacer.

Avanzando por el desierto, bajo un cálido sol, Akenatón recuerda. Recuerda aquel dramático día de su quinto año de reinado cuando, al cambiar de nombre, hizo desaparecer a Amenofis IV para dar origen a Akenatón. El nombre, para un egipcio, no es un sencillo elemento de registro civil. Es un aspecto del ser inmortal. El nombre de un faraón define su propia naturaleza, su relación particular con un dios; constituye una especie de programa simbólico que el monarca debe poner en marcha durante su existencia terrestre. Al convertirse en Akenatón, el joven faraón rompe el linaje de los Amenofis, fieles al dios Amón, señor de Tebas.

Ningún faraón, desde los orígenes de Egipto, ha incluido al dios Atón en su nombre sagrado. Se trata pues, efectivamente, de una revolución religiosa. Para que los sacerdotes del dios Amón no lo pongan en duda, Akenatón impone su autoridad en el propio Karnak, donde manda construir un santuario a Atón, desafiando de este modo al omnipotente Amón en su propio feudo. El rey se hace representar en forma de colosos asexuados. Encarnación de la luz divina, Faraón es andrógino, está más allá de lo masculino y lo femenino.[42]

El joven rey tiene a su lado a una esposa extraordinaria, la reina Nefertiti («la bella ha llegado») que comparte sus concepciones y le anima a aplicarlas sin concesiones. Durante los cinco primeros años, Akenatón y Nefertiti reinan sin discusión sobre Tebas, haciendo realidad un importante programa de construcciones profanas y sagradas.

Pero una evidencia se impone en el ánimo de Akenatón. El dios Atón es sólo un huésped en Karnak, que continúa siendo la morada de Amón. Los sacerdotes inclinan la cabeza pero no renuncian a sus prerrogativas. Dejan pasar la tormenta, conspiran en la sombra y aguardan que se extinga la pasión reformista del joven rey. Hay que ir más lejos, por lo tanto; hacer salir a Atón de Karnak, ofrecerle un lugar sagrado y un templo que le pertenezcan por derecho.

Puesto que ha tomado esta decisión, en el año sexto de su reinado, el faraón Akenatón abandona Tebas para dirigirse hacia el norte, hacia el nomo hermopolita donde ha creado una nueva capital, Aketatón, «la placentera ciudad de Atón», la ciudad de la luz (Tell-el-Amarna).

Crear una nueva capital en un paraje virgen, nunca habitado…, la empresa es audaz. Pero Akenatón puede contar con su Administración dirigida por el visir Ramosis, fiel al ideal atoniano. Los sacerdotes de Amón, por muy furiosos que estén, sólo pueden inclinarse.

Akenatón levanta los ojos. El sol, su protector, está ya muy alto en el cielo. Es un resplandor que crea la vida. Sólo él debe convertirse en objeto de adoración. Exige una ciudad a la medida de su esplendor. A su discípulo, el propio Akenatón, le incumbe desempeñar el papel de agrimensor y delimitar el territorio sagrado para edificar la futura capital. La superficie queda determinada de una vez por todas. La ciudad de Akenatón no experimentará expansión alguna. Sus fronteras están delimitadas para siempre por estelas levantadas personalmente por el rey. Ante cada una de ellas, Akenatón jura no ampliar nunca el dominio del dios Atón.

En su carro, recorre este dominio que ofrece a la luz divina. Una vasta llanura, en hemiciclo, al abrigo de las cimas de la cordillera arábiga. Todo parece árido, desértico. Ninguna morada humana ha turbado nunca el silencio del desierto. Al otro lado del Nilo, en la orilla izquierda, el valle es amplio y fértil. Se entregarán al cultivo y a la ganadería para obtener los alimentos necesarios para los habitantes de Aketatón.

El rey no ha ido solo. Va acompañado por la reina Nefertiti y sus hijas. La familia real reunida rinde homenaje al sol, imitada por los altos dignatarios que han seguido a Faraón. La emoción de Akenatón alcanza su apogeo. Está viviendo la aventura que siempre había soñado. Aquéllos a quienes ama están a su lado. La felicidad es perfecta, total, luminosa.

Tebas está ya muy lejos. Akenatón la ha abandonado para siempre. No hay más capital de Egipto que la ciudad del dios Atón. El faraón tiene prisa, mucha prisa. Exige que la ciudad se edifique en un tiempo récord. Los mejores artesanos tebanos y centenares de jornaleros, egipcios y extranjeros, abandonan las obras tebanas para ir a trabajar a Aketatón. Un impresionante movimiento de población tiene lugar entre la antigua y la nueva capital. Las canteras de Hatnub, ya explotadas durante el Imperio Antiguo, ofrecen un alabastro de buena calidad que se utilizará en los edificios oficiales. Se instalan puestos de policía en el desierto, para proteger la ciudad y, a la vez, mantener el orden en los barrios obreros.

A finales del año VI, las obras están lo bastante avanzadas como para que la familia real pueda instalarse en el palacio, cuya decoración no está todavía terminada. Cuatro años después de la inauguración de la obra, la capital estará habitada por una numerosa población que aprecia esa ciudad de luz, de anchas avenidas y numerosas zonas verdes.

Akenatón ha deseado una ciudad solar donde los rayos penetren libremente. «Dios ata todas las cosas con los vínculos de su amor —dice Faraón a sus íntimos—; el universo es la realización de la voluntad divina. Atón es la vida». Atón se halla en el corazón del rey, que es el único que puede comprenderle por completo. Por eso, Akenatón es ante todo un maestro espiritual que ofrece su enseñanza a los principales personajes del Estado reunidos en palacio durante las sesiones de trabajo. Tutu, alto funcionario de Asuntos Exteriores, confiesa a quien quiera oírle que Faraón pasó una jornada entera instruyéndole. May, uno de los jefes del ejército, obtuvo su puesto porque siguió las directrices espirituales del rey.

La administración y lo temporal no interesan en absoluto a Akenatón. Delega en sus fieles esas tareas, pero pretende que éstos rindan un sincero culto a Atón. Por ello designa numerosos altos funcionarios, algunos de los cuales pertenecen a las clases sociales más modestas. Recuperando el título que designa al sumo sacerdote de Heliópolis, la ciudad santa por excelencia donde, en tiempos antiguos, se rendía culto al sol, Akenatón se denomina «el gran vidente», aquél a quien nada escapa, aquél que puede contemplar de frente la divinidad.

Cada mañana, Akenatón, acompañado por su familia y sus íntimos, se dirige al templo para rendir culto al sol. Con su cetro, donde se encarna el Poder, consagra las ofrendas, tiende hacia Atón un cartucho que contiene el nombre del dios y ensalza a Maat, la armonía celestial, inseparable de la luz. Es el instante privilegiado en que despunta el alba, cuando Atón disipa las tinieblas. Los hombres despiertan, se lavan, se visten, realizan gestos de adoración. La tierra entera comienza a trabajar. Todos los animales están alegres. Los pájaros danzan en el cielo, los peces dan saltos de alegría en el Nilo, pues los rayos del sol divino penetran hasta el fondo de las aguas. Los labios de los fieles murmuran una plegaria en favor de Akenatón: «Concede, Atón, que Faraón esté contigo por toda la eternidad, concédele numerosos jubileos y años apacibles; concédele lo que tu corazón desea, días tan numerosos como los granos de arena de la orilla, como las escamas de los peces en el río, como el pelo del ganado; concédele seguir siendo Akenatón hasta que el cisne se haga negro y el cuervo blanco, hasta que las montañas echen a andar y el agua corra río arriba».

En su capital, Akenatón vive sólo para su Dios. Le consagra todos sus pensamientos, vela por la edificación de los templos, los palacios, las casas. La ciudad del sol se edifica ante sus ojos. Su más hermoso florón es, claro está, el gran templo del dios Atón que se levanta en un recinto de ochocientos metros de largo por trescientos metros de ancho. Una avenida flanqueada por esfinges y arboles lleva hasta el majestuoso pilono de entrada, menos alto que de costumbre. El templo está orientado de este a oeste. Su construcción fue muy rápida. Se limitaron a excavar unos fosos poco profundos para los cimientos de los muros y los llenaron de yeso. El límite de los muros se trazó con pintura negra. Los maestros de obra utilizaron al máximo pequeños bloques de piedra caliza unidos con mortero.

Cada vez que Akenatón cruza la gran puerta delimitada por las dos partes del pilono, por encima del cual se elevan las oriflamas colgadas en lo alto de los mástiles, su corazón se llena de orgullo. Así había imaginado el templo del sol: como una sucesión de patios que no protege techo alguno, de manera que la luz inunda todo el edificio. Los patios están separados unos de otros por pórticos. Hay altares por todas partes, para depositar las ofrendas. El lugar más sagrado del templo es el último patio, donde el rey en persona celebra el culto de Atón, donde Faraón se encuentra con el dios cuya luz conserva en su corazón. El ritual clásico, consistente en abrir las puertas del naos para descubrir la presencia divina, ha desaparecido. Aquí no hay tinieblas; todo se desarrolla al aire libre, con un solo acto de culto: la ofrenda, que llevan a cabo, simultáneamente, Akenatón y varios sacerdotes. Decenas de manos levantan juntas, hacia la luz divina, alimento, flores y perfumes, devolviendo a Dios la belleza de la creación con la que ha colmado a los hombres.

Los que acusan a Akenatón de ser un «revolucionario» no le han comprendido. El gran templo de Atón no es un invento gratuito. Sólo retoma, en una forma particular, la planta original del templo de Karnak, antes de las importantes transformaciones de la reina Hatshepsut y del faraón Tutmosis III. Detrás del templo de Atón, edificio divino y solar, existe en efecto un templo real. Hay que salir del primero para pasar al segundo. Eso es, exactamente, lo que ocurría en el Karnak primitivo. Akenatón se ha inspirado también en los templos solares del Imperio Antiguo donde se rendía culto al aire libre. Prolonga y recrea antiguas tradiciones puestas al servicio de Atón que, como cada nueva expresión de lo divino, exige una forma que le sea propia.

Si el rey desempeña plenamente su papel de maestro espiritual y sacerdote, no por ello vive recluido en su palacio. Muy al contrario, quiere mantener contacto permanente con la población de la ciudad del sol. Cada mañana, al finalizar las ceremonias del culto, pasea en su carro, acompañado por Nefertiti, por las calles de la ciudad. Los esposos se besan tiernamente a la vista de todos, como si estuvieran solos en el mundo. Los rayos de sol caen sobre ellos mientras hombres, mujeres y niños se prosternan a su paso.

Akenatón y Nefertiti proclaman, en cualquier ocasión, la importancia de la vida familiar y del amor conyugal. La felicidad que procuran es de origen divino. El rey concede a los pintores autorización para representar a la familia real en la intimidad, durante una buena comida, por ejemplo. Faraón mima a una de sus hijas, su esposa sostiene a otra en el regazo. La tercera juega con unos collares de oro. Padres e hijos están desnudos, ofreciéndose a los suaves rayos del sol.

Pero existen ceremonias oficiales que exigen del faraón una actitud más austera, por ejemplo cuando recibe embajadores llegados de países extranjeros. Asiáticos, nubios, libios, habitantes de las islas del mar Egeo acuden a prosternarse ante Faraón y a entregarle sus tributos. Naturalmente, el Ministerio de Asuntos Exteriores envía al rey inquietantes informes sobre la rápida degradación del Imperio egipcio. Algunos vasallos conspiran, otros se rebelan abiertamente; se están produciendo cambios de alianza en beneficio de los hititas. Se hacen necesarias rápidas intervenciones del ejército egipcio para restaurar el orden y poner fin a los disturbios. Pero Akenatón no es partidario de esas brutales maniobras. Egipto es demasiado poderoso para estar realmente en peligro. Lo más urgente es implantar el culto de Atón y embellecer la ciudad de la luz.

Su centro, que abarca una superficie de un kilómetro cuadrado aproximadamente, está ahora ocupado por una sucesión de soberbios edificios: el gran templo, un palacio, los edificios ministeriales, la sala de los tributos, las villas de los nobles rodeadas de jardines. El palacio real, en el centro de un parque, es una construcción aérea en cuyo interior penetra a chorros la luz. La naturaleza canta tanto en la piedra como en su decoración. Salas con columnas, patios interiores y apartamentos privados están adornados con pinturas de tonos delicados donde se recrean pájaros y peces entre una exuberante vegetación. Akenatón, por otra parte, ha ordenado disponer un verdadero parque zoológico, provisto especialmente de una pajarera donde se crían especies raras. En un estanque próximo, especialmente dispuesto para el placer de la vista, crecen nenúfares y papiros. En un segundo palacio, al sur de la ciudad, Akenatón dispone de un lago de recreo para dar paseos familiares en barca, tras lo cual atraca junto a un quiosco, en un lugar fresco donde es grato saborear un vaso de vino procedente de las cercanas bodegas.

El rey habita en una mansión distinta al palacio principal, pero los dos edificios están unidos por una galería que cruza, por arriba, la calle. En el centro del arco, un balcón al que se asoman Akenatón y Nefertiti para saludar al pueblo y distribuir recompensas, especialmente collares de oro, a sus fieles servidores. Lo que más le gusta a Akenatón son los jardines colgantes desde los cuales puede contemplar, junto a su mujer y sus hijas, el conjunto de la ciudad. Todo aquí es belleza, luz y felicidad. ¿Por qué emprender conquista que no sea la de lo divino?

A Faraón le gusta visitar los talleres reales donde trabajan geniales escultores, como Bek y Tutmés. Gozando de una elevada posición social, viven en un hermoso barrio, no lejos de palacio. Una de sus tareas principales consiste en grabar retratos de Akenatón, de Nefertiti y de sus hijas. Cuando uno de los maestros escultores acababa de terminar un rostro, un aprendiz presente cayó en éxtasis y exclamó: «¡Ah, está vivo!». El rey acude con frecuencia a casa de los grandes dignatarios del reino que abandonaron Tebas para vivir en la ciudad del sol. Nada han perdido con el cambio y viven en vastas propiedades que ocupan, por término medio, 3000 m2 y poseen huertos llenos de árboles. Las villas están protegidas por muros de ladrillos crudos y custodiadas por un portero. Junto a la casa, un estanque proporciona frescor. En el interior, una capilla, una gran sala central a cuyo alrededor se disponen los aposentos de los dueños. El tejado llano, de bordes floridos, sirve a veces de alcoba al aire libre.

El rey no ha olvidado a su pueblo. Las casas de los artesanos y los obreros son pequeñas pero cómodas. La planta baja se compone, por lo general, de cuatro estancias, con un vestíbulo de entrada, una sala de recepción con columnas, una alcoba y una cocina con horno y artesa. Una escalera lleva al primer piso o a una terraza. Allí, durante la estación cálida, se preparan las comidas, se cena y se duerme.

El arrabal norte alberga el barrio del comercio. Se han instalado almacenes y también talleres, graneros para trigo y despachos. Un canal une el barrio con el Nilo y en él se ha creado un puerto para desembarcar las mercancías.

En la ciudad del sol, nadie carece de nada. Todo el mundo puede vivir feliz, venerando el sol divino, adorando sus rayos portadores de vida que cada mañana hacen nacer de nuevo la alegría en los corazones.

Naturalmente, llegan los rumores de guerra, una creciente agitación en la lejana Asia. Pero Akenatón está convencido de que su fiel general, Horemheb, sabrá resolver sobre el terreno estos problemas. Naturalmente, está el clero de Tebas que murmura cada vez más contra esa religión atoniana que no obtiene el favor del pueblo, contra los nuevos ricos que han sabido ganarse la confianza del rey estimulando una creencia que están muy lejos de compartir. Naturalmente, está la muerte a la que Akenatón ha querido expulsar de las tumbas sustituyendo a Osiris por la propia persona del rey, como maestro espiritual, y por la representación de Atón, disco solar cuyos rayos terminan en unas manos dispensadoras de vida, a riesgo de disgustar a todos los que tienen fe y confianza en un más allá cuyas llaves tiene Osiris. Naturalmente, crecen los nubarrones sobre la cabeza de Akenatón y pueden provocar una tormenta que destruya de arriba abajo la obra realizada y reduzca a ruinas la ciudad del sol. Pero, de momento, ésta está muy viva y canta el esplendor del dios Atón.

Aketatón, la ciudad del sol, ha desaparecido casi por completo. Todavía es posible leer su planta, en el suelo, pero ninguno de sus prestigiosos edificios ha sobrevivido. Al morir Akenatón, que sigue siendo uno de los grandes enigmas de la historia egipcia, en muy poco tiempo toda la población abandonó la decaída capital para regresar a Tebas. El sueño de Akenatón se desvanecía así en el sol poniente, legándonos admirables textos que hoy en día forman parte del tesoro espiritual de la humanidad y nos invitan a estudiar cada vez más el que fue uno de los períodos más fascinantes de la civilización egipcia.