CAPÍTULO 24
Tebas la magnífica

Tebas, la gloriosa y poderosa capital de Egipto, está dormida aún. Muy pronto, el alba enrojecerá las montañas, hará brillar como el oro las piedras de los templos.

Un hombre maduro, de potente musculatura, de porte lento y apacible, contempla las perfectas columnas de la gran sala hipóstila del templo de Luxor. Se llama Amenhotep, hijo de Hapu. Es el personaje más poderoso del reino después del faraón Amenofis III (1402-1364), el soberano al que ha servido fielmente y de quien se ha convertido en consejero, confidente y amigo. Primer maestro de obras del reino de Egipto, Amenhotep, hijo de Hapu, es prudente entre los prudentes, sabio entre los sabios. Su fama es inmensa. Faraón ha ordenado a los escultores que esculpan varias estatuas de Amenhotep, hijo de Hapu. Se le representa ya maduro, meditando, inclinado sobre un rollo de papiro puesto sobre sus rodillas. Su función consiste en que cada cuerpo de oficio, en Tebas, conozca perfectamente su trabajo en el cumplimiento de Maat, es decir de la Regla universal de donde se desprende la armonía, tanto en el cielo como en la tierra.

El anciano sabio ama apasionadamente su ciudad, esa Tebas magnífica que ha contribuido a embellecer a lo largo de su existencia. Amenhotep tiene los títulos de «los dos ojos del rey del Bajo Egipto», «las dos orejas del rey del Alto Egipto», «la boca del rey». Debe expresar en la materia el pensamiento de Faraón. Por eso las estatuas que le representan se levantan en las carreteras que unen entre sí los templos tebanos. En una de ellas puede leerse: «He instalado la estatua en este gran templo para que dure tanto como el cielo. Tú, que vendrás más tarde, eres mi testigo». Cada transeúnte recibe así algo de la sabiduría del arquitecto que, desde hace ya mucho tiempo, ha renunciado a toda ambición personal para mejor servir a Egipto y su capital.

Nacido en una familia de provincias, originaria de Athribis, Amenhotep, hijo de Hapu, fue primero escriba. Siguió la educación de los letrados, aprendiendo a descifrar los jeroglíficos y a leer los escritos profanos. Su inteligencia y su entusiasmo en el trabajo hicieron que los escribas de la Casa de Vida se fijaran en él. Fue apartado de la masa de los funcionarios únicamente encargados de tareas administrativas e iniciado luego en los misterios de las palabras sagradas y los escritos rituales. Su personalidad le permitió más tarde acceder al despacho del faraón, que le nombró escriba real y encargado de los reclutas para el Bajo Egipto, es decir responsable de la formación de los jóvenes destinados a una carrera militar o que pasaban por el ejército antes de ocupar otras funciones. Tras haberse encargado también de organizar, con los mejores resultados, el sistema de defensa de las fronteras del delta, Amenhotep, hijo de Hapu, fue nombrado superior de todas las obras de Faraón, es decir arquitecto en jefe. Mucho más que un ejecutor, tomó la dimensión de un maestro de sabiduría y se le asignó incluso la tarea de instruir a los hijos reales, entre los cuales estaba el futuro Akenatón.

Insigne honor: se erigieron estatuas que le representaban en el mismo interior de Karnak, el dominio de los dioses. Pero se consideraba que Amenhotep, hijo de Hapu, era más que un mortal. ¿Acaso no recibió del rey la autorización para edificar su propio templo funerario, un edificio colosal digno de un monumento real?[40] En vida, el anciano sabio era considerado un santo.

La columnata del templo de Luxor es la más hermosa de Egipto. Es luz. La piedra escapa de la pesadez. El alma del hombre se eleva naturalmente hacia lo divino. Amenhotep, hijo de Hapu, concluida su meditación, sale del templo de Luxor para pasear por Tebas, a la que se considera más sagrada que cualquier otra ciudad. Agua y tierra comenzaron a existir allí. Es el ojo de Ra, la soberana de todas las ciudades. Capital de la provincia del cetro-uas, es decir del propio símbolo del poder, Tebas es la ciudad del dios Amón. Su gloria es tal que se la llama simplemente «la ciudad». Dos inmensos templos harán que su fama perdure eternamente: Karnak, «el más elegido de los lugares», y Luxor, «el lugar del Número», considerado vulgarmente como el «harén del Sur» adonde el dios Amón se dirige ritualmente, en procesión, para convertirse en Amón-Min, fuerza de creación manifestada.

Amenhotep, hijo de Hapu, sabe que los griegos llaman a Tebas «la ciudad de las cien puertas». No se trata de las puertas de una muralla, pues la ciudad no está cercada por fortificaciones, sino de las monumentales puertas de los templos, los pilonos. Afirmar que su número es de cien es observar que la región tebana, comprendiendo la orilla este de Tebas (Karnak y Luxor) y la orilla oeste de Tebas (donde se levanta el Valle de los Reyes, pero donde también se construyeron Deir el-Bahari y otros edificios funerarios), es el lugar privilegiado donde se levantan numerosos templos. Ninguno de ellos’ es accesible al público. El templo es la morada reservada a los iniciados que trabajan con la más preciosa de las energías, la energía divina. Dirigidos por Faraón, se encargan de mantener su presencia en la tierra, pues sólo ella da la vida y permite a la humanidad existir en armonía con las leyes celestes. No hay sacerdotes en el moderno sentido de la palabra, no hay predicadores, no hay confesores en el interior del templo, sino sabios, hombres prudentes, especialistas.

Amenhotep, hijo de Hapu, ha trabajado, enseñado y meditado en todos los templos tebanos. Ha dirigido los rituales, dado instrucciones a los arquitectos y escultores que han inscrito en las paredes textos y escenas rituales. Al salir del templo de Luxor, el anciano maestro de obras admira la gran ciudad que despliega sus calles hacia el Nilo. ¡Qué cambio desde aquella pequeña ciudad que, en el Imperio Medio, comenzaba a crecer! Al hacerse enterrar en una llanura frente a Karnak, los faraones de la XI dinastía empezaron a mostrar un interés muy oficial por aquel paraje del Alto Egipto. Los Mentuhotep veneraban al dios de Tebas, Montu, un halcón guerrero que concedía poder y victoria a sus fieles. Los Amenemhet sucedieron a los Mentuhotep, haciendo aparecer por primera vez a Amón en un nombre real. Amenemhet significa «Amón va por delante»; dicho de otro modo, Amón, que significa «el oculto», se convierte en el principio director de esos reinados que consisten en revelar lo que estaba oculto. ¿Hay revelación más perfecta, para un faraón, que la de cumplir su primer deber, construir el templo?

El inmenso Karnak, obra eternamente en marcha, morada de los dioses en perpetua evolución, nace a comienzos del Imperio Nuevo, bajo el impulso del faraón Amenofis I y de su maestro de obras, el genial Ineni, que creó también el Valle de los Reyes. Karnak es una ciudad santa dentro de la ciudad, en la que trabajaran todos los faraones hasta la extinción de la civilización egipcia. Luxor, la perfección realizada en arquitectura, es obra de Amenofis III, que celebró allí su nacimiento divino, y de su maestro de obras Amenhotep, hijo de Hapu. Amón reina allí, como en Karnak. Sus muros son de electrón, el suelo de plata, sus puertas de oro, sus pilonos llegan al cielo, mezclándose con las estrellas.

Amón, cuya forma no puede conocer ningún ser humano, es el Secreto de la vida. Está presente en todas las formas vivas y anima cualquier manifestación. En su apariencia humana tiene carne azul y lleva una alta corona formada por una pluma doble. Pero Amón es también una piedra misteriosa en el reino mineral y un carnero con cuernos en espiral en el reino animal. En su condición de Amón-Ra es la unión de lo oculto (Amón) y de la luz divina (Ra) que revela los últimos secretos de la Creación.

Amón-Ra es el dios de una política de conquistas y de un Egipto omnipotente que, tras sus victorias, goza ahora de una paz perfecta bajo el reinado de Amenofis III, gran constructor de templos. El maestro de obras sabe que el corazón de Su Majestad se alegra viendo cómo se levantan las moradas de los dioses. Sus piedras, resplandecientes, ascienden hasta el cielo. Mástiles para oriflamas adornan la fachada de los pilonos de los templos, parecidos a la región de luz donde el sol se levanta cada mañana. El templo nunca duerme; por la noche, los astrólogos observan el cielo y realizan sus cálculos; de día, los ritualistas celebran sus oficios mientras el numeroso personal se dedica a las tareas materiales. Alrededor del templo propiamente dicho se hallan las viviendas de los sacerdotes, los talleres, los almacenes donde se conservan los alimentos, los mataderos, sin olvidar magníficos jardines llenos de árboles y flores y donde tan agradable es reposar a cubierto del sol, en pabellones de recreo.

Amenhotep, hijo de Hapu, se dirige al templo de Karnak para entrevistarse con el sumo sacerdote, el primer servidor de Amón. Jefe del culto, designado por el faraón, el personaje ha adquirido un poder considerable, convirtiéndose, en cierto modo, en un superministro de Hacienda de Egipto, en la medida en que Karnak recibe inmensas riquezas procedentes del tesoro real. Nada es demasiado hermoso ni demasiado precioso para Amón. El oro, las más raras maderas, las piedras más perfectas, ganados, tierras… En el terreno material, el deber del sumo sacerdote es administrar esta inmensa fortuna.

Aunque fuera entronizado por el propio Faraón, que le entregó las insignias de su cargo, un bastón y dos aros de oro, el sumo sacerdote tiende a veces a olvidar que, ante todo, es un servidor de dios y del rey. Sus abrumadoras tareas temporales ocultan la dimensión espiritual de su puesto. Instalado en el propio Karnak, en un palacio, el sumo sacerdote dispone de despachos particulares y de un personal cualificado. Se comporta como un verdadero empresario que dispusiera de muy importantes fondos propios. A sus órdenes se hallan tres profetas de Amón de quienes dependen el personal religioso, sacerdotes puros, sacerdotes lectores, sacerdotes funerarios, ritualistas, astrólogos, etc. Pero están también los numerosos artesanos y campesinos que trabajan para el templo.

Amenhotep, hijo de Hapu, mantiene excelentes relaciones con el sumo sacerdote, en la medida en que este último permanece en su lugar y obedece a Faraón, dios en la tierra, representante del Creador y garante del respeto de Maat, la Regla universal. Nadie debe desconocer esa verdad fundamental: Faraón es el único sacerdote de todo Egipto, el único que puede entrar en el sanctasanctórum y dialogar con Dios. Por eso su imagen está presente en los muros de todos los templos. Cuando debe celebrarse el ritual, a diario, el aspecto inmaterial y simbólico de Faraón penetra en el cuerpo del sacerdote que se encarga de actuar en su lugar. Del rey puede decirse que está en el cielo y brilla para la tierra.

Tras haber intercambiado estos pensamientos con el sumo sacerdote, Amenhotep, hijo de Hapu, que se desplaza en silla de manos, va hasta el Nilo, donde le espera una barca. Atraviesa el Nilo cuyas aguas brillan bajo los rayos del sol matutino y se dirige hasta el palacio de Amenofis III, en Malkatta, en la orilla oeste. Faraón ha elegido la orilla de los muertos para instalar su soberbia morada, que alberga un personal numeroso, compuesto especialmente por artesanos, escultores, dibujantes, sin mencionar a los escribas que se encargan de las distintas tareas administrativas y a los empleados del harén real. El palacio real es una especie de ciudad en miniatura, rodeada de jardines y cuyo centro es la sala de audiencia donde, sentado en un trono de oro, el faraón reúne a la corte y recibe a las delegaciones oficiales, egipcias o extranjeras.

Amenhotep, hijo de Hapu, tiene acceso a los aposentos privados del soberano, con una admirable decoración pintada donde, en paradisíacos paisajes, retozan los pájaros. Pueden verse también peces en estanques, emparrados y flores. Amenhotep, hijo de Hapu, es introducido en el despacho del faraón que, levantándose al alba, ha recibido ya al visir, su primer ministro. La reina, la gran esposa real, está en el jardín dando instrucciones a sus siervas.

Amenofis III recibe siempre a su antiguo amigo con profunda alegría. Hoy, una delegación cretense rendirá homenaje al soberano más poderoso del mundo civilizado, obligación diplomática de la que prescindiría de buen grado. Pero Faraón no tiene elección. Le están sometidos miles de hombres y les debe paz y seguridad. El rey y el maestro de obras hablan de la construcción del nuevo Ministerio de Asuntos Exteriores de donde salen, cada día, cartas escritas por Faraón a sus vasallos. Los altos funcionarios establecen los planes de campaña del ejército que, periódicamente, debe dirigirse al extranjero para manifestar la presencia egipcia. Se preparan los tratados comerciales, las instrucciones para los gobernadores egipcios destinados en el extranjero. Allí se forman los intérpretes que aprenden lenguas extranjeras para tener perfecto conocimiento de los problemas que se plantean en los países controlados por Egipto.

Para mejor sellar la paz, Amenofis III ha practicado la política de los matrimonios diplomáticos. Se ha desposado por este motivo con una de las hijas del rey de Mitanni y con una princesa perteneciente a la familia del rey de Babilonia. Para Tebas fue la ocasión de vivir suntuosas fiestas donde jubilosas muchedumbres se beneficiaron de la esplendidez de Faraón.

El sol está alto en el cielo. Pronto su color será el del oro. Tebas está cubierta de oro. Llega de Nubia y de los países del Asia. Pero no está destinado a los hombres. El oro es la carne de los dioses. Está reservado para los templos, las estatuas divinas.

Faraón se siente orgulloso de la riqueza de Tebas, pero le preocupa. Como su maestro de obras y consejero, vela porque no corrompa el alma humana, porque la Regla de Maat sea respetada en todas partes.

Los cretenses han llegado. Faraón debe separarse de su amigo, que se dirige a las obras de la orilla oeste para inspeccionar el estado de los trabajos. Amenhotep, hijo de Hapu, es dueño de un extraordinario equipo de artesanos, capaces de tallar las más duras piedras, de resolver los más arduos problemas de elevación, de expresar una genialidad siempre renovada al decorar las paredes de templos y tumbas. Todos ven aproximarse con alegría la alta silueta del maestro de obras, cuyos consejos y cuyo saber buscan. Amenhotep, hijo de Hapu, saluda a los capataces del equipo, examina los planos y los diseños, corrige algunos errores, observa a los escultores.

Kheper, el sol del alba, se ha convertido en Ra, el sol de mediodía. Amenhotep, hijo de Hapu, abandona la orilla oeste y atraviesa de nuevo el Nilo para regresar a Karnak, donde le espera el visir para almorzar. Le reciben los servidores del primer ministro de Egipto; Amenhotep, hijo de Hapu, pasa ante el campo de maniobras donde se procede a la instrucción de los jóvenes reclutas llegados de las distintas provincias. Los muchachos se presentan ante los escribas que registran sus nombres. Les dan armas para que realicen los primeros ejercicios. A algunos se les envía a los talleres para que aprendan oficios manuales. El anciano sabio recuerda que a comienzos de su carrera, fue escriba de los reclutas y que descubrió así futuros talentos, algunos de los cuales ocupan hoy puestos de responsabilidad. La silla de mano recorre las calles de Tebas, una dudad cosmopolita, abigarrada, donde se hablan varias lenguas.

Muchos extranjeros, comerciantes o antiguos prisioneros de guerra, se han integrado en la sociedad egipcia. Las culturas se mezclan sin enfrentarse. Los mercados rebosan alimentos. Hay mucha verborrea. Se transportan las mercancías recién desembarcadas en los muelles, donde descargadores y marinos gustan cantar canciones tradicionales. Durante todo el día atracan barcos. Algunos están cargados de bloques, especialmente de granito de Asuán, que se colocan en narrias para arrastrarlos hacia Karnak.

La silla de manos avanza por unas calles a menudo muy estrechas y bastante sinuosas, flanqueadas por viviendas de fachadas blancas que ocultan los jardines. Amenhotep, hijo de Hapu, pasa ante puestos protegidos del sol por tejados hechos con ramas de palmera. Utiliza un necesario mosqueador para espantar los insectos, a menudo agresivos. El polvo le seca la garganta. Intensos olores ascienden de las callejas, enmascarados por los perfumes, de los que se hace un uso abundante.

Amenhotep, hijo de Hapu, atraviesa un barrio modesto de casas construidas con ladrillos de arcilla cruda. El material es perecedero, pero ésa es la regla; lo mismo ocurre con los palacios de los faraones. Únicamente los templos se construyen con piedras de eternidad. Las casas de los hombres no están hechas para perdurar. Incluso en las moradas menos ricas existe cierto arte de vivir gracias, en especial, a la terraza orientada hacia el norte para disfrutar de cierto frescor. Entre las casas hay silos para el grano y establos para el ganado.

La villa del visir está situada en el barrio más elegante de Tebas. Se levanta en medio de un soberbio parque, lleno de palmeras y sicomoros que se elevan por encima de los muros de tierra que separan la villa de la calle. Alrededor de la morada, albercas donde florecen nenúfares proporcionan cierto frescor. La silla de manos penetra en los dominios del visir y avanza por una sombreada avenida, flanqueada de acacias. Amenhotep, hijo de Hapu, pone pie a tierra ante el vestíbulo de recepción, sostenido por columnas. El visir, que está en el umbral, le da un abrazo y le introduce en la sala de estar en cuyo centro hay un estanque. A su alrededor están los despachos, las habitaciones, el cuarto de baño y la cocina. A los dos grandes personajes les sirven una frugal comida. El visir, que debe organizar una gran fiesta religiosa, tiene que solicitar varias aclaraciones al maestro de obras, que conoce los ritos mejor que nadie. Habla de las fiestas de la cosecha, del mes, del medio mes, de las distintas fases de la luna, de Min, de Opet… Otras tantas ocasiones de manifestar lo sagrado, de hacer que el pueblo lo sienta del modo más alegre y directo. El visir ha desenrollado ante sí los papiros donde se inscriben los textos rituales. Amenhotep, hijo de Hapu, los comenta. El trabajo ocupa a los dos hombres hasta que cae la tarde. Ahora debe prepararse para la suntuosa recepción que el visir ofrece aquella misma noche y en la que estarán presentes los más altos dignatarios de la Administración.

Cuando el sol se pone llegan los primeros invitados. Las damas llevan vestidos de lino fino, transparente, que dejan adivinar su cuerpo perfecto. Sus complicados peinados ponen de relieve la finura de su rostro, y se adornan con las más hermosas joyas. Sus esposos no les van a la zaga en lo que a elegancia se refiere. Todos se instalan sobre almohadones. Mientras una orquesta toca música, jóvenes sirvientas, algunas de ellas desnudas, pasan con unos platos que contienen los más refinados manjares. En la cabeza de cada uno de los comensales, un cono de perfume va fundiéndose a medida que avanza la velada y extiende suaves olores. Un arpista canta una canción melancólica. Aconseja vivir el instante presente, llenar la vida de consciente felicidad. Las obras humanas, dice, desaparecen, pero las palabras de los sabios permanecen. Lo mejor es seguir al propio corazón, es decir al propio deseo espiritual. Nadie se lleva al más allá bienes materiales. Así, en plena fiesta, está presente el interés por la eternidad y la vida del espíritu.

Amenhotep, hijo de Hapu, abandona la sala del banquete. Sube al primer piso de la villa y sale a la terraza que domina el desierto. La noche es cálida, perfumada. A lo lejos, los gritos de los chacales. De las calles vecinas ascienden algunas melopeas. El sol se regenera bajo tierra. Tebas, la magnífica, se adormece en paz antes de revivir, mañana, una nueva hora de gloria.