Todo está preparado en la hermosa morada del gran dignatario Amenmose, fiel servidor de Tutmosis III. El tiempo de la Hermosa Fiesta del Valle[39] ha vuelto a llegar. Estamos en verano, durante el décimo mes del año egipcio. La fiesta durará casi dos semanas. Todos los grandes del reino están invitados, pues el rey en persona dirige las ceremonias. Esta vez, Amenmose se encarga de velar por el desarrollo del ritual durante el cual los vivos van a comunicarse con los muertos en la orilla oeste de Tebas.
Amenmose se dirige al templo de Karnak para dar la última mano al extraordinario cortejo que pronto saldrá del gran templo para ser revelado al pueblo de Egipto. Tras haber cruzado la doble gran puerta, el patio al aire libre y la sala hipóstila, Amenmose penetra en la sala de la barca sagrada donde le aguarda Faraón.
Allí se encuentra el tesoro principal, el punto central de la procesión: la magnífica barca del dios Amón, la userhat, «la de potente pecho», o dicho de otro modo, la que manifiesta el poder del «dios oculto» con su proa. Esa gran barca es una prodigiosa obra maestra en la que colaboraron los mejores artesanos. Fue fabricada con una rara madera, procedente del país del dios. Chapada en oro y plata, ilumina la tierra entera con su brillo. A proa y a popa, dos cabezas de carnero con un disco solar en la frente y un collar alrededor del cuello. Son el símbolo de la potencia creadora de Amón que, en el reino animal, se encarna precisamente en un carnero. Serpientes uraeus protegen la divina nave, dispuestas a escupir fuego contra cualquier profano que se atreva a acercarse. Detrás de la proa, esfinges protectoras. Ante la cabina, mástiles cubiertos de electrón. Hay incluso, en cubierta, enseñas y estatuas divinas. La cabina es, en realidad, una capilla donde se encuentra la efigie de Amón, eternamente oculta a las miradas de los hombres. Esa efigie se encuentra, por lo demás, en una barca en miniatura, réplica del userhat y símbolo del movimiento celeste del que procede toda vida. Esta pequeña barca, que se llama «portaesplendores», es también una maravilla cubierta de oro. Se necesitan quince sacerdotes puros delante y otros quince detrás para llevarla en procesión. Dos sacerdotes-sem, encargados de los rituales de resurrección, caminan a ambos lados, a la altura del naos. En ciertos momentos, la barca será colocada sobre una narria, símbolo del dios creador, Atum, y tirarán de ella los artesanos pertenecientes a la cofradía iniciática de Deir el-Medineh.
Faraón se coloca ante la gran barca sagrada. Pronuncia las palabras sagradas que alaban su belleza y la inciensa. Están presentes el visir y el maestro de los artesanos. Se aseguran de que la barca, antes de enfrentarse con el mundo exterior, esté bien protegida por dos diosas Maat, la armonía celestial y la armonía terrestre. Estandartes y emblemas la precederán. El rey desempeñará simbólicamente la función del chacal que jala por los cielos, cada día, la barca del sol. Faraón debe, también, dirigir el bajel manejando el remo-gobernalle.
Ha llegado la hora de salir del templo. La soberbia procesión está perfectamente organizada. Sacerdotes que llevan las máscaras de las divinidades van a la cabeza, siguiendo a un maestro de ceremonias. La población, como cada año, está muy impresionada. Es como si la luz solar apareciese en toda su gloria y su poder. Sin abrasar los ojos de nadie. La procesión se dirige hacia el embarcadero del templo de Karnak, donde la espera una flotilla para que pueda cruzar el Nilo dirigiéndose a la orilla oeste. Llegada al otro lado, la barca de Amón toma un canal que llega hasta el lindero de los cultivos. El primer alto se produce en el templo de la reina Hatshepsut, en Deir el-Bahari. Es la primera estación de un largo camino sacramental durante el cual Faraón, la procesión y la barca sagrada de Amón visitarán a los dioses y sus santuarios de la orilla occidental.
Faraón rinde homenaje a su padre Amón-Ra, rey de los dioses, Primordial y Creador. Ruega que le permita alcanzar sin obstáculos el límite del desierto, la tierra peligrosa, que se acerque a él como el salvador que socorre al náufrago, que le permita alcanzar la tierra firme de Occidente, donde la vida y la muerte son una sola y única realidad.
El gran dignatario Amenmose, como todos los iniciados próximos a Faraón, tiene plena conciencia del gran momento que está viviendo. Todos los dioses y todos los seres vivos de Egipto se reúnen para entrar en comunicación con el alma luminosa de los muertos, siempre presentes en la hermosa tierra de Occidente que protege Hathor, la diosa del amor y la alegría. Cada uno de los vivos que participa en la fiesta se beneficiará de una iniciación a los misterios del más allá. Lo que viva el dios Amón-Ra, al iniciar un proceso de resurrección, va a vivirlo cada uno de los presentes. Efectivamente, en Occidente dormitan las divinidades fundadoras del país, los padres y las madres que gozan allí de un bien ganado reposo. Velan también por los faraones difuntos, que se han convertido en estrellas del cielo. Cada año, Amón y Faraón acuden para rendir homenaje a sus predecesores. Pero no se trata de una simple visita de cortesía. En realidad, proceden a ritos de regeneración que devuelven a la existencia a las divinidades adormecidas, ritos cuya eficacia revertirá sobre el conjunto de la necrópolis.
Cuando la procesión llega cerca de las tumbas resuenan cantos y gritos de alegría. Los sacerdotes se encargan de leer las «llamadas a los vivos», textos grabados en las puertas de las tumbas y que hacen revivir el nombre de los muertos, es decir su ser inmortal. Entonces despiertan los muertos. Un fulgor de vida anima sus estatuas. El espíritu de los difuntos sale de las tinieblas y recupera la luz de la capilla exterior del sepulcro, donde se produce el encuentro con los vivos.
El gran dignatario Amenmose tiene el corazón en un puño. ¿No es este viaje que le ha llevado de Karnak a la orilla oeste la imagen del viaje que constituye la existencia humana? ¿No se enseña a cada participante en la fiesta que, un día, tendrá que abandonar su casa para dirigirse a la morada de eternidad, tras haber degustado lo que da el cielo, lo que la tierra crea, lo que el Nilo aporta? No se trata, en absoluto, de una advertencia desesperada sino de un mensaje de esperanza, pues toda morada de muerte puede ser transformada en morada de vida mediante los ritos apropiados.
Por eso las tumbas servirán de marco al ritual que Faraón va a celebrar ahora, en una de las moradas de sus antepasados, mientras ceremonias similares, realizadas por sacerdotes, se celebren en las demás sepulturas de la necrópolis.
Ha llegado por lo tanto el momento, lacerante y feliz al mismo tiempo, en que los vivos penetran en el mundo de los muertos. Amenmose y los suyos entran en la tumba familiar. Sus servidores traen el material y comienzan a disponerlo. Cada cabeza de familia actúa en nombre de Faraón para desempeñar una función sagrada.
En primer lugar, la ofrenda. Sobre altares portátiles, Amenmose quema carnes y alimentos cuyo agradable olorcillo alimentará el cuerpo sutil de los difuntos. Ofrece luego «todas las cosas hermosas, buenas y puras», entre ellas incienso y mirra cuyos deliciosos aromas son factores de divinización. Los servidores se atarean, especialmente los carniceros que toman cuartos de carne sacralizada y preparan el futuro banquete.
«Excelente es seguir a Dios —se proclama—; este día de fiesta es el más hermoso de una hermosa vida; magnífico es lo que contempla el ojo». A cada participante se le ofrece la ocasión de contemplar a Amón, el oculto, a Ra, la luz divina, y a los propios antepasados que abandonan las tinieblas para aparecérseles en plena gloria. Los habitantes del más allá vuelven a la tierra para participar en la fiesta y disfrutar del suntuoso menú depositado en los altares. Por eso está alegre Occidente; los astrólogos llegados del templo de Karnak anuncian «la hora justa». Intervienen entonces las cantantes de Amón, las tocadoras de sistro, las sacerdotisas que llevan el collar mágico llamado menat, símbolo de la resurrección. Por otra parte, se renueva la abertura de la boca de la estatua que había sido efectuada durante los funerales. El agua del rejuvenecimiento de los dioses se lleva al interior de las tumbas para purificar las almas.
Amenmose consuma un nuevo acto ritual característico de la fiesta: la ofrenda de ramilletes compuestos por flores de loto y papiro, así como lechugas, plantas del dios Min que tienen virtudes genésicas. El nombre del ramillete es «vida». Realizando esta ofrenda, Amenmose aporta pues la vida al reino de los muertos. Por el olor que desprenden los ramilletes de flores, el alma renace, se diviniza; su renombre permanecerá en la memoria de los vivos y saldrá a la luz en compañía del sol.
Durante la ofrenda de los ramilletes, el coro de cantantes entona himnos que formulan votos de abundancia, tanto en la tierra como en el cielo. La tumba se convierte en morada del corazón alegre, tanto para los muertos como para los vivos que tienen la sensación de descubrir un verdadero paraíso. Las figuras grabadas en los muros de las tumbas se animan; los difuntos están de nuevo presentes.
Acto postrero del ritual: la ofrenda del fuego que ilumina la tumba aporta luz a las tinieblas y anuncia la celebración del banquete. En cada sepultura estalla la alegría. Alegría de estar juntos, en familia, pero también de comunicar con los que siguen vivos en el más allá y cuya presencia es, ahora, casi tangible, se cantan himnos a Amón, el divino dueño de esta fiesta, y a Hathor, la dulce y sonriente soberana de Occidente. En esa «morada del gran júbilo» en que se ha convertido la tumba, cada familia pasará la noche leyendo textos rituales, cantando, comiendo, bebiendo, discurriendo sobre la vida y la muerte.
Amenmose, como los demás participantes en la fiesta, permanecerá despierto en la belleza de la noche, escuchando las armoniosas voces de las cantoras, contemplando las luces que brotan de las tumbas. En esa ciudad de eternidad donde los vivos han podido contemplar la serenidad de la muerte murmurará la fiase ritual destinada a todos los que, en el futuro, participen en la Hermosa Fiesta del Valle: «Que vayas en paz hacia el Señor de los dioses».