CAPÍTULO 22
La entronización del visir

En el año 1470 a. J. C., bajo el reinado del gran Tutmosis III, el alto dignatario Rekhmira, cuyo nombre significa «El que conoce como Ra», vive el momento más importante de su existencia. Se ha presentado por la mañana, muy pronto, en palacio, donde le han recibido los escribas reales.[36] Se le ha introducido en una pequeña estancia, donde espera. Uno tras otro, los altos dignatarios del reino llegan para asistir a la importante ceremonia que va a desarrollarse en su presencia.

Rekhmira es hijo de escriba. Su carrera ha sido brillante. Ha recibido numerosos cargos y lleva títulos tan importantes como el de «jefe de los secretos» que ha penetrado en el templo cubierto. Nada ignora de lo que se halla en el cielo, en la tierra y en el mundo intermedio, la Duat. Es al mismo tiempo sacerdote-sem, es decir capaz de oficiar en los rituales de los grandes misterios, y «gran vidente», es decir sumo sacerdote de Heliópolis, la ciudad del sol. Admitido en el cerrado círculo de los consejeros de Faraón, ha desempeñado múltiples funciones espirituales y materiales que le han convertido en uno de los mayores personajes del reino.

Rekhmira está acostumbrado a honores y ceremonias oficiales, conoce los usos y costumbres de la corte mejor que nadie y sin embargo, hoy, está profundamente conmovido. Pronto va a convertirse en el segundo personaje del Estado, el primer ministro de Faraón. Será entronizado visir por el propio rey y prestará juramento ante los más altos responsables egipcios.

Rekhmira se ha preparado durante largo tiempo. Ha hecho un retiro en el interior del templo, lejos de las preocupaciones cotidianas cuyo peso tendrá que soportar. Iniciado en los grandes misterios, hubiera prefería consagrar su vida a la plegaria y a la meditación, pero el Señor de las Dos Tierras no lo quiso así. Gracias a su competencia, Rekhmira será un excelente visir. Antes de complacerse a sí mismo, debe servir a Egipto. Cualquier alto funcionario, siguiendo el modelo de Faraón, ha donado su vida al país amado por los dioses.

Unos dignatarios van a buscar a Rekhmira. Le conducen ritualmente hasta la sala de audiencia de palacio, donde se han reunido los consejeros. Faraón está sentado en su trono. Lleva la doble corona, unión simbólica del Alto y el Bajo Egipto. Reina un silencio impresionante. Rekhmira se inclina ante Faraón, el dios vivo.

Tutmosis III y Rekhmira se conocen muy bien. Son amigos. Pero, en esta circunstancia, el primero es Faraón y el segundo futuro visir. Cada cual conoce la magnitud de sus responsabilidades y desea para sí mismo, como para el otro, el poder asumirlas.[37] La entronización del visir no es una ceremonia profana. En esta ocasión, el faraón desempeña sus funciones de maestro de sabiduría. El gobierno de Egipto descansa, ante todo, sobre una concepción espiritual. Ésta es la que el visir tendrá que hacer respetar.

Tutmosis III toma la palabra. Primer deber del nuevo visir: permanecer atento. Es el soporte de todo el país. Debe saber por lo tanto lo que ocurre en Egipto, sin desdeñar el menor detalle. Esta atención consiste en permanecer «despierto de rostro», en convertirse en base de la propia existencia de Egipto. «Ciertamente no es una diversión —añade Faraón—; asumir esta tarea es tan amargo como la hiel». El rey compara el papel del visir con el del cobre que rodea el oro en la morada del señor y le protege. Faraón es análogo al oro, la carne de los dioses, siendo a la vez dios y hombre; el visir debe ser su muralla, el que aísle al soberano de las impurezas del mundo material.

Faraón evoca luego la altura que corresponde a un visir. Que no baje la mirada ante los altos funcionarios, ni para favorecerlos ni porque se sienta obligado ante ellos. El visir sólo recibe órdenes del faraón. Ningún juez puede influirle, nadie puede pedirle una ventaja personal. Naturalmente, se enfrentará a pedigüeños de toda clase. El visir, en efecto, debe escuchar todas las quejas, mostrarse atento a las peticiones que se le formulan, no desdeñar demandas y reclamaciones que procedan del Alto y del Bajo Egipto. La sala de audiencias del visir es, por excelencia, el lugar donde se disipan las murmuraciones para dar paso a palabras claras en las que se exponen los problemas con franqueza. Pero que nadie espere de él un favor. El visir actúa de acuerdo con la ley, no de acuerdo con sus gustos personales. No importan sus preferencias. El agua y el viento son los mensajeros del visir y le aportan la verdad. Las palabras humanas son a menudo mentirosas; las del universo no engañan. Por eso, cuando un litigante se presenta ante él, el visir conoce perfectamente sus actos. Ha hecho instruir cuidadosamente el expediente antes de oírle acusar o defenderse.

¿Qué ocurre si se equivoca el visir? No debe ocultar su error sino hacerlo público y rectificar la sentencia pronunciada. Su salvaguardia consiste en actuar de acuerdo con la Regla y adecuar siempre sus actos y sus palabras. Su mayor alegría es que nadie pueda decir: «No se me ha hecho justicia».

Pero cuide el visir de no mostrarse demasiado severo, hasta resultar injusto. Faraón recuerda el célebre ejemplo de un visir llamado Jeti que, temiendo ser acusado de parcialidad, perjudicaba sistemáticamente a sus íntimos y sus amigos en beneficio de los demás. Creía así que nadie podría poner en cuestión su probidad. En realidad, sucedía lo contrario del resultado que esperaba. La parcialidad es, precisamente, lo que detesta el rey-dios. Que Rekhmira juzgue a sus íntimos y sus amigos como a cualquier otro. Si merecen ser recompensados, que lo sean; si han cometido una falta, que no la disimule. Debe respetar una regla de oro: prestar la misma atención a aquél a quien conoce y a aquél a quien no conoce. El que está alejado de él merece la misma consideración que el que está próximo. Que no despida a ningún demandante antes de haber escuchado sus argumentos, que no despache a nadie sin explicarle por qué actúa así. Quien solicita audiencia al visir gusta de ser recibido con benevolencia, aunque su demanda no prospere.

Faraón se interrumpe unos instantes. Mira a Rekhmira. Éste ha aceptado los deberes que acaban de serle indicados. Se siente, pues, capaz de desempeñar su función. El Maestro de las Dos Tierras continúa. El futuro visir no ha terminado aún con sus penas.

«No manifiestes cólera intempestiva contra algún individuo —prosigue—; no manifiestes tu irritación sino a sabiendas, contra quien la merece y, sobre todo, sabe inspirar un respetuoso temor por la función que encarnas. Sólo un visir respetado es un buen visir». El faraón añade a continuación una advertencia: que ese respeto no se convierta en miedo nacido de la excesiva rigidez del carácter del visir. Si el pueblo le teme en exceso, es que hay en su comportamiento algo malo.

Rekhmira medita estas últimas palabras. Sabe que tendrá que satisfacer a la vez a Faraón y al pueblo, mantener en equilibrio la balanza sin que se incline uno de los dos platillos. Sabe que ya no se pertenecerá y que tendrá que estar siempre al servicio de Egipto, sin pensar en su propio interés. Rekhmira acepta.

Faraón le revela entonces el aspecto más sagrado de su misión: cumplir Maat, la Regla de oro de la armonía universal. Desde la edad de oro, desde los tiempos de Dios, el visir es su riguroso custodio. No es un funcionario profano sino el escriba de Maat, el que conoce las leyes del cielo y de la tierra y las hace respetar. «Por eso —dice Faraón—, darás audiencia en una amplia estancia llamada la sala de las dos Maat».

Rekhmira conoce el significado del apelativo. En aquella sala hay, efectivamente, dos verdades: la verdad divina y la verdad humana. La sala de las dos Maat es también el nombre del tribunal del otro mundo donde los dioses juzgan las acciones de los hombres e identifican a los justos que podrán acceder al paraíso. La función del visir es de origen sobrenatural. La justicia que ejerce está unida a la justicia divina, al orden eterno de las cosas.

«Serás un juez equitativo ante todo el pueblo —añade Faraón—. Mantente en tu función, actúa de acuerdo con los deberes que se te indican; todo irá bien para ti si te adecúas a esta Regla. No dejes nunca de actuar según Maat. No caigas en la trampa de la vanidad».

Rekhmira asiente de nuevo. Está ahora plenamente investido de su oficio de visir. Faraón le ruega que se acerque a él, al trono. En adelante, el visir se instalará en una silla con respaldo; ante él, sobre el suelo, se dispondrá una tela roja sobre la que estarán los cuarenta rollos de las leyes. El visir tendrá un bastón, símbolo del Verbo que practica. «Sé mi voluntad, mis ojos y mis oídos —le pide Faraón—; conviértete en sabio entre los sabios y no olvides la estatuilla de Maat que llevas en el pecho».

«Viendo la persona real —responde Rekhmira— contemplo a Ra, señor del Cielo, rey de Egipto cuando se levanta, disco solar cuando se revela. Su Majestad sabe lo que ocurre; no existe nada que él ignore».

Pronunciadas estas palabras rituales, Faraón le dice al visir que tendrá que administrar todos los asuntos del país, de modo que no se produzca desorden alguno. Bajo su directa responsabilidad se colocan el Ministerio de Justicia, los archivos oficiales y el catastro. Cada día le llegan los informes de las provincias sobre la situación económica y los problemas que se plantean aquí y allá. Pasará muchas noches en blanco intentando encontrar soluciones equitativas. Cada mañana será el primero en saludar al rey. Los dos hombres celebrarán una larga entrevista sobre los principales asuntos en curso. Manteniendo en cualquier circunstancia el control de sí mismo, el visir buscará en el silencio la intuición necesaria para adelantarse a las intenciones del soberano y no retrasarse nunca en las tareas que deba realizar.

Después de ver al rey, el visir se entrevistará con los responsables de los distintos ministerios. Escuchará los informes y distribuirá sus instrucciones. Cada día, cuando él dé la orden, se abrirán los despachos de palacio. Será pues el primero en trabajar y dará ejemplo. Cuidará de mantener una eficaz red de mensajeros en todas las provincias con el fin de estar bien informado de lo que ocurre.

Su audiencia será cotidiana. Recibirá primero a los miembros de la administración y del ejército, acogerá luego a los simples particulares que necesitan ser ilustrados por sus consejos o exigen su juicio. En la Regla[38] de la que es depositario se encuentra una respuesta a cualquier pregunta. Tiene la posibilidad de nombrar jueces y delegarlos, en su lugar, para asuntos menores, pero si es necesario tendrá que presidir el tribunal del rey.

Le corresponde mantener Egipto en la prosperidad, de modo que todo el mundo pueda trabajar, alimentarse, vestirse y hacer feliz a la propia familia. El visir determina el calendario de las labores agrícolas, el inicio de la labranza y la cosecha, la fecha de la poda de árboles; se encarga de la excavación y mantenimiento de los canales, de las grandes obras del Estado, de los templos, del censo de hombres y animales, de la distribución de aguas, de la recaudación de tasas e impuestos. El visir debe establecer el presupuesto del Estado velando porque ningún egipcio sea talable y trabajable a voluntad. No debe tolerar ningún abuso por parte de un funcionario. Si advirtiera una falta de un agente del Estado, debería castigarla con mucho rigor. Al visir le corresponde, también, asumir la dirección del Ministerio del Ejército. Es el jefe de la marina y de la infantería, asume el mantenimiento del sistema de defensa, de los fortines, es responsable del buen estado del material y de la moral de las tropas.

Faraón entrega al nuevo visir Rekhmira el sello que pondrá en todos los documentos oficiales que, antes de ser archivados, pasarán forzosamente por sus manos. Tutmosis III sabe que el hombre al que acaba de entronizar es digno de confianza. «Debes saber pronunciar las palabras adecuadas —continúa diciéndole— para que se conozcan y otros sabios las escuchen».

Rekhmira se inclina ante el dueño de Egipto y, como segundo personaje del Estado, cierra esa ceremonia de investidura con las palabras rituales que el visir pronuncia cada noche, una vez cumplida su tarea: «He exaltado a Maat hasta lo alto del cielo y he hecho circular su perfección a todo lo ancho de la tierra, de modo que permanece en la nariz de los hombres como un soplo de vida».