El toro potente que aparece en Tebas, Aquel cuya realeza es duradera como la de Ra en el cielo, Aquel cuya fuerza es poderosa y magníficos los amaneceres, el rey «que sea bien moldeado el nacimiento de la luz», Tutmosis de perfecto destino: ése es el nombre completo del faraón Tutmosis III (1490-1436), el faraón que fue alimentado con la sabiduría de los dioses y conoce los caminos secretos en el cielo. Tebas, la ciudad a la que ha enriquecido más que cualquier otro rey, está alborozada. Es el día de la salida de la gran barca sagrada de Amón, el dios de las victorias. El espléndido navío ritual se manifiesta al pueblo de Egipto. Brotan por todas partes gritos de júbilo.
Tutmosis asiste a la fiesta con la serenidad de un monarca que ha vivido mil aventuras, que ha sabido crear una paz duradera utilizando la peligrosa arma de la guerra. Siempre vencedor, ha merecido las más grandes loas. Se han compuesto himnos en su honor. Todos los países extranjeros doblan la cerviz ante él. El temor que inspira alcanza los límites marcados por los cuatro pilares del cielo. Mantiene prisioneros, en su puño, a los jefes de todas las regiones. Los rebeldes caen bajo sus sandalias. Ningún enemigo de vil corazón tiene la fuerza de levantarse contra Faraón. Los hombres se acercan a él con la espalda cargada de presentes. Su Majestad aparece como una estrella cuyo brillo se asemeja a una llama. Tiene la potencia de un toro eternamente joven, la rapidez del chacal capaz de recorrer las Dos Tierras en un instante.
Éstas no son vanas alabanzas sino descripciones simbólicas de la persona sagrada de Faraón. Gran conquistador, jefe guerrero, primero de los combatientes que camina a la cabeza de su ejército…
Sí, Tutmosis III fue ese hombre y consideró indispensable serlo para garantizar la seguridad de su país.
Mientras en el exterior prosigue la fiesta, Tutmosis III entra en el templo de Karnak, el inmenso santuario de Amón-Ra, el dios que le ha elevado a la realeza y al que siempre fue fiel. Faraón contempla, en los muros del templo, el relato de sus batallas, grabado allí, en jeroglíficos, porque posee un valor sagrado. Se trata, es cierto, de expediciones militares, pero también de actos de civilización, aportaciones de la luz de Egipto a las tinieblas exteriores, voluntad de proteger las Dos Tierras de cualquier peligro procedente de los países extranjeros. Esos relatos históricos, o más exactamente de historia sagrada, son los Anales. Evocan las diecisiete campañas de Tutmosis III en Asia, obedeciendo a una gran idea: convertir aquellos parajes en protectorados, imponer la paz egipcia e impedir cualquier tentativa de invasión interviniendo en la fuente misma de la revuelta. Dos veces ya, a finales del Imperio Antiguo y al término del Imperio Medio, Egipto vaciló. Los pueblos extranjeros aprovecharon la circunstancia para violar el territorio de las Dos Tierras, desvalijar, convertirse incluso en ocupantes, como los hicsos. Es preciso hacer lo que sea para evitar que semejantes desgracias se repitan.
Para conseguirlo, Tutmosis III pone en pie un ejército profesional. Sólo los soldados de carrera, bien formados, creyendo en su formación y con un ideal de valentía, tendrán el deseo y la capacidad de llevar a cabo una política de conquista.
Faraón concederá a los soldados ventajas nada desdeñables: unas condecoraciones que, lejos de ser baratijas sin valor, consistirán en collares y colgantes de oro y, sobre todo, en donaciones de tierras. Naturalmente, siempre hay escribas que se burlan de la vida militar y critican sus aspectos más desagradables. El entrenamiento es difícil, casi inhumano; los jóvenes reclutas cosechan heridas y chichones. Es imposible descansar so pena de ser castigado por el oficial de servicio. Y luego hay que salir de campaña, caminar durante horas por rutas difíciles y cargados como asnos. La espalda duele y no hay masajista. El agua está racionada y, además, es salobre. El vientre duele, las piernas desfallecen, el hambre atenaza el estómago y, sin embargo, es preciso seguir adelante sin preocuparse por el calor o el frío. Al llegar al campamento nada se arregla. Es un verdadero penal. La comida es mediocre, las tareas numerosas, en caso de desfallecimiento llueven los golpes. Y luego está el enemigo. El soldado está tan cansado que parece un pájaro caído en la trampa. Frente a las flechas enemigas pierde todo el valor. Quien escapa de este cúmulo de desgracias puede por fin regresar a Egipto, ¡pero en qué estado! Ya sólo es vieja leña corroída por los gusanos. Algunos ladrones le despojan de su escasa soldada y no le queda sino morir, pobre y enfermo.
Afortunadamente para el ejército egipcio, la realidad era algo distinta. La guerra tenía inconvenientes, es cierto, pero los hombres de tropa gozaban de una intendencia «a la egipcia», es decir perfectamente organizada. No olvidemos, de paso, que el más alto responsable del ejército no es un militar sino un civil, el visir, el primer ministro de Egipto. Sabiendo que su rey concede particular importancia al buen estado moral y físico de los soldados, el visir veló para que la ración se compusiera de carne, legumbres, pan, pasteles y vino. Cada cuerpo del ejército tenía cocineros y panaderos.
El armamento egipcio se ha perfeccionado. Los especialistas estudiaron a conciencia las armas utilizadas por los asiáticos y no han vacilado en producir armas semejantes, aportando ciertas mejoras. Los arqueros van provistos de un arco triangular, los infantes utilizan escudos y armas de mano, especialmente espadas en forma de hoz. Los carros reúnen a los soldados de élite. A ellos corresponde ganar las batallas. Tras su derrota por los carros hicsos, los egipcios aprendieron a fabricarlos. En los carros aprenden el oficio de las armas los príncipes herederos, los futuros faraones; desde su carro, Faraón dirige su ejército. La tripulación de un carro de combate se compone de un auriga y un soldado que maneja el arco, la lanza o la espada. La cohesión de este equipo es esencial.
En el ejército de Tutmosis III no hay sólo egipcios. Incluye también en sus filas extranjeros «egiptianizados», entre los cuales, algunos prisioneros de guerra que han sabido reconvertirse hasta el punto de servir al país que antaño combatiera. El Faraón ha insuflado el sentido del Estado a los soldados que parten lejos, para servir la gloria de Egipto. Suceda lo que suceda, Faraón estará entre sus hombres y dará ejemplo. Que ningún egipcio se bata, nunca, en retirada ante el enemigo. Jefe o guerrero, el rey será la sombra bajo cuya protección los soldados se sentirán bien. El papel del rey es ser, por sí solo, una infranqueable muralla alrededor de Egipto. Con sus valientes, hará que la luz triunfe sobre el caos.
Tutmosis III recuerda con emoción su primera campaña, el inicio de la epopeya que durante varios años le llevará por las rutas de Asia. El rey gobierna solo Egipto desde hace algo más de un año, pero su plan ha sido cuidadosamente madurado. El peligro es Mitanni, Estado instalado al este del Éufrates pero que extiende sus ramificaciones por Asina y Canaán. El corredor siro-palestino estaba ocupado por una multitud de pequeños principados que se vendían al mejor postor. El conflicto entre Mitanni y Egipto resultaba inevitable. El servicio de espionaje informa a Tutmosis III que el príncipe de Kadesh ha logrado organizar una temible coalición que, tarde o temprano, atacará Egipto. Faraón toma la delantera. El ejército egipcio se reúne en el delta. Conoce su objetivo: romper la coalición, acabar con Mitanni, alcanzar el Eufrates y reconquistar las provincias sometidas a la influencia de Mitanni. Ahora bien, ningún soldado sabe que serán necesarios veinte años de esfuerzos para concretar estos objetivos.
El 25 de febrero de 1468, el ejército egipcio cruza la frontera nordeste del delta, dirigiéndose a Asia. En nueve días recorren doscientos kilómetros para llegar a Gaza. Tras cuatro días de descanso, es preciso iniciar una nueva marcha de once días para llegar a la llanura de Megiddo, donde se han reunido más de trescientos jefes de clan, cuyas fuerzas, aunque superiores en número, carecen de coherencia. Tutmosis está bien informado. Pese al estado de fatiga de sus soldados, Faraón sólo va a concederles una noche de descanso. Atacarán al alba a un enemigo demasiado estático y seguro de sí mismo. La vela de armas es, por lo demás, muy agitada. Se preparan arcos, flechas, espadas, carros, se ocupan de los caballos, se distribuyen las raciones alimenticias y se despliegan los centinelas alrededor del campamento. Tutmosis III pide a todos sus hombres vigilancia y firmeza.
El día de la fiesta de la Nueva Luna, Faraón lanza su ataque contra la poderosa fortaleza de Megiddo. Va de pie en su carro de electrón, llevando sus ornamentos. Los dioses Fortalecen sus brazos. Su ejército se despliega mientras Tutmosis III permanece en el centro. Los enemigos quedan sorprendidos. Son incapaces de resistir y huyen. Los asiáticos, rodeados, se refugian en la fortaleza, abandonando carros y caballos. El pánico es tal que algunos son por sus ropas hasta detrás de las almenas, incluido el príncipe de Kadesh, cuya conducta es poco digna de un jefe. Los coaligados se sienten aterrorizados, tropiezan, caen al suelo de cabeza.
Los soldados egipcios se apresuran a recuperar los carros de oro y plata abandonados por el enemigo que huye. Desvalijan las tiendas del campamento adversario y acumulan botín. En las filas egipcias se lanzan gritos de victoria. La estrategia de Tutmosis III ha resultado perfectamente eficaz. El ejército entero rinde homenaje al faraón y le ofrece las presas de guerra: prisioneros, caballos, objetos preciosos y carros.
Pero Tutmosis III sabe que su victoria es aún incompleta. Cierto es que el enemigo ha sido derrotado, pero muchos confederados se han refugiado en la fortaleza. «¡Apoderaos de esa ciudadela!», ordena a sus tropas. Ha llegado el momento de poner fin a la coalición haciendo prisioneros, de un solo golpe, a todos los jefes adversarios. Apoderarse de Megiddo, concluye Faraón, es apoderarse de mil ciudades.
Actúan de forma metódica. Primero, disponer hombres que eviten cualquier salida. Luego, evaluar la extensión exacta de la dudad, rodearla de un foso, cercarla después con árboles jóvenes que tiene la ventaja de exhalar agradables olores, que complacen especialmente a Faraón, instalado en una plaza fortificada al este de Megiddo y velando, noche y día, por la evolución de la situación. Naturalmente, la tienda de Su Majestad es custodiada por un cuerpo de élite que impide que nadie se aproxime sin un control riguroso.
Tutmosis III sabe que vive una gran hora de la historia egipcia. Los coaligados acabarán rindiéndose. De modo que el rey hace acudir a su presencia escribas para dictarles el informe de esta formidable campaña. Un rollo de cuero será depositado en el templo de Karnak y servirá de texto de referencia para los grabadores que habrán de imprimir los jeroglíficos en la piedra.
Tras siete meses de asedio, los coaligados salen de Megiddo y, en señal de sumisión, acuden a prosternarse ante Tutmosis III. No llevan las manos vacías para implorar el perdón de Faraón: oro, plata, lapislázuli, turquesas, vino, ganado, cereales. Los escribas establecen el detalle exacto del botín: 20 500 corderos, 2000 cabras, 1929 bovinos, 207 300 sacos de trigo y cebada, 2401 caballos, 924 carros, 502 arcos, un carro de oro labrado que perteneció al jefe de la coalición, otro al príncipe de Megiddo, algunas hermosas cotas de bronce, unos 2500 prisioneros, entre ellos mujeres, niños y 103 civiles que no han participado en el combate y se han rendido porque se morían de hambre. Hay también numerosas piezas de vajilla, oro y plata, estatuas, sillas de mano y ropa.
Tutmosis III se muestra magnánimo. No ha venido a sembrar el terror sino a instaurar la paz. No hay ejecución alguna. Es más: los jefes rebeldes siguen a la cabeza de sus tribus y sus clanes, pero es Faraón quien los nombra y deben rendirle cuentas. Por eso las tierras cultivables quedan bajo la responsabilidad de administradores egipcios que percibirán, cada año, un diezmo en especies.
La batalla de Megiddo causó menos de cien muertos. Sin embargo, ha impuesto Egipto como una gran potencia, capaz de construir un imperio de Asia y administrarlo sin hacer desgraciadas a sus poblaciones. Varios hijos de jefes tribales son enviados a Egipto, no como prisioneros sino como alumnos. Aprenderán el egipcio, las costumbres de las Dos Tierras, seguirán estudios de Economía y Derecho. Una vez «egiptianizados», regresarán a sus casas y gobernarán su territorio permaneciendo fieles a Faraón, que cuida de que inscriban en los templos terroríficos textos donde se afirma que ha destruido ciudades y aldeas, dejando tras de sí un montón de ruinas, que se ha llevado a los supervivientes cautivos, con todos sus bienes, que ha arrasado plantaciones, cultivos, campos, dejando estéril la tierra para siempre. Estas mágicas amenazas bastarían para tranquilizar a quienes tuvieran aún la intención de tomar las armas contra Egipto.
Durante los años siguientes, el ejército egipcio inspecciona regularmente sus nuevos protectorados siro-palestinos. Se exhibe, desfila e interviene en cuanto se produce el menor disturbio. Tutmosis III no vacila en desplazarse hasta allí personalmente, para sostener la moral de sus tropas y al mismo tiempo demostrar a las poblaciones de los territorios conquistados la importancia que concede a la paz del imperio. Los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, enviados a tan lejanos parajes por períodos más o menos largos, velan por la buena recolección de las cosechas y por el traslado de la parte correspondiente a Egipto.
A Tutmosis III le gustan estos viajes. Siente especial afecto por Siria, donde, por otra parte, se produjo un milagro cuando Faraón conversaba con dos de sus astrólogos. Procedente del sur, una estrella se aproximó bruscamente a ellos. Produjo tal brillo que nadie, a excepción del rey, pudo permanecer de pie. ¿Pero no es el propio Faraón la estrella que propaga el terror entre sus adversarios y les deslumbra con su mera presencia?
Más prosaicamente, Siria es una tierra rica, fértil y hermosa. La costa siria es activa, con sus numerosos puertos, Gaza, Ascalón, Jaffa, Tiro, Sidón, Biblos. Los múltiples y pequeños Estados de la región aceptan el dominio egipcio, pues se está convirtiendo en sinónimo de seguridad y de paz, tanto más cuanto cada príncipe local mantiene su independencia, sus instituciones y sus costumbres. La presencia egipcia, aunque muy eficaz, es discreta. El jefe guerrero Tutmosis III no es un hombre brutal ni un déspota. Sabe que cada cual debe poseer una cierta libertad para apreciar la jerarquía en la que está inserto. El rey conoce, por lo demás, personalmente, a sus vasallos y sus familias, y no deja de acudir a saludarlos durante sus giras de inspección. Tarea abrumadora, perpetuamente recomenzada… pero Tutmosis III da la cara para permitir que se establezcan las condiciones de una paz duradera.
La Administración egipcia no pierde el tiempo. Después de cada campaña se redacta un informe detallado y se deposita en los archivos reales, constituyendo, poco a poco, unos anales. En Tebas, el servicio de los países extranjeros se encarga de los intercambios comerciales y culturales con los países vasallos. Forma intérpretes que aprenden lenguas extranjeras, como el akkadio, para poder hacerse perfectamente cargo de los problemas locales.
A los soldados egipcios también les gustan las giras de inspección en Siria. El vino es abundante. Los banquetes son numerosos. Las mujeres son amables y saben hablar con los valientes. La carrera militar tiene a veces cosas buenas.
En el año treinta y tres de su reinado, Tutmosis III se ve obligado a llevar sus tropas a realidades menos risueñas. La octava campaña no es una partida de placer sino una expedición de gran envergadura. Faraón no se ha dejado embriagar por sus éxitos y nunca ha perdido de vista su primer objetivo: crear un imperio que se extienda hasta el Eufrates. Tutmosis se asegura una impresionante logística para que el viaje sea lo más corto posible y fatigar menos a sus hombres. Hace construir chalanas de madera de cedro que se colocan en carros tirados por bueyes. Se atraviesa así el desierto hasta el Eufrates. El ejército cruza el río en esas chalanas. Es la primera vez que un faraón cruza esta frontera natural. El gran acontecimiento se conmemora levantando una estela que señalará el punto último de la expansión egipcia hacia el norte. El enfrentamiento entre egipcios y mitannios, sorprendidos al verse acosados en sus propias bases, se producirá en Karkemish, al oeste de Alepo. El ejército de Faraón sale victorioso. El enemigo, una vez más, es puesto en fuga. Las ciudades, tomadas al asalto, se rinden. Tutmosis III ha hecho realidad su ambicioso proyecto: vencer al adversario en su casa, repeler hasta muy lejos, hacia el norte, al posible invasor. Egipto está ahora protegido del adversario asiático por una vasta expansión de pequeños principados colocados bajo su control económico. La guerra ha generado la paz.
Tutmosis III y sus oficiales se permiten un momento de descanso: una cacería de elefantes. Junto al Eufrates descubren un rebaño de ciento veinte paquidermos. Junto a Faraón se encuentra el comandante Amenemheb, un valiente que ha acompañado a su soberano en todas las expediciones, tanto hacia el norte como hacia el sur. Combatió con las manos desnudas en el desierto de Negeb e hizo tres prisioneros; al oeste de Alepo, sus presas de guerra fueron más considerables: trece asiáticos, setenta asnos vivos y trece lanzas de bronce dorado. Amenemheb descolló en muchas otras batallas y recibió recompensas de Tutmosis III: un león, dos collares, dos botones, cuatro brazaletes, todo de oro y en presencia del ejército reunido. Amenemheb gozó también el privilegio de que le atribuyeran dos servidores, un hombre y una mujer.
Pero el valiente soldado tiene el ánimo absorto en una grave preocupación que le lleva a olvidar los recuerdos felices; allí, junto al río, el jefe de los elefantes, un enorme macho, carga contra Faraón. La situación del rey es mala. Amenemheb sabe que Faraón no retrocederá y no intentará huir. El elefante va a pisotearle, a matarle. El oficial se lanza en ayuda de su soberano. Consigue cortar la «mano» del elefante, su trompa. Amenemheb se mantenía en el agua, entre dos rocas, fuera del alcance del animal, pero lo bastante bien colocado para salvar al rey. La recompensa estuvo a la altura de esa nueva hazaña: oro, vestiduras y cinco pares de sandalias.
Pero esos bienes materiales no son lo que más importa al fiel y valeroso Amenemheb. Guarda de corps de Tutmosis III, siente una sincera admiración por el señor de Egipto. Su mejor recompensa es la amistad que por él siente el soberano. Estar a su lado le procura la mayor alegría.
Tutmosis III puede contemplar con satisfacción la obra realizada. Asia se le ha sometido. Todos sus pueblos le pagan tributo y han entrado en la esfera de influencia económica y cultural de Egipto. Desde su trono de Tebas, el monarca egipcio gobierna el mayor imperio del mundo.
La vigilancia, sin embargo, es imprescindible. Cuando el rey cree haber puesto fin a sus expediciones militares, un movimiento de revuelta se inicia en las provincias de Asia, impulsado por el príncipe de Mitanni y el de Kadesh, una nueva coalición intenta formarse contra Egipto. Estamos en 1464 a. J. C. Tutmosis III, que aspiraba a gozar de una paz bien merecida, no vacila. Si los coaligados consiguen unirse, todos los esfuerzos realizados pueden verse reducidos a nada.
Tutmosis III reúne su ejército para su decimoséptima campaña en Asia. Será la última. Faraón ha decidido dar un buen golpe. No tarda en someter la ciudad de Tunip y marcha hacia el centro de la coalición, hacia la fortaleza de Kadesh. El enemigo no ha tenido tiempo de reunir fuerzas suficientes para hacer frente a las fuerzas egipcias. Se encierra en Kadesh, con la esperanza de retrasar el mayor tiempo posible el fatal desenlace. El príncipe de Kadesh es consciente de que no podrá aguantar mucho tiempo un asedio. Debe intentar una salida y volver a fomentar los disturbios en otra parte. Hay una sola arma posible: la astucia. El príncipe de Kadesh hace salir de la ciudad una yegua en celo. Enloquecida, penetra al galope en el ejército de Faraón. El príncipe de Kadesh espera aprovechar el tumulto provocado en el ejército egipcio para desaparecer. Eso era desconocer la presencia de ánimo y los reflejos del fiel Amenemheb. Rápido como el rayo, se lanza sobre la yegua, le abre el vientre con la espada y le corta la cola ofreciéndosela al faraón.
La añagaza del asiático ha fallado. Tutmosis III da un abrazo a Amenemheb e implora para él el favor divino. Gracias a la intervención del valeroso comandante, los planes del rey se desarrollan inexorablemente. Tutmosis III elige a los hombres más vigorosos de su ejército para destruir la muralla que han construido los habitantes de Kadesh. A la cabeza de los voluntarios, claro está, va Amenemheb. «Yo fui quien la quebró, a la cabeza de hombres valerosos, ningún otro actuó antes que yo». Que Amenemheb fuese el primero en penetrar en la ciudadela de Kadesh, simbolizando así la total victoria de Egipto, era pura justicia. Esta vez, ha sido desbaratado cualquier intento de coalición. En Tebas estalla la fiesta. El mundo está en paz, el poder egipcio se halla en su apogeo. Del templo de Karnak, colmado de riquezas por Tutmosis III, sale la gran barca ceremonial de Amón, dios de las victorias. El comandante de esta barca simbólica y pacífica, claro está, no es otro que el valiente Amenemheb.
Aunque Tutmosis III haya resuelto el problema asiático, no ha desdeñado por ello la seguridad en la frontera sur de Egipto. En el quincuagésimo año de su reinado realiza una impresionante gira de inspección por la Baja Nubia. Las tribus nubias ven desplegarse las maniobras del ejército egipcio y comprenden que no tienen posibilidad alguna de rebelarse. Imposible entregarse, como algunos años antes, al pillaje y atacar a los ganaderos egipcias para robar sus animales. Tutmosis III llega hasta el Gebel Barkal, más allá de la cuarta catarata. En el lugar llamado «la montaña santa» ofrece un gran sacrificio al rey Amón-Ra. En aquel paraje de la futura Napata se levanta un templo protegido por una fortaleza. Allí llegan las caravanas cuyos productos se comercializan en un animadisimo mercado. Tutmosis III convierte Nubia en una próspera colonia bajo la responsabilidad de un hijo real que lleva el título de virrey y jefe de los países del Sur. El personaje, que a menudo será un escriba de alto rango, depende directamente de Faraón. Garantiza la buena administración de la colonia nubia de donde proceden distintos productos: trigo, ganado, marfil, ébano y oro. Algunos cuadros administrativos y militares egipcios se instalan en Nubia por períodos más o menos largos. Los hijos de jefes de las tribus nubias son educados en la corte de Egipto antes de ser devueltos a los suyos. Nubia se egiptianiza.
De la guerra a la paz: Tutmosis III ha recorrido el camino que los dioses le pidieron que siguiera. Uno de sus nombres significa: «Que el devenir de la luz divina sea estable»; hoy, mando se ha apagado el ruido de las armas, la luz de Egipto brilla efectivamente en las regiones circundantes, el trono de las Dos Tierras está firmemente establecido. La divinidad está presente en la tierra de los hombres. Dios ha dado poder y victoria al faraón. Ha sido su guía. Por eso no hay ya rebeldes en todo el horizonte del cielo, lodos los pueblos acuden a él con sus tributos a la espalda.
Faraón reina sobre Mitanni, el país de los hititas, Asina, Mesopotamia, Canaán, Ugarit, Biblos, el distrito de Yahvé, Nubia. Los Nueve Arcos, es decir la totalidad de los países extranjeros, están a sus pies. Sus jefes están reunidos en su puño. Amón ha dado al rey la tierra, a lo ancho y a lo largo, porque ha sabido conquistarla siguiendo las directrices divinas.
Tutmosis III contempla la estela de granito, a la gloria de Faraón, que los escultores acaban de instalar en una capilla de Karnak, cerca del naos. El texto canta las alabanzas del faraón vencedor. No se venera al individuo sino la función que ejerce. Pues a es luz para los egipcios, sol para los fenicios, toro para los cretenses, estrella para los africanos, león para los asiáticos.
Karnak es la Gran Obra de Tutmosis III. Ha construido su sala de festejos, el templo de iniciación donde accede a los misterios la élite del país. El propio Faraón es un maestro de sabiduría, pues Ra le ha abierto las puertas de la región de luz, permitiéndole ver su secreto por los caminos del firmamento. Por eso Faraón nene a deber de mantener en paz, salud y armonía el alma y el cuerpo de sus súbditos. Él tomó medidas para curar a quienes sufren tras haber consultado un Libro de protección que data del tiempo de los ancestros.[34]
Ante Dios, en el sanctasanctórum de Karnak, Tutmosis III se sitúa más allá de la guerra y de la paz. Se confunde con la luz del origen, comulga con el propio misterio de la creación, del que tendrá que dar testimonio ante los hombres.
Mientras el faraón medita, el escultor puede grabar en la estela las palabras que le han encargado transmitir: «Mi Majestad ha hablado de acuerdo con la Verdad para que todo el mundo lo sepa.»[35]