Hatshepsut, la primera de los nobles, reina sobre Egipto (1490-1468). Regente del reino, primero, obligada a asumir el ejercicio del poder debido a la corta edad del faraón legítimo, Tutmosis III, se ha convertido en Faraón viviendo los ritos de la coronación.
Éste fue el primer viaje hermoso de la reina-faraón: un itinerario espiritual que la convierte en hija de una mortal, la reina Ahmose, y de un dios, Amón.[31] El omnipotente Amón, cuyo nombre significa «el oculto», sorprendió a la reina cuando descansaba en su palacio. El maravilloso olor que emanaba del cuerpo del dios la despertó. Ardiendo de deseo, Amón le reveló su forma divina. El amor les unió. Amón anunció a la reina que daría a luz una hija, Hatshepsut, y que ésta desempeñaría la función real, benefactora para la humanidad. Cada día, como Ra, dios de la luz divina, él se encargará de ofrecerle su mágica protección. El carnero Khnum moldea a la niña en su torno de alfarero, dándole vida, poder, estabilidad y alegría. Le concede, al mismo tiempo, la soberanía sobre todo Egipto y todos los países extranjeros. Por lo que se refiere a Thot, señor de la lengua sagrada y patrón de los escribas, hace el anuncio oficial del nacimiento divino de Hatshepsut, a quien las potencias del destino atribuyen la más feliz de las existencias. Hathor, diosa de la alegría y el amor, presenta la niña a Amón para que la reconozca como suya, como forma luminosa brotada de su ser. Le da su nombre, Maatkara,[32] la estrecha contra sí, la besa, le permite aparecer en el trono como principio de la luz, eternamente. Hatshepsut es entonces amamantada por las vacas celestes, gozando así de alimentos excepcionales que le darán una fuerza sobrehumana para realizar su tarea. Purificada, presentada a todos los dioses del sur y del norte, Hatshepsut es creada Faraón y gobierna el país según su propia voluntad, que es la de su padre Amón.
El viaje simbólico que vivió ritualmente en el interior del templo, durante las fiestas de la coronación, Hatshepsut no lo olvidará nunca. Hace construir un extraordinario monumento, «la capilla roja», donde relata los principales episodios.[33] ¿Cómo no evocar ese instante solemne en el que, recorriendo las salas de Karnak en busca de un futuro faraón, el dios Amón se detuvo ante Hatshepsut para designarla como soberana?
Todo lo que el cielo cubre y todo lo que el mar rodea pertenece a Hatshepsut. Pero ante todo debe tomar realmente posesión de las Dos Tierras, de ese Egipto cuya felicidad desea. Éste es el objeto de su segundo viaje. La reina-faraón parte de Karnak y asciende hacia el norte. La embarcación real, el más hermoso florón de una soberbia flotilla, se detendrá a menudo para permitir a Hatshepsut bajar a tierra y rendir homenaje a los dioses en los principales templos del país. Irá también a Menfis, la capital económica, para ser reconocida como Faraón por el dios Ptah, y a Heliópolis, la vieja capital religiosa, para recibir la bendición de Ra.
Hatshepsut es una mujer muy hermosa. Su rostro es de admirable finura, su porte gracioso y altivo; autoritaria y encantadora a la vez, sabe conquistar los corazones y se impone a todo el mundo por su presencia y su inteligencia. Profundamente diplomática, a la reina-faraón no le gustan los enfrentamientos, aunque sabe hacerse respetar. No es una reina de opereta sino un verdadero faraón. Como única excepción al protocolo, no lleva el título simbólico de «toro potente», pues carece de la potencia viril y fecundadora de un faraón masculino. Ningún dignatario, ningún gobernador de provincia discute el poder de Hatshepsut, revestida con las insignias de la realeza y ejerciendo, con plena soberanía, las prerrogativas de su función. Pues ella es designada como el cable que sirve para jalar el Bajo Egipto, como la estaca a la que se amarra el Alto Egipto, el guardín perfecto del gobernalle del Delta. Hatshepsut es, a la vez, el navío del Estado que boga en paz y el puerto donde se encuentra paz y serenidad.
A Hatshepsut le gusta el orden. No sólo la buena organización administrativa que permite a los egipcios vivir días felices a orillas del Nilo, sino también el orden divino al que debe adecuarse el país para seguir gozando de las protecciones celestes. Por ello, la reina-faraón emprende la restauración de numerosos monumentos antiguos, degradados por el tiempo o por la ocupación de los hicsos, unos bárbaros que vivían en la ignorancia de la luz de Ra. Pero la gran obra de la reina es un templo de concepción única, cuyos planos fueron concebidos por el maestro de obras Senmut: Deir el-Bahari, llamado el Sublime de los sublimes, extraordinario edificio compuesto de tres terrazas y que se adosa a un acantilado cuya verticalidad arrastra hacia el cielo las piedras irradiadas de luz. «Lo he hecho con el corazón amante para mi padre Amón —declara Hatshepsut—, imbuida de su misterio. Nada he desdeñado de lo que él había determinado, pues conocía su cualidad divina. He actuado según sus órdenes. Él me ha dirigido. No concebí trabajos sin que él participase, él da las claves de las proporciones. No he cometido errores con respecto a lo que él había exigido, pues vivía en intuición y estaba imbuida por su conciencia».
Sublimes palabras de la reina constructora, cuya eficiencia puede contemplarse viendo cómo se levanta el templo de Deir el-Bahari, donde la reina ilustra su papel de maestro de obras contando, por mediación de los relieves del patio inferior, el hermoso viaje de los obeliscos.
El obelisco es una aguja de piedra, un bloque único de considerable peso que se eleva hacia el cielo. Está coronado por un piramidión, una pequeña pirámide recubierta de oro que culmina la gigantesca columna, una de cuyas funciones es disipar las influencias negativas y atraer hacia el templo las fuerzas positivas que emanan de los espacios celestes. Para honrar a su padre Amón y embellecer su gran templo de Karnak, Hatshepsut decide erigir dos nuevos obeliscos que canten también la gloria del dios de la luz, Ra, al que la reina se siente especialmente vinculada.
Un obelisco debe ser un bloque de granito monolítico. Las más hermosas canteras de granito no se encuentran en la región tebana, sino en Asuán, a unos doscientos kilómetros al sur. Eso no importa. Se organiza con el mayor cuidado una expedición. Los mejores talladores de piedra parten hacia Asuán, donde, en siete meses, consiguen tallar dos gigantescos obeliscos. Una vez terminado ese primer trabajo hay que organizar el transporte de las agujas de piedra, de treinta metros de largo. Hatshepsut en persona acude a la obra para admirar los obeliscos extraídos de las canteras. Son perfectos; los jeroglíficos grabados en el granito han sido ejecutados sin el menor error de proporción. La obra es digna de Amón. La reina-faraón ordena la construcción de pesadas y sólidas chalanas, de más de sesenta metros de largo, de madera de sicomoro, y provistas de dos remos-gobernalles a popa. Mil hombres se ocupan del transporte de los obeliscos de la cantera a las chalanas.
Tres grupos de diez barcas se encargan de tirar de estas últimas. El mayor peligro es embarrancar y ver cómo se inmoviliza el imponente convoy; por ello, desde la proa de cada embarcación, un marino provisto de una larga pértiga se encarga de sondear el Nilo. El mando, asumido por soldados como siempre en Egipto, es muy estricto. Tan excepcional transporte demanda, es cierto, las mayores precauciones.
La embarcación principal, donde se han instalado el maestro de obras, el jefe del convoy, altos funcionarios y dignatarios especialmente enviados por la reina-faraón, es digna de destacar por su cabina en forma de naos de templo, con paneles decorados con leones, esfinges y toros que aplastan al adversario, símbolos todos ellos del radiante poder de Faraón, vencedor de las tinieblas y el desorden.
A lo largo de su recorrido, el sorprendente cortejo despierta la admiración de las poblaciones reunidas a orillas del Nilo. Cuando llega a Tebas estalla la alegría; ningún incidente ha turbado la buena marcha de la operación. En la tierra hay paz, fiesta en el cielo. Dioses y diosas han protegido la expedición, demostrando así que las intenciones de la reina-faraón eran buenas. Un rito marca la llegada a buen puerto: los marinos encienden fuegos en las embarcaciones. El humo del sacrificio se eleva así hasta el cielo azul donde brilla el fuego del sol. En el puerto, la gran multitud congregada se aparta para abrir paso a los que llegan; los sacerdotes primero, luego los nobles, los altos funcionarios, a continuación los oficiales, los ritualistas que ofrecerán piezas de carne y panes, arqueros y portadores de boomerangs. Algunos militares adoptan el paso de carrera para mayor placer de los espectadores. La juventud es particularmente exuberante; los jóvenes reclutas, en especial, profieren gritos de alegría en honor de Hatshepsut. Se toca el tambor y se canta.
La reina-faraón es feliz. Los obeliscos son magníficos. Asiste, serena, al júbilo popular. Algunos servidores mantienen ante ella pantallas para que no le incomode el sol o el polvo. Además, ninguna sombra peligrosa debe alcanzar la persona real.
El ruido y la agitación no rebasan las puertas del templo, donde sólo entran la reina-faraón, los religiosos, los ritualistas y algunos altos dignatarios. Hatshepsut se acerca al lugar donde se erigirán los obeliscos, dirige el ritual de creación de esas piedras que han tomado vida, hace la ofrenda de jarras de vino. Atribuye una tierra sagrada a los obeliscos, cuya punta está cubierta de oro claro, y realiza una carrera para señalar sus límites. En la mano izquierda lleva el documento de fundación que autentifica su acto.
Como cualquier gran faraón del Imperio Nuevo, Hatshepsut participó en el embellecimiento del inmenso Karnak. Pero emprendió también un largo viaje hacia un paraíso llamado Punt. Las escenas de esta notable expedición están grabadas en los muros de un pórtico de la terraza intermedia de Deir el-Bahari.
¿Por qué enviar marinos egipcios tan lejos de su país? Debido a una aparición divina, Hatshepsut, de acuerdo con la regla de vida de los faraones, acudía cada día al templo para realizar los actos rituales. Mientras estaba meditando en el sanctasanctórum, cara a cara con Dios, escuchó una orden. El pensamiento de la reina-faraón se elevó hasta el Principio y, correspondiendo, éste le confió una nueva misión: explorar las vías que llevan al país de Punt y traer de allí incienso para el culto. «Te he dado Punt, dijo la voz divina, pero, en realidad, nadie conoce el camino hasta la tierra de los dioses… La tierra divina no ha sido hollada, los hombres no conocen las colinas de la mirra. Y sin embargo, Punt es un lugar de delicias».
La reina-faraón se informa en la Casa de Vida. Sabe que sólo dos divinidades, Horus y Hathor, conocen todavía la ruta que permite acceder al maravilloso país. Los humanos, de hecho, la han olvidado. Ya no saben cómo llegar. Hay que limitarse a algunas indicaciones transmitidas de boca en boca.
Se necesita algo más para desalentar a Hatshepsut. Reúne las tripulaciones de cinco navíos, marinos que no tiemblan ante nada y a los que gustan las lejanas exploraciones. Ella no puede abandonar Tebas, pero su espíritu los acompañará y sobre ellos se extenderá su protección mágica.
Hay un hombre, un viejo marino, que sabe un poco más que los geógrafos oficiales. Antaño conoció a exploradores que marcharon hacia Punt. ¿Por qué no confiar en él? La mejor solución es dirigirse al Uadi Gasus, puerto del mar Rojo. Es una base de partida ideal hacia Punt. Los navíos egipcios, provistos de velas cuadradas y remos-gobernalle, son buenos veleros manejados por excelentes marinos. Son perfectamente capaces de remontar con vientos alisios la costa oeste de África sin correr el menor riesgo. De los astilleros egipcios salían tanto navíos gigantes de 75 metros por 20 como embarcaciones más pequeñas, y ésas son las que se preparan para ir a Punt (15 metros por 9).
Se supone que el maravilloso país, querido por el corazón del dios Amón, está lejos, al sudeste de Egipto, en los parajes de Eritrea o Somalia. Pese a esa indecisión y al largo recorrido que debe realizarse, el diario de a bordo no menciona dificultad alguna. Los marinos, protegidos por la magia faraónica, no buscan: encuentran. Todo ocurre como si las embarcaciones se hubieran dirigido, instintivamente, hacia su destino.
Curioso paisaje, en verdad, el que aparece ante los ojos de los marinos egipcios. El país de Punt no es más que un territorio más bien pequeño cuyo centro está ocupado por una aldea primitiva, formada por chozas sobre pilotes, cerca de un río. Para los hombres del Imperio Nuevo, acostumbrados a un alto nivel de civilización, Punt tiene aspecto de refugio de una tribu primitiva, viviendo en un paraje protegido. Los marinos egipcios atracan en paz, y lo hacen saber. Envían una barca cargada de vituallas para demostrar sus amistosas intenciones; es inútil prestarse a equívocos. Un mensajero de la reina Hatshepsut, un oficial y ocho soldados desembarcan para ofrecer regalos a los puntitas. Lentamente los depositan en el suelo y aguardan la reacción de los habitantes ante las cuentas, collares y brazaletes. Los autóctonos acuden, contemplan, charlan. A primera vista, todo va bien. El jefe de la tribu y su mujer, que sufre una terrible enfermedad que hace que sus carnes se hinchen, la elefantiasis, se acercan para charlar amablemente con los egipcios, manifestándoles su asombro: ¿qué rutas del cielo o del mar han atravesado los viajeros para alcanzar esta región desconocida por los hombres? La ruta de la luz, responden los egipcios, la que da Faraón y de la que nadie puede apartarse si desea llegar a buen puerto.
Con su rostro rudo, su barba y su puñal a la cintura, el jefe de la tribu puntita no parece cómodo. Pero no se muestra en absoluto agresivo y desea vivir, como los egipcios, gracias al soplo de Faraón, a ese aire vivificante que se halla en las palabras del rey. El asunto parece bien encaminado. Podrán negociar en torno a una buena mesa donde egipcios y p un ti tas degustarán pan, cerveza, carne y fruta procedente de Egipto. Los hombres de la reina Hatshepsut, prudentes, prefieren consumir sus propios productos.
Pese al aspecto paradisíaco del paraje, no están muy decididos a demorarse. Nada como las Dos Tierras. De modo que cargan ya en los barcos árboles de incienso, cuyas raíces envuelven en esteras. Algunos especialistas han verificado que los árboles estén vivos. Se decidió hacer el viaje para llevarlos a Karnak. La reina-faraón no toleraría un fracaso. Y no son los únicos productos que cargará la expedición; hay también maderas preciosas, oro, marfil, aromas, incienso, pieles de panteras, así como animales vivos, como babuinos y otros monos. La carga se efectúa ante la mirada bonachona de los puntúas.
El viaje de regreso será tan fácil como el de ida, pues la reina-faraón sigue ejerciendo su protección mágica con la misma eficacia. En cuanto los navíos están a la vista de Tebas se avisa a la población: ¡llegan las maravillas de Punt! Dos dignatarios de Punt realizan el viaje, y se prosternan ante Hatshepsut. Los puntitas, muy impresionados, contemplan con respeto a esa mujer en quien se ha encamado la divinidad y cuyo renombre llega al círculo del cielo.
Con sumo cuidado trasladan los árboles de incienso hasta los jardines del templo donde la reina-faraón, vistiendo un traje de ceremonia, con el cetro y la maza en las manos, presenta a Amón las riquezas procedentes del país de las maravillas. La propia Hatshepsut plantará esos árboles, que producirán tanto incienso que el cielo y la tierra quedarán inundados. Después de medir el incienso fresco en presencia del dios Thot, garante de la exactitud de la balanza, Hatshepsut pesa el electrón en presencia de otros testigos divinos. Demuestra así que las materias más ricas y más preciosas no se destinan a los humanos sino a las divinidades, de modo que sus templos sean perpetuamente embellecidos.
El olor del incienso impregna todo el cuerpo de la reina, que exhala así el olor del rocío divino. La piel de Hatshepsut se tiñe de oro, se asemeja a las estrellas que adornan el techo de la sala de festejos. Con sus propias manos fabrica las esencias perfumadas que le servirán para embellecerse; su cuerpo entero brilla como el oro que constituye la carne inmortal de los dioses. ¡El perfume de Su Majestad llegará hasta el país de Punt!
Lejano aún, el último viaje permitirá al espíritu de la reina-faraón reunirse con los reyes de Egipto en la luz del sol y de las estrellas; no obstante, ya conoce el texto que hará grabar en la cara interior de la cubierta de su sarcófago; «Oh Madre Cielo (Nut), extiéndete sobre mí, colócame entre los astros imperecederos que están en ti, ¡qué yo no muera!». Plegaria que se reveló eficaz, puesto que Hatshepsut, perpetuada por su obra, permaneció efectivamente viva.