El almirante Ahmose, hijo de Abana, cargado de años y de honores, se dispone a inspeccionar el estado de las obras de su morada de eternidad, una tumba rupestre excavada en la necrópolis de El-kab, en el Alto Egipto. Puede sentirse orgulloso. El paraje es soberbio, la tumba está casi terminada. Por sus muros corre un largo texto que recuerda la extraordinaria vida del gran soldado que fue Ahmose.[26]
Ahmose, hijo de Abana, está conmovido. Recuerda sus hazañas y afirma con vehemencia, en las columnas de jeroglíficos grabados en los muros: «Hablo a la humanidad. Siete veces he recibido el oro de la recompensa, en presencia de todo Egipto. Numerosas tierras me fueron concedidas. El renombre de un hombre depende de sus acciones. El mío no perecerá nunca».
¿Vanidad? En absoluto, pues Ahmose ha sido testigo de las principales fases de la liberación de Egipto, ocupado por los hicsos, y ha visto nacer el glorioso Imperio Nuevo, inaugurado por la XVIII dinastía.
Ahmose nació en El-kab y allí pasó su infancia. Su madre se llamaba Abana y su padre Baba. Éste ocupaba un rango de oficial en el ejército del rey Sekenenra, que murió en combate. Cuando su padre falleció, Ahmose era muy joven. No había tomado mujer y llevaba aún el taparrabos de la infancia. Sin embargo, confiaron en él y ocupó el puesto de su padre en un navío de guerra llamado Toro combatiente. El joven se mostró digno de su padre. Su valor fue reconocido. Tras haber fundado un hogar, fue destinado a una unidad de la marina de guerra del Norte y recibió, sobre todo, el privilegio de formar parte de la guardia personal del faraón Ahmosis. Ahmose, hijo de Abana, abandonó su barco para ir a tierra firme y encargarse de la seguridad del faraón cuando se desplazaba en carro.
Tuvo así la posibilidad de participar en la mayor hazaña de la guerra de liberación: la toma de Avaris, capital de los hicsos.[27] Mientras el ejército egipcio ponía cerco a la ciudad fortificada, Ahmose, hijo de Abana, multiplicó las acciones brillantes, tanto en el agua como en tierra. Fue uno de los más ardorosos en el barco que combatió en el canal de Avaris. Vencedor en varios combates singulares, regresó con las manos cortadas de sus enemigos muertos para demostrar su valor, que fue recompensado con oro.
Los hicsos gozaban aún de ciertas ayudas exteriores. Un pequeño ejército intentó liberarlos. Mientras se mantenía el asedio de Avaris, Faraón envió tropas al sur para combatir a quienes acudían en ayuda de los asiáticos. Ahmose, hijo de Abana, formó parte de un «comando de choque» y se distinguió haciendo un prisionero. Llevándolo a hombros, cruzó un brazo del río como si caminara sin problemas por el camino. Esta demostración de hercúlea fuerza fue referida al heraldo real y, por tercera vez, Ahmose, hijo de Abana, recibió el oro que recompensa a los bravos.
Avaris es tomada. La capital de los ocupantes cae. Ahmose, hijo de Abana, no es muy elocuente sobre este acontecimiento fundamental. El asedio duró mucho tiempo, fue una victoria por cansancio que no se caracterizó por un gran asalto. De paso, nuestro héroe lo aprovechó para hacer cuatro prisioneros: «Un hombre y tres mujeres, cuatro cabezas en total». Cabezas que no cayeron, pues los prisioneros se convirtieron en servidores de Ahmose.
Algunos hicsos no han aguardado la caída de Avaris. Han conseguido huir a Palestina y se han refugiado en la ciudad de Sharuhen. El faraón Ahmosis no concede reposo a sus victoriosas tropas. Persigue al enemigo hasta su último feudo. Se pone cerco a la capital palestina. Durará tres años. Naturalmente, Ahmose, hijo de Abana, participa en la toma de Sharuhen y, también ahí, hace prisioneros, mujeres en esta ocasión. En premio a su comportamiento, recibe una vez más el oro de los bravos.
Después de la guerra en el norte, la guerra en el sur, Ahmose, hijo de Abana, participa en la «operación Nubia» durante la cual hace prisioneros a dos hombres. De nuevo el oro y otro presente: dos mujeres. La servidumbre del héroe se amplía. Los grandes combates de Ahmosis han terminado, Egipto ha sido liberado, pero todavía tienen lugar serias escaramuzas durante el regreso triunfal hacia la capital. Las tropas de un rebelde, Aata, y las de un sedicioso, Teti-an, son exterminadas por el ejército de Faraón. Ahmose, hijo de Abana, no tiene de qué quejarse en estas postreras acciones brillantes. Se le atribuyen nuevos servidores y, sobre todo, recibe varios terrenos en su ciudad natal.
La paz reina durante los últimos años del reinado de Ahmosis. Pero Ahmose, hijo de Abana, militar de carrera, se ve obligado a reanudar el servicio en el ejército de Amenofis I (1527-1506). Se producen en Nubia nuevos disturbios. El faraón organiza una importante expedición que ataca con fuerza: las tropas nubias son exterminadas, su jefe es hecho prisionero y encadenado. Ahmose ha ascendido y ocupa un puesto de mando, por lo que, claro está, combate en primera línea. Recompensa: oro, dos siervas y un título honorífico: «Combatiente del Señor».
Para valentía su valor, Ahmose, hijo de Abana, hace un prisionero y se lo ofrece a Faraón; demuestra así que no es un ser ávido y que todas sus hazañas se llevan a cabo para mayor gloria de Su Majestad.
Nuestro héroe, que comienza a encanecer bajo los arreos, está al servicio de otro rey, Tutmosis I (1506-1494). Tiene que volver a los caminos siguiendo a ese faraón, animado por un encendido espíritu de conquista.
Al sur, deja atrás la tercera catarata y hace edificar, en Tombos, una fortaleza cuyo nombre es todo un programa: «Entre los países extranjeros (llamados “los nueve arcos”), nadie se atreve a mirarla», tan impresionante es. Tutmosis I es uno de los primeros faraones en penetrar tan profundamente en el África negra. Quiere reprimir un levantamiento, pero lo aprovecha también para «civilizar» aquellas lejanas regiones y abrir rutas comerciales.
El paso de las cataratas no siempre es fácil. Ahmose, hijo de Abana, que tiene la responsabilidad del barco real, se ve obligado a desplegar todas sus cualidades de marino para no zozobrar cuando es asaltado por las aguas enfurecidas. Esa nueva hazaña le vale ser nombrado «jefe de los marinos».
Esta expedición nubia no es, por lo demás, muy tranquila; a algunas tribus negras no les gusta la llegada de los egipcios y se atreven incluso a lanzar comandos contra el ejército de Faraón. «Entonces —observa Ahmose, hijo de Abana—, Su Majestad se enfureció como una pantera»; tensó el arco y lanzó una flecha que se clavó en el pecho del jefe enemigo. Los africanos huyeron, aterrorizados por la llama del uraeus, la serpiente que se erguía en la frente de la corona real. El ejército egipcio exterminó a los rebeldes que intentaban oponer resistencia y se llevó a otros como prisioneros. Uno de ellos fue colgado, cabeza abajo, en la proa de la barca del rey que ascendía hacia el norte, en dirección a Tebas. El horrible espectáculo estaba destinado a impresionar a los nubios. Quienes tuviesen la veleidad de rebelarse contra Faraón sabrían qué triste fin les aguardaba. Los resultados de la campaña africana no fueron desdeñables. A seiscientos kilómetros al sur de Asuán se desarrolló en el Gebel Barkal, la actual Napata, un «centro» egipcio, religioso y comercial al mismo tiempo.
El avance del ejército egipcio por Asia es todavía más sorprendente. Amenofis I había preparado sin duda la operación gracias a una expedición de reconocimiento. Tutmosis I, siempre acompañado de Ahmose, hijo de Abana, se aventuró hasta el territorio de Naharina, al este del Éufrates, donde se habían instalado conquistadores de origen ario, los mitannios, que habían acabado dominando a los asirios. Los mitannios crearon un Estado joven y ambicioso, decidido a modificar el equilibrio de las potencias en Asia. Tutmosis I advirtió el peligro. Atacó a Mitanni y le infligió la derrota. Para conmemorar ese hecho bélico, Faraón hizo erigir una estela-frontera a orillas del Éufrates. Naturalmente, Ahmose, hijo de Abana, guerreaba a la cabeza del ejército egipcio; atravesando las filas enemigas, se apoderó de un carro y de su tiro, ofreciéndoselos al faraón.
Aunque la victoria de Tutmosis I no puede discutirse, resulta difícil evaluar su magnitud. Los mitannios no fueron aniquilados, ni su país fue ocupado militarmente. Faraón se limitó a exigir el pago de un tributo anual. Si los asiáticos vacilaban en pagar la deuda, el ejército egipcio intervendría.
En el camino de regreso, el rey se toma su tiempo. Organiza una cacería de elefantes en la región pantanosa de Niy, en Siria. De regreso en Tebas, comienza la fiesta. Un hombre es especialmente cubierto de honores: el héroe Ahmose, hijo de Abana, que recibe por última vez el oro de los valientes.
Esta vez, el viejo soldado, con más de setenta años, considera que ha llegado la hora de gozar un reposo bien merecido. Sus armas se hacen recuerdos. Por fin podrá gozar de su vida tebana, de su huerto, disfrutará la suave brisa del norte y contará sus recuerdos guerreros, él, cuyas primeras hazañas tuvieron lugar mientras los hicsos ocupaban todavía Egipto.
Ahmose, hijo de Abana, fue un testigo privilegiado de las grandes horas que vieron el nacimiento del Egipto del Nuevo Imperio, de ese Estado rico y poderoso, faro del mundo entero. El anciano es muy consciente de que los textos grabados en las paredes de su tumba constituirán, para la posteridad, un precioso testimonio. Pero ya sólo aspira a una gloria eterna: descansar en la tumba que él mismo ha construido.