Un campesino, cuyo nombre es «Al que Anubis ha protegido», camina tranquilamente a lo largo del Nilo. Viene del oasis de la sal, el Uadi Natrun, al oeste del delta.[22] Ha abandonado el oasis, donde habita, para ir a Egipto a vender cebada y llevar alimento a sus hijos. Le pidió a su mujer que preparara pan y cerveza para el viaje.
El campesino cargó en sus asnos muchos otros productos, cañas, plantas, sal, natrón, madera, pieles de pantera y de lobo, pichones, pájaros, grano. En resumen, hermosos y buenos productos que no le costará vender. El campesino no está preocupado. La región es tranquila, los caminos están cuidados.
El campesino se encuentra con un hombre que de pie, en la orilla, observaba el cortejo. Thot-es-poderoso, pues tal era el nombre del ocioso personaje, formaba parte del personal de un gran terrateniente, Rensi. Thot-es-poderoso sufría la peor de las enfermedades según los egipcios: la envidia. Ver pasar aquellos asnos cargados de riquezas le resulta insoportable. Decide robar al campesino; para lograrlo, organiza una emboscada.
El campesino está obligado a pasar ante la casa de Thot-es-poderoso. Ahora bien, en este lugar el camino es muy estrecho y no supera la anchura de una pieza de tela. En un lado, la tierra está inundada, en el otro hay un campo de cebada. En el cerebro de Thot-es-poderoso, nace una idea maquiavélica: le pide a su servidor que vaya a buscar una pieza de tela que corresponde, exactamente, a la anchura del camino y la extiende sobre el mismo antes de que pase el campesino. De ese modo, uno de los bordes llega hasta el agua y el otro a la cebada.
El campesino toma esta vía pública y pasa ante la morada de Thot-es-poderoso. Como impulsado por un resorte, éste sale y le increpa: «¡Cuidado, campesino! ¡Vas a pisotearme las ropas!». Sorprendido, el campesino descubre la tela puesta en el camino. «Por algún lugar tengo que pasar, replica. No tengo intención alguna de estropear tus vestidos, pero el camino pertenece a todo el mundo. Es ya lo bastante estrecho como para poner además en él una pieza de tela». Deseando evitar discusiones con tan irascible personaje, el campesino dirige sus asnos hacia un lado del camino, donde el extremo de la tela llega a la cebada. El paso no es muy ancho, pero bastará. Thot-es-poderoso reacciona de inmediato: «¿Piensas utilizar mi cebada como camino, campesino?». Esta vez se enoja. El camino no es privado. Está claro que quieren impedirle pasar y está decidido a no consentirlo.
Entonces se produce un acontecimiento dramático. Uno de los asnos del campesino, indiferente a las querellas humanas, se llena la boca de cebada. Thot-es-poderoso no podía desear nada mejor. Trata inmediatamente al campesino de ladrón. La sanción es simple: puesto que el campesino le ha robado su cebada, debe entregarle su asno. El infeliz campesino queda pasmado ante tamaña mala fe. Pero está decidido a no ceder. Conoce al propietario del dominio, al gran intendente Rensi, que presume de castigar a los ladrones. ¿Será expoliado en las tierras de ese hombre justo?
Thot-es-poderoso no está dispuesto a discutir. Utiliza argumentos contundentes que, según cree, disuadirán al campesino de entablar una acción judicial. Tomando una rama de tamarisco, fustiga los miembros del campesino, que cae al suelo y, luego, le roba todos los asnos. El campesino llora de dolor, gime, protesta. Eso importuna a su agresor, que le exige que baje la voz si no quiere ser enviado, rápidamente, al reino de los muertos, a la morada del Señor del silencio.
El campesino cree en los dioses. Implora al Señor del silencio, al dios de los muertos, Osiris. Pero éste no le responde. Acomodaticio, el infeliz permanece diez días en los aledaños de la mansión de Thot-es-poderoso, suplicando al ladrón que le devuelva sus bienes. Pero éste, seguro de su victoria, hace oídos sordos.
El campesino no se da por vencido. Siendo así, se quejará al propietario de las tierras, el íntegro Rensi. Reanudando valerosamente su camino, se dirige hacia el sur y llega a la capital del nomo, llamada Herakleóplis. ¡Por fin tiene suerte! Descubre a Rensi cuando sale de la soberbia morada y se dispone a subir en su barco oficial, una especie de despacho flotante que le ha destinado la administración. El campesino se dirige con deferencia al alto personaje; se propone alegrar su corazón contándole cierto asunto del que tiene conocimiento. Rensi envía a un hombre de confianza para que recoja la declaración del campesino.
Leyendo el informe, Rensi se siente algo perplejo. Pide consejo a sus notables. Éstos minimizan el incidente. Una querella sin ninguna gravedad, afirman; la culpa debe de ser de ambas panes. Que el ladrón, si realmente ha robado, pague con algo de sal al campesino y caso cerrado. Rensi permanece silencioso. No expone sus conclusiones.
Inquieto por su suerte, el campesino avanza hacia Rensi. Con gran dominio de la palabra, le dirige una primera súplica. Él, Rensi, padre del huérfano, marido de la viuda, hermano de la mujer expulsada de su casa, vestido del que no tiene ya madre, guía de lo que aún no es y de lo que es, grande exento de bajeza que sabe navegar por el lago de la justicia, ¿osará rechazar la queja de un hombre que tiene razón? A Rensi le corresponde acabar con la mentira y favorecer la verdad, aliviar la angustia y la miseria de un pobre campesino al que han despojado.
Rensi escucha con mucha atención el soberbio discurso del campesino. Acude al faraón para confiarle la historia. «Majestad —dice Rens—, he encontrado un campesino, en verdad un auténtico pico de oro, que ha sido despojado de sus bienes por un hombre que está a mi servicio». Faraón se muestra muy interesado por ese humilde personaje que se expresa con tanto talento. Le pide, pues, a Rensi que haga durar el asunto tanto como pueda. Que escuche sus súplicas sin responder nada, para ver hasta dónde puede llevar el campesino su arte oratorio. Entretanto, el Estado se encargará de alimentar a su mujer y sus hijos. El propio campesino tendrá codas las provisiones necesarias, sin saber de dónde proceden. Con diez panes y dos jarras de cerveza diarios, no va a ayunar.
Sin impacientarse demasiado, el campesino acude a presentar a Rensi su segunda súplica. Le califica de gobernalle del cielo, de puntal de la tierra, de plomada; le recuerda que la balanza que se inclina o la plomada que se desvía son mala cosa. Si la justicia desaparece, los grandes hacen el mal, las palabras se hacen inexactas, los jueces se convierten en ladrones. ¿Hay algo más dramático que ver cómo se vuelve inicuo quien debiera dar ejemplo de justicia? Rensi es poderoso, rico, no tiene conciencia de la miseria de un hombre injustamente despojado. No siente compasión alguna. Posee numerosos bienes, comida y bebida. ¿Por qué permite que el mal se extienda a su alrededor? ¿Por qué él, el más instruido de los hombres, sigue ignorando este asunto?
Rensi, según lo acordado, guarda silencio. El campesino no se desalienta e inicia una tercera súplica en la que comienza comparando al intendente con Ra, el señor del cielo, con el Nilo que asegura la subsistencia de todos los seres. Que recuerde la eternidad que se acerca y castigue al ladrón acudiendo en ayuda de un pobre hombre como él. Que no responda al bien con el mal, que no coloque una cosa en lugar de otra. El equilibrio de Egipto depende de que se cumpla la justicia. Puesto que es un hombre importante, no debe decir mentiras sino ser igual que una balanza. Al negarse a devolverle sus bienes actúa como una rapaz, como un sádico, como un ser sin corazón.
Esta vez el campesino ha ido demasiado lejos. Insulta a un alto personaje. Rensi ordena a dos guardias que le azoten. Pero el castigo no logra que el contestatario renuncie; primero, trata a Rensi de barco sin capitán, de ciudad sin gobernador, de policía que se convierte en ladrón, de dirigente que se vuelve deshonesto.
Expulsado del palacio del intendente, el campesino acude a éste cuando sale del templo. Sin vacilar, inicia una cuarta súplica. Le dirige amargos reproches. El Bien ha desaparecido. La mentira triunfa. Nadie puede ya defender una causa justa. Decirle la verdad a un hombre como Rensi no sirve de nada. No escucha. No tiene indulgencia alguna. ¿Pero por qué no va a hacerse misericordioso su corazón, por qué sus ojos no van a abrirse por fin? Si es un verdadero timonel, que no deje su barco a la deriva. Y el campesino se impacienta: le ha suplicado ya cuatro veces a Rensi, ¿tendrá que pasar todos sus días defendiendo su causa?
Rensi parece no haber escuchado nada. El campesino vuelve a la carga por quinta vez. Le compara a las distintas clases de pescadores que exterminan los peces en el río. Él es quien despoja a un pobre de sus bienes y le condena así a morir. Él, que ha recibido la función de juez íntegro, ayuda al ladrón. Y él mismo se convierte en criminal.
Viendo que Rensi permanece insensible a esas acusaciones, el campesino se aventura a una sexta súplica. Que Rensi haga aparecer de nuevo la justicia, como la saciedad que pone fin al hambre, el vestido que cubre la desnudez, el cielo azul tras la tempestad. Que mire, sin más demora, de frente la verdad. Él es quien debiera dar la paz y quien provoca el tumulto, él es quien debiera suprimir las penalidades de los humildes y quien les abruma con dificultades. Rensi es un sabio, un hombre competente, no es ávido. Y sin embargo, se comporta como un hombre cuyos negocios fueran mal. La rectitud le ha abandonado. Es el jardinero del mal que riega la tierra con malas acciones.
Frente al persistente mutismo del intendente, el campesino sigue sin desalentarse. En su séptima súplica compara a Rensi con el gobernalle de todo Egipto, que navega según lo que ordena. Que sea clemente por fin, que su corazón no sea hostil al hombre justo, pues tal cosa es indigna de él. El campesino ha conocido la desgracia. Lo ha intentado todo para justificarse. Ha hablado y hablado, ha agotado sus argumentos. Ahora, ya sólo le queda callar. Su rostro dice bien su sufrimiento. Rensi es perezoso y voraz. No ha despertado a ningún ser dormido, no ha hecho a sabio ningún torpe, no ha enseñado a ningún ignorante; y los notables que le rodean no son mejores que él.
Esa cascada de rencor sigue sin surtir efecto. Entonces, el campesino formula la octava súplica. ¿Cómo es posible que Rensi se muestre tan codicioso? ¿Por qué se ha convertido en un ladrón si no necesita nada? Bandoleros y ladrones son también sus notables, cuya primera tarea debe ser, sin embargo, luchar contra el mal. Naturalmente, el campesino debiera tener miedo de Rensi, temer un nuevo castigo. Pero está tan indignado, que las quejas brotan naturalmente de su boca. Rensi es dueño de una inmensa propiedad, de numerosas tierras y roba además a quien nada tiene. Él, que debiera ser discípulo de Thot, que es comparado al cálamo, al rollo de papiro, a la paleta del escriba, no respeta la regla que se encuentra en las palabras de Dios. Sin embargo, ninguna acción vil lleva a buen puerto, mientras que el hombre prudente consigue atracar.
Amenazas, alabanzas, todo es inútil. Rensi parece para siempre mudo e indiferente a la causa del campesino que, por novena vez, presenta su alegación. La balanza de un hombre es su lengua, afirma. Tiene que decir la verdad. La mentira no tiene posteridad ni heredero; si va de viaje, se extravía. Que Rensi no sea parcial y no rechace al que suplica, que no sea lento en dictar la buena sentencia. No hay amigo para el que se vuelve sordo a la Regla, no hay días felices para el ser ávido.
Pero el campesino debe rendirse a la evidencia. Suplica, y Rensi no le escucha. Ahora va a callar también él y abandonar esta tierra de injusticia. Ya sólo puede dirigirse a una persona: Anubis, su santo patrón, que es también el guía de los muertos.
Rensi deja que el campesino se aleje, pero pide a dos guardias que vuelvan a traerlo. El campesino tiene miedo. Teme ser detenido por injurias y que le castiguen severamente. Pronuncia un último discurso deseando su propia muerte para verse por fin liberado de sus desgracias.
Pero Rensi le tranquiliza en seguida: «No temas nada —le recomienda—, pues hemos actuado así contigo para que permanecieras a mi lado». Estupefacto, el campesino se indigna: ¿tendrá que comer el pan del intendente y beber su cerveza durante toda la eternidad? Divertido, Rensi le pide algo más de paciencia. Hace llamar a los escribas que han anotado las nueve súplicas del campesino y se las leen.
Los textos son enviados al faraón, que se muestra encantado con la elocuencia del campesino y con los argumentos que con tanto arte ha sabido desarrollar. La sentencia final, decide el faraón, corresponde al gran intendente Rensi.
No hay ya necesidad de palabras: Rensi dicta su sentencia. Thot-es-poderoso es llevado ante él con todos sus bienes, cebada, trigo, asnos, ganado, cerdos, sin mencionar sus seis servidores. El pobre campesino se convierte en propietario de todo lo que pertenecía a quien le robó, que se convierte en su criado.
El valor, la paciencia y la tozudez han vencido la injusticia. Al reanudar el camino hacia el oasis, más rico que nunca lo había sido, el campesino piensa que es bueno vivir en esa tierra de Egipto donde siempre es posible pedir la intervención de un gran personaje para que la Regla divina sea respetada.