Sinuhé, cuyo nombre significa «el hijo del sicomoro», vive un penoso momento de su existencia de cortesano.[19] Es él un fiel servidor del rey Amenemhet I; ha tenido sin embargo que abandonar la corte para seguir a su hijo y corregente, Sesostris I, a guerrear contra los libios insumisos. Sinuhé no es un soldado. Pertenece al harén de la reina Nefru, «la perfecta», hija de Amenemhet I y esposa de Sesostris. En algunas de las expediciones se desplazaba parte del harén. Muy apreciado por la reina, a la que llaman a menudo «el cielo», Sinuhé tuvo que resignarse a abandonar su buena y apacible ciudad de Licht para recorrer las lejanas pistas, polvorientas y abrumadas por el sol. Afortunadamente, la expedición ha ido bien. Han tomado ya el camino de regreso y muy pronto estarán de nuevo en el país de Egipto, la única tierra donde es agradable vivir. El ejército acampa. Apartados se encuentran los prisioneros y los rebaños tomados como tributo. Cae la noche. La atmósfera es pesada. En toda la larga jornada, Sinuhé no ha visto a Sesostris ni un solo instante. ¿Habrá abandonado las tropas para regresar a palacio? Es poco probable. Habría precisado un motivo muy grave para actuar así.
Después de una cena frugal, cada cual se va a su litera. Pero Sinuhé no tiene ganas de dormir. Pasea por el lindero del campamento, donde se levantan unos bosquecillos de matorrales espinosos. Oye voces. Susurran, murmuran. Inquieto, Sinuhé se agacha. Prefiere ocultarse para oír mejor la conversación. Son soldados, oficiales. ¡Reconoce incluso a uno de los hijos reales! ¿Pero por qué tanto misterio? ¿A qué obedece esta reunión secreta?
Tan intrigado como curioso, Sinuhé aguza el oído. Lo que oye le hiela la sangre. ¡El viejo faraón, Amenemhet I, acaba de morir! Ha regresado a la región de luz de donde había salido. Ascendido al cielo, se ha unido al disco solar, absorbido en quien le había creado. La corte se ha puesto de luto. La tristeza se ha apoderado de los corazones. La doble gran puerta de palacio está cerrada. Se respeta la regla del silencio. La gente de la corte permanece postrada, con la cabeza en la rodilla. El pueblo se lamenta. A la horrenda noticia le sucede una sorprendente información: su hijo y corregente, Sesostris I, ha abandonado la expedición para regresar apresuradamente a la capital.
Sinuhé comprende. Se prepara una conspiración para destituir a Sesostris. Tal vez haya comenzado, incluso, la guerra civil. Esa gente que habla en voz baja conspira contra él y contra los miembros de su séquito… ¡del que Sinuhé forma parte!
Trastornado por lo que acaba de oír, convencido de que va a ser ejecutado, Sinuhé se siente mal. Su corazón se turba. El temblor se apodera de sus miembros. Si no se mueve, se desmayará. Si se mueve, será descubierto. Jadeando y arrastrándose, consigue deslizarse entre dos matorrales bastante tupidos y se oculta allí hasta que los conspiradores se han alejado.
De ese modo le da tiempo a reflexionar. Es imposible, ahora, regresar a Egipto, donde le espera la muerte. Debe aceptar el exilio. Tomada ya la decisión, se asegura de que el camino esté libre y se dirige hacia el sudeste, hacia el sur del delta. Pasa el lago del Justo, llega a la isla de Snofru, donde se detiene toda una jornada, en el linde de las tierras cultivadas, para recuperar fuerzas. Un hombre se acerca a él. Sinuhé, lleno de pánico, cree haber sido reconocido. No hay posibilidad de huida. Pero el hombre se limita a saludarle y prosigue su camino.
Sinuhé debe alejarse más. Atraviesa el Nilo tomando una barcaza. La pesada embarcación carece de gobernalle, pero avanza aprovechando un buen viento del oeste. Sinuhé desembarca en la otra orilla y se dirige a la montaña roja, donde están las canteras del Gebel-el-Ahmar, frente a Heliópolis (no lejos de El Cairo actual). «Dando camino a sus pies» y apretando el paso, se dirige hacia el norte para alcanzar la frontera señalada por los muros del Príncipe. Delicado momento. Hay patrullas. Sinuhé se oculta de nuevo entre unos matorrales. Si le descubren, le harán preguntas y le identificarán. En la muralla, un centinela hace la ronda. Sinuhé prefiere esperar a la noche. Gracias a la oscuridad, cruza la frontera sin problemas y avanza por el desierto hasta el alba.
Salvado… Al menos eso cree. Pero en seguida tiene que desengañarse. Sinuhé ha escapado de la policía de fronteras, no así del ardiente sol y de la sed. Mientras se encuentra detenido en una de las islas de la región de los lagos amargos empieza a asfixiarse. Su garganta está seca. Ni una gota de agua potable.
«¡Es el sabor de la muerte!», grita, solo, abandonado. De pronto, un ruido a lo lejos. Aguza el oído. No cabe duda: son los mugidos de un rebaño. Animales conducidos por beduinos. Sinuhé recupera la esperanza. Camina hacia ellos. Los beduinos le llevan ante su jefe. Al verle, Sinuhé retrocede: conoce al hombre. El jefe de los beduinos también le reconoce, pues se encontró con Sinuhé durante una de sus estancias en Egipto. El beduino se muestra amistoso. Ofrece agua y leche caliente al egipcio, no le hace preguntas, le acoge en su tribu.
Se inicia una existencia errante. Sinuhé sigue a la tribu, que le alimentan y le trata bien. Pasa de una región a otra, permanece en Biblos, vive un año y medio en la Palestina meridional, sin ser molestado.
El príncipe de la región se siente bastante intrigado por las aventuras de aquel egipcio errante. Le invita firmemente a ir con él. Le dice a Sinuhé que conoce sus grandes cualidades y que ha oído hablar de su sabiduría. Sinuhé se dirige, pues, a la corte del príncipe, con cierta inquietud. Tiene razones para ello. Al lado del príncipe, se ven egipcios.
Sinuhé tiene la impresión de haber caído en una emboscada. Consigue mantener la calma. Es inútil que intente huir. Sus compatriotas le hacen preguntas. ¿Por qué se encuentra aquí? ¿Qué le ha ocurrido? ¿Se han producido acontecimientos dramáticos en la corre? Sinuhé suspira interiormente. Están tan mal informados como él. Da una respuesta vaga. Conoce la muerte del anciano rey pero ignora cómo se produjo la sucesión. Luego, Sinuhé se ve obligado a mentir. Al regreso de una lejana expedición fue víctima de un malestar tan súbito como profundo. No sabía ya quién era. Su corazón no le guiaba. Su espíritu se había extraviado. Sin embargo, nadie le había causado el menor mal, no le habían agredido, no le habían acusado de crimen alguno ni de ninguna falta. Como loco, como amnésico, olvidando quién era, tomó el camino del desierto sin ni siquiera advertirlo. Y llegó hasta aquí, sin haberlo querido. Toda la aventura estaba predestinada. ¡Era voluntad de Dios!
Sinuhé espera que su discurso haya resultado creíble. Sus interlocutores se sienten turbados. Les ha impresionado la noticia de la muerte del viejo rey. Cómo se comportará Egipto sin él, pregunta uno de ellos, todos los países extranjeros le temían. Sinuhé no vacila en responder. Ahora o nunca es el momento de afirmar su fidelidad a Sesostris que, probablemente, ha mantenido el poder. Explica pues que el hijo ha sucedido al padre… Sesostris es un maestro de sabiduría, de intenciones perfectas y justos mandamientos. Está muy acostumbrado a los pueblos extranjeros. Su padre, anciano ya, permanecía en palacio mientras Sesostris recorría largas distancias para inspeccionar las regiones bajo protectorado egipcio. El rey es un verdadero héroe, un guerrero sin par, un combatiente que paraliza las manos de sus enemigos, tan aterrorizados quedan al verle. Nadie sino él es capaz de tensar su arco. Nunca se fatiga en el combate. Pero el feroz jefe guerrero es también el ser que conquista con el amor que siente por la humanidad. Es muy bondadoso, hombres y mujeres saben que les da la vida. ¡Sesostris es un don de Dios! Someterá el norte y el sur, pero será benevolente con cualquier región que le sea fiel.
Sinuhé elogia extensamente a Faraón, incluso se ha entusiasmado al describir sus cualidades. El príncipe palestino le escucha, pero concluye lacónicamente: «Mejor así para el país gobernado por semejante soberano; pero tú estás aquí y aquí te quedarás». Sinuhé se estremece. ¿Qué significa eso? El príncipe se explica: le entrega a su hija primogénita en matrimonio y Je convierte en el hombre más importante de su país. ¿No es mejor, en efecto, dar plena satisfacción a un egipcio que tan bien parece conocer a Faraón y cuya mera presencia es prenda de seguridad para los palestinos?
Sinuhé se convierte en propietario de una tierra maravillosa donde el vino era más abundante que el agua, donde había abundancia de higos, miel, aceite de oliva, centeno, trigo, frutos de todas clases, ganado; en resumen, el paraíso terrenal. En su calidad de jefe de tribu, el egipcio recibía cada día impresionantes cantidades de alimentos: cerveza, carne hervida y asada, caza, pasteles.
El vagabundeo ha terminado. Sinuhé se ha convertido en un potentado local. Ha olvidado sus orígenes. Su matrimonio es feliz, tiene varios hijos que se convierten, a su vez, en jefes de tribu. El «clan». Sinuhé establece su poder sobre la región. Pero Sinuhé es un hombre justo: da agua al sediento, acude en ayuda de quien ha sido robado, devuelve al recto camino al extraviado.
Egipto le parece muy lejano, pero la corte de Sinuhé se mantiene en buenos términos con el poderoso Estado. Los mensajeros de Sesostris se detienen en casa de Sinuhé. Este sigue bajo la autoridad del príncipe palestino y debe guerrear incluso por él, contra algunas tribus asiáticas que intentan fomentar disturbios en aquellos parajes ricos y felices. Las misiones de mantenimiento del orden son tan apreciadas por los egipcios como por los beduinos; Sinuhé es un general excelente. Todas sus expediciones de castigo se ven coronadas por el éxito.
Todo iría estupendamente si, cierto día, un coloso palestino no hubiese ido a provocar a Sinuhé en su tienda. Es un hombre temible y valeroso, un especialista del duelo. Nunca ha sido derrotado. Quiere combatir contra Sinuhé. La apuesta es considerable: el vencedor tomará todos los bienes del vencido.
Sinuhé consulta con el príncipe palestino. ¿Por qué la toma con él el coloso? ¡Ni siquiera le conoce! Pero es imposible rechazar el duelo so pena de ser tachado de cobardía. Debe, pues, prepararse para el desigual combate, perdido de antemano. Durante toda la noche, Sinuhé bruñe sus armas y se entrena. Maneja la espada, tira con arco. No llora por su destino. Ha vivido años felices antes de que Dios le impusiera esta prueba. Por la mañana, se siente preparado. Una muchedumbre inmensa se ha reunido para presenciar el duelo. Su adversario ha reunido sus tribus. Pero todos los corazones son favorables a Sinuhé. Se lanzan por él suspiros de angustia.
Sinuhé está muy tranquilo. El coloso se dirige inmediatamente hacia él, armado con una hacha, jabalinas y un escudo. Sólo queda una solución: batirse en retirada, servir de presa, aparentemente, y obligarle a correr. Furioso, el coloso arroja sus dardos contra Sinuhé, fallando siempre. De pronto, Sinuhé se detiene. Ebrio de furor, su adversario se arroja sobre él para aniquilarle en un cuerpo a cuerpo. Rápido, certero, Sinuhé tensa el arco y dispara una flecha que se clava en el corazón del coloso. Este aúlla de dolor y cae de narices. Se ha producido la inesperada victoria. Sinuhé se apodera de la propia hacha del coloso, pone fin a sus días, se encarama en su espalda y lanza un grito de victoria. Todos los asiáticos aúllan de alegría. El príncipe palestino estrecha a Sinuhé en sus brazos. El egipcio no olvida dar gracias a Montu, señor de la guerra, que le ha inspirado en su combate.
La fortuna de Sinuhé se hace considerable. Los bienes y tesoros del coloso son suyos. Pero esa abundancia material va acompañada de una profunda reflexión de quien ha pasado tan cerca de la muerte. ¿Manifiesta Dios su perdón a aquél a quien había dejado huir lejos de Egipto? Sinuhé supo que en la corte de Sesostris se hablaba de él. Han encontrado las huellas del fugitivo, del infeliz que se había marchado con sus ropas por toda riqueza. Hoy saben que se ha convertido en un hombre rico, que hace el bien a su alrededor. ¡Qué cansado está el corazón del exiliado! En su interior, ruega: «Oh Dios, seas quien seas, que predestinaste esta huida, sé misericordioso, devuélveme a la corte de Egipto».
¡Hace tantos años que Sinuhé se oculta la verdad! Su corazón nunca ha dejado de estar en Egipto. Quiere ser enterrado, según los ritos, en el lugar donde nació. El duelo, sin esperanzas aparentemente, le ha hecho tomar conciencia de ello: debe regresar a su casa y sólo el poder divino puede intervenir en su favor. Hoy, Sinuhé ha envejecido. Ha llegado a los sesenta. La muerte se acerca. Se siente cansado. Sus miembros no tienen ya el mismo vigor. Sus piernas no le llevan ni tan lejos ni tan de prisa como antaño.
¡El milagro, por fin! Las aventuras de Sinuhé han conmovido a Faraón. Mensajeros procedentes de la corte se presentan ante Sinuhé. Son portadores de una orden real destinada al Compañero Sinuhé. Ha recorrido durante muchos años los países extranjeros, ha seguido los impulsos de su corazón. ¿A qué obedece su actuación? ¿Por qué ha creído, durante tanto tiempo, que Faraón le reprochaba algo? Sinuhé nunca ha pronunciado palabra alguna contra Egipto, su rey o sus dirigentes. Su corazón estaba turbado, pero no el de Faraón. La orden es clara: que Sinuhé vuelva a Egipto para ver de nuevo a la reina, su soberana, a La que servía con fidelidad, la corte donde fue educado, para unirse a los íntimos de Faraón. Inútil recordar que Sinuhé no es ya un muchacho, que debe pensar en el gran viaje, en su paso al estado de ser de luz en el más allá. Para lograrlo, debe pasar por los ritos sagrados que sólo en Egipto pueden practicarse. En Asia le envolverían en una piel de cordero y le enterrarían bajo un simple túmulo. En Egipto le prepararán un sarcófago con el cielo grabado en su cubierta, así como las ceremonias de resurrección. Que termine el tiempo del vagabundeo y que el compañero extraviado regrese.
Ninguna orden podía procurarle a Sinuhé mayor alegría. Durante la lectura de la misiva, su alegría no ha dejado de crecer. En cuanto el mensajero ha callado, Sinuhé se ha tendido boca abajo, tocando el suelo, echando arena sobre sus cabellos en señal de absoluta sumisión. Sin poder contenerse, recorre su dominio para anunciar a todo el mundo la buena nueva y alabar la clemencia de Faraón, que acepta el regreso de un servidor descarriado. Luego, Sinuhé redacta la respuesta. Admite que su fuga fue una grave falta. No fue premeditada. No la deseaba. Fue como un sueño, un momento de trance que nada puede justificar o explicar. Fue una potencia divina la que convirtió a Sinuhé en un exiliado.
Antes de abandonar definitivamente sus posesiones, Sinuhé pone en orden sus asuntos. Lega sus bienes a sus hijos y se despide. Una intensa emoción le embarga cuando se pone en camino por última vez. Se dirige hacia el sur, se detiene en la fortaleza de los Caminos de Horus, en la frontera egipcio-siria. Esta vez no se oculta, Se presenta al comandante de los guardias fronterizos, que avisa de inmediato a la corte de la presencia del singular extranjero. La respuesta no tarda. Un intendente de los dominios, debidamente acreditado por Faraón, va a buscar a Sinuhé. Encabeza una flotilla cargada de regalos para los beduinos que han servido de escolta al exiliado. Sinuhé se dirige a cada uno de ellos, llamándoles por su nombre, dirigiéndoles un último adiós. Al cruzar la frontera cambia de mundo. Sinuhé sube al barco que larga velas para dirigirse a la residencia real. Le ofrecen en seguida cerveza fresca, filtrándola ante él.
La noche es tranquila. Sinuhé no duerme demasiado. Llegan al amanecer. Diez servidores acompañan a Sinuhé hasta palacio. Los hijos reales le aguardan en el umbral. Aquéllos a quienes se llama los «amigos», que forman el consejo de Faraón, conducen a su nuevo Hermano hasta la sala de audiencia.
Faraón está sentado en su trono de oro. Sinuhé se inclina, pierde casi el conocimiento, pues está muy conmovido e impresionado. Sin embargo, Faraón se dirige a él con sencillez. Pero Sinuhé desfallece, su cuerpo tiembla, el corazón quiere escapar de su pecho, ya no distingue la vida de la muerte. Extrañas sensaciones que experimentó ya, hace muchos años, al emprender la huida. Hoy, todo ha cambiado. Se halla en presencia del dueño de Egipto, de aquél que ostenta sabiduría y conocimiento. Faraón solicita a un amigo que levante a Sinuhé, que le ayude a recuperarse.
«¡Ya estás de vuelta!», dice el faraón. Anuncia al servidor arrepentido que sus funerales serán solemnes y le pide que deje de actuar contra sí mismo. Sinuhé está transido de miedo. Todavía teme un castigo. No consigue hablar. Le gustaría tanto justificarse, pero no encuentra argumento alguno. En último término, pone su vida en manos de su rey, que éste actúe de acuerdo con su conciencia.
Faraón sonríe. La reina y los hijos reales son introducidos en la sala de audiencia. «Mirad a Sinuhé —declara el soberano—, ¡nos lo han transformado en beduino!». Siguiéndole el juego, la reina y los hijos reales exclaman: «¡No es él! ¡No le reconocemos!». Sinuhé no tiene tiempo de sumirse otra vez en el espanto, pues Faraón afirma: «En verdad, es él».
Llega entonces la hora del ritual. La reina y los hijos reales utilizan sistros y carracas, instrumentos musicales que sirven para hacer nacer vibraciones divinas y armonía, devolviendo al alma de Sinuhé la serenidad perdida. La diosa de oro, Hathor, la dama de las estrellas, que da la vida a Faraón, la da también a su servidor. La reina implora al rey que conceda su total perdón a Sinuhé. Huyó por temor a Faraón; hoy, ese miedo ha desaparecido, pues ha visto a Faraón. El ojo que ha visto al Señor nunca volverá a tener miedo.
El rey pronuncia la sentencia: Sinuhé es ascendido al rango de amigo.
Los más caros deseos de Sinuhé se han cumplido. Vive la más hermosa hora de su existencia. Los hijos reales le dan la mano y le conducen hasta su nueva morada, una residencia principesca, muy lujosa. En el interior, una sala fresca para la conservación de los alimentos, un guardarropa que contiene suntuosas vestiduras de Uno, un cuarto de baño con ungüentos y aceites finos. Los servidores se encargan en seguida de Sinuhé, para devolverle un aspecto más egipcio. Le lavan, le peinan, le depilan, le visten.
Sinuhé, el alma y el cuerpo rejuvenecidos, va de sorpresa en sorpresa. Le ofrecen una antigua morada que había pertenecido a un amigo. Ha sido restaurada por numerosos obreros mientras se plantan nuevos árboles. Esta será la residencia habitual de Sinuhé. No debe preocuparse por la intendencia: de palacio le llevan comidas varias veces al día.
No conviene perder de vista lo esencial: la preparación de la morada de eternidad. El propio jefe de los talladores de piedra se encarga de preparar la pirámide de Sinuhé, con el jefe de los escultores y el jefe de los dibujantes. Se fabrica con el mayor esmero el mobiliario fúnebre. Sinuhé puede incluso admirar la estatua chapada en oro que simboliza su ser inmortal y que será «animada» tras la muerte de su cuerpo físico.
Todas las preocupaciones han desaparecido. Pocos hombres han gozado de tantos favores por parte de Faraón. Sinuhé es consciente de ello; saborea el resto de su vida terrenal con una absoluta alegría.
Como dice el texto egipcio, ésta es la sorprendente aventura de Sinuhé contada, «del comienzo hasta el final, de acuerdo con lo que fue formulado en escritura». Desde hace mucho tiempo, nos interrogamos acerca del verdadero papel que desempeñó el personaje, y estamos de acuerdo en que, ciertamente, en Palestina desempeñó una misión de espionaje de gran importancia. Sinuhé fue probablemente el primer James Bond de la historia, consiguiendo introducirse en la jerarquía enemiga y desempeñar elevadas funciones. Por lo demás, nunca dejó de estar en relación con la corte de Egipto, proporcionando indicaciones sobre su acción. Su objetivo era, sin duda alguna, fortalecer la paz entre Egipto y la Siro-Palestina. Para conocer mejor la región y los problemas de sus habitantes se casó allí, vivió largos años, aprendió la lengua, descubrió hábitos y costumbres locales. El sacrificio fue grande para un egipcio enamorado de su país, obligado a vivir tan lejos de él. El coloso que le retó en duelo había comprendido el «doble juego» de Sinuhé y decidió eliminarlo en público durante un duelo. Esta muerte «oficial» no habría provocado represalia alguna por parte de los egipcios. Pero Sinuhé adoptó, adelantándose, la figura de David frente a Goliath, haciendo que triunfara la astucia.
En la medida en que Sinuhé era el mejor agente secreto egipcio en el extranjero se comprende perfectamente la cálida acogida que le dispensaron. Cuando Faraón creyó que había alcanzado el límite de edad, después de haber cumplido perfectamente su misión, le llamó a su lado para que gozara venturosamente el último tramo de su vida.
La vida de Sinuhé es ejemplar. Para él, nada cuenta más que la grandeza de Faraón y de Egipto. Cuando hace el elogio de Sesostris I, describe la acción de un dios en la tierra. El compañero y agente secreto Sinuhé conoce la importancia de sus funciones; sabe, también, que su país es el más hermoso de los países.[20]