CAPÍTULO 11
Las enseñanzas de un faraón a su hijo[12]

«Las generaciones pasan. Dios permanece oculto. Nadie puede apartar el brazo del Señor de la Acción». Así reflexiona Faraón, en la cima de su poder y en el ocaso de su vida. De acuerdo con la tradición, decide que, en vida, su sucesor se asocie al trono. De este modo podrá iniciarle en su abrumadora función, explicarle los mecanismos del poder, enseñarle la Regla a la que se somete todo faraón.

El palacio real está tranquilo. Todo el mundo duerme. La noche es hermosa y llena de perfumes, el aire es ligero. El Nilo brilla bajo la luna. El sol viaja por debajo de la tierra, se enfrenta a las fuerzas de las tinieblas, se prepara para la resurrección del mañana.

Es el momento que elige Faraón para ordenar que acuda su hijo. No es sólo un padre quien va a hablar y confiarse, sino también el Señor de las Dos Tierras, el representante de Dios en la tierra.

El sucesor del faraón reinante es muy joven aún; ha llegado sin embargo la hora de enseñarle las bases esenciales de su futuro papel. «¿Por qué es indispensable la realeza?», pregunta Faraón. «Porque fue creada por Dios. Dios moldeó el cielo y la tierra para que los hombres sean felices. Regularizó el régimen de las aguas. Derramó el aire para que los hombres tengan en sus narices el aliento de vida. ¿Qué son, por otra parte, los humanos, sino símbolos de Dios, sus imágenes, nacidas de sus miembros? Para alimentarlos, creó plantas, hierbas, ganado, pájaros, peces… y la más preciosa de las riquezas: la luz, la única realidad que puede colmar su deseo espiritual. Dios conoce las pesadumbres de los hombres. Sabe que no son iguales. Por eso los faraones deben ser un sostén para los débiles. La realeza es una hermosa función. Pero es preciso que sea correctamente transmitida. Es preciso actuar teniendo en cuenta lo que ha hecho el predecesor y realizar una obra de su comienzo a su término».

El príncipe heredero está, a la vez, maravillado y asustado. ¿Tan duros son, realmente, los deberes de un faraón? ¿A qué tarea debe consagrarse, prioritariamente, el dueño de Egipto?

«Lo esencial —responde Faraón— es venerar a los dioses y construir monumentos en su honor, pues Dios es el creador de todas las cosas. Todo hombre debe consagrarse, primero, a lo que es primordial para su vida espiritual. Cumple el servicio regular en el templo. Cálzate las sandalias blancas de los seres puros, iníciate en los misterios, penetra en el santuario, aliméntate en el interior del templo, cuida las mesas de ofrenda. Dios conoce a quien actúa por su amor».

En esa noche, tan suave, el corazón del joven se embriaga. Sí, está dispuesto a seguir ese camino tan difícil como exaltante. ¿Cómo no sentirse feliz viviendo en un soberbio palacio, adornado con oro, plata, lapislázuli, cobre y bronce?

«No olvides, hijo mío —recuerda Faraón—, que el único palacio verdadero es la morada de eternidad. Tú, que serás la encarnación del Señor del Universo, debes pensar en la muerte, en el tribunal de los dioses que juzgará tus actos. No es indulgente a la hora de dictar su sentencia. Para él, una vida humana es como una sola hora. Tus actos estarán junto a la balanza, como un montón. El hombre está destinado a vivir después de la muerte si ha respetado la Regla. Serás juzgado más que cualquier otro, sin debilidad. No olvides preparar tu tumba, pues la morada de muerte sirve para la vida».

Esas graves palabras han ensombrecido la atmósfera. El príncipe heredero toma conciencia de que su existencia de faraón no tolerará ligereza ni blandura. Su mirada se posa en los numerosos papiros desenrollados en la gran mesa situada junto a la ventana. Cada noche, Faraón lee los antiguos textos, traza personalmente columnas de jeroglíficos.

«El que gobierna las Dos Tierras es un sabio —prosigue Faraón—. El rey no puede ser un ignorante. La sabiduría estaba ya en él cuando salió del vientre de su madre. No existe felicidad perfecta para quien ignora lo que debiera saber. Instrúyete con tus antepasados, cuyas palabras se han conservado en los escritos. Hazte un hombre de conocimientos. Trabaja encarnizadamente, pues el que trabaja se hace sabio. Si quieres ser poderoso, sé un artesano de las palabras, pues el Verbo es el verdadero poder de un ser».

Convirtiéndose en discípulo de la Casa de Vida, como todos los futuros monarcas, el príncipe heredero ha podido verificar, ya, lo acertado de las palabras de su padre. Ha tenido que estudiar la lengua sagrada, los jeroglíficos, leer los rituales, aprender a manipular la energía del Verbo. Es ardiente en el estudio pero también le gusta combatir, participar en las justas, demostrar su fuerza física. A menudo ha visto a su padre mostrándose al pueblo con el atavío de un jefe de guerra.

«El deber del rey —responde Faraón— es establecer las fronteras del país con tanta solidez como las del cielo, de acuerdo con lo que se encuentra en los escritos canónicos. ¿La guerra? Sí, ha existido y seguirá existiendo… Pero mantenla lo más alejada posible. Mantén la paz con el sur, vela por la frontera este del Delta. Somete a los nubios y asiáticos. Enrola a jóvenes reclutas, consigue partidarios entre ellos. No dejes en tu ejército soldados de avanzada edad; no les corresponde a ellos combatir. Preocúpate por la seguridad de tus súbditos. Rechaza las calamidades. Que los caminos sean seguros. Que cada cual posea sus bienes con total serenidad, sin temor a los ladrones. Que el niño goce apacible en brazos de su madre. Que las parejas se amen sin la angustia del mañana. Sea protegida la viuda. Sean prósperos los grandes dominios y cuidados los canales. Que cada responsable local piense, primero, en hacer el bien a su alrededor y oponerse a la violencia».

¡Qué magnífico programa de gobierno! Pero hay que ser realistas, objeta el príncipe heredero. ¿No habrá siempre ricos y pobres?

«Favorece a los grandes —recomienda Faraón—. Un hombre rico y bien alimentado no será envidioso ni parcial: pero debe hacer respetar las leyes. Favorecer al rico es menos peligroso que enriquecer bruscamente al pobre. ¡Pero que no haya en tu reino hambrientos ni sedientos! Lucha contra el envidioso que pierde su alma deseando apropiarse del bien ajeno. No prefieras el hijo de un rico al de un pobre, con el pretexto de que tiene bienes. Estima sólo a los hombres en función de sus actos. Un rey debe ser caritativo con los pobres. Será juzgado con respecto a la justicia que él mismo haya ejercido».

¡Justicia! Qué gran palabra. Faraón tiene bajo sus órdenes a un visir encargado de impartir justicia en su nombre. ¿No es la justicia esa misteriosa diosa Maat de la que los sabios dicen que es el mayor secreto de Egipto?

«Maat es la Regia universal —responde Faraón—. Faraón vive en comunión con Maat porque tiene el corazón recto. Y a un soberano que tiene el corazón recto todo le sale bien. Comienza por introducir la armonía en tu propia morada; en el exterior se hará, naturalmente, lo que se haga en el interior. Cumple lo que es justo tanto en las grandes como en las pequeñas cosas. Consuela al afligido, no prives a nadie de lo que le pertenece, no seas en exceso severo, no castigues si es inútil. Ordena azotes y cárcel si es necesario. Sé intransigente en un solo caso, cuando proliferen el rebelde, el pendenciero, el charlatán, pues fomentan las facciones entre los jóvenes, siembran un ánimo nocivo, excitan a la multitud para su desgracia. Haz de modo que tus súbditos se complazcan hablando entre sí de tu sentido de la justicia».

Los súbditos del rey… Los hay muy particulares, los que forman la corte. ¿Son todos, realmente, adictos a su soberano? ¿No hay entre ellos bribones, ambiciosos, oportunistas?

«En el ejercicio de tu función —responde Faraón— no confíes en nadie. No tendrás hermano ni amigo. Te traicionará aquél a quien le hayas dado mucho, el pobre a quien hayas enriquecido te herirá por la espalda. Aquél a quien hayas tendido la mano fomentará los disturbios. ¡Debes saber de quién rodearte! Desconfía de tus subordinados y tus íntimos. Cuenta sólo contigo mismo. Que tu propio espíritu vele por ti. Nadie te ayudará el día de la desgracia. Pero no olvides que los compañeros del faraón son también seres divinos: grande es un grande, cuando son grandes sus grandes».

La noche está muy avanzada. Faraón ha hablado mucho. Los ojos de su hijo comienzan a cerrarse. Tienen mucho que decirse, aún. El oficio de faraón no se aprende en una noche, aunque la que acaban de vivir permanezca, en su memoria, como un momento esencial de su respectiva existencia.

«Mira, hijo mío —concluye el faraón—, he consumado el comienzo y construyo para ti el término. Soy un puerto en el que podrás atracar. Tu realeza se ha manifestado desde el comienzo de la mía. Sabes actuar con amor y valentía. Da tu amor al pueblo entero. Y no olvides nunca esto: Faraón debe ser el señor de la alegría».