El sol abrasa. Sus rayos son casi insoportables. La arena de la pista quema. Los hombres y las bestias están cansados. Sed. Hasta perderse de vista, el desierto con sus inmóviles olas. Hay que resistir, seguir avanzando. El jefe de la expedición, Henu, consulta su mapa. Media hora más de esfuerzos y llegarán al objetivo del que nadie se atreve a hablar: el pozo. ¿Y si estuviese seco, como ha sucedido a menudo? ¿Si hubiera sido enterrado por la arena, hasta el punto de no poder dar con él? No hay bastante agua para todos. Henu, como en sus otras expediciones, ha tomado precauciones. Le acompañan magos y ritualistas. Sus mapas son precisos. Sus hombres están entrenados.
La explotación de las canteras es su vida, su oficio. Una tarea esencial desde el punto de vista de Faraón. El desierto es fuente de ocultas riquezas: granito en Asuán, con explotación al aire libre, oro en Sudán y cerca de Edfú, alabastro en Hatnub, esquisto y brecha verde en Uadi Hammamat, cuarcita roja en Gebel el-Ahmar, en la montaña roja al nordeste de Heliópolis, calcáreo blanco en Tura, cobre y turquesas en el Sinaí.
En todas partes, las difíciles condiciones de trabajo exigen espíritu de equipo y perfecta organización. Las expediciones a las canteras no son cosa de aficionados. Las organizan los altos funcionarios, «los cancilleres del dios», verdaderos jefes de cuerpos del ejército, investidos de la autoridad de un general o un almirante. Almirante, pues el modo de organizar los equipos de canteros se inspira en el de la marina mercante. El jefe de expedición es «capitán de navío», sus reclutas son «marineros», es una «tripulación» la que transporta las piedras de las canteras hasta las obras. ¿Acaso no hay que «amarrar» las pesadas narrias sobre las que se depositan los bloques? Su modo de deslizarse por el suelo recuerda ciertamente el de los barcos por el Nilo.
El capitán Henu siempre se ha desenvuelto bien en esa rigurosa organización del trabajo, basada en una jerarquía tan severa como eficaz. Al lado de sus «marineros» y de sus «pescadores», estos últimos especialmente cualificados para fabricar cables y hacer nudos destinados a mantener los bloques en su lugar, hay soldados que se encargan de la seguridad de la expedición, técnicos, administrativos, cocineros, funcionarios destacados del correo real para encargarse de las transmisiones con la corte. Los talladores de piedra, especialistas muy cualificados cuyos secretos técnicos se guardan celosamente, son poco numerosos. El personal acompañante, en cambio, es a veces considerable. Los más altos personajes del Estado no desdeñan mezclarse en esos grandes desplazamientos de población. Henu recuerda la presencia de un militar de alto rango, llamado «el Vivo», que había acudido en pleno desierto para «iluminar» con su presencia esa tierra lejana, dominio del dios Seth, ostentador del poder del rayo y de los relámpagos, del fuego purificador y destructor al mismo tiempo.
Antes de ocupar la importante y oficial posición que era ahora la suya, Henu había pertenecido a la corporación de los Sementiu, de la que algunos decían que era muy poco recomendable. En realidad, para vivir las aventuras de aquellos mocetones sobraban los escrúpulos excesivos. Prospectores, mineros, transportistas, encargados de vigilar las pistas y de hacer de policía, los Sementiu eran grandes especialistas del desierto. Nadie mejor que ellos conocía las montañas, las rutas y los senderos que llevaban a las minas y las canteras. Viajando con bolsa y zurrón, provistos de armas, tomaban muestras de minerales y descubrían nuevas zonas de explotación. Eran verdaderos agentes secretos del desierto: informaban a la Administración de Faraón sobre los movimientos de los nómadas, consiguiendo incluso «infiltrarse» entre ellos para obtener informaciones en la misma fuente. Para formar parte de la corporación era preciso estar dotado de una excepcional resistencia, saber batirse y hablar varios dialectos, ser aficionado a los continuos viajes, ir del Sinaí a Nubia, no tener miedo de recorrer paisajes desolados, abrasados por el sol, así como saber curar la picadura de los escorpiones y las serpientes. Hace ya muchos siglos, cuando Egipto balbuceaba aún, los Sementiu llevaban algo de oro y de cobre en su zurrón, magro botín obtenido al final de un viaje que solía ser muy peligroso. Hoy, bajo las riendas de poderosos faraones, la situación de los Sementiu ha cambiado mucho. Se han convertido en empresarios e importadores, negocian las condiciones de transporte del oro, la plata, el cobre, el lapislázuli, la turquesa, las piedras duras o preciosas que se transportarán hasta los templos. Pero antes de poder transportarlas deben extraerse. Y para tener la fuerza de hacerlo es preciso beber. El pozo está a la vista.
Henu ha sentido siempre cierta predilección por las pistas del Sinaí y los desmenuzados paisajes cuyas rocas aparecen cubiertas de inscripciones que conservan la memoria de los canteros y sus hazañas. El más hermoso tesoro del Sinaí es la turquesa, la piedra preferida por la diosa Hathor, cuya benevolente sonrisa aplaca el rigor del trabajo. La turquesa es cambiante, caprichosa; no conserva su color de origen si se extrae del filón durante el estío. Por eso se detiene la explotación durante los grandes calores.
Pero no sólo el calor amenaza. Están también los beduinos, aficionados a las razzias y los pillajes. A los indígenas que recorren el Sinaí no les gusta la presencia de los egipcios. Unas veces negocian amigablemente, otras se maneja el bastón. Incluso hay que combatir. Con el tiempo, el ejército de Faraón obtiene una seguridad casi total en la región. En el Imperio Medio no se menciona ya conflicto alguno, el sector resulta seguro y ha sido pacificado. Algunos beduinos son, incluso, empleados por los egipcios, cuyas expediciones a las canteras constituyen otros tantos acontecimientos fastos, que aportan animación y oportunidades comerciales. Los «asiáticos» del Sinaí no son ya adversarios sino colaboradores que obtienen beneficios. Sólo quedan algunas pandillas de furiosos que intentan cometer pequeños latrocinios. A la policía del desierto no le cuesta mucho impedirles que hagan daño. Ese relativo entendimiento no debe ocultar el hecho de que nunca habrá nada en común entre un bárbaro, por muy pacífico que sea, y un egipcio.
Henu, como muchos otros jefes de expediciones mineras, ha dejado una inscripción en las rocas del Sinaí. «Oh vivos que estáis en la tierra —proclama—, altos funcionarios del rey, amigos de palacio que llegáis a esta región. ¡Haced una plegaria por el faraón, exaltad su poder, veneradle! Ved lo que por él se realiza: las montañas nos conducen hacia los tesoros que contienen, sacan a la luz lo que está oculto en su seno, ¡los montes y desiertos nos ofrecen su generosidad!».
Henu ama profundamente estos paisajes desérticos, las tierras abrasadas bajo las cuales se ocultan tantas riquezas que mañana embellecerán las moradas de los dioses. Recorriendo la pista que lleva al Uadi Hammamat, a menudo ha tenido la sensación de estar cumpliendo una misión sagrada, de realizar un trabajo fuera de lo común. Sin embargo, esa pista nunca ha sido fácil. Era la principal vía de comunicación entre el valle del Nilo y el mar Rojo, unía la ciudad de Coptos, al norte de la aglomeración tebana, con el puerto de Kosseir. De allí se podía partir hacia África, al sur, o hacia el Sinaí, al norte. La ruta pasaba por un estrecho desfiladero, el Uadi Hammamat. Había allí canteras ricas en esquisto, en brecha, en basalto y en la «maravillosa piedra de Bekhen» que la Biblia menciona como un material de alta calidad. La roca está cortada por fallas que dejan al descubierto bloques de dimensiones variables, algunos de los cuales se desprenden por sí mismos. Una auténtica ganga para unos canteros que sólo debían hacer que resbalaran utilizando las pendientes de las montañas. Sin embargo, convenía ir con cuidado para no romper los bloques durante la operación, más delicada de lo que parece a primera vista. Por ello, con el fin de evitar los pasos peligrosos, se construían planos inclinados. Los bloques de las canteras del Uadi Hammamat estaban reservados para el uso sacro; con ellos se hacían estatuas, sarcófagos y estelas.
Hace mucho tiempo, ya iniciada la explotación, no era raro que se produjeran pérdidas en vidas humanas. Accidentes laborales, primero; agresiones de los beduinos, después. Faraón puso fin a estos intolerables incidentes. Allí como en todas partes, la policía del desierto demostró su eficacia. Los soldados protegieron las expediciones. Al principio era preciso viajar cuatro días para llegar a las canteras, sin un solo aguadero por el camino. Ahora hay numerosos pozos, algunos rodeados de recintos fortificados e incluso de fortines que pueden servir de refugio. Los jefes de expedición tienen a gala poder proclamar que han devuelto todo su personal en perfecto estado de salud. Ni un solo obrero estuvo enfermo, ha podido ya decir Henu, ni siquiera un asno ha muerto.
Esta vez está mucho más preocupado. Se acerca al pozo, uno de los últimos que carecen de un muro protector. Lo conoce bien. Da una agua excelente, fresca. Un don inestimable. Henu se inclina y palidece. El pozo está seco. El próximo, señala el mapa, está a varias horas de marcha. Los hombres están demasiado fatigados para realizar semejante esfuerzo.
Henu tiene tres mil hombres a sus órdenes. Están todos muy tranquilos, pues todavía desconocen la mala noticia. ¿Qué hacer? ¿Aguardar un milagro? Hay precedentes. Como el caso de un tal Antef, que se dirigía a las canteras de bekhen para obtener una piedra maravillosa. No había conseguido descubrirla. Nadie conocía su emplazamiento. Desesperado, Antef se había arrojado boca abajo implorando al dios Min y las divinidades del desierto. Había quemado, incluso, resina de terebinto ofreciéndoles un sacrificio. Los dioses respondieron indicándole el camino que llevaba a la piedra maravillosa. Como la historia del visir Amenemhat, a quien el faraón Mentuhotep III encargó que encontrara una piedra excepcional para su sarcófago. El visir lideró una considerable expedición y los obreros empezaron a trabajar con ardor, en las canteras del Uadi Hammamat. En vano. Ningún filón daba piedra lo bastante bella. De pronto, una gacela se acercó a ellos. Los canteros, pasmados, abandonaron su trabajo. Por lo general, ese tímido animal no se acercaba a los humanos. Entonces, la gacela parió unas crías. El emplazamiento elegido por el animal resultó ser un bloque de rara calidad que se convirtió en la cubierta del sarcófago.
¿Por qué las divinidades no podían intervenir en favor de Henu? ¿No basta acaso llamarlas con humildad? Henu implora en su corazón al dios Min, señor de las pistas del desierto, protector de los viajeros. El sol sigue siendo implacable. Un cantero se acerca a Henu. «Ven a ver», le dice. Acaba de producirse un acontecimiento extraordinario. Unos obreros han descubierto, al borde de la pista, un pozo lleno hasta el borde de agua clara.
Henu no es ingrato. Cuando todos han saciado su sed ordena ofrecer un gran sacrificio a Min, quemar incienso en su honor. Una vez más, el dios del desierto ha salvado a sus fieles. Para la expedición será un deber excavar nuevos pozos a lo largo del recorrido y mantener los antiguos, haciendo así el viaje mucho más fácil.
Gracias a la seriedad de Henu y de sus colegas, más tarde se organizarán con éxito gigantescas expediciones. Pensemos en la de Ameni, portavoz del faraón Sesostris I, que envió más de quince mil hombres para que consiguieran sesenta esfinges y ciento cincuenta estatuas. Participaron en ella grandes dignatarios, altos funcionarios, un jefe de los escultores y un maestro de obras que llevaba el nombre de «El que allana todas las dificultades». Cerveceros, panaderos y cocineros aseguraron a los viajeros unas condiciones de vida agradables. Se repartió pan y cerveza en función de la jerarquía, reservándose la carne para los «cuadros» responsables.
La mayor de todas las expediciones conocidas se llevó a cabo bajo el reinado de Ramsés IV (a mediados del siglo XII a. J. C.). Las montañas que dominaban las canteras eran consideradas, por aquel entonces, secretas y sagradas. Para conocer su emplazamiento, el faraón había tenido que consultar los archivos de la Casa de Vida. Los sabios le habían aconsejado hacer cuanto estuviera en su mano para conseguir hermosas piedras. Ramsés IV no escatimó medios: más de diez mil hombres partieron también, entre ellos, el sumo sacerdote de Amón en persona, sabios, técnicos y escribas del ejército. Al igual que en otras épocas, los especialistas en piedra no eran numerosos: tres maestros de obras, un jefe de artesanos, dos dibujantes, cuatro grabadores y ciento treinta talladores de piedra y canteros. Los bueyes arrastraban carros cargados de alimentos. El recuerdo de esta expedición será tal que llegará a afirmarse que convirtió el desierto en campiña, el camino en canal.
Mientras el humo del sacrificio sube hacia el cielo, Henu contempla un fulgor en la lejanía. El rayo de sol ha hecho brillar una roca como si fuera de oro. Oro… Hay minas en los alrededores; las hay también en la región de Edfú y en la lejana Nubia. El oro está destinado exclusivamente a los templos. ¿No se dice acaso que es la carne de los dioses, la carne incorruptible? Henu no aprecia demasiado esas minas. Las condiciones de trabajo suelen ser espantosas. Las galerías son tan estrechas que es preciso ser delgado, estar famélico casi, para entrar en ellas. Se manda, incluso, a los criminales condenados a trabajos forzados. Que el oro se quede en los templos y, sobre todo, que no salga de ellos. Los hombres no lo necesitan. Sólo Faraón es capaz de manejar el oro para revestir las estatuas divinas, pues él mismo es «montaña de oro que ilumina toda tierra como el dios del horizonte».
Henu sabe que está viviendo una hora de gloria, que su expedición se verá coronada por el éxito, que llevará a Faraón piedras fabulosas para mayor grandeza de Egipto.