CAPÍTULO 9
Los exploradores de Nubia

El viaje termina. Hirkhuf, fiel servidor de los reyes Merenre y Pepi II, regresa de una de sus lejanas expediciones por África. Vuelve a Elefantina,[11] la capital del primer nomo del Alto Egipto, cabeza del país. A Hirkhuf, Elefantina le gusta por encima de todo. Acacias, moreras, datileras, palmeras-dum dan sombra a sus callejuelas. Alrededor de la ciudad, bosques de datileras y acacias. Hirkhuf descansa en su gran jardín, tomando el fresco bajo la parra cuya uva le proporciona un excelente vino. Dentro de un rato irá a pasear por los muelles para saludar a los marinos que conoce, llegará hasta el mercado animado por las discusiones entre egipcios, libios y nubios. Elefantina es la vida palpitante, animada, vibrante como al explorador le ha gustado siempre. En todas partes reina un perfume de aventura. Los misterios de África atracan en las orillas del Nilo y se vierten en los corazones, creando una raza de hombres orgullosos, intrépidos, que no retroceden ante ningún peligro.

Mientras llega a su fin ese Imperio Antiguo, los príncipes de Elefantina son poderosos señores provinciales cuyo territorio se beneficia de un estatuto especial, concedido por la corona. Les ayudan intérpretes que hablan lenguas extranjeras y conocen, ellos mismos, numerosos dialectos africanos para poder llevar a cabo intensas negociaciones comerciales, pues Elefantina es uno de los mayores mercados de Egipto.

El comercio, por supuesto, pero sobre todo la aventura. Hirkhuf piensa en sus predecesores, que tantas rutas abrieron en el profundo Sur, especialmente Pepinakht y Mekhu. Pepinakht era un gran personaje, general de un cuerpo del ejército y príncipe de Elefantina, recibió del faraón Pepi II una penosísima misión: devolver a Egipto los cuerpos de los egipcios exterminados por los beduinos a orillas del mar Rojo. Pero mandó también un cuerpo expedicionario en Sudán para meter en cintura a las efervescentes tribus africanas. Mekhu, otro príncipe de Asuán, llevó a cabo funciones idénticas a las de Pepinakht; sin embargo, su expedición, que superó la segunda catarata del Nilo, terminó mal: el egipcio murió a manos de los sudaneses. Ser enterrado en un país extranjero es, para un súbdito de Faraón, una insoportable desgracia. Por eso su hijo Sebni, en cuanto supo la horrenda noticia, reunió a los campesinos de su dominio y un centenar de asnos para transportar armas y provisiones, y partió luego hacia el sur, esperando encontrar el cuerpo de su padre y devolverlo a Egipto. Sebni no utilizó la fuerza sino la diplomacia. Ofrece a los africanos chucherías, cuentas de cristal, alimentos. La moneda de intercambio parece suficiente para evitar un enfrentamiento. Entregan a Sebni los despojos mortales de su padre que es piadosamente, depositado en un rudimentario sarcófago y colocado a lomos de un asno. Muy pronto el infeliz Mekhu descansará en su tumba de Elefantina. Conmovido por la piedad filial de Sebni, Pepi II le hará ir a la corte de Menfis para felicitarle personalmente y colmarle de honores.

La muerte está tan presente en Elefantina… No se la oculta, muy al contrario; basta con contemplar las laderas de las colinas de la orilla izquierda del río. Allí se han excavado las tumbas de quienes forjaron la gloria de la ciudad. Una larga rampa, muy empinada, asciende desde la ribera hasta la entrada del sepulcro; se la utilizaba para jalar el sarcófago colocado en una narria. Desde el hermoso Occidente, desde esa tierra de sol y de paz, los muertos glorificados contemplaban la vida de su ciudad.

Hirkhuf no está dispuesto todavía a emprender el sueño postrero. Su cuerpo está lleno de vigor. La atracción del gran Sur se agita en él como un fuego inextinguible, a pesar de una carrera larga ya, cuyos episodios relatará detalladamente en los muros de su tumba.

Príncipe, gobernador del Alto Egipto, tesorero del rey del Bajo Egipto, amigo único, ritualista y jefe de los intérpretes: Hirkhuf tuvo a su cargo las más pesadas responsabilidades administrativas y las llevó a cabo con una aguda conciencia de sus deberes. Fue iniciado en los secretos de la magia, aprendió las fórmulas de conocimiento y supo pronunciar las palabras justas. Ahora bien, la aventura comenzó el día en que el faraón Merenre le pidió que partiera hacia el sur, al país de Iam, en compañía de otro «amigo único», llamado Iri. Durante siete meses, los dos hombres llenaron numerosos espacios en blanco del mapa de África, descubrieron pistas, conocieron poblaciones. Para Hirkhuf es la embriaguez. Llega más lejos que precedentes exploradores, rebasando los mojones colocados por los jefes de las caravanas. Tan pronto regresa, sólo piensa en partir. Dados los brillantes resultados, el faraón asiente. Hirkhuf conduce una segunda expedición de la que, esta vez, es el único dueño. El viaje durará ocho meses e Hirkhuf podrá proclamar. «No existe amigo único, jefe de los intérpretes, que haya penetrado tanto, anteriormente, en el país de Iam». La tercera y la cuarta expediciones serán igualmente exaltantes y llevarán a Hirkhuf más allá de Nubia, hacia Darfur. A la cabeza de un cuerpo expedicionario, se verá obligado a efectuar operaciones de policía para apaciguar a las tribus en exceso agitadas.

Hirkhuf nunca regresa de sus lejanos periplos con las manos vacías. Además de los informes secretos entregados a la corte y referentes a la geografía, la economía, la evolución de los clanes africanos, obtiene una impresionante cantidad de productos raros y preciosos; no utiliza menos de trescientos asnos cargados de incienso, madera de ébano, perfumes, pieles de pantera, colmillos de elefante o boomerangs. El ejército de Hirkhuf toma también un tipo especial de prisioneros, a saber, toros y cabras, homenaje de las tribus sometidas.

Era tal el renombre del explorador que, ya en el camino de regreso, durante la cuarta expedición, vio cómo salían a su encuentro los oficiales de Elefantina. Sus navíos iban cargados de fruta, pasteles, cerveza y vino. Hicieron un alto y se celebró un gran banquete para honrar al aventurero y soñar con próximos viajes.

No hubo quinta expedición. Contando ya una edad avanzada, Hirkhuf se extinguió apaciblemente en su hermosa y confortable mansión de Elefantina. Su tumba estaba lista, los textos inscritos relataban su existencia tan fuera de lo común. Tuvo que añadir a su biografía una última página: la que contaba cómo había obsequiado al joven Pepi II con un pigmeo capaz de bailar la danza del Dios.

Al explorador sólo le quedaba ya formular sus últimos deseos, que aún hoy pueden leerse en la entrada de su tumba: «Que pueda caminar en paz por los caminos de Occidente, por los que suelen caminar los seres de luz (los imakhu), que pueda elevarse hacia el dios señor del cielo en su calidad de imakh, Hirkhuf. Que sea hecho luminoso por el ritualista, a comienzos de cada año, el príncipe, amigo único, ritualista, jefe de los intérpretes, Hirkhuf».