En este año 2248 a. J. C., a finales ya de la VI dinastía, la última del Imperio Antiguo, una gran agitación perturba la corte del faraón. El rey de Egipto es muy joven. Efectivamente, es un muchachito de diez años quien ocupa el trono de las Dos Tierras. Asumiendo en la infancia la función más prestigiosa, el rey Pepi II conocerá el reinado más largo de la Historia, puesto que permanecerá noventa y cuatro años a la cabeza del Estado. Conocerá la triste disgregación del poder central y los achaques de una decadencia. Pero, de momento, el pequeño soberano, investido con la omnipotencia de sus antepasados, aguarda con impaciencia el regreso de un célebre explorador que partió hacia Nubia. El aventurero ha prometido traerle un presente excepcional.
El tiempo de las grandes pirámides ha pasado. La corte de Faraón sigue siendo brillante, pero los jefes de provincias han ido socavando poco a poco el poder central, hasta el punto de debilitarlo seriamente. En el niño-rey se distingue ya la voluntad de mantener Egipto en una armonía que no ha sido turbada desde el reinado de Osiris. Ése es el deber que todo hijo ha recibido de su padre. No aplicar esta ley divina sería permitir que la violencia invadiese todo, que la barbarie devastara las Dos Tierras.
El joven soberano está rodeado de hombres notables, como el maestro de obras Meriptahankhmerire, cuyo nombre significa que es amado, al mismo tiempo, por el dios Ptah, señor de los artesanos, y por Ra, el principio de luz. Ese gran arquitecto dio el ejemplo al entregar su ropa a quien iba desnudo, al alimentar a quien tenía hambre y sed. Cuando preparó su morada de eternidad, no obligó a trabajar a nadie, firmando contratos ventajosos para los artesanos que entraron a su servicio. Su hermano se convirtió en un excelente escriba que le acompañaba a las obras para tomar nota. Llevó luego su Regla y fue su fiel compañero a lo largo de toda su carrera. El maestro de obras fue también un brillante administrador, desarrollando tan bien su dominio que fue alabado por sus servidores.
Karapepinefer, gran señor de la ciudad de Edfú, mostró también un comportamiento digno de elogio. En su provincia, nadie pasó hambre. Tomó de sus graneros lo necesario para pagar las deudas en especies de los más pobres. Se ocupó, especialmente, de los más desfavorecidos, liberando a los desvalidos de las manos de los ricos y arbitrando los conflictos con imparcialidad.
El íntimo, el amigo, el confidente es Uni, vigilante de los sacerdotes de la pirámide real, jefe de los dominios de palacio, gobernador del Sur. Sólo él está al corriente de los más secretos asuntos. Eminencia gris, el visir, el primer ministro, le presta oídos, y recibe las confidencias de Faraón. Uni tuvo incluso que resolver los delicados problemas del harén real, donde se planteaban cuestiones de prelación. Su sentido de la diplomacia obró maravillas y recibió las más grandes recompensas. Ese «amigo único» sabía también mostrarse enérgico cuando era necesario. Así, fue un valiente general que hizo la guerra contra los asiáticos, a la cabeza de un ejército de varias decenas de miles de hombres. Los reclutas acudían de todas las provincias de Egipto. La estrategia fue establecida por el propio Uni. Se trataba de un asunto importante, pues era preciso lograr que cesaran las incursiones de los beduinos en el nordeste del país. Aquellos bandoleros resultaban peligrosos para las caravanas. Aquellos hombres turbulentos eran llamados «los merodeadores de arena»; Uni supo conducir cinco campañas para someterlos.
El general Uni se sintió especialmente orgulloso del comportamiento de sus tropas; ciertamente habían destruido el país de los rebeldes, sus fortalezas, cortaron sus higueras y sus viñas, incendiaron sus moradas e hicieron prisioneros; pero los militares se comportaron también como hombres responsables, bien dirigidos. Ni uno solo de ellos robó a su compañero. Ninguno arrebató el menor bien a un civil encontrado por el camino, tratárase de pasta para pan o de sandalias, ninguno robó telas o alguna cabra a los habitantes de las aldeas atravesadas.
Las operaciones militares no siempre se desarrollaban tan bien. Durante la preparación de un viaje hacia Punt, en la costa asiática del mar Rojo, unos carpinteros egipcios construían en el propio puerto los navíos que debían servir para la travesía. Fueron atacados y asesinados por unos beduinos. Los cuerpos fueron repatriados y el rey tuvo que ordenar una operación de policía para castigar a los criminales.
Pero esos dramáticos acontecimientos están muy lejos del pequeño faraón dotado de inmenso poder, que reina sobre una corte fastuosa. Él es la encarnación de Dios ante la que todos se prosternan. Él es el Maestro de los maestros, el ser consumado que dialoga con los dioses. Muy pronto, ¡ay!, el poder quedará fragmentado, los jefes de provincias se convertirán en pequeños monarcas, escapando progresivamente a la autoridad de Faraón. Menfis ya no será la capital de las Dos Tierras sino sólo la de su región. Negras perspectivas que el jovencísimo Pepi II no divisa todavía. De momento, sólo piensa en la extraordinaria carta que acaba de recibir dé Hirkhuf. Éste es un rudo explorador, acostumbrado a recorrer las desconocidas tierras del gran Sur. África no tiene secretos para él. Hirkhuf trae siempre de sus viajes un rico botín. Y esta vez se ha superado. En su carta anuncia que trae a Faraón… un pigmeo. ¡Uno de esos enanos bailarines procedentes del país de los habitantes de la luz!
Pepi II toma la pluma para responder a Hirkhuf. Le felicita por el éxito de su expedición, le agradece de antemano los numerosos presentes que Hathor le ha permitido acumular para el ka del rey del Alto y Bajo Egipto. Pero todo eso no es nada ante el enano danzarín. Ciertamente, los ha habido muy célebres en la Antigüedad, como aquel pigmeo traído de la tierra de Punt por un tesorero del Dios, bajo el reinado del faraón Asosi (V dinastía). Pero el de Hirkhuf es único, sin par, el rey está convencido de ello.
Pepi II no se anda por las ramas. Hirkhuf repite por todas partes que sirve a su rey con fidelidad, que se pasa la vida haciendo lo que Faraón ordena: ¡he aquí una excelente ocasión para demostrarlo! ¿Desea nuevos honores, nuevas riquezas, una fama establecida para siempre en el corazón de los hombres? Pues bien, que vele por el pigmeo como si fuera el más raro tesoro. Faraón quiere verle en la corte lo antes posible. Pero ¡cuidado!, Hirkhuf no debe correr el menor riesgo. ¿Y si al enano se le ocurriera tirarse al agua y se ahogara? Para evitar semejante calamidad, que el propio Hirkhuf se consagre a la seguridad del pigmeo. Que no confíe en ninguno de sus marinos. Que no duerma y pase noche y día junto al enano, evitándole el menor inconveniente. Que le divierta, le haga jugar, le alimente lo mejor posible, lo mantenga fuerte y en buena salud. Varias precauciones valen más que una: que hombres sabios y prudentes rodeen al pigmeo, a ambos lados del barco. Que duerman junto a él, bajo su tienda, mientras él duerma. Naturalmente, que abandone Hirkhuf cualquier eventual proyecto y, sin perder un segundo, navegue hacia el norte para acompañar a su distinguido huésped hasta la residencia real.
«Pues Mi Majestad —concluye Pepi— desea ver este enano más que todos los preciosos productos del Sinaí o de Punt».
La voluntad del faraón es de esencia divina. Hirkhuf recibe la carta. ¡Qué honor para él! Da en seguida órdenes de que graben el texto en la tumba que le está reservada, en Asuán, en el extremo sur de la tierra de Egipto, a las puertas de Egipto. Ciertamente, la fama del explorador es ahora inmortal. Colmado, con el corazón hinchado de alegría, Hirkhuf hace embarcar a su protegido y, dejándolo todo, boga hacia la capital.
El viaje se desarrolla sin problemas. Hirkhuf no lo dudaba pero, de todos modos, se siente aliviado cuando llega a destino. La noticia de su llegada es transmitida al soberano, que le convoca inmediatamente a palacio. Hirkhuf y el pigmeo están igualmente conmovidos. El primero, porque acaba de lograr que el Señor de las Dos Tierras reconozca su hazaña, el segundo porque comparece ante un rey-dios, tan capaz de dar la vida como de dar la muerte. El hombrecillo arrancado de la lejana Nubia está, incluso, aterrorizado. Pero advierte que el faraón de diez años no es mucho más alto que él y que no se muestra inamistoso, ni mucho menos. La sonrisa de Pepi II es radiante. Sin embargo, una orden brota de sus labios: «¡Baila! ¡Baila la danza de los dioses para alegrar el corazón de Faraón!». El hombrecillo, intrigado, vacila. Los miembros de la corte le alientan con la mirada. Una orquesta compuesta por tres muchachas que tocan la flauta, el arpa y el tambor comienza a tocar. Entonces crece en él el innato sentido del movimiento. El enano se mueve cadenciosamente, encuentra por instinto los gestos de sus antepasados.
La danza del Dios se ha celebrado ante Faraón. El enano vivirá mucho tiempo en la corte, tendrá el favor de Pepi II y dará testimonio, con su arte, de esa maravillosa hora en la que la mirada de un niño-rey quedó maravillada.