CAPÍTULO 6
La epopeya de las pirámides

El anciano maestro de obras Uasptah[9] tiene el corazón lleno de alegría. En este año 2340 a. J. C., el faraón Neferirkare inspecciona los trabajos de su pirámide. Está especialmente satisfecho de la obra realizada por Uasptah, que es, a la vez, arquitecto y jefe de todas las obras de Faraón y primer ministro de Egipto. Una tarea abrumadora, al igual que la de Imhotep y todos aquéllos que le han sucedido en esta función desde el reinado de Zóser.

El faraón expresa sus alabanzas, pero el maestro de obras le escucha cada vez peor. Hay una especie de niebla delante de sus ojos. Va a sufrir un desmayo. Unos brazos le sostienen. Le colocan en una silla de manos. Se desvanece.

Uasptah vuelve en sí en una habitación del palacio real. Faraón está a su cabecera. El Señor de las Dos Tierras, preocupado, le pregunta en seguida qué le ocurre. «Es inútil, mi señor, ocultarse la verdad —responde el maestro de obras—. La hora de la muerte ha llegado». Ninguno de los se lamenta. La muerte es una prueba para la que están preparados desde hace mucho tiempo. Faraón comunica a Uasptah que le ha encargado un sarcófago de ébano. El hijo mayor del maestro de obras se encarga de preparar la tumba de su padre. El rey en persona velará para que la morada de eternidad de su arquitecto sea magnífica.

Uasptah se dispone a pasar su última noche en la tierra de los vivos. Faraón permanece a su lado. Juntos evocan la extraordinaria epopeya de las pirámides. La edad de oro del Imperio Antiguo que vio levantarse hacia el cielo esas formas perfectas. El maestro de obras recuerda la meseta de Gizeh, «el Alto», donde se construyeron las pirámides de Keops, Kefrén y Mikerinos, que llevan respectivamente los nombres de «Keops es aquél que pertenece al país de la luz», «Kefrén es grande» y «Mikerinos es divino». La Esfinge, fenomenal piedra bruta tallada por escultores geniales, es el custodio de aquel territorio sagrado.

Faraón recuerda a sus ilustres predecesores que fueron modelos para él. Keops, calificado de «dios perfecto», era un gran sabio que fue capaz de encontrar el numero y la disposición de las cámaras secretas del templo de Thot, el dios del conocimiento. Desveló su naturaleza y su planta en el interior de su gran pirámide, que comprende tres cámaras dispuestas verticalmente, desde el suelo bruto de la materia no trabajada hasta la perfección del sarcófago de la «cámara del rey». Allí fue colocado su cuerpo de luz.

Kefrén fue asimismo un constructor prodigioso. Además de su pirámide, que casi iguala en importancia la de Keops, hizo construir un templo de granito, algunos de cuyos bloques pesan más de ciento cincuenta toneladas. En aquel austero edificio, las estatuas reales eran iluminadas, una a una, por los rayos del sol que pasaban por un complejo dispositivo de aberturas.

Mikerinos hizo edificar la más pequeña de las tres grandes pirámides de la meseta de Gizeh, pero también la que tiene bloques más grandes. El rey inspeccionó a menudo los trabajos de su pirámide y dotó a sus dignatarios de ricas mastabas, esas tumbas que forman alrededor del monumento real una corte de eternidad.

¿Pero qué es una pirámide, observa el maestro de obras, sino un ser viviente? Se le abre ritualmente la boca para que exprese el Verbo, tiene un nombre, es uno de los aspectos de la persona real, para protegerla se pronuncian fórmulas mágicas.

No es en absoluto un monumento aislado, sino el sanctasanctórum de un conjunto arquitectónico que comienza con un templo-embarcadero, junto al Nilo, prosigue por una larga rabada cubierta, que lleva a otro templo colocado ante la pirámide que constituye el objetivo de ese recorrido simbólico. La pirámide, en jeroglífico, se llama mer. lleva el mismo nombre que el Amor que da la vida, que el canal por el que circula la energía vivificadora del agua, que la azada con la que Faraón abre la tierra para excavar la fosa de cimientos de un templo. Es fusión de los triángulos creadores, rayo de luz petrificado, escalera hacia el cielo. Por ella, el alma de Faraón se reúne con la luz de la que salió.

Uasptah recuerda los trabajos de cimentación de la obra que dirigió durante tantos años para levantar la pirámide de su rey. Dispuso un puerto fluvial para desembarcar los materiales que transportaban por el Nilo pesadas barcazas. Cuando necesitaban granito iban a buscarlo a Asuán. Tenían que desbrozar el terreno elegido, pulirlo, enrasarlo, como en la meseta de Gizeh, donde esa obra preparatoria resultó casi tan colosal como la propia pirámide. Era indispensable, en efecto, allanar la roca para obtener una perfecta horizontalidad. El faraón, acompañado por los sabios de la Casa de Vida, iba a efectuar una observación astronómica para determinar la implantación del monumento, en armonía con las leyes celestes. Utilizaba un instrumento realizado con una regla y un hilo emplomado. Luego actuaba el arquitecto. El tiempo no contaba. El trabajo se llevaba a cabo a un ritmo regular, en todas las estaciones.

Nada habría sido posible sin los hombres, sin esos equipos, poco numerosos, de artesanos iniciados, que contaban en sus filas con «grandes maestros del trabajo creador», especialistas en piedras, a los que les gustaba llevar el sencillo y antiguo título de «carpintero». Algunos nombres acuden a la memoria de Uasptah: Khufu-Ankh, uno de los maestros espirituales de la Casa de Vida, jefe de todas las obras de Faraón; Henyunu, primer ministro de Snofru, maestro de obras de Keops; Ankhaef, que trabajó también junto a ese rey; y tantos otros que descansan hoy en sus tumbas, muy cerca de su rey, participando de su eternidad.

Los constructores de pirámides dependían directamente de Faraón. Eran considerados el cuerpo de élite de la nación. No estaban sometidos a los trabajos temporales de los campesinos o de otros cuerpos de oficio. Se les reservaban ciudades o barrios urbanos, espaciosas moradas acogían a los maestros y a los vigilantes. Existía una sola tarea para esos hombres, que respetaban una rigurosa jerarquía: construir templos, tumbas y palacios.[10] Las pruebas que debían superarse eran difíciles. Se exigía competencias intelectual, manual, probidad, sentido del secreto. Se instruye al aprendiz en el manejo de los instrumentos, el funcionamiento de la obra, el respeto de la Regla. Se le hace descubrir mil y una técnicas. Los escribas de la Casa de Vida imparten cursos de jeroglíficos, revelan los libros sagrados, enseñan el «programa» de las escenas simbólicas que deberán grabarse, pintarse y dibujarse en los muros de las tumbas. El aprendiz aprendía a tallar las más duras piedras, a manejar broca y taladro, a participar en el levantamiento de enormes monolitos. Geómetras, canteros, talladores de piedra, escribas y herreros que fabricaban las herramientas trabajaban en sus puestos respectivos en función de una organización perfectamente puesta a punto, de la que era responsable el maestro de obras. En las tareas secundarias recibían la ayuda de peones que disponían de un contrato de trabajo, soldados y campesinos sin trabajo en la estación de la inundación. Nadie de estos últimos era iniciado en el secreto de la construcción propiamente dicha.

La cofradía de constructores de pirámides gozaba de la más alta consideración. Sus miembros trabajaban mucho pero vivían felices. Faraón se preocupaba por su salud; les concedía mejores alimentos, cuidaba de que los graneros estuvieran siempre llenos para ellos, de que siempre tuvieran pan, cerveza, aceite, trigo en abundancia, de que fueran vestidos con las mejores telas.

Uasptah evoca con emoción las horas inolvidables pasadas construyendo la pirámide real. Alrededor iba levantándose poco a poco una «ciudad de pirámide», poblada de artesanos, religiosos y administrativos. Oficiaban allí los «sacerdotes del ka», encargados de mantener mediante ritos el poder vital de Faraón. Faraón concede a sus íntimos y a sus fieles una tumba, un sarcófago, mesas de ofrenda, estelas, asegura el culto funerario en esa ciudad del más allá materialmente presente en la tierra. Son los vivos quienes se encargan del feliz destino de los muertos. Se comunican con ellos por las «falsas puertas», esas pantallas de piedra que dejan pasar las almas.

Uasptah, el maestro de obras, recuerda también su papel de primer ministro, de visir, de «compañero único» del rey. Fue distinguido entre los funcionarios de alto rango, a quienes se denominaba «los ojos y los oídos de Faraón». Ha ido subiendo los peldaños de la jerarquía de palacio, fue portasandalias, encargado de las coronas, sacerdote del ka. Colocado a la cabeza de la Administración, reinó sobre los grandes cuerpos del Estado, sobre los Archivos, sobre el Tesoro, se rodeó de jefes de misión a quienes envió por el país entero. Los escribas de la Casa de Vida, los jefes de los secretos estuvieron todos a sus órdenes. El mismo vio y oyó lo que sólo un Compañero puede ver. Fue iniciado en los misterios de las palabras divinas, descubrió el secreto del tribunal de justicia que funciona tanto en el cielo como en la tierra. A su lado, los sabios: matemáticos, geómetras, pero también médicos, iniciados por la temible diosa Sekhmet, tan capaz de hacer vivir como de hacer morir, en resumen, toda la élite intelectual y espiritual de Egipto.

Ese poder nunca ha embriagado al maestro de obras y visir Uasptah. Su mayor título de gloria, como el de sus predecesores, fue servir: servir a Maat, la armonía universal, servir a Faraón, el gran dios, servir a Egipto, la tierra bendita. Muy pronto sus ojos de carne van a cerrarse. Su cuerpo perecedero se transformará en cuerpo inmortal, la momia. Colocarán a ésta en una narria y la arrastrarán hasta el Nilo, para meterla en una barca que atraviese el río y atraque en la orilla oeste, la de los muertos. Sus parientes la acompañarán hasta la tumba, donde los sacerdotes le abrirán la boca y los ojos, pronunciarán las fórmulas mágicas para que el resucitado pueda desplazarse por el otro mundo. La momia es ritualmente bajada a la sepultura; allí, en el corazón de las tinieblas, seguirá «funcionando» como una central de energía. El ba, el alma-pájaro, la abandonará periódicamente para ir a empaparse de fuerzas vitales en el sol y regresará luego a la tumba para redistribuir luz. Pero el difunto no desaparece. Gracias a una capilla abierta al mundo exterior, los muertos permanecen en comunicación con los vivos.

En el interior de la casa de eternidad, las escenas recuerdan la vida cotidiana del difunto, su oficio, sus funciones, los momentos felices vividos con su familia, sus ocios. Aquí todo es de orden mágico. Todas esas escenas están vivas para siempre, hacen inmortales a sus actores.

El muerto se convierte en un Osiris. Abandonando su cuerpo mortal, penetra en el cuerpo momificado del dios donde se prepara su resurrección. Por el poder de la palabra y el conocimiento de las fórmulas adecuadas se convertirá en hermano de los dioses, explorará los espacios celestiales, dominará las potencias del cosmos.

Sus herederos, en tierra, le cuidarán cubriendo sus mesas de ofrendas y yendo a celebrar banquetes en su tumba. Gracias a las representaciones mágicas nunca carecerá de pan, de pasteles, de pescado, de carne, de legumbres, de quesos, de frutos. ¿Acaso la vida en la eternidad no es un perpetuo banquete al que están invitados dioses, astros y hombres?

El faraón y el maestro de obras Uasptah evocan juntos el placer de vivir en los tiempos de las pirámides, el respeto por los ancianos, la piedad filial, el culto de la familia, el sentido de responsabilidad de los grandes y los nobles, el respeto de los servidores y de los humildes. Todos pensaban en su prójimo.

¿Cuántas dulces horas y felices se vivieron en familia? La madre es el «ama de casa», el padre encarna la Regla que cada cual debe respetar. Un hijo que comete injusticia y rechaza sus deberes es la peor de las calamidades. Hay que expulsarlo de la morada antes de que la destruya, pues no es ya digno de llevar el nombre de hijo. Calamidad rara, afortunadamente. Los hijos de Uasptah han respetado a su padre y se han mostrado tiernos con su madre. Han sabido evitar que penetrase en sus corazones la codicia y la avidez. Han fundado un hogar, han amado a su esposa y sus hijos. Amar a la mujer es un presente de los dioses; por eso hay que mostrarse atento, vestirla bien, alimentarla bien, satisfacer sus deseos, serle fiel. Una mujer feliz es como un campo fértil. Hace próspera su mansión. Respira el perfume del loto de donde renace el sol de la mañana.

Uasptah siente que el aliento de vida mengua. Muy pronto abandonará su cuerpo. Muy pronto el que fue primer ministro de las Dos Tierras entrará en su mastaba, muy próxima a la pirámide de su señor, el faraón. Estará rodeado de escenas de pesca, de caza en el desierto y las marismas, de jardines con árboles cargados de frutos, de rebaños, de artesanos trabajando, carpinteros, constructores de barcos, talladores de piedra, fabricantes de estatuas, joyeros, orfebres, tejedores. Todos seguirán viviendo a su lado.

El viejo servidor se extingue. Con él concluye la época de las pirámides, la época de los gigantes de piedra, el universo glorioso del Imperio Antiguo. A su lado, Faraón, el rey-dios, invoca a Maat, la norma universal, la Regla de vida, la diosa que ostenta el secreto de la sabiduría y prefiere el silencioso al apasionado, el generoso-de-corazón al envidioso, ofrece todas las virtudes a quien sabe hacerla vivir en sí. Maat es el zócalo de las estatuas divinas. Es también el codo, la proporción sagrada que sirve para trazar el plano de las pirámides. «Nunca se realizan las intenciones de los hombres; se realiza lo que Dios ordena», dice Faraón.

Uasptah, que se hizo grande tras haber sido pequeño, rico tras haber sido pobre, que supo elevarse hasta la cima de la condición humana, no ha sido avaro. Puesto que su fortuna es un don de Dios, ha dado mucho. Y repite las palabras que, ante la balanza del juicio, le abrirán las puertas de los paraísos celestiales: «He dicho la verdad, he actuado según la Regla; he dado pan al hambriento, he dado de beber a quien tenía sed, he vestido a quien iba desnudo; he hecho cruzar el río a quien no terna barca, he dado una sepultura a quien no tenía hijo. He salvado al débil de quien era más fuerte; he respetado a mi padre, he sido tierno con mi madre…».

La voz del maestro de obras se ha extinguido. Faraón ha perdido a su más fiel amigo, al hombre capaz de construir moradas de eternidad. Desde la ventana de palacio, el dueño de Egipto contempla, a lo lejos, la pirámide donde muy pronto su cuerpo mortal se transformará en cuerpo inmortal.