CAPÍTULO 5
Cuando Keops se negaba a cortar cabezas

Las obras de la gran pirámide están abiertas. Los mejores artesanos de Egipto trabajan en ellas. El suelo de la meseta de Gizeh ha sido nivelado, el transporte de los materiales se efectúa sin problemas, los equipos trabajan con eficacia. Pero Keops, el gran rey, está preocupado. Hace varias semanas que trabaja en el trazado interior del monumento y la disposición de las cámaras secretas que se adecuarán dentro de la pirámide. Keops sabe exactamente qué quiere hacer: descubrir el número de las cámaras secretas del templo de Thot, guardián del conocimiento sacro, gran maestro de los jeroglíficos, las palabras de los dioses, y patrón de los escribas. Reproducirá este dispositivo, el más perfecto de todos, en su «país de luz», es decir en la gran pirámide.

Pero Keops se enfrenta a un obstáculo insuperable. Los archivos de la Casa de Vida no contienen nada al respecto. Sus íntimos colaboradores, los sacerdotes, los ritualistas, los iniciados que forman el círculo de sus hermanos también lo ignoran tanto como él. Ese conocimiento parece haberse perdido.

El poderoso soberano, que mantiene con firme puño las riendas del Estado, se aburre. El país es próspero. Su visir es un administrador notable. Los sacerdotes cumplen perfectamente con su oficio, atrayendo los dioses a la tierra. Los altos funcionarios son hombres competentes, como su yerno Ankh-haf, severo, autoritario y riguroso,[6] o Ka-aper, hombre gordinflón, vividor y generoso.[7]

Todo iría a las mil maravillas, le dice Keops a su hijo Djedefhor, si no existiera ese inaprensible secreto. Djedefhor es un iniciado de alto rango. Se encarga de redactar textos sagrados que, mucho tiempo después, formarán capítulos del Libro de los Muertos. Los rituales y las fórmulas mágicas son su pan de cada día. Ver cómo se atormenta su padre le apena, tanto más cuanto la gran pirámide debe convertirse en la más fabulosa obra maestra arquitectónica, al tiempo que encarna en sus piedras la enseñanza de los sabios.

«Padre mío —dice con voz suave—, hay en este país alguien a quien no conoces». «Es muy posible —se sorprende Keops—. ¿Por qué me lo dices?». «Porque ese personaje es el mayor mago de Egipto. Vive en la localidad llamada “Snofru es duradero”, junto a la pirámide de este faraón, en Meidum. Tiene ciento diez años, la edad que alcanzan los grandes sabios, pero su vigor es aún excepcional. Se afirma que come quinientos panes y medio buey y que realiza verdaderos prodigios. Por ejemplo, devuelve a su lugar una cabeza cortada». Keops está intrigado y vagamente interesado. Pero aquello no basta para apartarle de su mayor preocupación.

«Un detalle más —añade el príncipe Djedefhor—. El prestigioso mago conoce el número de cámaras secretas del templo de Thot». Keops necesita de todo el autodominio que debe poseer un faraón para no saltar sobre su hijo. «Ve a buscarle tú mismo, hijo mío, y tráemelo».

Se disponen en seguida embarcaciones para Djedefhor, que remonta el Nilo hacia la localidad donde vive el mago. Atracan sin problemas. Una vez en tierra, el príncipe se instala en una magnífica silla de manos, de madera de ébano cubierta de oro, y se dirige sin tardanza hacia la morada de Djedi.

El mago está en su casa. Está tendido en una estera, ante su morada. Un servidor unta su cabeza con una pomada, otro le da un masaje en los pies. El príncipe baja de su silla de manos y le saluda.

Le felicita por su notable forma física, asombrándose de que un hombre de su edad goce de tan perfecta salud. Ni enfermedad, ni tos, ni señales de debilidad en un anciano de ciento diez años es algo realmente extraordinario. Djedi no responde. Apenas ha advertido la presencia del príncipe, que le anuncia que viene de parre de su padre, Keops, «justo de voz». La noticia no parece impresionar al mago. Tras haber agotado las fórmulas de cortesía, el príncipe promete a Djedi riquezas a boca de costal. Comerá los más deliciosos manjares, normalmente reservados al faraón y sus íntimos; gozará de una magnífica sepultura.

Djedi toma la palabra por fin. «¡Paz, paz, hijo de rey, amado de tu padre! Que tu padre te recompense y te conceda un excelente rango entre los ancianos. Que tu ka luche contra tu enemigo, que tu alma conozca los caminos que conducen a la puerta del otro mundo».

Impresionado, el príncipe ofrece sus manos al mago y le ayuda a levantarse. Éste acepta iniciar el viaje e ir a la corte. Exige que le preparen barcas para sus hijos y sus libros. Djedefhor no se separa de él. Le hace subir a su barca principesca.

El príncipe se presenta, no sin orgullo, ante Keops. «Faraón, señor mío, he traído a Djedi», declara. Keops permanece impasible. Recibirá a su huésped en la gran sala de palacio, como debe hacerse con los visitantes prestigiosos.

Muy tranquilo, Djedi avanza hacia el rey-dios. Keops se extraña: «¿Cómo es posible, Djedi, que nunca me haya encontrado contigo?». El mago mira a Faraón. «Viene, oh rey, aquél a quien se llama. Me han llamado. Aquí estoy».

El anciano es impresionante, manifiesta una gran seguridad en sí mismo. Keops no tiene menos aplomo. Tras el breve duelo oratorio, el Señor de las Dos Tierras desea verificar, inmediatamente, las afirmaciones de su hijo. «Al parecer, Djedi, sabes devolver a su lugar una cabeza cortada. ¿Son esas habladurías reflejo de la verdad?». El anciano no se desconcierta. «En efecto, soberano, mi señor, soy capaz de hacerlo».

«Siendo así —prosigue Keops—, te reservo un excepcional tema de experimentación. Un condenado a muerte que debe ser ejecutado. Voy a hacer que lo saquen de su calabozo. Lo traerán ante ti. Le cortarán la cabeza y tú volverás a colocársela».

Djedi se atreve a sostener la mirada del faraón. Grave, responde sin temblar: «No, no con un ser humano, Faraón, mi señor. Está prohibido actuar así con un ser que forma parte del sagrado rebaño de Dios».

Reina por unos instantes un pesado silencio. El mago se ha negado a obedecer al faraón, la encarnación de Dios en la tierra. Ha afirmado con claridad su posición. Keops sonríe, sin responder. El hombre que está ante él es, realmente, un sabio. No ha caído en la trampa. En definitiva, el propio Faraón no acepta cortar cabezas humanas.

Traen ante Djedi una oca a quien le han cortado la cabeza. El mago y Faraón saben muy bien que así se ha encarnado, materialmente, el jeroglífico que significa «miedo». Unas palabras mágicas le bastan a Djedi para colocar la cabeza en su lugar, para terminar con el miedo, por lo tanto. La oca se incorpora, se tambalea y comienza a graznar. Djedi realizará sus prodigios con dos animales más, otra oca y un buey.

Hay un tiempo para la magia y otro para el conocimiento. Keops se acerca a Djedi. «Me ha sido revelado —dice el faraón— que conoces el número de las cámaras secretas del templo de Thot. ¿Es también verdad eso?». El anciano parece algo molesto. «No del todo, mi señor. Ignoro el número, pero conozco el lugar donde se guarda este secreto. En Heliópolis, la ciudad santa del dios Ra, en el interior de la cámara de los archivos secretos. Hay allí un cofre y en el cofre se halla el secreto que buscas».

El gozo invade el corazón de Keops. «Pues bien, mago, irás a Heliópolis. Entrarás en la cámara de los archivos, abrirás el cofre y me traerás el documento». «Imposible —replica Djedi—. Esta misión no puede serme confiada». Sorprendido, Keops está a punto de enojarse: «¿A quién, entonces?».

El anciano medita antes de responder. Su papel en esta tierra se acerca a su fin. Ha alcanzado la edad de los sabios, los ciento diez años, sólo para vivir esta hora excepcional, esa entrevista con el hombre más poderoso de la tierra, para indicarle cómo acceder al libro de Thot y construir su pirámide.

«La mujer de un sacerdote de Ra, el dueño de Heliópolis, está preñada de la luz. Pronto parirá tres hijos. El primogénito de esos tres hijos de la luz se convertirá en sumo sacerdote de Heliópolis, el mayor de los videntes. El te comunicará el secreto.»[8]

Así se cumplió el destino, descifrado por el mago Djedi. Keops fue efectivamente depositario de los secretos de Heliópolis y de Thot. El dispositivo interior de la gran pirámide comprende varios corredores y tres cámaras principales. La más baja, llamada «inconclusa», simboliza la materia en su aspecto primordial, antes de la aparición de la conciencia. Es un callejón sin salida. Sin embargo, puede salirse de ella para ascender hacia la cámara del medio, de la que sólo una parte está trabajada con esmero. Es una etapa intermedia, pero hay que llegar más arriba, hasta la cámara del rey, construida de acuerdo con la Divina Proporción y que alberga una matriz de resurrección, el sarcófago. Allí, en el corazón de una verdadera pila atómica de naturaleza espiritual, el Señor de las Dos Tierras era regenerado e inmortalizado, llevando a su pueblo entero hacia los paraísos celestiales, el «rebaño de Dios» en el que ninguna cabeza faltaba.