CAPÍTULO 4
Las remeras del buen rey Snofru

El faraón Snofru pasea con rostro sombrío por su palacio sin saber cómo ocupar uno de sus escasísimos momentos de asueto. Él, fundador de la IV dinastía, 2575 a. J. C., a quien llaman «el buen rey» pues es muy amado por sus súbditos, vive un momento de fatiga y desesperanza. Una única solución: solicitar consejo a su mejor ritualista, que conoce perfectamente los rollos de la Regla.

Debidamente avisado, el ritualista no tarda en llegar. Faraón reconoce no haber hallado diversión alguna que pueda alegrar su corazón. ¿Qué puede ofrecerle? El ritualista no vacila ni un segundo: «Que Tu Majestad se dirija al lago de palacio. Toma una barca con todas las hermosas muchachas que hay en tu palacio. El corazón de Tu Majestad se divertirá viéndolas remar, subiendo y bajando. Y mientras contemples las hermosas espesuras de tu lago, tu corazón se divertirá ante ese espectáculo.»[3]

Snofru no vacila en seguir un consejo que juzga excelente. Hace mucho tiempo que el riguroso e infatigable soberano, rodeado de notables consejeros a quienes llama «mis hermanos», «mis amigos», no ha disfrutado de un reparador reposo.

El faraón ordena que se preparen veinte remos de madera de ébano, recubiertos de oro, y que dispongan veinte hermosas mujeres, de pecho firme y cabellos trenzados. Las vírgenes abandonarán su ropa habitual para ponerse una especie de bañador.

Mientras se dirigen a las orillas del lago donde le aguardan tan encantadoras muchachas instaladas en la barca, el buen rey piensa en su reinado tranquilo, feliz, sin problemas, durante el cual el Egipto del Imperio Antiguo ha conocido todas las felicidades. Snofru ha sabido administrar la riqueza para que todos participaran de ella. Ha confiado importantes responsabilidades a su primer ministro, el visir. Ha ratificado la idea de propiedad privada. Ha mantenido una justicia flexible, armoniosa, que ofrece a todo el mundo la posibilidad de defender su causa. Ha autorizado el proceso de la herencia, siempre que los bienes permanezcan dentro de la familia. Calificado como «rey bienhechor en el país entero», ha dado su nombre a numerosas localidades egipcias.

Las muchachas se inclinan ante Faraón que, sin la menor ceremonia, se instala en la popa de la barca. Viste un simple taparrabos. Dejando vagar el pensamiento, contempla a las hermosas remeras, encarnación de la juventud, la belleza y de la alegría de vivir. Bajo los rayos del sol que hacen brillar el agua del lago, sus flexibles cuerpos ondulan al ritmo de los remos que van y vienen. Pero aquello no basta para disipar las brumas que han invadido el corazón del rey. La víspera consultó con el adivino oficial de la corte, Neferti. Faraón le pidió que le desvelara el porvenir de Egipto. La respuesta de Neferti no fue muy agradable: Al escucharle, el rey tendió la mano hacia un cofre que contenía lo necesario para escribir. Tomó un rollo de papiro, una paleta, un cálamo y comenzó a escribir personalmente el relato del adivino.[4]

Neferti anunciaba que Egipto iba a conocer un período muy oscuro, durante el cual se producirían numerosas desgracias. El país sería presa de la anarquía. No debía por ello abandonarse a la desesperación: llegaría un salvador, un mesías. Se llamará Ameni (el futuro Amenemhet I, faraón del Imperio Medio, 1991-1962 a. J. C.). Construirá los Muros del Príncipe, para proteger el delta oriental de las invasiones. Después de las tinieblas, llegará de nuevo la edad de oro.

Bogando por el lago, Snofru piensa en los numerosos y grandes navíos de más de cincuenta metros de largo que ha hecho construir, con madera importada del Líbano, para incrementar su flota mercante. Ha desarrollado la circulación por el Nilo, aumentado la actividad de los astilleros. Naturalmente, la prosperidad económica era fruto de la paz, Egipto no tenía que temer nada de nadie. El rey había ido personalmente al Sinaí, donde un cuerpo del ejército había realizado una demostración de fuerza para impresionar a los beduinos y obligarles a permanecer tranquilos. Grabaron una representación mostrando a Snofru, que agarra por el pelo a un asiático y le aplasta la cabeza con su maza blanca: eterno símbolo de la victoria de la luz sobre las tinieblas, del ordenamiento del mundo por el faraón. Snofru solicitó a sus equipos de mineros un esfuerzo especial para explotar las minas de cobre del Sinaí, dándoles la seguridad de que la policía del desierto les garantizaría una absoluta tranquilidad. Si el Norte está tranquilo, el Sur no lo está menos. Al comienzo de su reinado, sin embargo, Snofru se vio obligado a enviar una expedición relativamente importante a Nubia, no tanto para guerrear como para conseguir personal nubio, destinado a ser empleado en las propiedades reales, y varios miles de cabezas de ganado.

De pronto, la embarcación se detiene. Una de las mujeres ha dejado de remar. Las otras la imitan. Brutalmente arrancado de su meditación, Snofru pregunta qué ocurre. Las jóvenes responden que su superiora no puede seguir remando. Ellas tampoco. Snofru se dirige entonces a la superiora, la más hermosa de todas, que parece muy contrariada. ¿Qué drama se ha producido? Tras varios segundos de mutismo, la mujer accede por fin a responder, su joya de turquesa «fresca», en forma de pez, acaba de caer al agua. La apreciaba por encima de todo. Al principio, Faraón no da importancia al asunto. Le propone regalarle otra. Pero la remera se muestra inflexible: «Prefiero mi objeto a cualquier otro semejante», responde, huraña.

Faraón sonríe. Él, el dueño de Egipto, el representante de Dios en la tierra, se halla detenido en medio del lago de su propiedad real por el capricho de una mujer. Ve en ello una señal y hace llamar de nuevo al ritualista.

Antes de que llegue, Snofru piensa en la inmensa obra arquitectónica, el más hermoso florón de su reinado: una pirámide de más de cien metros de altura, en Meidum, «la doble ciudad de las dos pirámides de Snofru», en Dahshur, con la gigantesca pirámide norte cuyas bóvedas en saledizo, colocadas a quince metros de altura para cubrir una sala de cuatro metros de ancho, alcanzan la perfección. Snofru, al hacer erigir la segunda pirámide (la «romboidal») quiso expresar todo el simbolismo de la dualidad: doble pendiente, doble entrada, dos salas fúnebres. El propio nombre de «Snofru» contiene ese principio dual, que está en el origen de la vida, puesto que ésta apareció cuando el Creador, Atum, se desdobló en un principio masculino y un principio femenino, y cuando el principio masculino separó el cielo de la tierra. Con esas tres pirámides, Snofru ha revelado la enseñanza iniciática de los sabios y ha dejado a la posteridad un inmortal mensaje de piedra.[5]

Cuando el ritualista se reúne con Faraón, la situación no ha evolucionado. Snofru le cuenta el drama. El ritualista, manteniendo la calma, pronuncia entonces unas palabras mágicas. Cuando el Verbo actúa, toma una mitad del lago y la deposita sobre la otra mitad. Descubre así el fondo. Colocada sobre un cascote, es visible la joya en forma de pez. El ritualista desciende de la barca y va a buscar el precioso objeto, entregándoselo luego a su propietaria, muy contenta. Más tarde, debe devolver las cosas a su lugar. Con la ayuda de nuevas palabras mágicas, el ritualista deja las aguas del lago en su estado primigenio.

El ritualista fue colmado de presentes y la casa real pasó el resto del día festejando aquel prodigio. Al caer la noche, Snofru fue a pasear, solo, por las orillas del lago. Tenía plena conciencia de haber vivido uno de esos momentos privilegiados en los que, en un país armónico, lo divino podía manifestarse en cualquier momento. Pues sabía muy bien que la superiora de las remeras era la diosa Hathor, la que devuelve la alegría al «corazón estrecho», y que la joya en forma de pez era símbolo de resurrección. La diosa y el ritualista le habían mostrado el fondo del lago, donde se encontraba el verdadero tesoro, sin duda porque era un buen rey, un gran constructor y un hermano para sus hermanos, los hombres.