Acaba de amanecer en la meseta de Saqqarah, la necrópolis de Menfis. Los rayos del sol iluminan el desierto rojo donde se han excavado las tumbas en que se han construido las moradas de eternidad. Soledad y silencio reinan en la inmensidad estéril. Dos hombres caminan uno al lado del otro. Se trata del faraón Zóser, cuyo nombre sagrado es Neterierkhet, «Divino, más que el cuerpo (de los dioses)», y de su maestro de obras, Imhotep, «El que viene en paz».
El maestro de obras conduce al faraón hacia un poderoso recinto de varios metros de altura. En sus manos están todos los poderes. Gobiernan un Egipto unificado cuya riqueza descansa en una autoridad central muy presente. Faraón es el único dueño del reino, en esta III dinastía del Imperio Antiguo, 2600 años a. J. C. Zóser es un hombre impresionante, de rostro muy austero. Parece severo, inflexible. Su autoridad no se discute. La paz reina en todas las provincias de las Dos Tierras. Zóser es el primer faraón portador del título de Horus de oro, honrando así al halcón protector de la realeza y significando que su carne de faraón es de oro, como la de los dioses. El oro es también el de la luz solar que Zóser venera muy especialmente. Está muy cercano al clero de Heliópolis, la ciudad del sol divino. Los nueve dioses creadores de la ciudad, que forman una enéada, han dirigido al faraón estas palabras: «Le entregamos toda vida, la vida que de nosotros procede, le entregamos todo el dominio, dominio que de nosotros emana, hacemos que celebre fiestas de regeneración».
Éste es, por otra parte, el motivo que lleva a ambos hombres hacia el sagrado dominio de Saqqarah: la regeneración. Zóser envejece. Imhotep también. La decadencia física y la muerte se acercan. Pero el ser verdadero no muere. Faraón es el que conoce mañana. La perfección del ser y del no-ser están en él. Ha brotado de Dios, es el que conoce. Pero es preciso que se celebren ciertos ritos en un lugar mágico, al margen del mundo profano. Zóser ha solicitado a Imhotep que cree semejante paraíso en la tierra. El maestro de obras lo ha conseguido y muy pronto podrá mostrar a su soberano lo que ha concebido y realizado.
Zóser piensa en Egipto. Un país sereno en el interior y seguro de sus fronteras. Al sur, al oeste, al este, al norte, hacia el mar, se han construido fortalezas que albergan guarniciones bien armadas y constituyen una especie de gran muralla que impide cualquier invasión. Seguridad indispensable para construir una Administración que funciona. Faraón reina sobre los ámbitos legislativo, judicial y ejecutivo. Lo que ordena es la vida. Las palabras que pronuncia se transforman inmediatamente en realidad. Promulga la Regla y nombra funcionarios para que se aplique. El reclutamiento es severo. Para los puestos clave, Zóser siempre ha exigido hombres debidamente preparados, personalidades fuertes, rectas e incorruptibles. Reciben el gran bastón, símbolo de su función, y deben dar cuentas de su gestión. Alrededor del rey están sus «amigos», sus hermanos y los jefes de los secretos. Gobiernan juntos. El escalafón es largo y es difícil ascender. Pero no se reserva a los individuos acomodados o de buena cuna. El rey siente predilección por la gente de oficio, capaz de unir actividad manual y trabajo intelectual.
Imhotep fue uno de ellos, el más excepcional sin duda alguna. Comenzó su carrera como artesano, aprendiendo a moldear jarras de piedra. De escultor se convirtió en administrador del gran palacio, antes de acceder a los más altos puestos de responsabilidad: canciller de Faraón y portador de su sello, sumo sacerdote de Heliópolis y maestro de obras. Ese «grande de los videntes» es también médico, astrónomo, mago. Durante sus escasísimos momentos de ocio escribe libros de sabiduría para conducir a los hombres hacia el Conocimiento y la serenidad. Ha practicado todas las ciencias, todas las artes. Es jefe de los escribas, «gran patrón» de los médicos para quienes ha abierto una escuela en Menfis, la capital de las Dos Tierras. Nada de lo que hay en el cielo y en la tierra le es desconocido.
A menudo, cuando llega la noche, tras una jornada agotadora, Imhotep se sienta en la terraza de su morada. Con el cráneo afeitado, las piernas cruzadas y un papiro desenrollado sobre sus rodillas, lee los textos sagrados. Más tarde, mucho más tarde, Imhotep será inmortalizado en esta posición. Miles de estatuillas de bronce representándole circularán por todo Egipto. Cuando un escriba se disponga a escribir no olvidará derramar unas gotas de agua en su recuerdo, en recuerdo del maestro de sabiduría. En Karnak, en Deir el-Bahari, en Edfú, en Filae le serán dedicados santuarios. Harán de él un dios sanador.
Caminando al lado del faraón, Imhotep piensa en la más pesada e ingrata de sus funciones: portador del sello real, o dicho de otro modo, jefe de la Administración. Es el único que lleva el título de «pecho-mano», es decir de adelantarse y actuar. Dirige el Consejo de los diez, «los que hacen cada día lo que a Dios le gusta», el único que sabe practicar Maat, la Regla de vida, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes. Los pequeños señores provincianos carecen de poderes reales. Están sometidos a la corona. Por eso el país «funciona». La «casa blanca», el Ministerio de Hacienda, las aduanas, el servicio de los graneros, la administración de los dominios, el servicio público de los canales y el ejército son correctamente administrados. Se hace regularmente un censo de la población. Los escribas se muestran llenos de celo, son numerosos y vigilan la actividad de los campesinos y los artesanos, tienen al día el catastro, el registro civil, el inventario de los bienes nacionales. Se evita la injusticia. Los impuestos se calculan en función del grado de riqueza de cada cual. Las carreras no quedan «bloqueadas» por el nivel de la fortuna.
El faraón y su maestro de obras se detienen un instante. Están llegando. Ante ellos se yergue el gigantesco dominio de eternidad que Imhotep ha construido para Zóser, un dominio de quince hectáreas, protegido por un recinto de más de quinientos metros de norte a sur y unos trescientos de este a oeste. En el interior de este espacio se levanta una pirámide de seis escalones y sesenta metros de altura. Sólo la cima es visible. Su base queda oculta por el muro del recinto.
Zóser e Imhotep avanzan hacia la única entrada posible, una entrada siempre abierta, pues la propia puerta ha sido esculpida en simulacro en la piedra. Una intensa emoción embarga a los dos personajes de más alto rango del Estado. El santuario de Zóser ha sido construido por los hombres pero no para los hombres. Está reservado al ka real, la potencia vital que, mantenida por los ritos, permanece eternamente viva. Es su propia eternidad lo que Zóser se dispone a contemplar.
La única entrada se sitúa en el ángulo sur de la cara este del dominio. Las demás puertas previstas en el recinto son «falsas puertas». Ningún individuo de carne y hueso puede cruzarlas. Tras haber pasado por la estrecha columnata de entrada, cubierta con un techo que hace reinar la oscuridad, Zóser e Imhotep desembocan en un gran patio al aire libre. La perspectiva es cautivadora. La pirámide se impone en su omnipotencia, arraigada en el suelo y a la vez levantándose hacia el cielo, como una escalera gigantesca que el rey, hombre a escala del cosmos, podrá subir peldaño a peldaño para reunirse con el Creador.
Imhotep sonríe interiormente. Siente que su amigo de siempre, el faraón de Egipto, está maravillado, colmado. Sin embargo, Imhotep ha dado pruebas de una extraordinaria audacia: aquí, en el dominio de Saqqarah, todo es de piedra, desde los «simulacros» de puertas con goznes, tejuelos, cerrojos, barras de ensamblaje, hasta las columnas cuyos capiteles se abren en corola. El maestro de obras Imhotep Ha inventado la arquitectura monumental en piedra, ha traducido el poder de Egipto a un monumento de eternidad.
Va mostrando a Zóser el laberinto del ka, el muro de serpientes protectoras, los mojones del gran patio del sur que señalan las etapas de la carrera real de regeneración en el otro mundo, el pequeño patio de la fiesta durante la que el ka es «revitalizado» en presencia de los dioses instalados en sus capillas, los palacios del Norte y del Sur que simbolizan la Administración de las Dos Tierras.
Ahora, hay que mencionar la tumba. Ni Zóser ni Imhotep temen la muerte. Conocen las fórmulas sagradas que permiten vencerla, de modo que no abordan el tema como seres temerosos sino como iniciados. El cuerpo del rey, momificado, descansará en compañía de sus íntimos, bajo la pirámide, en el corazón de una red de galerías. Sobre paneles de cerámica azul se verá al rey, eternamente joven, realizando la carrera ritual de la fiesta de regeneración. Así será constantemente revivificado en el otro mundo. En estas cámaras azules, a casi treinta metros de profundidad, unos frisos de pilares-djed simbolizan la duración y la estabilidad que el ka real necesita para permanecer intacto. Por todas partes se encuentran «falsas» puertas, «falsas» ventanas que sólo cruzan los elementos inmateriales del ser. Bajo el macizo sur del recinto se ha excavado otra tumba. No contendrá cuerpo alguno. Zóser dispondrá así de un lugar de descanso para su momia, el cuerpo visible, y otro para su alma, su aspecto invisible.
Cuando Zóser haya exhalado el último suspiro será momificado. Bajarán la momia al fondo del sepulcro y clausurarán las galerías con casi cuarenta mil jarras, copas y platos de piedra. La piedra no se gasta, es el material de eternidad. Se utilizarán alabastro, esquisto, diorita, granito y cuarzo para esa vajilla mágica destinada a un perpetuo banquete de ultratumba. Dichos objetos contendrán como inscripciones los nombres de quienes los han creado con sus manos, títulos de personajes que desempeñan funciones importantes, marcas de oficio, nombres de faraones que fueron predecesores de Zóser, menciones de la fiesta de regeneración durante la cual los platos, copas y tazas serán manejados por comensales resucitados.
Ante la cara norte de la pirámide, Zóser descubre su propia estatua, situada en una pequeña estancia cerrada, el serdab. No está cerrada del todo, sin embargo, pues se han practicado dos agujeros en la piedra para que la estatua pueda ver lo que ocurre en el exterior. Muy pronto dejará de ser un inanimado cuerpo de piedra. Le abrirán la boca y los ojos, en ella se encarnará el ka de Faraón. Zóser contempla su cuerpo de eternidad tal como lo ha alumbrado el maestro de los escultores. Lleva el manto blanco característico de la fiesta de la regeneración. Sus negros cabellos están cubiertos por una peluca ritual. En la barbilla, una barba postiza. El brazo derecho descansa sobre el pecho, con la mano cerrada. La mano izquierda, plana sobre el muslo. El rostro es severo, casi hosco. Los pómulos salientes. Zóser reina. Seguirá reinando eternamente.
También Imhotep está fascinado. Con su aspecto de autoridad divina, allí efectivamente está representado su rey. Fascinado, pero también profundamente conmovido, pues Faraón le ha concedido un postrer favor que supera el marco de la etiqueta, un favor tan inestimable como insólito: en el zócalo de la estatua real aparecen el nombre de Imhotep y sus títulos. La fraternidad que ha unido a los dos hombres a lo largo de toda su existencia encuentra aquí su más cumplida expresión. Juntos han actuado para mayor gloria de Egipto. Juntos recorrerán los caminos de la eternidad y seguirán velando sobre Saqqarah.
En todas las épocas, el conjunto funerario de Zóser, en Saqqarah, ha sido un lugar de peregrinación. Los iniciados afirmaban que el cielo se hallaba en esa pirámide escalonada, que el sol de los sabios se levantaba allí. El dominio del ilustre faraón era una tierra sagrada donde las potencias divinas se manifestaban para conceder una larga y feliz vida a los justos que iban a honrar el alma de Zóser.
El faraón hechicero y su primer ministro, maestro de obras, no se habían equivocado. Sus nombres no sólo han llegado hasta nosotros sino que, sobre todo, su obra perdura con su vigor primigenio, inmovilizando en la piedra aquella gran hora en la que Egipto hizo nacer la primera pirámide.